Jesucristo figura histórica bíblica en tiempo y espacio

«Si verdaderamente hemos partido nuevamente de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que que él mismo quiso identificarse: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber; fui forastero y me hospedasteis; desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, encarcelado y vinisteis a verme» (Mt 25, 35-36). Esta página no es una simple invitación a la caridad: es una página de cristología, que ilumina el misterio de Cristo. A la luz de esta página la Iglesia comprueba su fidelidad como Esposa de Cristo, no menos que en el ámbito de la ortodoxia.»
(S.S. Juan Pablo II Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, 49)

 

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Recordando las palabras del Apóstol: «con tal de que Cristo sea anunciado, me alegro y seguiré alegrándome» (Flp 1, 18), deseamos que nuestro servicio en favor de una difusión cada vez mayor del mensaje bíblico, prosiga con renovado empeño, con el propósito de producir obras-escritos-catequéticos que, además del aspecto artístico, estén impregnados de un profundo sentimiento religioso y sean capaces de suscitar en los espectadores-lectores no sólo admiración estética, sino también participación interior y maduración espiritual.

 

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«Afortunadamente, el cristianismo, a diferencia de las ideologías, tiene siempre una doctrina buena, cierta y definitiva que le permite rectificar los errores prácticos en los que pueden incurrir algunos de sus miembros: el Evangelio». Beatriz Comellas.

 

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Efeso.

 

Si Jesucristo no existió, tampoco existió Julio César, ni Artajerjes, ni Sócrates, ni Recaredo, ni Gengis Khan, ni Cristóbal Colón. Y es que los evangelios, y la Biblia en general, es el libro mejor documentado de toda la historia de la humanidad; según la gradación torera: primero la Biblia, luego nadie, y luego los demás.

Citemos el estudio preliminar de los Evangelios editado por EUNSA: “De las obras cumbres de la literatura clásica, de la Iliada y la Odisea de Homero, así como algunas obras de Aristóteles y Platón, que son de las que más manuscritos poseemos, en ningún caso llegan al millar de copias; es más, sólo se conservan unas pocas decenas, y en su mayor parte, de épocas muy tardías (entre los siglos X y XV). En cambio, de la Biblia conservamos unos 6.000 manuscritos en las lenguas originales (hebreo y griego), y unos 40.000 manuscritos en antiquísimas versiones (copto, latín, armenio, arameo, etc)”.

Dicho de otra forma, decir que Jesucristo no existió no es ningún atentado contra la ortodoxia católica ni contra el Magisterio: es un atentado contra la ciencia y contra la historia. Los católicos no nos cabrearemos, pero los bibliotecarios la pueden armar.

Segunda cuestión. Bueno sí, claro, existió, por supuesto, pero no era Dios. Eso sí, era un gran maestro moral. Un buen hombre.

La respuesta a esta nueva tontuna nos exige trasladarnos desde la historiografía a la semiótica, para concluir que: una de dos, o Jesucristo era Dios o fue el mayor inmoral que ha existido sobre la faz de la tierra; o un loco, o un canalla, o ambas cosas a la vez. ¿Se imaginan ustedes a un hombre que se dice Dios, que exige que los hombres le adoren, que abandonen vida, familia y patrimonio tan sólo fiados de unas palabras que sonaban a fantasmagoría o locura?

No, sobre Cristo sólo se pueden decir dos cosas: o era el más miserable de los hombres, o era realmente Dios.

Claro que existe una tercera derivada, muy pertinente respecto a los profetas de la duda. Nunca, en toda la historia de la humanidad, algo tan frustrante como la duda ha sido tan alabado, razón por la cual se producen seminarios como el precitado. Y es que la duda no tiene límites, y desemboca, seguro, en la idiocia. El punto final consiste en comenzar a dudar de la propia existencia. Conozco a más de uno, y de dos, que ya ha llegado a la conclusión de que no existen….

Como decían los alucinados de los años setenta: “Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo mismo no me encuentro nada bien de salud”. O como escribió un tercero, bajo el aforismo “Dios ha muerto, firmado Nietzsche”. “Nietzsche ha muerto, firmado: Dios”.

…[…]…

 

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Los cristianos amamos a Cristo con todo nuestro corazón y le adoramos porque es Dios, según nos revela la Sagrada Escritura.

La tradición espiritual de la Iglesia también presenta el corazón en su sentido bíblico de «lo más profundo del ser» (Jr 31,33), donde la persona se decide o no por Dios (cf. Dt 6,5; 29,3;Is 29,13; Ez 36,26; Mt 6,21; Lc 8,15; Rm 5,5).

 

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«Sed, cristianos, más firmes al moveros:
no seáis como pluma a cualquier soplo,
y no penséis que os lave cualquier agua.

Tenéis el antiguo y nuevo Testamento,
y el pastor de la Iglesia que os conduce;
y esto es bastante ya para salvaros…

¡Sed hombres, y no ovejas insensatas!» Paraíso, V, 73-80.

 

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LA FIGURA HISTÓRICA DE JESUCRISTO

 

«Jesucristo es el personaje más y mejor estudiado a lo largo de estos 21 siglos que han transcurrido desde su entrada en la historia humana».

Por Pedro Beteta López

Jesucristo es el personaje más y mejor estudiado a lo largo de estos 21 siglos que han transcurrido desde su entrada en la historia humana. Nadie como Él ha sido estudiado con tanta profundidad porque nadie como Él ha suscitado tanto interés. Vivió poco tiempo, pues apenas pasaba de los treinta años cuando murió. Y falleció ajusticiado como un malhechor. No fue pues un hermoso final. Y, sin embargo, su doctrina vivida y predicada ha sido el comienzo de la mayor revolución de la historia de la humanidad.

Ninguna doctrina, teoría filosófica o civilización ha influido jamás tanto en las personas de todas las épocas y circunstancias; incluyendo todos los aspectos de la vida, tanto cultural, como artística, moral, jurídica, familiar, etc.

El asunto verdaderamente desconcertante y que, de ser cierto, hace singular a esta persona es que vive actualmente . ¿Acaso no murió realmente como ha quedado dicho? No. En efecto, murió. Murió y además gracias al estudio de los documentos que narran su muerte, es el hecho histórico mejor documentado. Pero igual de documentado está su Resurrección.

El asunto, para que vamos a negarlo, que está en el fondo de todo planteamiento relacionado con Jesús, es el de su personalidad. ¿Quién es en realidad? Evidentemente, una persona con buena salud psíquica no se creerá jamás -al menos en serio- que es Dios, y desde luego nadie cuerdo acepta tanto sacrificio para mantener una postura falsa e hipotética.

Sin embargo, Jesús de Nazaret, está persuadido de ser Dios y por mantener la defensa de tal identidad será condenado a muerte y ejecutado. Los relatos evangélicos, pese a no dibujar el retrato físico de Jesucristo, son generosos a la hora de aportar datos sobre la fisonomía moral. Vamos a intentar la osadía de esbozar en el carácter de Jesús de Nazaret al hilo documental, meramente histórico, de los evangelios.

EL CARÁCTER DE JESÚS DE NAZARET

Las joyas, las monedas, las ánforas, etc., desde antiguo, son reconocidas por la marca, el carácter. Hay un cuento de León Tolstoi en el que un zapatero invita a cenar en Nochebuena a un mendigo y su mujer le increpa. El invitado se va empequeñeciendo y afeando a medida que oye los insultos y siente los desprecios. Al final, cambia de actitud la mujer y comienza a tratarle con afabilidad y darle bien de comer. Ante la perplejidad del matrimonio aquel hombre mejora. Crece y su rostro embellece hasta convertirse en lo que era… ¡un ángel! Al ser preguntado sobre porqué no lo había dicho antes respondió: “siempre soy ángel pero me manifiesto como ángel cuando me tratan como tal”.

Todos los hombres tienen un modo peculiar de ser, un carácter propio. Es la resultante de los muchos influjos que inciden en la persona configurando así su carácter , su marca indeleble mostrada en el comportamiento. El sello inédito que dejan estas condiciones psíquicas y afectivas -unas heredadas y otras adquiridas- distinguen y señalan a esa persona. Los hombres tras el pecado original que les hirió en su naturaleza han de mirar a Jesucristo, para correspondiendo esforzadamente a la gracia, modelar el carácter y conseguir la identificación con Cristo.

¿Qué datos deberíamos abordar al pretender describir el talante, el carácter o la personalidad de un hombre? A bote pronto se nos ocurre que de un hombre conocido se podría quizá decir por ejemplo, algo así: alegre, afectuoso, laborioso, inteligente, equilibrado, locuaz, sabe escuchar, profundo, reflexivo, acomete los problemas con fortaleza sin herir a las personas, ordenado, comprensivo, generoso, se sobrepone al cansancio sin espectáculo para hacer lo que toca en cada momento, tiene conciencia de su vocación y no retrocede ante las dificultades, etc.

Sería largo y prolijo hacer la descripción del carácter de un hombre, como queda demostrado. Veamos que podemos hacer nosotros para entresacar del Evangelio el retrato moral del Señor.

DISFRUTA DEL MUNDO Y LO CONOCE BIEN

Su predecesor, Juan el Bautista, se aparta del mundo y en su momento comienza a predicar y acuden a él desde todas partes. Jesucristo, en cambio, trabaja largos años de su vida en un oficio concreto antes de cambiar al oficio de Maestro de Israel, y vive en el seno de una familia y se deja invitar a convites y fiestas. Jesús vive en contacto profundo con los hombres de la sociedad de su tiempo. Sabe apreciar lo que hay de bueno en cada hombre, y conocedor de su crónica enfermedad espiritual fruto del pecado, trata de recuperarlos y orientarles, sin dejarse llevar de ingenuos espejismos idealistas.

Es la suya una personalidad sólida, donde las virtudes humanas alcanzan niveles jamás vistos. Inaccesible a los halagos de la muchedumbre, sereno ante los peligros e inalterable ante las grandezas humanas si son sólo materiales. Siempre cortés y delicado en el trato es también enemigo de todo exceso, palabra o acción desmedida y de mal gusto.

Todo tiene vida, los montes, los ríos, las flores, los pájaros y sobre todo el hombre es para el alma de Jesús el horizonte de contacto del mundo con la voluntad de su Padre; ahí quiere morar y reinar sirviendo. De ahí su actitud ante la vida, es una visión gozosa, optimista y positiva. Es Jesús un hombre realista, sin falsa poesía ni blandenguería. Toca de cerca los problemas y los conoce en profundidad. Enseña con la pedagogía de la anécdota, de la comparación o parábola, en una suave ascensión en profundidad y sin temor a repetir lo mismo de diversas formas. Pone ejemplos llenos de color, de vida, de poesía, de tragedia cotidiana o alegría familiar y popular. Aprecia la naturaleza, proclama la belleza de los lirios del campo y la libertad de los pajarillos; ensalza las ansias del pastor que perdió una oveja y critica la arrogancia del fariseo autosuficiente que reza en el Templo. Todo esto refleja un sentido exquisito de fina observación y gran sensibilidad que emergen de su rica vida interior. No hay la más mínima desconexión con la realidad. Jesús vive con intensidad su vida humana.

EL CONCEPTO DE AMOR QUE ENSEÑA

Enseña una doctrina jamás oída, una moral tan exigente que era desconocida hasta entonces y donde todo lo explica el amor, mejor dicho, el nuevo concepto de amor. Un amor que es completamente distinto al hasta entonces entendido como tal. Un amor que es generosa donación a todos los hombres sin acepción de personas, pobres y ricos, sanos y enfermos, pecadores o no, varones o mujeres, niños o mayores. El mismo amor exige vivir la aparente desigualdad de manifestar especial dulzura por los más necesitados: los enfermos, los pobres, los marginados de la sociedad, etc. Los marginados podían ser especialmente pudientes pero con el trauma del pecado o el desprecio de los hombres, como era el caso de Zaqueo.

Tiene un temperamento entrañablemente humano, que mira con cariño -y a veces con ira, si aflora la hipocresía-, que abraza a los niños y los bendice. Incluso se enfada si los apartan para que no le molesten. Jesucristo es un hombre a quien se le enternecen las entrañas ante una viuda que llora a su hijo único muerto o ante un pueblo que no reconoce al Mesías que tanto lo ama, que llora ante el amigo muerto y que se conmueve ante las muchedumbres en desamparo o los pobres o los enfermos. Jesús es accesible, misericordioso, familiar, de grandeza única, dignidad inefable, nítido en su pensamiento, palabra y obra. Jesús es la más bella imagen que se ha dado a los hombres contemplar.

SANTIDAD DE VIDA PATENTE

Sin embargo, lo que parece ser la atracción que más impresiona a los que con Él se tropiezan es su sinceridad de vida. No es que parezca bueno, es que se nota que realmente lo es. Y palpan que no es algo temporal, eventual, sino que es que es así siempre. De cualquier persona que tenemos por santa se le conocen momentos de debilidad que comprendemos y justificamos generosamente porque son hombres como nosotros; sin embargo, en Jesús no hay el menor síntoma o asomo de desfallecimiento espiritual. No hay en Él ningún gesto -acto o palabra- que no despida santidad. Podríamos pensar que se trata de falta de datos actualmente, pero no. La falta de datos es porque no los hay. Pues los mismos que buscaban matar a Jesucristo tuvieron que recurrir a falsos testimonios que al contradecirse ponían al descubierto de modo más patente su santidad, incluso Pilatos reconoce su inocencia y que ha sido entregado por envidia y el mismo Judas se arrepentirá de haber entregado sangre inocente.

REALISTA EN TODOS SUS PLANTEAMIENTOS

Su realismo predicando prueba su espíritu de observación y aprecio por la naturaleza. Leyendo sus parábolas se percibe la lozanía del modo oriental de captar la belleza y el vasto conocimiento de las realidades cotidianas de la época y del lugar. Nada hay de ingenuo idealismo en su vida. Es un gran observador de la realidad como lo demuestran las descripciones de las parábolas con las que enseñaba al pueblo; en ellas sale toda la gama de clases y situaciones sociales y en unos marcos de maravilloso colorido costumbrista. Con el vehículo de una prosa que embelesa también el alma predispone a sus oyentes para captar los mensajes espirituales. Leyendo sus parábolas se percibe la lozanía de tipo oriental que posee para captar la belleza. Todo cobra vida en sus descripciones: mercaderes que negocian, amas de hogar que se afanan buscando unos dineros perdidos, jóvenes que acompañan a la amiga que se casa, las reacciones típicas de los niños que juegan en la plaza, agricultores en paro que mantienen pacientemente la esperanza de un contrato laboral, reyes que se preparan para la guerra, bodas de príncipes, el aspecto del cielo como presagio del tiempo futuro, la belleza del campo con sus flores, pájaros y árboles; la pesca en el mar, la recolección de las cosechas en el campo, el almacenaje del vino en los odres adecuados, etc.

