Abu Musa Jābir ibn Hayyān, conocido en Europa como Geber.

Abu Musa Jābir ibn Hayyān, conocido en Europa como Geber (una versión latinizada de Jabir) fue uno de los mayores genios de la Alta Edad Media: químico, médico, farmacéutico, astrónomo, ingeniero, filósofo… También desarrolló trabajos en campos menos científicos, como la alquimia y la astrología, que en aquella época estaban, en muchas ocasiones, entrelazadas con la verdadera ciencia. Como veremos, sus estudios incluyeron hasta intentos de crear vida artificial.
Geber. Codici Ashburnhamiani (s. XV), Biblioteca Medicea Laurenziana, Florencia.

No sabemos demasiado bien si era de origen árabe o persa, pero sí que era chií y que nació en la ciudad de Tus, en el moderno Irán, hacia el año 721-722 de nuestra era. Su familia vivió antes en Kufa, pero se piensa que su padre se mudó a Tus para tratar de lograr apoyos para la dinastía Abásida –a la que apoyaba– en su revuelta contra los Omeyas. El padre de Geber fue probablemente ejecutado por estos últimos en la propia Tus, y la familia huyó al Yemen, donde Abu Musa creció, estudiando –además del Corán, por supuesto— ciencia y matemáticas bajo su maestro, Harbi al-Himyari.

Cuando los Abásidas lograron finalmente el poder, Geber volvió a Kufa, donde desarrollaría casi todo su trabajo. Su vida estuvo dedicada casi íntegramente a sus investigaciones, aunque sus conexiones políticas estuvieron a punto de costarle la vida como, de una manera diferente, le habían costado la vida a su padre: Geber era el protegido del Visir Barmakid, servidor del Califa Haroun al-Rashid. Cuando la familia del Visir cayó en desgracia hacia 803, Geber también lo hizo, aunque fue afortunado y no fue ejecutado – sufrió una especie de arresto domiciliario durante doce años hasta su muerte alrededor de 815.

Este destino podría haber sido terrible para otros, pero Abu Musa había vivido casi de la misma manera toda su vida, y sus estudios e investigaciones llenaban su tiempo de cualquier modo. Como otros genios antes de que la propia extensión del conocimiento científico lo hiciera imposible, estaba versado en casi cualquier cosa que puedas imaginar, y realizó avances científicos en muchas materias. Estoy convencido de que no se aburrió en su encierro.

De entre todas las disciplinas en las que despuntó, tal vez por la influencia de su padre farmacéutico, la alquimia (que él mismo dio su primer empujón hacia la verdadera química) fue su verdadera obsesión.

La alquimia no era algo nuevo, ni mucho menos, en el siglo VIII: sus orígenes se pierden en el tiempo. De entre las varias teorías que tratan de establecer el origen del nombre, mi favorita es la que sostiene que procede de al-kimiya, y éste a su vez de Khem, el nombre con el que muchos conocían a Egipto. La alquimia –y por ende la química— serían entonces algo así como “el arte de Khem”, honrando a los Egipcios, verdaderos expertos en el manejo de muchas sustancias químicas (especialmente las relacionadas con el embalsamamiento de cadáveres, por supuesto).

De lo que no hay duda es de que los primeros intentos de combinar y sintetizar sustancias, de forma más o menos científica, se debieron a los antiguos egipcios, y posteriormente otros pueblos, como los chinos, los indios y los griegos desarrollaron también esta práctica. Sin embargo, aunque Geber no fue el padre de la alquimia, existe un antes y un después de sus trabajos, especialmente por su valoración del trabajo práctico y la experimentación.

Esto no quiere decir que Geber fuera puramente un científico: mucho del misticismo completamente ajeno a la ciencia de la alquimia está presente en sus teorías y tratados. Por ejemplo, daba mucha importancia a la numerología, y asignaba números a las consonantes de los nombres de distintos compuestos para tratar de mezclarlos de la manera adecuada y cosas así, prácticas que hoy en día nos pueden parecer muy ingenuas.

