Atón, Dios, Elohim…

Elohim, Adonai… El Dios Único ancestral de los judíos antes de la revelación de Yahvéh ante Moisés.
En el Pentateuco se mencionan a los nombres de Yahvéh, Elohim y Adonai para referirse a Dios. Según Gressmann: «Los nombres distintos son el índice evidente de dioses primitivamente distintos. Pudiera ser que en un principio, todos aquellos nombres fueran índices del choque de fuerzas entre las primitivas tribus hebreas, y que al final prevaleciera la más poderosa y cruel de ellas. Moisés se acoplaría a esta tradición semántica de su pueblo elegido y utilizaría sagazmente sus costumbres religiosas ancestrales para conducirles por donde sólo él sabía».

Históricamente, Yahvéh era un dios primitivo, volcánico, cruel, patriarcal, celoso y vengativo, adorado por las tribus medianitas de Qadesh, un oasis situado al sur de Palestina, entre la península del Sinaí y Arabia, a quien las enseñanzas egipcias de Moisés y después los profetas intentarían dulcificar y darle un sentido universal. Y para ello Moisés no dudó en emplear una alta magia que es signo inequívoco de que había bebido en los Misterios Egipcios, por lo que sabía preservar los secretos, como el referido al hecho ya citado de guardar los libros sagrados en un arca (como Moisés hizo con las Tablas depositadas en el Arca de la Alianza) llevado a cabo por los cultos iniciáticos egipcios, Tradición ésta que no salió nunca del Templo.

Son diversas, además, las coincidencias entre Atón y el Dios de los judíos, un «pueblo elegido» que terminó asesinando a su libertador Moisés… Y fue gracias a su inmolación, al igual que después ocurriría con Jesús, que su religión se implantó en el inconsciente del pueblo judío, terminando por transformarse con el tiempo. Por eso tiene sentido como expiación del tremendo pecado cometido, el epitafio final de la obra de Moisés a modo de terrible maldición sobre su propio pueblo, que en castigo a su rebeldía lo condena a dispersarse por el mundo y a sufrir sin consuelo los males más terribles. Y todo esto ocurre antes de la conquista de Canaán.

Pero debemos tener en cuenta, antes de crearnos una imagen ya demasiado definida sobre lo que representa Yahvéh en el Antiguo Testamento, las palabras de Félix Gracia en su artículo Yahvéh, el Señor de las fromas. «Algunos comentaristas bíblicos y escritores -dice Gracia- han contribuido con sus opiniones a difundir una imagen de Yahvéh como Dios severo, sanguinario y cruel»; Y se pregunta: «¿es ésta, en realidad, su esencia profunda?». A este respecto, el escritor español añade: «el hombre no puede juzgar la acción divina como algo que está fuera de él mismo, ya que Hombre y Dios pertenecen a una unidad irrompible. Cuando esta unidad se quiebra, el mundo cae, y toda la Craeción lo refleja». Y continúa: «el estado normal de las cosas contempla al binomio Dios-Hombre como una realidad inseparable, no disociada. El problema del mundo nace cuando esa entidad se rompe». «La Creación es un proceso en marcha, donde el Hombre, fiel a su dignidad de origen divino, llega a ser el instrumento de la potencialidad creadora».

Luis A. Lázaro finaliza su disertación sobre Moisés con estas palabras: «No queremos complicar más las cosas, añadiendo nuevas piezas y especulaciones a este trabajo. Muchas cosas más podrían ser dichas, pero… Lo cierto es que Moisés fue sin duda el fundador del monoteísmo, de la idea de un Dios Único y de una religión universal, que a través de la maldición del pueblo judío, dispersado entre las naciones por siglos, se ha mantenido y ampliando, alcanzando todos los rincones de la Tierra.

Una de las cosas que cabría añadirse, y que tal vez Lázaro no haga por pudor o por mera cuestión de espacio editorial, si la detalla sin el menor escrúpulo, y hasta con desenfado e ironía (irreverencia seguro que para algunos), Joaquín Grau, creador de la técnica regresiva Anatheóresis, en su artículo Moisés, ¿realidad o mito?, redactado para un monográfico sobre los Grandes enigmas del Antiguo Testamento publicado por la revista Más Allá de la Ciencia.

En él, tras una jocosa exposición de los pormenores del éxodo, así como de las figuras y hechos de Moisés y Yahvéh, pone el dedo en la llaga al referirse al pasaje del Mar Rojo, en que va conduciendo a los judíos una nube desde la que Yahvéh habla a unos cuantos elegidos. Y, al parecer, lo hace a través del Arca de la Alianza. De esta forma la narración bíblica encaja perfectamente en la versión ufológica del éxodo, en la que Yahvéh no sería otra cosa que una especie de comandante de una «escuadrilla de OVNIs».

También a los defensores de un Arca de la Alianza, cuya naturaleza es la de un artilugio tecnológico radiotransmisor para comunicarse con «Dios», se les abren nuevas perspectivas para razonar sus posturas.

Dice Grau: «A estas alturas nadie puede creer ya que Dios sea algo tan patológicamente humano como Yahvéh. Por el contrario, si podemos entender que unos simples extraterrestres con alta tecnología puedan encerrarse en un gas-nube, comunicarse a través del Arca, facilitar el paso por el Mar Rojo u originar las terribles plagas que asolaron Egipto… Y también está la existencia de otro artilugio que acompañó y alimentó a los judíos durante los cuarenta años que duró su éxodo (¿por qué tantos?); nos estamos refiriendo a la «máquina del Maná» de la que hablan diversas tradiciones cabalísticas y zoháricas, y que según esas mismas tradiciones custodiaron y se hicieron cargo de su mantenimiento los sacerdotes de Leví. Pero esa es ya otra historia…

Si las teorías de los ingenieros Sassoon y Dale se corroboran mediante el descubrimiento arqueológico del «Anciano de los Días», también conocido como «máquina del Maná», se confirmaría que un «Dios» tecnológico proveyó al «pueblo elegido» de herramientas de diseño.
Y otro tanto de lo mismo sucedería si se encontrase el Arca de la Alianza, o si los que dicen guardarla decidiesen mostrarla al mundo.

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