La belleza de su elocuente estilo al predicar responde a algo interior, no al espectáculo al que tan aficionados eran los orientales. Su comportamiento parece ser algo interior que mana suavemente al exterior, sin violencia, como brota la vida en el valle cuando llega la primavera, sin uniformidad pero con armonía. Sus palabras tienen la autoridad de sus hechos, de su vida.

CÓMO MUESTRA QUE ES HOMBRE Y DIOS

Jesús manifestó su divinidad poco a poco, de forma gradual y progresiva, mediante una pedagogía admirable, adecuada al fuerte sentido monoteísta del pueblo de Israel, al que le habría sido muy difícil aceptarlo sino. Comunica al pueblo con hechos y palabras su divinidad pero de un modo bien distinto del relato espectacular lleno de apoteosis al que estaban acostumbrados los oyentes de relatos épicos. Jesucristo va haciendo una progresiva y pedagógica explicitación de su divina condición con la sensibilidad de quien conoce a fondo la dificultad de entender el mensaje de su identidad y las personas que han de recibirlo. Recordemos que si escandalizaba mostrarse como Mesías, eso no tenía comparación con el escándalo que suponía identificarse además con Dios, pues los hebreos no osaban ni pronunciar su nombre.

Con la autoridad de Mesías y con la naturalidad con la que actuaba siempre dice en el Sermón de la Montaña: “Habéis oído que se dijo a los antiguos…, pero Yo os digo…”, dejando claro que Él está por encima de Moisés. También -¡con qué asombro oirían estas cosas sus coetáneos!- manifestó estar por encima de Salomón, de David, del Sábado, del Templo, etc, con lo que poco a poco les iba desvelando su condición divina. Avala estas afirmaciones con milagros que sólo Dios -pues los hace en nombre propio- puede hacer: da la vista a los ciegos, el habla a los mudos, agilidad a los paralíticos, limpia a los leprosos, resucita a muertos, supera a la naturaleza creada: camina sobre las aguas, aquieta las tempestades, multiplica los alimentos, etc, y sobre todo perdona los pecados, lo cual es exclusivo del Ofendido, es decir, Dios.

QUÉ SE CONCLUYE AL MIRAR A CRISTO CON LA LUZ DE LA FE

Que Jesucristo es un milagro desde el punto de vista humano. En su vida se armonizan admirablemente sentimientos aparentemente contrapuestos. La armonía y perfección humanas de Jesús son un auténtico milagro moral. Su realidad humana conduce al misterio de su Persona: que Jesucristo es el Verbo hecho carne, hecho Hombre. La realidad de Jesucristo exige la aceptación de su misterio total aunque su modo de ser y de existir exceden toda capacidad humana.

En Cristo hay una Persona divina -el Verbo- con dos naturalezas, una divina y otra humana. La fe que la Iglesia proclama sin posibilidad de error sobre Jesús es que en Él se da una naturaleza humana singular, pero no se da una persona humana. Al comunicar a la naturaleza humana asumida su ser personal, el Verbo no perdió ni disminuyó su divinidad sino que elevó a Sí la naturaleza humana que asumía, haciéndola existir y dotándola de las prerrogativas y propiedades derivadas de la unión hipostática, es decir de la unión de las dos naturalezas en una sola Persona: la del Verbo, segunda Persona de la Santísima Trinidad. Cristo, pues, subsiste en dos naturalezas, ambas plenas, perfectas, íntegras: la divina y la humana.

 

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Jesús, moda, historia y fe

 

En los últimos años estamos asistiendo a un importante resurgir de trabajos científicos y divulgativos en torno a Jesús y los orígenes del cristianismo.

 

Nuevos estudios sobre la historicidad de los Evangelios

Por Santiago Ausín y Juan Chapa *

 

 

En los últimos años estamos asistiendo a un importante resurgir de trabajos científicos y divulgativos en torno a Jesús y los orígenes del cristianismo.  Algunos resucitan la crítica racionalista de¡ siglo pasado; otros toman los datos históricos sin excluir la fe; los hay también que se aproximan al fideísmo.  En cualquier caso, libros recientes sobre Jesús han alcanzado amplia difusión en muchos países.  Con ocasión de la pasado Pascua, varios revistas internacionales (Time, Newsweek, U.S. News & World Report) han llevado a sus portadas la persona de Jesús. Es verdad que en parte esos reportajes recogen temas o libros sensacionalistas; pero no deja de ser sintomático que la figura de Jesús siga teniendo tanto atractivo.

 

Hay razones que explican esta floración de trabajos sobre Jesús en una sociedad, por otra parte, tan materialista y secularizada:

 

– Una es la proliferación de sectas fundamentalistas y la abundancia, sobre todo en América, de telepredicadores que con escaso rigor científico presentan los Evangelios como dictados letra a letra por Dios, menospreciando con malos modales la labor científica de la exégesis: «Si lees el Evangelio de Mateo –decía uno de estos predicadores–, puedes emplear dos tardes, y sacarás algún provecho y claridad.  Pero si escuchas a un estudioso del mismo Evangelio, necesitarás meses y terminarás cada día más confuso».  Irónico, pero lamentable.

 

– Otra razón, quizá la más relevante, es la novedad que han aportado los recientes descubrimientos de textos antiguos, tanto de la época inmediatamente anterior y contemporánea a Jesús (Qumrán: ver servicios 99 y 102/94), como de los primeros siglos de la Iglesia (apócrifos del Nuevo Testamento, textos gnósticos de Nag Hammadi, etc.). A partir de estos textos se conoce mejor la Palestina del siglo I y el ambiente del Imperio Romano en que se implantó la Iglesia.  Además, hoy más que nunca, las universidades y centros de estudio tienen a su alcance medios técnicos que agilizan el uso de textos hebreos, arameos, griegos o coptos.

 

– Un dato más es que la investigación de primera línea se ha trasladado en los últimos veinte años del área germana (Schweitzer, Bultmann, Käsemann, etc.) al ámbito anglo-norteamericano.  Quizá esto explica la difusión entre el gran público de hipótesis que en otro tiempo no traspasaban los límites de los especialistas.

 

Temas en discusión

 

Muchos de los autores contemporáneos son deudores de los planteamientos de principios de siglo.  Desde entonces está sobre el tapete la relación entre ciencia y fe, a veces planteada en términos de cultura y fe.  Aplicando ese binomio a la figura de Jesús, surgen varias preguntas. ¿El Cristo de la fe, es decir, el que creemos a partir de lo que sus discípulos nos trasmitieron tras su muerte y a la luz de la fe en su resurrección, es el mismo que el Jesús de la historia, el Jesús de Nazaret que predicó, se hizo seguir por unos discípulos y murió en la cruz? ¿Se puede demostrar científicamente la historicidad de lo que narran los Evangelios y de lo que confesamos en el Credo?

 

Otro tema que subyace en las cuestiones actuales es la relación entre la figura de Jesús y el cristianismo.  Cuanto más profundo parezca el foso de separación entre Jesús y el «movimiento religioso» que promovieron sus discípulos, más parecería tambalearse el cristianismo que profesan los bautizados.  De ahí las preguntas: ¿Tenía Jesús conciencia de ser el Mesías y el Hijo de Dios?; ¿era Jesús un personaje con especiales dotes de curación o era de verdad el Salvador y el Redentor de todos los hombres?

 

Testimonios acerca de Jesús

 

Para mostrar científicamente la historicidad de un acontecimiento de la antigüedad hay que tener en cuenta tres tipos de testimonios: los arqueológicos, los literarios externos y los literarios internos.

 

Los testimonios arqueológicos sobre Jesús son muy escasos, pues los cristianos tuvieron que abandonar precipitadamente Jerusalén y Palestina en el año 70.  No pudieron conservar ni lugares ni objetos pertenecientes a Jesús.  Es prácticamente imposible encontrar la casa de Nazaret, o la tumba en Jerusalén. Únicamente hay vestigios (piedra del Gólgota, templo herodiano de Jerusalén, disposición de casas o calles, etc.) que concuerdan con los datos geográficos de los Evangelios, y con antiguas tradiciones culturales en tomo a esos lugares.

 

Los testimonios literarios son, por tanto, prácticamente los únicos de que disponemos sobre Jesús. Éstos son muy importantes y variados.  Los más relevantes son los considerados como canónicos, es decir, Evangelios, Hechos de los Apóstoles y Epístolas.  Pero también hay que tener en cuenta la literatura extra-canónica, a saber, las alusiones que hacen el historiador judío Flavio Josefo y otros historiadores romanos.  Estos datos se comparan con fuentes literarias judías (apócrifos del Antiguo Testamento, manuscritos del Qumrán, los targumim o traducciones arameas de la Biblia, la literatura rabínica), con fuentes helenísticas (papiros mágicos, textos retóricos greco-romanos, escuelas filosóficas griegas) y con fuentes cristianas no canónicas (como apócrifos del Nuevo Testamento o textos gnósticos de Nag Hammadi, entre los que hoy muchos autores destacan el Evangelio de Tomás).

 

Cuatro búsquedas

 

La búsqueda (quest en inglés) del Jesús histórico se puede dividir en cuatro periodos:

 

1)    Old quest.  En 1778, con la publicación de la obra póstuma de Reimarus se inicia una etapa en la presentación de un Jesús distinto del que hasta entonces ofrecían el Nuevo Testamento y la tradición de la Iglesia.  Esta obra de carácter antidogmático, marca el comienzo de una búsqueda caracterizada por la subjetividad de las investigaciones sobre Jesús y cuyo ejemplo clásico es la Vida de Jesús de D.F. Strauss (1835).

 

2)    No quest.  A partir de 1921 se abre con Rudolf Bultmann una segunda etapa.  La distinción entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe que él propugnaba disocia el uno del otro al afirmar que lo que conocemos de Jesús es la imagen de un Jesús mitificado por sus discípulos.  Esta postura llevó a pensar que la búsqueda del Jesús histórico era prácticamente imposible.

 

3)    New quest.  En 1953, E. Kásemann reacciona contra su maestro Bultmann.  Se da comienzo así a una nueva etapa en la que se subraya la continuidad entre el Cristo de la fe y el Jesús histórico.  Aunque su postura supuso una reacción a la negación anterior, durante la década de los 60 y 70 hay todavía un cierto predominio de una actitud escéptica.  Se sigue manteniendo que es poco lo que podemos saber sobre Jesús.

 

4)    Third quest.  Más recientemente, en tomo a los años ´finales de los 70 y en la década de los 80, se ha producido una revitalización de la búsqueda del Jesús histórico.  Como ya se ha señalado, esto se ha debido en parte a la aparición de nuevas fuentes y a los nuevos métodos de interpretación aplicados a la Biblia.  Como consecuencia, se ha llegado a un consenso generalizado de que no sólo Jesús realmente existió, sino que ciertamente sabernos bastante o mucho de lo que Él hizo y dijo.  Ahora bien, no hay ni mucho menos un acuerdo sobre el cuánto y el cómo de lo que hizo y dijo.

 

Sin embargo, todavía en muchos ambientes sigue abierta la zanja entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe.  En consecuencia, predomina el interés por «depurar» los Evangelios canónicos de cualquier afirmación que contenga un mensaje de fe, mientras que se acepta con menor exigencia crítica el testimonio de escritos extrabíblicos, judíos o profanos, que se toman como fuente fiable de conocimiento sobre Jesús y sobre las primeras generaciones cristianas.  Con todo, hoy en día, en el campo de los estudios bíblicos se acepta que el Jesús histórico no tiene que ser necesariamente distinto del Cristo de la fe.

 

Es destacable el consenso en el carácter judío de Jesús -en parte por los estudios de Geza VerTnes (1), ex sacerdote católico de origen judío y en la actualidad profesor en Oxford, para quien Jesús es simplemente un judío más- y en el papel que jugó en la sociedad de su tiempo.  En este sentido se ha generalizado una perspectiva sociológica -iniciada principalmente por Gerd Theissen (2) a finales de los 70-, que presta una especial atención a la «identidad social» o al «tipo social» de Jesús, es decir, a la categoría en que los contemporáneos de Jesús le habrían colocado.

 

Sensacionalismo

 

Aprovechando el valor y la novedad de la investigación de los últimos años se entiende que aparezcan obras de carácter sensacionalista, divulgando lo más llamativo de algunas hipótesis todavía no demostradas.  Entre ellas destaca el libro «Los cinco Evangelios», editado por el Jesus seminar.  Este seminario, llamado así por los que lo fundaron en 1985, Robert W. Funk y John Dominic Crossan (3), está constituido por algunos estudiosos (incluido Paul Verhoeven, más conocido por ser director de películas como Instinto básico o Showgirls), que pretenden una nueva búsqueda del Jesús histórico.

 

Después de examinar más de 1.500 dichos atribuidos a Jesús en los cuatro Evangelios y en el Evangelio de Tomás, decidieron por votación qué palabras fueron realmente dichas por Jesús (en cuyo caso se presentan en rojo), cuáles puede dudarse si se originaron en Jesús (en rosa), aquellas que no son de Jesús pero contienen algunas ideas que son cercanas a él (en gris), y las que han sido embellecidas o creadas por sus seguidores, o tomadas de la sabiduría popular común (en negro).  El resultado fue que en «Los cinco evangelios» sólo un 18% del texto aparece en color rojo.  En un futuro próximo publicarán los «Hechos de Jesús» conforme al mismo procedimiento y, al parecer, con los mismos resultados.

 

Funk es un ex predicador evangélico preocupado por hacer llegar al gran público lo que se discutía en el mundo de la investigación.  Figura aún más destacada del seminario es Crossan, irlandés afincado en EE.UU., que fue religioso servita durante bastantes años y, gracias a su buena pluma y a una retórica formidable, ha conseguido vender miles de ejemplares de sus obras (4).  La figura de Jesús que presentan no tiene nada en común con la imagen que nos ofrecen los Evangelios.  Para Crossan, por ejemplo, Jesús era un campesino que siguió el modelo de los maestros itinerantes cínicos, predicando un programa de renovación social.  No hay espacio aquí para una crítica de su obra, pero en realidad el producto no difiere mucho de las subjetividades de la Old quest.  Investigadores más serenos han formulado severas recriminaciones al método y al resultado del Jesus seminar.