Por otro lado, fue uno de los primeros químicos en dar una gran importancia a la observación empírica –algo que, por ejemplo, los antiguos griegos habían dado completamente de lado, desgraciadamente–. En sus propias palabras,

“Lo más esencial en química es desarrollar trabajo práctico y realizar experimentos, pues aquel que no desarrolla trabajo práctico ni realiza experimentos jamás alcanzará el menor grado de maestría.”

Experimentando sin descanso, Abu Musa Jābir ibn Hayyān no sólo inventó diversos instrumentos de laboratorio y procedimientos que aún utilizamos hoy en día, sino que sintetizó numerosas sustancias, algunas de una importancia capital en química: el ácido sulfúrico (H2SO4), un compuesto esencial, pero sus logros van mucho más allá.

Gran parte de su trabajo se centró en los ácidos, pues estaba realmente interesado en transformar unas sustancias en otras, especialmente metales, y los ácidos más fuertes son de las pocas sustancias que pueden afectar de manera visible y rápida a los metales. Por lo tanto, para empezar identificó ácidos que existen en sustancias cotidianas, como el ácido cítrico de muchas frutas (C6H8O7), el ácido tartárico del vino (C4H6O6) o el ácido acético del vinagre (CH3-COOH), el ácido orgánico más fuerte de todos.

Sin embargo, incluso el acético no es un ácido demasiado fuerte, de modo que Geber trató de obtener otros más corrosivos a partir de diversas sales minerales – de ahí que los denominemos ácidos minerales, aunque algunos de ellos existan en los seres vivos.

De hecho, los tres más importantes fueron sintetizados todos por primera vez por este genio: además del sulfúrico, Geber logró obtener ácido nítrico (HNO3) a partir de la sal pétrea, y ácido clorhídrico (HCl) a partir de la sal común. Mezclando estos dos ácidos, el alquimista produjo lo que se denomina aqua regia, una de las pocas sustancias capaces de alterar el oro.

Sus investigaciones no sólo se centraron en los ácidos: estudió la fabricación del acero, tintes de tejidos, el grabado en oro, el curtido del cuero, pigmentos de cerámica… Su división de las sustancias ha sido utilizada durante siglos, y nuestros nombres actuales aún tienen influencia de los suyos: según Geber las sustancias podían clasificarse en tres grupos:

Espíritus, que se vaporizan al calentarlos, como el amoníaco, el azufre o el mercurio.
Metales, como el oro, el plomo o el hierro – sí, para él el mercurio no era un metal verdadero, pues produce gas al calentarlo.
Polvos o piedras que se pueden pulverizar, como el yeso.
Estuvo además muy cerca de descubrir muchas cosas más, que otros alquimistas o químicos posteriores identificarían. Por ejemplo, observó que cuando el vino hierve, desprende un gas inflamable – hoy sabemos que ese gas es etanol, el alcohol del vino, en forma gaseosa.

Sin embargo, aunque hoy en día valoremos su trabajo por su énfasis en la experimentación y el rigor científico, no podemos olvidar la parte de superstición, inextricablemente unida a la ciencia naciente de la época, presente en sus obras. Casi todo lo bueno y lo malo de la alquimia medieval árabe y europea de la Edad Media tiene su origen, de una manera u otra, en Geber.

Los alquimistas europeos, cuando leyeron las traducciones de las obras más importantes de Geber, quedaron fascinados: Robert de Chester tradujo su Kitab al-Kimya en 1144, Gerard de Cremona tradujo el Kitab al-Sab’een en 1187, Marcelin Berthelot tradujo otros muchos tratados… La profundidad del conocimiento de Jabir –como digo, mezclada con superchería numerológica y de otra índole— dirigiría la vida de casi todos los alquimistas posteriores. Su influencia sobreviría a la propia alquimia, y hoy en día seguimos utilizando términos, como álcali, que fueron creados por Geber.

La alquimia de Geber estaba unida, además de a la superstición, a su fe religiosa: en sus tratados describe los rezos y rituales que deben realizarse de manera precisa, en solitario y en el desierto, antes de poder dedicarse a la alquimia, y considera esta disciplina como la consecuencia de someter la propia voluntad a Alá, convirtiéndose el alquimista en el agente de Dios en la Tierra. Los aspectos espirituales de la alquimia se mantendrían, en esa extraña mezcla de creencia y ciencia, durante siglos – hasta que gente como Boyle separó una de otra.