 

Invenciones y fantasías

 

En una línea también revolucionaria se encuentra Marcus Borg (5), que comenzó siendo luterano, pero, tras pasar por el budismo y el ateísmo, ha vuelto a un nuevo y personal cristianismo.  Borg propugna que Jesús fue una persona muy espiritual, un sabio subversivo, un profeta social fundador de un movimiento, una especie de curandero o un santón, un místico judío.

 

Hay otros libros basados en imaginaciones de los autores, a pesar de sus pretensiones académicas, como la obra de Barbara Thiering (6), que a partir de los manuscritos del Mar Muerto mezclados con datos de otras fuentes describe cómo Jesús no sólo no murió en la cruz, sino que se casó con María Magdalena, tuvo dos hijos, y después se divorció para casarse con Lidia, y morir quizá en Roma.

 

Merece una mención especial un libro que, si bien no puede calificarse de sensacionalista, está causando, sobre todo en Estados Unidos, cierto revuelo.  Tal es la obra de John Meier, sacerdote católico, profesor de la Universidad Católica de América en Washington (7).  En ella afirma que sólo hay datos suficientes para dibujar un boceto de lo que Jesús hizo y dijo.  Sin embargo, a pesar de su aparente erudición y cuidado en el manejo de los datos recogidos en un libro de 1.600 páginas, llega sin demostración convincente a conclusiones tan llamativas como que Jesús nació en Nazaret, no en Belén, y tuvo al menos cuatro hermanos y dos hermanas.  Otras muchas de sus afirmaciones son también muy discutibles.

 

Reacciones peligrosas

 

Ante semejantes posturas surgen reacciones, igualmente sensacionalistas, de personas que se presentan como defensoras de la verdad del Evangelio.  Tratan de refutar los argumentos de autores como los arriba mencionados con igual apasionamiento y sirviéndose también del mismo estilo divulgativo.  Este es el caso de Luke Timothy Johnson, que ha arremetido sin piedad contra los «nuevos descubrimientos» sobre Jesús (8).  Johnson, que dejó el sacerdocio para casarse con una divorciada y a quien se le había prohibido enseñar en escuelas católicas, a la vez que muestra certeramente muchos de los puntos débiles de la investigación sobre Jesús, deja entrever una actitud antihistoricista que favorece posturas acientíficas y fideístas.  Defiende ciertamente que los Evangelios y las cartas de Pablo y otros pocos textos no canónicos proporcionan una historia creíble de Jesús; pero también asegura que eso no tiene especial interés, pues lo que importa es el mensaje de Jesús y lo que significa para la vida de cada persona.

 

Otra reacción igualmente peligrosa es presentar como incontestables algunos testimonios que no están suficientemente probados.  Así, Carsten Peter Thiede viene divulgando la existencia de un texto de Marcos en Qumrán, o que unos fragmentos de un papiro del Evangelio de Mateo hasta ahora datado en el siglo II, son realmente del año 70 d.C. (9).  Sus afirmaciones, no obstante, se apoyan en argumentos muy débiles y en un método inadecuado.

 

Para saber enjuiciar

 

Ante esta situación, cabe alegrarse por el auge de los trabajos en torno a la figura de Jesús.  Ahora bien, para no caer en actitudes simplistas y saber enjuiciar obras como las que han aparecido recientemente y otras que probablemente se publicarán, puede ser conveniente recordar algunos criterios que sirvan como referencia.

 

  1. a)    La separación entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe induce a error.  La fe de la Iglesia cree en un solo Jesucristo, el Hijo de Dios, nacido de María Virgen, que murió y resucitó.

 

  1. b)    Los estudios científicos sobre la vida de Jesús proporcionan nuevos detalles que ayudan a una mejor comprensión de lo que Jesús hizo y dijo, o de quién o cómo era Jesús a los ojos de sus contemporáneos.  Pero el carácter científico de un libro que presente como novedad datos que contradigan a los Evangelios cae bajo sospecha.  Los testimonios de los Evangelios y las cartas de San Pablo son fiables para un cristiano no sólo por la fe en la Iglesia, sino porque están avalados históricamente como más fiables que los otros.

 

  1. e)    A la hora de leer los Evangelios se ha de tener en cuenta que hay dos posibles lecturas compatibles entre sí. La lectio divina o lectura que se hace de los Evangelios como palabra de Dios, que tiene por objeto central a Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, sus obras, sus enseñanzas, su pasión y su glorificación; y una lectura científica, que no se opone ni contradice a la primera, sino que la completa al estudiar los Evangelios como documentos de la antigüedad, en orden a una mejor comprensión e interpretación.  Para ello se aplican los métodos histórico-críticos, que permiten una mayor profundización y conocimiento de las Escrituras.

Ambas lecturas compaginan la realidad de lo que son los Evangelios: relatos procedentes de discípulos testigos de la resurrección de Jesús, escritos con una ayuda especial del Espíritu Santo, y destinados a proclamar el mensaje cristiano a unas comunidades concretas.  Por tanto, los cristianos no van a rechazar los estudios que traten de exponer de manera científica lo que se contiene en los escritos canónicos, ni van a tener miedo de que su lectura desde la fe de la Iglesia vaya a ser una lectura fundamentalista que entienda el texto al pie de la letra en todos sus detalles.  Al contrario, con la ventaja que proporciona la seguridad de que no hay oposición entre fe y razón, los cristianos acogerán todo lo que la ciencia aporte como una ayuda para un mayor conocimiento del Jesús terreno, el Hijo de Dios hecho hombre.

 

*Santiago Ausín y Juan Chapa
son profesores de Sagrada Escritura de la Universidad de Navarra.

 

(1)       G. Vermes, Jesus the Jew, Nueva York, 1973 (Jesús el judío, Barcelona, 1977); Jesus and the World of Judaism, Londres, 1983; The Religion of Jesus the Jew, Londres, 1993 (La religión de Jesús el judío, Madrid, 1996). (2) G. Theissen, Studien zur Soziologie des Urchristentums, Tubinga, 1979 (Sociología del movimiento de Jesús, Santander, 1985); La sombra del Galileo.  Las investigaciones históricas sobre Jesús traducidas a un relato, Salamanca, 1988.

(3)     R.W. Funk, R.W. Hoover and the Jesus Seminar, The Five Gospels.  The Searchfor the Authentic Words of Jesus, Sonoma, 1993.

(4)     J.-D. Crossan, Historical Jesus.  The Life of a Mediterranean Jewish Peasant, San Francisco, 1991 (Jesús: vida de un campesino

judío, Barcelona, 1994); Jesus.  A Revolutionary Biography, San Francisco, 1994; Who killed Jesus?, San Francisco, 1996.

(5)     M.J. Borg, Meeting Jesus Again for the First Time, San Francisco, 1994.

(6)     B. Thiering, Jesus and the Riddle of the Dead Sea Scrolls.  Unlocking the Secrets of His Life Story, San Francisco, 1992.  Para una crítica de este libro, cfr. 0. Betz-R.  Riesner, Jesús, Qumrán y el Vaticano, Barcelona, 1994, especialmente pp. 139-156 (ver servicio 53/95).

(7)     J.P. Meier, A Marginal Jew: Rethinking the Historical Jesus (2 vols.), Nueva York, 1991-1995.

(8)     L.T. Johnson, The Real Jesus: The Misguided Quest for the Historical Jesus and the Truth of the Traditional Gospels, San Francisco, 1996.

(9)     C.P. Thiede, Rekindling the Word: In Search of Gospel Truth, Leominster (U.K.)-Valley Forge, PA (USA)-Alexandria (Australia),

1995; C.P. Thiede-M.  D´Ancona, The Jesus Papyrus, 1996.

 

Sugerencias de lecturas

 

René Latourelle, A Jesús el Cristo por los Evangelios. Hístoria y hermenéutica,Sígueme, Salamanca, 3ª ed., 1992; t.o.: L´accés á Jésus par les Évangiles.  Histoire et herméneutique. Escrito desde la perspectiva de la teología fundamental, con carácter histórico y hermenéutica, busca la posibilidad de alcanzar un conocimiento sólido de Jesús a través de los Evangelios.  Tienen especial interés las páginas 9-126.

 

José Caba, De los Evangelios al Jesús Histórico, BAC,

Madrid, 2ª  ed., 1980. Introducción a la cristología desde el punto de vista bíblico (de 1970; bibliografía actualizada en la 2.ª edición).

 

José María Casciaro, Jesús de Nazaret, Alga Editores, Murcia, 1994.

Obra de carácter divulgativo dirigida a toda clase de públicos (ver ACEPRENSA, servicio 169/94).

 

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«¡Sed, cristianos, más firmes al moveros!»

«Vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas» (2 Tm 4, 3-4).

Estas palabras de la Escritura, sobre todo la alusión al prurito de oír novedades, se está realizando de modo nuevo e impresionante en nuestros días. Mientras nosotros celebramos aquí el recuerdo de la pasión y muerte del Salvador, millones de personas son inducidas por hábiles manipuladores de antiguas leyendas a creer que Jesús de Nazaret, en realidad, nunca fue crucificado. En Estados Unidos hay un best seller del momento, una edición del Evangelio de Tomás, presentado como el evangelio que «nos evita la crucifixión, hace innecesaria la resurrección y no nos obliga a creer en ningún Dios llamado Jesús»[H. Bloom, en el ensayo interpretativo que acompaña la edición de M. Meyer, The Gospel of Thomas, Harper-San Francisco, s.d., p. 125].

 

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La historicidad de los evangelios

 

Ningún libro ha sido sometido a una disección tan violenta y despiadada como los evangelios y, sin embargo, han salido airosos

 

Poo Julián Carrón *

 

En los escritos del Nuevo Testamento nos encontramos con una noticia inaudita: se afirma que un hombre «poderoso en obras y palabras», Jesús de Nazaret, que murió crucificado en tiempos del gobernador de Judea Poncio Pilatos, es Dios. Durante siglos la Iglesia se acercaba a los evangelios y los escritos neotestamentarios a partir de la experiencia que vivía en el presente, y ésta le permitía confiar que lo que allí se afirmaba correspondía con lo que el mismo Jesús decía de sí mismo. Esta confianza en relación a los documentos cristianos se quebró en un momento dado de la historia con la irrupción de la sospecha. Con los comienzos de la investigación moderna de la Escritura se introduce la sospecha sobre el valor histórico de los escritos del Nuevo Testamento. Sin embargo la única posición razonable frente a los documentos del Nuevo Testamento es la de la Iglesia católica. No es una cuestión de creencia, sino del concepto de razón que tengamos para aproximarnos a los Evangelios. A continuación, las razones para sustentar esta afirmación.

 

Del acontecimiento presente al acontecimiento pasado

El cristianismo es un acontecimiento que irrumpe inesperadamente, de forma imprevista en la historia humana (cfr. DV 2). Por eso no hay otro modo de conocerlo que tomando parte en ese acontecimiento. Sería ilusorio pensar comprender adecuadamente lo que es el cristianismo a través de un examen de su historia o a través de una lectura directa de los evangelios, como si fuesen libros de los que extraer «impulsos» y noticias. Lo que es el hecho de la Encarnación se comunica hoy como hace dos mil años a través de un encuentro humano que nos hace contemporáneos con él, como sucedió con Juan y Andrés, los dos primeros que encontraron a Jesús y se quedaron con él. Y después de ellos, a través de ellos, un flujo continuo de hombres y mujeres, revestidos por la fuerza de lo alto, hasta nosotros (cfr. DV 8).

Es a través de ellos como el acontecimiento cristiano sigue presente en la historia hoy. Uno lo reconoce porque, al encontrarlo, percibe en él una correspondencia con la espera del corazón. «En realidad, ha dicho el Card. Ratzinger, nosotros podemos reconocer sólo aquello por lo que se da en nosotros una correspondencia». Este acontecimiento corresponde como ningún otro a esa espera, porque es el único adecuado a la razón y al afecto del hombre. Precisamente por eso se presenta ante nosotros con la pretensión de ser la verdad de nuestra vida.

El acontecimiento del que uno inesperadamente empieza a participar tiene la virtud de dilatar las dimensiones de la razón abriéndola siempre a algo que ella no puede dominar, sino reconocer. Quizá en ningún otro texto como en el relato del ciego de nacimiento, que nos narra el evangelio de Juan, se hace más patente la virtud que este acontecimiento tiene para la apertura de la razón. Replicando a los judíos que no querían reconocer el hecho de la curación por las consecuencias que implicaba respecto a la persona de Jesús, el ciego recién curado les dice: «Jamás se ha oído decir que nadie abriera los ojos a un ciego de nacimiento». En efecto, hasta que no tiene lugar un acontecimiento que documente otra cosa, la razón se atiene a aquello de lo que tiene experiencia: Nunca se ha oído decir que un ciego de nacimiento viera. Pero cuando el acontecimiento sucede, si la disposición del corazón es la adecuada, la razón se ve solicitada a reconocer, como hace el ciego: «Yo antes no veía y ahora veo». Esta apertura de la razón a posibilidades no previstas por ella, provocada por la curación, es lo que llevó al ciego a creer razonablemente en Jesús. [1]

Este acontecimiento presente que pretende un significado definitivo, totalizante, para la propia vida y que solicita la razón humana como ningún otro, se puede explicar sólo por un acontecimiento pasado en el que tal pretensión inicia y a la cual se llega a través de una memoria que, nacida ahora, se cumple en el contenido de entonces. Es pues en un acontecimiento presente donde uno descubre un acontecimiento del pasado que tiene la misma pretensión de significado del acontecimiento presente, y establece así una memoria que tiene su significado último en aquel acontecimiento pasado.

Si unos cristianos se vieran sorprendidos por el hecho de que uno, que acaban de conocer y que está impactado por la novedad que portan, les pregunta: «¿quiénes sois vosotros?», no podrían responder adecuadamente a la pregunta, no darían suficiente razón de la novedad que llevan consigo, si no es remitiéndose a un hecho pasado donde comenzó la historia que los ha alcanzado a ellos. Y tendrían que comenzar diciendo: hace dos mil años un profeta llamado Juan Bautista estaba bautizando cuando pasó por allí cerca un hombre llamado Jesús de Nazaret y dijo gritando: «Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Dos discípulos de Juan Bautista, Juan y Andrés siguieron a aquel hombre y permanecieron con él el resto del día. No sabemos de lo que hablaron, pero aquellos dos volvieron a casa cambiados y dijeron a sus amigos: «Hemos encontrado al Mesías. Es Jesús el de Nazaret». En realidad, estos cristianos no harían algo diferente de lo que hizo Pedro en casa de Cornelio, en respuesta a su llamada: «Vosotros sabéis lo acontecido en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo predicado por Juan; cómo a Jesús de Nazaret….» (Hch 10,37ss).

El recorrido del presente al pasado sirve para clarificar que aquello que experimentas ahora como comunidad cristiana es lo mismo que experimentaron los monjes del Medievo, y los que recibieron el anuncio cristiano tras la resurrección de Jesús como nos narran los Hechos de los Apóstoles, y, antes que ellos, Juan y Andrés. Es más, la única manera de captar lo que nos cuenta el evangelio sobre el encuentro de Juan y Andrés con Jesús es justamente esta experiencia presente. Recuerdo una señora que ya no había recibido la educación cristiana y que el primer contacto con el cristianismo había sido el encuentro con la comunidad cristiana, la cual al escuchar un día relatos del evangelio, exclamó: «Anda, si a ellos les pasó lo mismo que a nosotros». Sin una experiencia objetiva y guiada en el presente de este acontecimiento, uno permanece fuera de la experiencia documentada en los evangelios, aun cuando uno los lea. Como sólo puede entrar en sintonía con la experiencia de amor de la que ha brotado un poema, alguien que de alguna manera haya tenido una experiencia de amor verdadera.

El segundo valor de este recorrido del presente al pasado es educativo, implica toda la educación que uno debe desarrollar para darse cuenta de lo que le ha sucedido. El encuentro que ha hecho es incomprensible si no se reconoce el acontecimiento pasado que es su origen. En este trabajo de educación, la razón funciona dentro del acontecimiento vivido. O dicho con palabras del Concilio Vaticano II, la Iglesia se acerca a la Escritura en el marco de «la Tradición viva de toda la Iglesia» (DV 12). El ciego de nacimiento razona a partir de lo que le ha sucedido. Sin embargo, los judíos se ven forzados a negar la evidencia del milagro, para poder seguir razonando fuera del acontecimiento de la curación. La inmanencia al acontecimiento presente, como vemos en el ciego, lejos de suprimir la razón, la exalta, la abre a todas las dimensiones, incluidas las posibilidades desconocidas hasta entonces como el que un ciego de nacimiento viera.

Esta dilatación de la razón a todas sus dimensiones, operada por la experiencia del acontecimiento cristiano, permite igualmente rastrear las huellas que este acontecimiento ha dejado en la historia. Una razón que se mueve ya dentro del acontecimiento cristiano está en condiciones de reconocer cómo la realidad histórica está abierta al Misterio y cómo el Misterio ha dejado en ella sus huellas. No se trata en absoluto de descubrir y tanto menos de demostrar qué es el cristianismo a través de la medida de la razón, sino más bien de mostrar, en la inmanencia de la fe, la posibilidad de que la historia se haya abierto a la irrupción del Misterio. O dicho con otras palabras: que historia y Misterio no son dos términos incompatibles.

Este es el sentido de esta contribución sobre la historicidad de los evangelios y la tradición contenida en los documentos del Nuevo Testamento: reivindicar la posibilidad de la irrupción del Misterio en la historia, tarea tanto más urgente cuanto que la historicidad del cristianismo es una de las cuestiones donde un uso pretencioso y reductivo de la razón, entendida como medida de la realidad, ha creído poder liquidar el cristianismo como acontecimiento.

 

De la confianza eclesial a la irrupción de la sospecha

En los escritos del NT nos encontramos con una noticia inaudita: se afirma que un hombre «poderoso en obras y palabras», Jesús de Nazaret, que murió crucificado en tiempos del gobernador de Judea Poncio Pilato, es Dios. Durante siglos la Iglesia se acercaba a los evangelios y los escritos neotestamentarios a partir de la experiencia que vivía en el presente, y ésta le permitía confiar que lo que allí se afirmaba correspondía con lo que el mismo Jesús decía de sí mismo, y que los hechos narrados coincidían sustancialmente con lo sucedido (DV 19). Los evangelios no son un libro de historia, sino el vehículo de una tradición objetiva que permite alcanzar a Cristo en sus términos esenciales para que el acontecimiento en el que vivimos hoy esté radicado en el acontecimiento en el que tiene su origen. Por eso la Iglesia ha vivido siempre de la convicción de que la fe que ella confiesa en Cristo Jesús se basa en lo que éste dijo e hizo en un rincón del Imperio Romano hace ya dos mil años. Hasta tal punto esta fe está vinculada a un acontecimiento que tuvo lugar en Palestina en el siglo I de nuestra era que la Iglesia no ha tenido reparos en incluir en la síntesis de esa fe, el Credo, la mención de un personaje tan odiado por su crueldad e intransigencia como Poncio Pilato, como muestra de que la fe que ella confiesa en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo está estrechamente ligada a la historia humana.

 

Esta confianza en relación a los documentos cristianos se quebró en un momento dado de la historia con la irrupción de la sospecha. Con los comienzos de la investigación moderna de la Escritura, se introduce la sospecha sobre el valor histórico de los escritos del NT en general, y de los evangelios en particular. El hecho de que estos escritos hubieran sido obra de cristianos los hacía sospechosos. Según esta nueva mentalidad, surgida con la Ilustración, estos documentos nos transmiten lo que los cristianos piensan de Jesús de Nazaret, no lo que realmente fue, hizo y dijo Jesús de Nazaret. Para acceder al verdadero Jesús, al Jesús real, no desfigurado por la fe cristiana, hay que eliminar de esos documentos lo que los cristianos le atribuyeron, especialmente su divinidad.

 

Permitidme una anécdota que me sucedió dando clase de religión en un liceo. Después de un recorrido por la experiencia humana, iba a empezar a presentar los documentos donde se nos narran los orígenes del cristianismo. Y escribí en la pizarra la palabra «evangelios». Apenas había acabado de escribirla, un alumno levantó la mano y dijo: «Eso no vale, porque es subjetivo». En su lenguaje eso significaba que, como tales documentos habían sido escritos por cristianos, no podían servir para conocer la verdad histórica de los orígenes cristianos. Le respondí: «Entonces, en tu opinión, la posición más adecuada ante la realidad es la sospecha». «Claro», me respondió. Y se unieron a él otros compañeros. Entonces le dije: «Si la posición más adecuada ante la realidad es la sospecha, esta mañana cuando tu madre te ha puesto el café en la mesa para desayunar, le habrás dicho: ´Mamá, mientras no lo mandes analizar, no me lo tomo´». Aún recuerdo perfectamente la expresión del alumno, mientras levantaba los brazos diciendo: «Pero si llevo viviendo 16 años con mi madre». «Entonces -le dije— hay ocasiones en que la posición más razonable no es la sospecha. ¿No?». Quedó un poco embarazado. Y continué: «¿Cuál es, entonces, la diferencia entre la posición que tienes frente a los evangelios y la que tienes frente a la taza de café? Que tú te pones frente a los evangelios sin 16 años de convivencia a las espaldas; mientras que frente a la taza de café te sitúas con 16 años cargados de razones, que te dan la certeza que tu madre no te ha puesto nada malo en el café». Esta anécdota me hizo comprender que la única posición razonable frente a los documentos del Nuevo Testamento es la de la Iglesia Católica, que se acerca a ellos, como mi alumno respecto a la taza de café, con una experiencia de convivencia en el presente con el acontecimiento cristiano. [2] Quien tiene esta experiencia tras de sí, no tiene frente a los documentos una posición ingenua, sino una posición cargada de razones, acumuladas a lo largo de una convivencia en el tiempo. Una posición que descubre desde el primer momento la correspondencia y que crece con la convivencia en el tiempo.

 

Como mi alumno, a partir de un determinado momento, algunos estudiosos se ponen frente a los documentos del Nuevo Testamento sin que esta experiencia previa de convivencia con el acontecimiento cristiano determine su acercamiento. El caso más ilustrativo es el de G. E. Lessing. En un escrito aparecido como anónimo en 1777, titulado Sobre la demostración en espíritu y fuerza, [3] G. E. Lessing parte de una cita del Contra Celso de Orígenes, que dice así: «A favor de nuestra fe hay una demostración peculiar que compete sólo a ella y que supera con mucho las demostraciones basadas en la dialéctica griega. Esta demostración superior es denominada por el Apóstol [Pablo] demostración ´en espíritu y en fuerza´: demostración ´en espíritu´ en razón de las profecías que son adecuadas para suscitar en el lector la fe sobre todo allí donde tratan de Cristo, y demostración ´en fuerza´ en razón de los milagros y prodigios, cuya historicidad es demostrable con muchos otros argumentos, pero particularmente debido al hecho de que huellas de ellos se conservan aún entre aquellos que viven según el Verbo divino». [4] En este texto Orígenes sostiene que la mejor demostración de la fe cristiana es la «del espíritu y la fuerza», basada en el cumplimiento de las profecías y en los milagros que siguen sucediendo entre aquellos que viven según el Verbo divino. G. E. Lessing reconoce el valor de la argumentación usada por Orígenes. «Si hubiera vivido yo en tiempos de Cristo —dice—, no cabe duda de que las profecías que se cumplieron en su persona me hubieran llamado la atención sobre él. Si por añadidura le hubiera visto hacer milagros y no hubiera tenido ningún motivo para dudar de que eran verdaderos milagros, entonces, en un hombre preanunciado desde hacía tanto tiempo y que además hacía milagros, yo ciertamente habría tenido tal confianza como para doblegar con gusto mi inteligencia a la suya y lo creería en todo aquello a lo que no se opusieran experiencias igualmente indudables»…. «O bien, si yo viera ahora cumplirse de forma indiscutible profecías relativas a Cristo o a la religión cristiana, profecías de cuya anterioridad hubiera tenido conocimiento; o si los fieles cristianos realizaran en la actualidad milagros que tuviera que reconocer como verdaderos, entonces ciertamente nada me impediría aceptar esta ´demostración en espíritu y fuerza´, como lo llama el Apóstol».

 

Pero de estos milagros G. H. Lessing ya no tiene una experiencia personal y como Orígenes, según G. E. Lessing, funda la fe cristiana sobre los milagros realizados por Cristo, pero «principalmente y sobre todo» sobre los milagros que continuaban sucediendo en tiempos de Orígenes, «esta prueba de las pruebas» ha perdido totalmente su valor. «Cualquier otra certeza de tipo histórico es demasiado débil para pretender el puesto de este argumento de los argumentos basado en la evidencia». Por eso concluye: «Yo no niego en absoluto que en Cristo se cumplieran profecías; no niego en absoluto que Cristo hiciera milagros; lo que niego es que esos milagros, desde que su verdad dejó completamente de ser confirmada por milagros accesibles en la actualidad, y ya no son más que simples noticias sobre milagros (por indiscutibles que dichas noticias sean), puedan obligarme o tengan autoridad para obligarme a prestar la mínima fe a otras enseñanzas de Cristo». En realidad, la posición de Lessing confirma nuestro punto de partida. Sin la experiencia de un cambio en la vida, uno no se interesa por Cristo. Los argumentos históricos son demasiado débiles para tomar una opción que implica la vida entera. «Cristo está, y por tanto es tomado en consideración, es creído, es sentido, es amado, es seguido, si cambia». [5]

 

No cabe duda que el acercamiento a los documentos cristianos tanto de mi alumno como de Lessing ya no está determinado por la experiencia del acontecimiento cristiano. En este nuevo clima en el que ya no se experimenta el acontecimiento cristiano como un acontecimiento que cambia la vida, la razón pierde su condición propia de apertura y se convierte en la medida de la realidad, también de la pretensión contenida en los documentos del Nuevo Testamento. Así lo formula ya Strauss, uno de los pioneros de este nuevo acercamiento a los textos del NT: «No puedo llegar a imaginarme -escribe D. F. Strauss- cómo la naturaleza divina y la humana habrían formado las partes integrantes, distintas y, sin embargo, unidas, de una persona histórica». [6] Lo que Strauss «puede imaginarse» se convierte en la medida de lo que puede suceder en la realidad. Todo lo que no cabe en la medida de su imaginación hay que desecharlo como absurdo.

¿Qué es lo que ya Strauss «no puede imaginarse»? Justamente aquello que dice el cristianismo: que Dios se haya hecho hombre, que el Misterio haya entrado en la historia. Como ha sintetizado agudamente P. Benoit, para estos estudiosos «´histórico´ y ´sobrenatural´ son dos términos incompatibles. Este axioma se ha convertido en el principio fundamental de la crítica bíblica moderna». [7] De esta forma todo lo que podríamos incluir bajo el término de «sobrenatural» se carga a la cuenta de la comunidad cristiana. «Aquí Bultmann es el más radical. La lectura de su obra produce un efecto desconcertante. Todo, o casi todo, el material evangélico se encuentra atribuido en ella al genio creador de la comunidad primitiva». [8] La intención de los escritores neotestamentarios no era transmitir acontecimientos históricos, sino una fe. La finalidad de sus escritos es catequético-teológica. Lo único que les interesaba era propagar la interpretación que la comunidad primitiva realizó sobre lo sucedido, es decir, una idealización o mitificación de la persona de Jesús, con el fin de igualarle a los héroes y dioses fundadores de las religiones vigentes en aquella época histórica. La tradición evangélica es, según esta concepción, el producto de la fe y la vida de la comunidad primitiva y no un testimonio fidedigno que nos permita conocer a Jesús de Nazaret.

 

Al parecer de estos estudiosos, esto es fácilmente comprensible si tenemos en cuenta el largo lapso de tiempo que media entre la vida de Jesús y la redacción de los evangelios, escritos, además, fuera de Palestina y en una lengua extraña a la hablada por la gente. Así se puede comprender con facilidad que la comunidad cristiana haya introducido cosas que no sucedieron o haya agrandado sucesos normales. Lo que afirma uno de los fundadores de la investigación histórica sobre Jesús, H. S. Reimarus, sobre los milagros, se puede decir de todo aquello que es sobrenatural en los escritos evangélicos: «Hasta treinta o sesenta años después de la muerte de Jesús no se comenzó a escribir un relato de sus milagros: y esto se hizo en una lengua que los judíos no conocían. Y todo esto ocurría en un tiempo en que la nación judía se hallaba en un estado de la mayor postración y confusión…. en la que vivían ya muy pocos de los que habían conocido a Jesús. Nada, por tanto, más fácil para los autores de los evangelios que inventar tantos milagros como quisieron, sin miedo a que sus escritos fuesen entendidos o refutados… Otras religiones están también llenas de milagros… No hay religión sin milagros y esto es precisamente lo que hace tan sospechosos los milagros cristianos y lo que nos obliga a preguntarnos: ¿ocurrieron realmente los hechos narrados?». [9]

 

Por medio de esta atribución de los milagros, como de la pretensión de divinidad y la resurrección, a la persona de Jesús, la fe cristiana creó la figura de Jesús en quien la Iglesia cree. Para parte de la investigación crítica moderna, pues, lo que la Iglesia cree y anuncia es una invención, no una realidad histórica. O sea se niega al cristianismo el carácter de acontecimiento histórico, algo que la Iglesia ha afirmado y defendido con certeza a lo largo de los siglos.