Geber expandió los conceptos aristotélicos de los elementos (fuego, aire, tierra y agua) a otras cuatro propiedades: seco, caliente, frío y húmedo. De este modo, consideraba el fuego como seco y caliente, mientras que la tierra es fría y seca, el agua fría y húmeda y el aire húmedo y caliente. En su visión de las cosas –desgraciadamente, en este caso no respaldada por la experimentación— era posible transformar una sustancia en otra cambiando la proporción de estas propiedades: por ejemplo, disminuyendo la sequedad o el calor de un metal podría obtenerse otro diferente. Esta obsesión sería, a lo largo de los siglos, una de las razones del estancamiento de la alquimia y su abandono de las raíces científicas – la piedra filosofal resultó ser una especie de El Dorado que llevó a muchos alquimistas a perder el tiempo con teorías sin base empírica.

Sin embargo, en mi opinión muchísimo más interesante que la obsesión por convertir unos metales en otros fue el interés, en cierto modo herético, de Abu Musa por crear la vida artificialmente. Cuando imagino a este sapientísimo alquimista solo en su laboratorio, iluminado por la luz de una lámpara, tratando de combinar sustancias para fabricar seres vivos en un matraz, se me ponen los pelos de punta.

Esta creación artificial de la vida era denominada por Jabir takwin. En su Kitab Al-Ahjar (Libro de las piedras), el químico describe diversas recetas alquímicas para fabricar escorpiones, serpientes e incluso seres humanos. Desgraciadamente, gran parte de su esfuerzo en sus tratados está dirigida a engañar y confundir a los incautos que tratasen de reproducir sus experimentos, utilizando códigos y numerología diversa. En las palabras del propio Geber en el Libro de las piedras (4:12),

“El propósito es confundir y llevar a error a todos excepto a aquellos a los que Dios ama y a los que provee.”

Es difícil saber hoy en día si las “recetas” de Geber son realmente intentos sinceros de fabricar vida artificialmente, sometida a la voluntad de su creador, como una suerte de androides biológicos, homúnculos o golems, o simplemente símbolos o falsedades para confundir a sus lectores. Desafortunadamente, en aquel entonces la idea de que la ciencia debe compartirse libremente no estaba ni mucho menos extendida – otra de las razones por la que los alquimistas nunca llegarían muy lejos, al ocultarse unos a otros sus preciados secretos continuamente.

Esto no quiere decir que los alquimistas no produjeran resultados prácticos: a veces intencionadamente y otras como productos colaterales de sus experimentos, mejoraron sin duda alguna el conocimiento científico sobre las sustancias y sus interacciones. Evidentemente, haría falta que llegase gente como Boyle para separar el misticismo del materialismo en la química, de modo que la química racionalista despegase como ciencia, de este modo perdieran mucha de la razón de ser en la ciencia. Siguen creyendo «teorías» poco sustentadas por realidades, recordándome a los Griegos, pasando al mundo de los pensamientos y «teorías» y alejándose de la realidad natural, adentrándose en el imaginario poco sustentado y por tanto al error. – pero no tiene sentido actualmente considerar a los alquimistas simplemente como estafadores, ni nada parecido. Fueron un producto de un tiempo, en que las cosas se miraban de otra forma, una más natural y con más sentido del que actualmente pudiera tener la ciencia si la miramos con los ojos de ayer, hoy se siguen las líneas trazadas por otros anteriormente, líneas que a veces carecen de sentido.

Pero es una lástima que una gran parte de los trabajos de los alquimistas se centrase en perseguir mitos, como pociones de la eterna juventud o la piedra filosofal, un concepto surgido directamente de las propias teorías de Geber acerca de la transmutación de unas sustancias en otras al variar su sequedad o calor.

Sin embargo, ni el propio Abu Musa Jābir ibn Hayyān ni sus múltiples seguidores, árabes y europeos, lograron hallar el secreto de la fabulosa piedra filosofal.

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