 

La tarea que este tipo de investigación se asigna es despojar a la «historia» narrada en los documentos cristianos de todo lo sobrenatural. Para este trabajo de depuración es indispensable un nuevo método de investigación, del que ya no puede formar parte la fe. «La fe no es un elemento constitutivo del método y Dios no es un factor con el que hay que contar en el acontecimiento histórico». [10] Una vez despojada de este revestimiento «sobrenatural», aparecerá lo «histórico», el verdadero Jesús de la historia, antes de ser adulterado, embellecido, por el genio creativo de sus secuaces: un maestro que enseñó una doctrina elevada sobre Dios y el hombre, un profeta semejante a los del Antiguo Testamento.

 

El instrumento del que se ha servido la sospecha moderna para negar la historicidad del acontecimiento cristiano ha sido la moderna ciencia histórica naciente. La ciencia histórica no es nunca neutra; está siempre al servicio de un modo de comprender la realidad. La historia escrita a partir de la sospecha ha pensado que bastaría hacer la historia de los orígenes cristianos para poner en evidencia la falsedad del dogma. «La verdadera crítica del dogma es su historia», ha escrito D. F. Strauss. Pero, como ha señalado M. Hengel, un historiador responsable no puede contentarse con repetir esta afirmación. Su tarea debe incluir «un examen crítico de las críticas —valga la redundancia— producidas hasta el presente». [11] La razón la había señalado ya A. Schweitzer, que había constatado que aquel interés por la historia, profesado por muchos estudiosos de la época, escondía una intención bien precisa: «La investigación histórica sobre la vida de Jesús no nació de un interés puramente histórico, sino que más bien buscaba en el Jesús de la historia una ayuda en la lucha contra el dogma, por liberarse del dogma». [12]

 

Ante este ataque frontal a la historicidad del hecho cristiano, la investigación eclesial no se puede conformar con la afirmación impertérrita de la historicidad de los evangelios, como pudiera hacerse antes de su puesta en cuestión. Debe responder en el terreno histórico al reto lanzado por la exégesis racionalista y liberal. «Esta investigación histórica —ha dicho la Comisión Bíblica Internacional—es absolutamente necesaria con el fin de evitar dos peligros: que Jesús sea considerado simplemente un héroe mitológico o que el hecho de reconocerlo como Mesías e Hijo de Dios esté fundado exclusivamente sobre una especie de fideísmo irracional»». Es precisamente la pasión por lo que ha encontrado en el presente lo que estimula al estudioso cristiano a la investigación de sus orígenes. Así lo ha expresado recientemente Juan Pablo II: «La Iglesia de Cristo toma en serio el realismo de la Encarnación y es, por esta razón, por la que atribuye gran importancia al estudio ´histórico-crítico´ de la Biblia». [14] Precisamente porque no hace una confesión puramente formal en la Encarnación, sino que cree realmente que ésta ha tenido lugar en la historia humana, la Iglesia está convencida de que la Encarnación ha dejado sus huellas en la historia como acontecimiento de la historia que es. Por eso no tiene ningún reparo en aceptar el reto de la investigación histórica moderna que la desafía a dar razón de sus orígenes históricos. Es más, este desafío ha puesto de relieve, como no habíamos tenido ocasión de comprobar antes de él, la solidez histórica de la tradición sobre Jesús. Ningún libro ha sido sometido a una disección tan violenta y despiadada como los evangelios y, sin embargo, han salido airosos. Por eso con el reconocimiento de la utilidad de los métodos histórico-críticos la Iglesia muestra una vez más la confianza que tiene en su posición: cree que el esfuerzo de estudio, en libertad y con todo el instrumental propio de la ciencia histórica, podrá dar razón mejor que cualquier otra posición de tales huellas. O dicho con otras palabras, que una apertura de la razón, que no excluye ninguna posibilidad, ni siquiera la de la Encarnación, explica mejor la historia que aquella que, por partir de una medida (la imposibilidad de que el Misterio haya entrado en la historia), se ve obligada a dejar sin explicar los hechos de la historia.

 

Antigüedad de los documentos

Hemos aludido anteriormente a la objeción planteada por H. S. Reimarus sobre los relatos de milagros. Según él, el hecho de que fueran escritos treinta o sesenta años después de la muerte de Jesús, cuando ya habían muerto los testigos que podían confirmarlos o rechazarlos, y en una lengua desconocida para los judíos, el griego, era motivo para desconfiar de ellos. Y lo que sucedió con los milagros documenta lo que sucedió con la tradición evangélica en su conjunto.

Digámoslo por las claras: todas las afirmaciones de H. S. Reimarus son falsas. Ninguna de ellas se puede hoy mantener desde el punto de vista estrictamente histórico. En primer lugar, los cuatro evangelios están llenos de semitismos, que sólo pueden ser explicados si tras ellos existe un original arameo escrito, o una tradición oral ya perfectamente fijada. Huellas de este original semítico han quedado en el griego de todos los estratos de la tradición evangélica: Me, la fuente de los dichos de Jesús conservada en los evangelios de Mt y Lc (Q), la materia propia de Mt y la materia propia de Lc y Jn. Muchas de las anomalías, de las afirmaciones absolutamente incomprensibles y disparatadas con que hoy nos tropezamos en el texto griego, que en ocasiones los estudiosos catalogan como «griego de traducción», de la tradición evangélica no pueden ser explicadas más que recurriendo al original semítico subyacente, a la luz del cual se hacen completamente diáfanas. El hecho de que la tradición sobre Jesús, no fuera sólo oral sino escrita en arameo, indica que tuvo lugar en fecha muy temprana. [15] Esto muestra, pues, que inicialmente la tradición sobre Jesús no se escribió en una lengua desconocida para los judíos en una fecha ya lejana de los acontecimientos, sino en una lengua perfectamente conocida por ellos y en una fecha muy cercana a los hechos que narran, y de los que muchos de ellos eran testigos. Si a esto se une que muchos de los dichos de Jesús sólo son explicables históricamente en un marco palestinense y durante el ministerio terreno de Jesús, no es extraño que uno de los mejores especialistas de la lengua de los evangelios, J. Fitzmyer, haya podido decir que «la discusión sobre Jesús y los comienzos de la cristología tarde o temprano se topa con el llamado sustrato arameo de sus dichos en el Nuevo Testamento». [16]

 

Pero es que además es igualmente insostenible que en la Palestina del siglo I no se conociera el griego. Como ha mostrado con toda evidencia M. Hengel el bilingüismo (o trilingüismo, si incluimos el uso del hebreo en la liturgia) tenía carta de ciudadanía en la Palestina del siglo I. Hoy sabemos que era posible adquirir un buen nivel de conocimiento del griego. No hay que olvidar que Palestina llevaba ya tres siglos bajo dominio griego. Esto estimuló en no pocos el deseo de aprender el griego para poder aspirar a introducirse en los mecanismos de la administración. El griego era indispensable para poder participar en la vida social, política y económica. Por estos y otros motivos que no podemos exponer aquí, el biligüismo era una realidad en Judea, Samaria y Galilea. Hay muchos signos que confirman esta afirmación. El hecho, por ejemplo, de que la tercera parte de las inscripciones encontradas en Jerusalén estuvieran escritas en griego, muestra el gran número de sus habitantes que hablaban griego en una población de 80.000 habitantes.

 

«Dada esta gran proporción de grecoparlantes en la población, tenemos que asumir una cultura independiente judeohele-nística en Jerusalén y sus alrededores, que era diferente de la de Alejandría o Antioquía». [17] Esto explica la necesidad de la creación de sinagogas para grecoparlantes, que no entendían ya el hebreo, y donde la versión griega del AT, conocida por la LXX, debió ejercer un influjo considerable. No hay ninguna obra comparable en la diáspora judía, cuya familiaridad con el griego está fuera de duda, a la que escribió un judío de Palestina llamado Flavio Josefo. Este conjunto de datos permite afirmar a M. Hengel que «la traducción de parte de la tradición de Jesús al griego y el desarrollo de una terminología teológica peculiar deben haber comenzado muy temprano, posiblemente como consecuencia inmediata de la actividad de Jesús, que atrajo a judíos de la Diáspora, en Jerusalén, y no —como se suele decir— décadas después fuera de Palestina en Antioquía u otros lugares». [18] Es decir, hasta la traducción de la tradición sobre Jesús al griego hay que situarla en fecha muy temprana. Y no fuera de Palestina, donde habría sido embellecida en contacto con las religiones mistéricas, sino en Palestina, en la comunidad cristiana de habla griega de Jerusalén.

 

A esto hay que añadir que el conocimiento que los autores de los evangelios suponen de la situación de Palestina, su geografía, costumbres, formas de construcción, tipo de terreno para el cultivo, historia, etc. muestra que sólo pueden haber sido escritos por gente muy familiarizados con ella y dirigida a destinatarios que no necesitan que se les explique. Basta pensar en la cantidad de datos geográficos, históricos, literarios y de costumbres que suponen las parábolas para convencerse de ello.

 

Hay además detalles en el texto evangélico que no son explicables más que si el texto estaba escrito antes de la destrucción de Jerusalén. Veamos un ejemplo del evangelio de san Juan, que aunque su redacción final haya que situarla más tarde contiene elementos que sólo son explicables antes de la destrucción de Jerusalén. En el relato de la curación del enfermo que esperaba la agitación de las aguas para ser curado en la piscina contenido en el evangelio de san Juan se dice: «Hay (έστιν) en Jerusalén, junto a la puerta Probática, una piscina llamada en hebreo Betzata, que tiene cinco pórticos» (Jn 5,2). El presente de indicativo en que está dada la noticia de la existencia de la piscina (έστιν), mientras que el relato está todo él en aoristo (en pasado) como refiriéndose a un hecho pasado, muestra que en el tiempo en que este relato se compuso todavía existía tal piscina. Esto sólo podía afirmarse antes de la destrucción de Jerusalén en el año 70.

Pero en algunos casos podemos decir más todavía. Tras una comparación de las cuatro versiones en que se nos ha conservado la institución de la eucaristía, J. Jeremias afirma que este relato existía ya dentro de los diez primeros años después de la muerte de Jesús. No a los diez, sino dentro de los diez años después de la muerte de Jesús. O sea que pudo ser a los dos o a los cuatro años después de su muerte. Y añade J. Jeremías que esta pieza, compuesta originalmente en una lengua semítica (hebreo o arameo), no es una pieza tomada de un ritual, sino de un relato más amplio, es decir, de un evangelio. [19] A nuestro juicio, algo muy semejante podemos decir del evangelio de Mc y la fuente de dichos de Jesús conservada en los evangelios de Mt y Lc. Esto hace que resulte perfectamente comprensible que el papiro 7Q5 encontrado en Qumrán, y del que hasta ahora no se ha ofrecido ninguna otra explicación que invalide la hipótesis del P. O´Callaghan, pueda contener un texto del evangelio de Marcos, del cual ya circulaban copias en la década de los 40. [20]

 

Hemos puesto sólo algunos ejemplos de los muchos que se podían citar. Esto muestra que el supuesto lapso de tiempo entre el acontecimiento original y los documentos que nos lo narran es mucho más corto que lo que cierta historia nos ha querido hacer creer. Hoy podemos afirmar que la antigüedad de los documentos es absolutamente indiscutible, lo que no excluye retoques redaccionales posteriores de escasa importancia.

Hasta aquí sólo hemos mostrado la antigüedad de los documentos que contienen la tradición evangélica, el marco palestinense de su origen y la lengua en la que fueron originalmente escritos. Sólo estos hechos constituyen ya una objeción difícilmente superable para quienes atribuyen a los primeros cristianos una mitificación de la persona de Jesús. El lapso de tiempo entre los acontecimientos y los documentos es tan corto que difícilmente permite una maniobra de esta envergadura.

 

Creer todavía en ella desde el punto de vista histórico exige más fe que la que se requiere para aceptar la versión de los hechos que el cristianismo ha transmitido.

 

Los orígenes del hecho cristiano

Es un hecho innegable que los cristianos de la primera generación creían en la divinidad de Jesús. Como ha puesto de manifiesto M. Hengel, «el tiempo entre la muerte de Jesús y la cristología completamente desarrollada que encontramos en los documentos cristianos más primitivos (las cartas paulinas) es tan corto que el desarrollo que tuvo lugar en él sólo puede ser considerado como asombroso». [21] Pero un examen más minucioso permite acortar aún este espacio de tiempo. Entre la primera carta de Pablo, 1 Tes, escrita a principios del año 50 d. C. al comienzo de su actividad misionera en Corinto, y la última, la carta a los Romanos, escrita presumiblemente en el invierno del 56/57 d. C., de nuevo desde Corinto, no se puede detectar ninguna evolución en lo que Pablo piensa de Cristo. El hecho de que en sus cartas Pablo utilice títulos, fórmulas y concepciones cristológicas conocidas por las comunidades a las que las dirige, como lo pone de manifiesto el hecho de que no necesite explicárselas, muestra que ya eran conocidas por los destinatarios por la actividad misionera llevada a cabo anteriormente por el apóstol en esas comunidades. Esto implica que todas las características esenciales de la cristología de Pablo estaban ya totalmente desarrolladas hacia fines de la década de los cuarenta, antes del comienzo de los grandes viajes misioneros. Esto significa que disponemos únicamente de un espacio de tiempo de veinte años para el desarrollo de la cristología primitiva. Pero este lapso de tiempo se reduce, si sobre la base de Ga 1-2, retrocedemos 14 o 16 años, hasta la conversión de Pablo. En Ga 1,18, Pablo dice que subió a Jerusalén tres años después de su conversión para estar con Cefas, y en Ga 2,1 dice que catorce años después volvió a subir a Jerusalén. Teniendo en cuenta la fecha de composición de Ga, estos datos cronológicos permiten situar la conversión de Pablo entre el 32 y el 34 d. C., con lo que «ahora sólo nos separan dos o cuatro años de la muerte y resurrección de Jesús, los acontecimientos que hicieron nacer la comunidad cristiana». [22] No es extraño que ante unos datos tan apabullantes como estos, M. Hengel haya afirmado: «Si hojeamos algunas obras sobre la historia del más primitivo cristianismo, podríamos sacar la impresión de que en ellas se había declarado la guerra a la cronología». [23] Estamos en las antípodas de la afirmación de Strauss. Para él, bastaba contar la historia para poner en evidencia la falsedad del dogma. Ahora, nosotros podemos afirmar justamente lo contrario: la mejor defensa del dogma, es decir de lo que la Iglesia ha confesado siempre de Cristo, es contar su historia.

¿Cómo explicar el origen de la fe que tan poco tiempo después de la muerte de Jesús confiesan las comunidades cristianas en Palestina? A quien se niega a reconocer que el nacimiento de esta fe está estrechamente ligada a la persona de Jesús de Nazaret, sólo le queda una opción: atribuirla a la influencia de uno de los dos mundos culturales en que esta fe nació, el judío o el pagano. El historiador no debe cerrarse a priori a ninguna posibilidad que pueda explicar determinados hechos de la historia. Por eso, es necesario examinar ambas posibilidades y comprobar si son capaces de dar razón adecuada de la totalidad de estos hechos.

 

La primera hipótesis, que la idea de proclamar Dios a Jesús fuera debida al influjo del judaismo, se viene abajo muy pronto. Es difícil imaginar que unos judíos, que por su fe eran radicalmente monoteístas, pudieran crear la idea de que un hombre, y además condenado por el Sanhedrín y muerto en una cruz, fuera Dios. Era lo último que hubiera podido pensar un judío. Ninguna religión ha establecido una diferencia tan neta y radical entre Dios y cualquier criatura. Este abismo insalvable entre Dios y todo lo creado ni siquiera fue aminorado en el personaje más estimado de la tradición judía, Moisés, a quien ningún judío se hubiera atrevido a considerarlo de la esfera divina.

 

Aún más insostenible si cabe es la segunda posibilidad, a la que se ha recurrido machaconamente desde que la puso en circulación la Escuela de la Historia de las Religiones (R. Reitzenstein, W. Heitmüller, W. Bousset): el origen de la fe en la divinidad de Cristo es debida al influjo pagano. Esta hipótesis explicaría la supuesta «divinización» de Jesús como una adaptación cristiana de la divinización de los emperadores romanos. Basta recordar las descripciones dramáticas del horror que todo judío piadoso sentía frente a las prácticas religiosas paganas para que resulte inconcebible imaginar que el grupo de judíos que se presenta en Jerusalén confesando la divinidad de Jesús pudiera sucumbir a semejante aberración. Que algo tan hiriente para su fe monoteísta como la divinización de un hombre pudiera ser aceptado por un judío está más allá de cualquier verosimilitud. Ahí está para confirmarlo la reacción del pueblo judío ante la pretensión de Antíoco IV Epífanes de instaurar el culto a Zeus en el templo de Jerusalén, que desató la rebelión macabea y que fue catalogado por el autor del libro de los Macabeos como la «abominación de la desolación» (1 Mac 1,54). O la reacción cíe un judío tan helenizado como Filón ante la propuesta de erigir estatuas de Calígula en las sinagogas de Alejandría: «Era —dice Filón- el negocio más abominable». [24] A este sincretismo cualquier judío, incluso helenista, no podía más que oponerse con todas sus fuerzas, por considerarlo «abominable». Por eso resulta inimaginable que algo que era considerado abominable por un judío pudiera ser aceptado sin más por el grupo de judíos de Palestina que formaron la comunidad cristiana. Lo que acabamos de decir vale igualmente para quienes atribuyen a Pablo, o la comunidad helenística de origen gentil, la divinización de Jesús. Esta opinión, hoy ampliamente difundida, de que la cristología es el resultado de un proceso de evolución por etapas, resulta igualmente inconsistente. Es difícil concebir que unos judíos como Santiago, Cefas y Juan, las columnas de la iglesia de Jerusalén, hubieran dado la mano a Pablo en señal de comunión —como dice él mismo en la carta a los Calatas-, si el evangelio que Pablo predica fuera el resultado de un sincretismo. Si cuestiones como la de los alimentos o de la circuncisión provocaron reacciones como la que el mismo Pablo nos cuenta en la carta a los Calatas, ¿que habría sucedido si Pablo se hubiera hecho portador de un sincretismo abominable? El cristianismo no se puede explicar como el resultado de la evolución de ninguna realidad cultural y religiosa de su entorno.

 

¿Cómo explicar entonces que unos judíos monoteístas confiesen a un ajusticiado por el gobernador de Judea Poncio Pilato, tras la condena del Sanhedrín, como Hijo de Dios? A esta pregunta no puede contestar satisfactoriamente la exégesis racionalista. La razón es que se niegan a reconocer cualquier continuidad entre la vida y la obra del Jesús terreno y la predicación de la primitiva comunidad cristiana. Pero, como afirma M. Hengel, «este abismo sin puente entre el Jesús terreno y la cristología (afirmada por la comunidad) sólo se impone a los que desean y quieren aceptar el dogma moderno de un Jesús completamente no mesiánico, esto es, sin pretensiones mesiánicas». [25] La investigación moderna que empezó su andadura para liberarse del dogma de la Iglesia, ha acabado sucumbiendo a un dogmatismo sin ningún tipo de apoyo en la realidad.

Por todo lo dicho, el único modo de explicar el hecho histórico de que unos judíos monoteístas confiesen a un hombre, Jesús de Nazaret, como Hijo de Dios sólo podemos encontrarla en la persona y la actividad de Jesús. Como ha escrito recientemente P. Stuhlmacher, «a Jesús no le fueron atribuidas simplemente por los apóstoles, después de la Pascua, propiedades y comportamientos que él no poseía (ni pretendía poseer) sobre la tierra, sino que en la profesión de fe postpascual de la comunidad cristiana se confirma y se reconoce lo que él quería ser históricamente y que fue y continúa siendo para la fe: el Hijo de Dios y Mesías. La historia operada por Dios en y con Jesús, el Cristo de Dios, es anterior a la fe cristiana. Ella guía y determina la fe y no es, al contrario, creada por ella». [26] Los cristianos lo pudieron afirmar porque ya Jesús, durante su vida terrena lo había afirmado de sí mismo y confirmado con sus milagros y su resurrección. Es cierto que Jesús nunca dijo de sí mismo que era Dios, pero realizó acciones y pronunció palabras que le sitúan en la esfera de la divinidad. Véannoslo en algunos episodios de su vida.

 

  1. Las controversias

En el relato de la curación del paralítico que nos narra el evangelio de Marcos (2,1-12), Jesús dice al paralítico: «Hijo, perdonados son tus pecados». Lo que significaban estas palabras en oídos judíos se pone de manifiesto en la reacción de los escribas, que piensan en su interior: «Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?». La reacción de los escribas es lógica. Si sólo Dios puede perdonar pecados, un hombre, que concede al paralítico el perdón de los pecados, blasfema, se hace igual a Dios. Sólo hay una posibilidad de que semejante actitud no entrañe una blasfemia: que el hombre que habla sea verdaderamente Dios. El evangelio más arcaico de todos, el de Marcos, presenta, pues, a Jesús, en un relato cuyo original griego posee un fuerte colorido arameo y cuyo contenido es claramente palestinense, proclamando con una acción el perdón de los pecados. Esta no es una excepción. Difícilmente es posible encontrar un hecho más irrefutable desde el punto de vista histórico que la comunidad de mesa de Jesús con los publícanos. Los adversarios de Jesús murmuran escandalizados: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos» (Le 15,2). Acoger, como compartir la mesa, es en realidad un sinónimo de perdonar. El episodio del paralítico perdonado no es más que un caso concreto de la concesión del perdón, confirmado además por el milagro de la curación. El hecho de que fuera considerado por los judíos como blasfemia muestra a las claras que Jesús se atribuye un poder exclusivo de Dios.

 

En la controversia provocada por una acción prohibida en sábado llevada a cabo por los discípulos, arrancar espigas, Jesús justifica la acción de los discípulos ante los escandalizados fariseos, diciendo: «Aquí hay alguien más que el templo… El Hijo del hombre es señor del sábado» (Mt 12,1-8). El templo era la morada de Dios y el sábado era el día santo consagrado a Dios. Al decir Jesús que él es más importante que el templo y que el sábado se está atribuyendo una categoría divina, un poder igual a Dios, único que para un judío estaba por encima del sábado y el templo. «Este modo de hablar es una manera de decir que con Jesús se ha hecho presente Dios en medio de los hombres de un modo singularísimo, incluso escandaloso desde el punto de vista de la ortodoxia judía. Con un lenguaje perfectamente ambientado en el mundo judío, sus instituciones —el templo, el sábado, las leyes que regulaban la observancia del sábado—, Jesús dice en este relato de forma velada, pero suficientemente clara para que lo entiendan sus oyentes judíos que él posee una autoridad divina». [27] Esta pretensión resulta tan escandalosa a los oídos judíos que al final de la última controversia comenta san Marcos: «Y saliendo los fariseos, celebrando consejo con los herodianos, tomaron la resolución de acabar con él» (Mc 3,6). Además de por el sustrato semítico que contiene, la historicidad de este relato está confirmada por el colorido palestinense de la narración, pues argumentos como el del templo o el del sábado no pueden haber sido inventados por cristianos de origen pagano; suponen un mundo de ideas totalmente judío. Pero, es inconcebible que, si Jesús no hubiese pronunciado estas palabras, los judíos que creyeron en él se hubiesen atrevido a decir que Jesús era más que el templo y más que el sábado. «La Iglesia, por tanto, proclamó desde fecha tempranísima su fe en la divinidad de Jesús porque él mismo se presentó ´igual a Dios´, como dice san Juan». [28]

 

  1. Los milagros
  2. S. Reimarus sostenía que los primeros cristianos inventaron milagros para atribuírselos a Jesús, porque no hay religión sin milagros. Y es esto lo que, según él, los hace tan sospechosos. Según esta mentalidad, los relatos de milagros se atribuyeron a Jesús para engrandecer su figura. Pero esto es falso. Lo prueba, en primer lugar, el testimonio que sobre ellos nos han conservado las fuentes judías: el historiador judío Flavio Josefo (Ant Jud. 18,3,3) y el Talmud de Babilonia (b Sanhedrín 43a). El más interesante es este segundo por provenir del judaísmo que rechazó a Jesús. En él se da por supuesto que Jesús fue condenado justamente por el tribunal judío porque «ha practicado la hechicería y ha descarriado a Israel». La acusación de hechicería supone las curaciones milagrosas de Jesús. En realidad, esta interpretación de los milagros estaba ya recogida en los evangelios. En efecto, en un dicho de Jesús, que constituye el argumento más fuerte a favor de la historicidad de los milagros, leemos: «Si yo expulso los demonios por el poder de Beelzebul, ¿por quién los expulsan vuestros hijos? Por eso, ellos serán vuestros jueces. Pero si yo expulso los demonios por el Espíritu de Dios es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros» (Mt 12,27-28). Es evidente que la acusación de estar poseído del demonio no puede haber sido creada por la comunidad cristiana. Ningún cristiano habría acusado a Jesús de endemoniado. Jesús en estas palabras recoge la acusación de sus adversarios, que se vieron en la necesidad de explicar de otra forma una realidad que tenían delante: sus milagros. Que sea por el poder de Beelzebul o por el poder de Dios, en cualquier caso echa demonios. Es, por tanto, un hecho indiscutible desde el punto de vista histórico que Jesús hizo milagros. Pero hay que notar que el hecho de hacet milagros, por sí sólo, no sitúa a Jesús en la esfera de la divinidad. Milagros se atribuyen también en el AT a otros personajes, sin que por ello sean considerados Dios. Pero los milagros de Jesús no son acciones hechas en provecho propio, están al servicio de otra cosa: el reino de Dios. Son signos que anuncian, confirman y hacen presente en su persona el Reino de Dios. «Si echo los demonios por el Espíritu de Dios es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros». Por eso sus acciones son signos del misterio de su persona. [29]

 

  1. El juicio ante el Sanhedrín

Esta pretensión de divinidad que recorre el evangelio y de la que sólo hemos señalado algunos ejemplos, explica un hecho de su vida, al que se ha querido privar de valor histórico: el juicio y la condena de Jesús por el tribunal judío, el Sanhedrín. Sin embargo, la historicidad de este hecho es incontestable. [30] No sólo dejarían sin explicación los relatos evangélicos del juicio ante el Sanhedrín, sino afirmaciones que san Pablo hace en sus cartas, que suponen la condena del Sanhedrín, y el testimonio de las fuentes judías. ¿Por qué, entonces, este empeño en negar su historicidad? La razón de la negación de su historicidad es obvia: atribuyéndole sólo a Pilato la condena de Jesús, se evita tener que explicar el motivo de su condena por la más alta autoridad religiosa judía. No basta cualquier motivo para justificar una condena a muerte. Motivos como su pretensión mesiánica o su carácter revolucionario son absolutamente insuficientes para justificarla. En la historia del pueblo judío hubo quienes pretendieron ser el mesías (los Hechos de los Apóstoles mencionan a dos: Judas el Galileo y Teudas). Sobre ninguno de ellos recayó una condena semejante a la de Jesús por parte del Sanhedrín. Uno de ellos,Bar Kochba, considerado mesías por el rabino más importante de su tiempo, Rabí Akiba, es considerado un héroe en el judaísmo por su intento de sacudirse el yugo de la opresión romana. Sin embargo, la condena de Jesús por parte del Sanhedrín es perfectamente lógica, desde el punto de vista del judaísmo ortodoxo, si el motivo de su condena es el que atestiguan los escritos neotestamentarios: la acusación de blasfemia (cfr. Me 15,10; Jn 19,7; Ga 5,11; 1 Cor 1,23). Hemos visto que Jesús dijo e hizo cosas durante su vida terrena que fueron consideradas como blasfemia por parte de sus adversarios por la pretensión que implicaban de ser Dios. Ante semejante pretensión, el Sanhedrín sólo tenía una alternativa: aceptarla o rechazarla como blasfemia (cfr. Me 14,64; Ga 3,13, etc). Todos sabemos de qué lado se inclinó la balanza. Pero no hay que olvidar que el Sanhedrín es el tribunal definitivo de Dios, su rechazo es el rechazo de Dios. Ser condenado por el tribunal judío como blasfemo significaba para cualquier judío piadoso que Jesús era considerado un impío, un hereje. No es extraño el desconcierto que este hecho produjo en sus seguidores, como atestiguan los evangelios y las cartas de san Pablo, que llega a hablar incluso de escándalo, es decir, de una verdadera dificultad para creer (1 Cor 1,23). [31]

 

  1. La respuesta de Dios a la condena del Sanhedrín: la resurrección

Pronunciada la sentencia de muerte por el Sanhedrín y ejecutada por el único que tenía poder para hacerlo, el gobernador Poncio Pilato, parecía que Dios había dicho su última palabra sobre la pretensión de Jesús de ser Dios. Sin embargo, a Dios le quedaba aún una palabra que decir sobre Jesús. La dijo de la forma más inesperada de todas: su resurrección. «El Jesús resucitado por Dios no pudo ser declarado culpable de ´impiedad en el tribunal de Dios; es decir, el Mesías ´justamente´ condenado por los guardianes de la Ley y de los intereses de Dios era el verdadero Mesías. Resucitándolo de entre los muertos, Dios se había pronunciado de forma rotunda contra una sentencia que se presentaba pronunciada en su nombre». [32] De esta forma Dios confirma la pretensión de Jesús. Ahí reside su importancia única en la historia cristiana. Únicamente de esta forma pudieron superar los primeros cristianos el escándalo de la cruz.

Se podría objetar, como se ha hecho, que el misterio de la resurrección sólo se revela al creyente, el historiador no puede penetrar en él y, por tanto no puede servir de confirmación a una pretensión de tipo histórico. Es cierto que la resurrección de Jesús es un acontecimiento que cae dentro del misterio de Dios. De hecho, ninguno de los evangelios describe cómo fue el hecho de la resurrección. Pero este acontecimiento dejó huellas en la historia. Unos personajes de la historia, los apóstoles, testimonian poco tiempo después de su muerte haberle visto vivo. Por eso de algún modo el historiador puede decir algo sobre él, si un minucioso examen de los testimonios lleva a la conclusión que sin el hecho de la resurrección quedarían muchas cosas sin explicar.

 

Lo primero que quedaría sin explicar es la existencia de la Iglesia. «Por eso se ha dicho con razón que el principal testimonio en favor de la resurrección es la Iglesia misma. Los escritos del Nuevo Testamento nos hacen ver que la Iglesia naciente es un edificio sostenido por la resurrección de Jesús como un imprescindible cimiento. Si no hubiese habido hombres que podían decir: ´hemos visto al Señor´, y cuyas vidas quedaron transformadas por este hecho, no hubiese habido lo que llamamos cristianismo ni Iglesia». [33] Esto vale igualmente para su expansión. Ciertamente la expansión del cristianismo es inexplicable por factores sociológicos, como ocurrió con la expansión del Islam. El cristianismo no se impuso por la fuerza de las armas y el poder. Su rápida difusión no se debe a ningún factor exterior a él (no coincide con la expansión de una determinada clase social, o de una etnia particular, no se explica por un movimiento migratorio, militar o económico, etc.). Los Hechos de los Apóstoles no sólo recogen a grandes rasgos esta expansión, sino que dan el motivo: el hecho inaudito de la resurrección de Jesús, la fuerza de su presencia en medio de su Iglesia (Hch 25,19).

El segundo hecho que carecería de explicación es el cambio del día de fiesta semanal del sábado al domingo. No se ve qué otra razón pudo llevar a un grupo de judíos, para quienes el día santo era el sábado, a celebrar como santo el primer día de la semana, es decir el domingo, máxime teniendo en cuenta la estima en que un judío tenía el sábado, como atestiguan las fuentes judías. Sin embargo, este hecho es perfectamente comprensible si el cambio es debido a que en ese día tuvo lugar la resurrección.

Los escritos evangélicos atestiguan que unas mujeres encontraron el sepulcro vacío. No cabe duda que las autoridades judías que se opusieron a la predicación de la resurrección de Jesús habrían tenido un medio muy simple de desbaratar como una patraña el anuncio realizado por los apóstoles de la resurrección, si hubieran podido mostrar que el cuerpo de Jesús permanecía en el sepulcro. Pero no fue así, el sepulcro estaba vacío. [34] Algunos críticos modernos han considerado este relato una invención, creado —según ellos— por la comunidad primitiva para tener una prueba palpable de la resurrección. Sin embargo, esta interpretación no se sostiene. En primer lugar, porque se ofrecería como prueba de la resurrección un hecho que de suyo no era prueba suficiente: el sepulcro podía estar vacío por otro motivo (robo, traslado, etc). En segundo lugar, porque cualquiera que hubiera inventado el relato no habría puesto como testigos de su hallazgo a las mujeres, pues en aquel tiempo las mujeres no eran admitidas como testigos. No cabe duda que si el relato hubiera sido un invento los testigos habrían sido hombres. Si, desafiando la mentalidad dominante, se afirma que fueron las mujeres las que lo encontraron vacío, es porque realmente fue así.

 

Pero el relato del sepulcro vacío no implica la resurrección. Podía estar vacío por otros motivos. La explicación de por qué estaba vacío sólo lo sabemos por lasapariciones. Los documentos más antiguos atestiguan la existencia de apariciones de Jesús resucitado a los discípulos. Pero también aquí la crítica racionalista ha ofrecido una interpretación de las apariciones que contradice la interpretación de la Iglesia. En efecto, mientras la Iglesia sostiene que las apariciones son verdaderas visiones de Cristo resucitado, visiones provocadas desde fuera, la crítica racionalista las considera simples proyecciones del subconsciente de los discípulos, que se resistían a creer que todo hubiera acabado en el fracaso de la cruz. Contra esta interpretación militan varios datos que nos conservan los documentos del NT. En primer lugar, la duración de las apariciones. Si estos documentos afirmaran este fenómeno subjetivo, alucinatorio, de una aparición a una persona o a un grupo de personas, podría tener algún viso de verosimilitud. Pero nuestras fuentes hablan de una serie de apariciones a lo largo de un amplio lapso de tiempo; y una alucinación o una serie de alucinaciones en cadena resulta ciertamente increíble. Más inconcebible resulta esta interpretación si tenemos en cuenta la diversidad de las personas que son mencionadas en nuestras fuentes como testigos del Resucitado. La hipótesis de que el origen de las apariciones fue la resistencia a que todo hubiera acabado con el fracaso de la cruz, podría resultar válida para Pedro o alguno de los Doce. Pero ciertamente no valdría para Santiago, el hermano del Señor, que no pertenece al grupo de los discípulos de Jesús, sino al de los familiares que fueron a buscar a Jesús porque estaba fuera de sí (Mc 3,21). Y, desde luego, menos aún para Pablo. Cuando fue sorprendido por Jesús resucitado se dirigía a Damasco para apresar a sus seguidores (Hch 9,2). En él no existía predisposición alguna para ningún tipo de alucinación. La persecución que estaba llevando a cabo muestra que el fracaso de Jesús no le había producido ninguna decepción, que le hubiera hecho anhelar que Jesús continuara vivo.

 

Por otra parte, cualquier proyección subjetiva o fenómeno alucinatorio requiere que se den determinadas condiciones en el sujeto que dice tenerlas. El que no cree en el diablo ni nada semejante no creerá haber visto al diablo. Pero tales predisposiciones no se cumplen en aquellos que confiesan haber visto al Resucitado. Todos son judíos, y como tales creían que la resurrección sólo tendría lugar al final de los tiempos. Recordemos el caso de la hermana de Lázaro que, cuando Jesús le anuncia que su hermano resucitará, responde: «Ya sé que resucitará en la resurrección del último día» (Jn 11,24). Ni siquiera se le podía pasar por la cabeza una resurrección en medio del tiempo. Que un grupo de judíos, que creen que la resurrección sólo tendrá lugar cuando llegue el fin del mundo y que afectaría a todos los hombres, confiesen que Jesús ha resucitado mientras el mundo sigue su curso, sólo es explicable por un hecho: las apariciones de Jesús resucitado.

 

Este conjunto de hechos históricos, que sólo hemos podido enumerar someramente (existencia y expansión de la Iglesia, cambio del sábado al domingo, sepulcro vacío, las mujeres testigos, apariciones a lo largo de un largo período de tiempo a personas distintas, algunas de las cuales no tenían ningún tipo de predisposición a proyecciones subjetivas), necesita una explicación suficiente que dé razón de todos ellos. Sólo la resurrección de Jesús es capaz de proporcionar una explicación válida para todos ellos. Por ello, «en buena crítica histórica, el único modo de explicar el mensaje de la Iglesia primitiva sobre la resurrección es hacerlo brotar de una experiencia real, no meramente subjetiva, de Jesús resucitado por parte de los primeros testigos, experiencia que tenemos descrita en los relatos de las apariciones. Con esto no decimos que la investigación histórica nos introduce en el misterio de la resurrección de Jesús; eso sólo puede hacerlo la fe. Pero lo que sí puede hacer es mostrar cómo creer en todo el misterio que representa esta obra de Dios es un rationabile obsequium fidei. [35]

 

Conclusión

Nosotros creemos en Jesucristo, como el ciego de nacimiento, por el encuentro que hemos hecho en el presente. Este encuentro sólo tiene una explicación exhaustiva en un acontecimiento que es el origen de la experiencia presente. El amor al encuentro hecho despierta en nosotros el deseo de conocer la historia que nos ha alcanzado. La razón abierta por esta experiencia se vuelve a las huellas que el acontecimiento ha dejado en la historia, para poder comprender en todas sus dimensiones el encuentro que ha tenido lugar. Sólo una razón inmersa en este acontecimiento está en condiciones de explicar tales huellas como manifestación de la presencia del Misterio en la historia. Frente a una razón que ya no vive dentro de esa experiencia, y que, por lo tanto, reduce todo a la medida de lo que conoce, poniéndose en una postura de sospecha, el acontecimiento presente permite a la razón actuar según su naturaleza más genuina, poniendo problemas y preguntas. Nuestra fe no sólo no es un obstáculo a la investigación histórica sino su más grande impulsora, abriéndola una y otra vez a la totalidad cíe la realidad según su propia naturaleza.

Podemos, por lo tanto, decir que la investigación creyente sobre la historicidad de los evangelios es un caso de razón aplicada. En efecto, tiene en cuenta todos los factores de la realidad con una globalidad que la razón autosuficiente es incapaz de ofrecer. El brevísimo recorrido que hemos hecho así nos lo muestra. La hipótesis que toma en consideración la divinidad de Jesús es más capaz de dar cuenta de la naturaleza de los textos y de los hechos a los que ellos se refieren, que la hipótesis procedente de la mentalidad racionalista. Así nos lo ha mostrado la investigación reciente sobre la verdadera antigüedad de los documentos y sobre la historicidad de los hechos que en ellos se documentan, especialmente la resurrección (cfr. DV 19).

 

Los datos expuestos no constituyen pruebas apodícticas, tratándose como se trata, de la racionalidad inherente a la exégesis y a la ciencia histórica. Pero, no cabe duda que su cantidad, su diversidad y su peso son tan formidables que podemos decir con palabras de uno de los mayores exponentes de la investigación exegética moderna, P. Benoit:

«Sólo una personalidad extraordinaria, humanamente genial y propiamente divina puede explicar el hecho del Evangelio, y es la persona de Nuesrro Señor Jesucristo». [36]
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* Julián Carrón Pérez (1950) es Doctor en Teología y sacerdote de la diócesis de Madrid; alumno titular de l´École Biblique de Jerusalén y profesor de Sagrada Escritura en el Centro de Estudios Teológicos “San Dámaso” de Madrid; director de la edición española de la Revista Católica Internacional Communio.

 

 

Notas

[1] La fe hace a la razón capaz de penetrar «de forma más límpida y profunda» la realidad. Cfr. P. Rousselot, Los ojos de la fe, Madrid 1994, 39; J. H. Newman,Gramática del asentimiento, Barcelona 1960.

[2] Para ver las diferencias entre las posiciones racionalista y protestante y la posición ortodoxa-católica, cfr. L. Giussani, Por qué la Iglesia. 1. La pretensión permanece, Madrid 1990, 15-35.

[3] G. E. Lessing, Sobre la demostración en espíritu y fuerza, en Escritos filosóficos y teológicos, Barcelona 1990,480-484.

[4] Orígenes, Contra Celsum 1, 2.

[5] L. Giussani, La comunione como strada, Tracce 7 (1994) IV. Para un desarrollo más amplio, cfr. L. Giussani, É. se opera, Roma 1993.

[6] D. F. Strauss, La vita de Gesù o Esame crítico della sua storia, II, Milano 1865, 628.

[7] P. Benoit, Reflexións sur la «Formgeschichtliche Methode», en Exégèse et tbéologie. I, Paris 1961,

[8] P. Benoit, Réflexions sur la «Formgeschichtliche Methode», 44. Cfr. R. Bultmann, History of the Synoptic Tradition, Oxford 19682; Id., The New Testament and Mythology, en H. W. Bartsch (ed.), Kerygma and Myth, London 1954.

[9] H. S. Reimarus, The Goal of Jesus and His Disciples, Leiden 1970, 119.

[10] J. Ratzinger, L´ interpretazione bihlica en conflitto. Problemi del fondamonto ed orientamento dell´esegesi contemporanea, en AA. VV., L´esegesi cristiana oggi. Casale Monferrato 1991, 94.

[11] M. Hengel, El Hijo de Dios. El origen de la cristología y la historia de la religión judeo-helenística, Salamanca 1978, 19. La cita de D. F. Strauss la hemos tomado de esta obra de M. Hengel (p. 19).

[12] A. Schweitzer, Investigaciones sobre la vida de Jesús, Valencia 1990, 53.

[13] Comisión Bíblica Internacional, De sacra Scriptura et Christologia, en Biblia e Cristología, Milano 1987, 23. Para una valoración de los diversos métodos de acercamiento a la Escritura, cfr. más recientemente Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, Città del Vaticano 1993.

[14] Juan Pablo II, Discurso sobre la interpretación de la Biblia en la Iglesia, en Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, Cittá del Vaticano 1 993, 9.

[15] J. Carmignac, La naissance des Évangiles Synoptiques, Paris 1984.

[16] J. A. Fitzmyer, Methodology in the study of the Aramaic substratum of Jesus´ sayings in the New Testament, en J. Dupont, Jésus aux origins de la christologie(BETL 40), Leuven 19892, 73. Por este motivo, para este estudioso, aquellos que quieran afrontar «la cuestión de los orígenes de la cristología no pueden dispensarse de afrontar el problema del sustrato arameo».

[17] M. Hengel, The «Hellenization» of Judea in the First Century after Christ, London-Philadelphia 1989, 11.

[18] M. Hengel, The «Hellenization» of Judea, 18.

[19] J. Jeremías, La última cena. Palabras de Jesús. Madrid 1980, 206. Liturgia, p. 210; lengua, p. 214-221.

[20] J. O´Callaghan, Los papiros griegos de la cueva 7 de Qumrán, Madrid 1974. Cfr. también C. P. Thiede, ¿El manuscrito más antiguo de los evangelios? El fragmento de Marcos en Qumrán y los comienzos de la tradición escrita del Nuevo Testamento, Valencia 1989.

[21] M. Hengel, Christology and New Testament Chronology. A Problem in the History of Earliest Cristianity, London 1983, 31.

[22] M. Hengel, Christology and New Testament Chronology, 31. Cfr. también más recientemente M. Hengel, Christological Titles in Early Christianity, en J. H. Charlesworth (ed.), The Messiah. Developments in Earliest judaism and Christianity, Mineapolis 1992, 425-448, donde el autor sostiene que una comparación entre la carta de Plinio el Joven a Trajano (110-112 d. C.), en la que le cuenta que los cristianos dan culto a Cristo como si fuera su Dios, el prologo de S. Juan, el himno de Heb l,3 ss, y el de Flp 2,6-11, muestra que entre el año 50 y el 150 d. C. la cristología es mucho más uniforme en su estructura básica que lo que la investigación del NT ha mantenido.

[23] M. Hengel, Christology and New Testament Chronology, 39.

[24] Citado en J. Daniélou, Ensayo sobre Filón de Alejandría, Madrid 1962, 33. 25 M. Hengel, Christology and New Testament Chronology, 33.

[26] P. Stuhlmacher, Gesù di Nazaret – Cristo della fede, Brescia 1992, 19.

[27] M. Herranz Marco, Los evangelios y la crítica histórica, Madrid 1978, 191. Los dos ejemplos se los debemos a este autor.

[28] M. Herranz Marco, Los evangelios y la crítica histórica, Madrid I978, 194.

[29] P. Stuhlmacher, Biblische Theologie des Ntuen Testaments. I: Grundlegung von Jesus zu Paulus, Göttingen 1992, 71; J. Gnilka, Jesus von Nazaret. Bofsfhaft und Geschichte, Freiburg-Basel-Wien 1990, 156.

[30] Sobre la investigación moderna acerca del proceso de Jesús, véase J. Blinzler,Der Prozess Jesu, Regensburg 19602.

[31] Sobre e! escándalo que supuso la confesión de un ajusticiado corno Hijo de Dios, puede verse M. Hengel, Crucifixión in the Ancient World and the Folly of the Message of the Cross, Philadelphia 1977.

[32] M. Herranz Marco, El proceso ante el Sanhedrín y el ministerio público de Jesús: Est Bib 34 (1975)105.

[33] M. Herranz Marco, Los evangelios y la crítica histórica, Madrid 1978, 164.

[34] Sobre el relato del sepulcro vacío, y la historicidad de la resurrección, cfr. G. Lohfink, Die Atiferstehung Jesu und die historische Kritik: Bibel und Leben 9 (1968) 37-57; F. Mussner, Die Auferstehung Jesu, München 1969.

[35] M. Herranz Marco, Los evangelios y la crítica histórica, Madrid 1978, 182.

[36] P. Beinot, Réflexions sur la «Formgeschichtliche Methode», 61.

 

Fuente: Revista Católica Internacional «Communio», 2ª Época, Año 17, mayo-junio de 1995, pp. 271-293.

 

 http://www.mercaba.org/FICHAS/Evangelios/la_historicidad 

de_los_evangelios.htm

 

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«Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras»(1 Co 15, 3).

620 Nuestra salvación procede de la iniciativa del amor de Dios hacia nosotros porque «El nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10). «En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo» (2 Co 5, 19).

621 Jesús se ofreció libremente por nuestra salvación. Este don lo significa y lo realiza por anticipado durante la última cena: «Este es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros» (Lc 22, 19).

622 La redención de Cristo consiste en que él «ha venido a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28), es decir «a amar a los suyos hasta el extremo» (Jn 13, 1) para que ellos fuesen «rescatados de la conducta necia heredada de sus padres» (1 P 1, 18).

623 Por su obediencia amorosa a su Padre, «hasta la muerte de cruz» (Flp 2, 8) Jesús cumplió la misión expiatoria (cf. Is 53, 10) del Siervo doliente que «justifica a muchos cargando con las culpas de ellos». (Is 53, 11; cf. Rm 5, 19).

 

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Las definiciones cristológicas de los

Concilios y la fe de la Iglesia de hoy

 

  1. En las últimas catequesis, resumiendo la doctrina cristológica de los Concilios Ecuménicos y de los Padres, nos hemos podido dar cuenta del esfuerzo realizado por la mente humana para penetrar en el misterio del Hombre-Dios, y leer en Él las verdades de la naturaleza humana y de la naturaleza divina, de su dualidad y de su unión en la persona del Verbo, de las propiedades y facultades de la naturaleza humana y de su perfecta armonización y subordinación a la hegemonía del Yo divino. La traducción de esta lectura profunda se realizó en los Concilios con conceptos y términos tomados del lenguaje corriente, que era la expresión natural del modo común de conocer y razonar, anterior a la conceptualización de cualquier escuela filosófica o teológica. La búsqueda, la reflexión y el intento de perfeccionar la forma de expresión no faltaron en los Padres y no faltarán más tarde, en los siglos siguientes de la Iglesia, a lo largo de los cuales los conceptos y términos empleados en la cristología —especialmente el de «persona»— recibieron tratamientos más profundos y precisiones ulteriores de valor incalculable para el progreso del pensamiento humano. Pero su significado en la aplicación a la verdad revelada, que había que expresar, no estaba vinculado o condicionado por autores o escuelas particulares: era el que se podía captar en el lenguaje ordinario de los doctos y no doctos de cualquier tiempo, como se puede recabar del análisis de las definiciones formuladas en tales términos.

 

  1. Es comprensible que en tiempos más recientes, queriendo traducir los datos revelados a un lenguaje que respondiera a concepciones filosóficas o científicas nuevas, algunos hayan encontrado cierta dificultad a la hora de emplear y aceptar aquella terminología antigua, de manera especial la que se refiere a la distinción entre naturaleza y persona, que es fundamental tanto en la cristología tradicional como en la teología de la Trinidad. Particularmente, quien quiera buscar su inspiración en las posiciones de las distintas escuelas modernas, que insisten en una filosofía del lenguaje y en una hermenéutica dependiente de los presupuestos del relativismo, subjetivismo, existencialismo, estructuralismo, etc., será llevado a minusvalorar o incluso a rechazar los antiguos conceptos y términos por considerarlos imbuidos de escolasticismo, formalismo, estaticismo, ahistoricidad, etc., y, por consiguiente, inadecuados para expresar y comunicar hoy el misterio del Cristo vivo.
  2. Pero, ¿qué ha sucedido después? En primer lugar, que algunos se han hecho prisioneros de una forma nueva de escolasticismo, inducidos por nociones y terminologías vinculadas a las nuevas corrientes del pensamiento filosófico y científico, sin preocuparse de una confrontación auténtica con la forma de expresión del sentido común y, podemos decir, de la inteligencia universal, que sigue siendo indispensable, también hoy, para comunicarse los unos con los otros en el pensamiento y en la vida. En segundo lugar, como era previsible, se ha pasado de la crisis abierta sobre la cuestión del lenguaje a la relativización del dogma niceno y calcedodiano, considerado como un simple intento de lectura histórica, datado, superado y que no se puede proponer ya a la inteligencia moderna. Este paso ha sido y sigue siendo muy arriesgado y puede conducir a posturas difícilmente conciliables con los datos de la Revelación.
  3. En efecto, este nuevo lenguaje ha llegado a hablar de la existencia de una «persona humana» en Jesucristo, basándose en la concepción fenomenológica de la personalidad, dada por un conjunto de momentos expresivos de la consciencia y de la libertad, sin consideración suficiente del sujeto ontológico que está en su origen.O bien se ha reducido la personalidad divina a la autoconciencia que Jesús tiene de lo «divino» que hay en Él, sin que se deba por esto entender la Encarnación como la asunción de la naturaleza humana por parte de un Yo divino trascendente y preexistente. Estas concepciones, que se reflejan también sobre el dogma mariano y, de manera particular, sobre la maternidad divina de María, tan unida en los Concilios al dogma cristológico, incluyen casi siempre la negación de la distinción entre naturaleza y persona, términos que, según hemos dicho, los Concilios habían tomado del lenguaje común y elaborado teológicamente como clave interpretativa del misterio de Cristo.
  4. Estos hechos que, como es obvio, aquí podemos sólo referir brevemente, nos hacen comprender cuán delicado sea el problema del nuevo lenguaje tanto para la teología como para la catequesis, sobre todo, cuando, partiendo del rechazo —cargado de prejuicios— de categorías antiguas (por ejemplo, las presentadas como «helénicas»), se acaba por sufrir una dependencia tal de las nuevas categorías —o de las nuevas palabras— que, en su nombre, se puede llegar a manipular incluso la sustancia de la verdad revelada.

Esto no significa que no se pueda o no se deba seguir investigando sobre el misterio del Verbo Encarnado, o «buscando modos más apropiados de comunicar la doctrina cristiana», según las normas y el espíritu del Concilio Vaticano II, el cual, con Juan XXIII, subraya muy bien que «una cosa es el depósito mismo de la fe —o sea, sus verdades—, y otra cosa es el modo de formularlas, conservando el mismo sentido y el mismo significado» (Gaudium et spes, 62; cf. Juan XXIII, Discurso de apertura del Concilio, 11 de octubre do 1962: AAS 54, 1962, pág. 792).

La mentalidad del hombre moderno formada según los criterios y los métodos del conocimiento científico, debe entenderse teniendo muy presente su tendencia a la investigación en los distintos campos del saber, pero sin olvidar su aspiración, todavía profunda, a un «más allá» que supera cualitativamente todas las fronteras de lo experimentable y calculable, así como sus frecuentes manifestaciones de la necesidad de una sabiduría mucho más satisfactoria y estimulante que la que ofrece la ciencia. De este modo, la mentalidad contemporánea no se presenta de ninguna manera impenetrable al razonamiento sobre las «razones supremas» de la vida y su fundamento en Dios. De aquí nace también la posibilidad de un discurso serio y leal sobre el Cristo de los Evangelios y de la historia, formulado aún a sabiendas del misterio y, por consiguiente, casi balbuciendo, pero sin renunciar a la claridad de los conceptos elaborados con la ayuda del Espíritu por los Concilios y los Padres y trasmitidos hasta nosotros por la Iglesia.

  1. A este «depósito» revelado y trasmitido deberá permanecer fiel la catequesis cristológica, la cual, estudiando y presentando la figura, la palabra, la obra del Cristo de los Evangelios, podrá poner magníficamente de relieve, precisamente en este contenido de verdad y de vida, la afirmación de la preexistencia eterna del Verbo, el misterio de su kénosis (cf. Flp 2, 7), su predestinación y exaltación que es el fin verdadero de toda la economía de la salvación y que engloba con Cristo y en Cristo, Hombre-Dios, a toda la humanidad y, en cierto modo, a todo lo creado.

Esta catequesis deberá presentar la verdad integral de Cristo como Hijo y Verbo de Dios en la grandeza de la Trinidad (otro dogma fundamental cristiano), que se encarna por nuestra salvación y realiza así la máxima unión pensable y posible entre la creatura y el Creador, en el ser humano y en todo el universo. Dicha catequesis no podrá descuidar, además, la verdad de Cristo que tiene una propia realidad ontológica de humanidad perteneciente a la Persona divina, pero que tiene también una íntima conciencia de su divinidad, de la unidad entre su humanidad y su divinidad y de la misión salvífica que, como hombre, le fue confiada.

Aparecerá, así, la verdad por la cual en Jesús de Nazaret, en su experiencia y conocimiento interior, se da la realización más alta de la «personalidad» también en su valor de sensus sui, de autoconsciencia, como fundamento y centro vital de toda actividad interior y externa, pero realizada en la esfera infinitamente superior de la persona divina del Hijo.

Aparecerá igualmente la verdad del Cristo que pertenece a la historia como un personaje y un hecho particular («factum ex muliere, natum sub lege»: Gál 4, 4), pero que concretiza en Sí mismo el valor universal de la humanidad pensada y creada en el «consejo eterno» de Dios; la verdad de Cristo como realización total del proyecto eterno que se traduce en la «alianza» y en el «reino» —de Dios y del hombre— que conocemos por la profecía y la historia bíblica: la verdad del Cristo, Logos eterno, luz y razón de todas las cosas (cf. Jn 1, 4. 9 ss.), que se encarna y se hace presente en medio de los hombres y de las cosas, en el corazón de la historia, para ser —según el designio de Dios Padre— la cabeza ontológica del universo, el Redentor y Salvador de todos los hombres, el Restaurador que recapitula todas las cosas del cielo y de la tierra (cf. Ef 1, 10).

  1. Bien lejos de las tentaciones de cualquier forma de monismo materialista o panlógico, una nueva reflexión sobre este misterio de Dios que asume la humanidad para integrarla, salvarla y glorificarla en la comunión conclusiva de su gloria, no pierde nada de su fascinación y permite saborear su verdad y belleza profundas, si, desarrollada y explicada en el ámbito de la cristología de los Concilios y de la Iglesia, es llevada también a nuevas expresiones teológicas, filosóficas y artísticas (cf. Gaudium et spes, 62), por las que el espíritu humano pueda adquirir cada vez más y mejor lo que brota del abismo infinito de la revelación divina. 13.IV.1988

 

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Dios en el Antiguo y en el Nuevo Testamento (*)

 

Dios ha entrado en nuestro mundo y ha cambiado el rumbo de la historia. Conocemos realmente a Dios a través de la Biblia. Allí se relata la historia de Dios con los hombres y se describen las grandes obras del Señor, que guía a su pueblo.

 

Por Jutta Burggraf
Arvo Net, 2 de mayo 2006

 

LAS ETAPAS DE LA REVELACIÓN

Al confesar a Dios, los cristianos no miramos sólo a la armonía del cosmos, ni tampoco nos referimos a mitos de tiempos primitivos. No hablamos sólo del Dios que se experimenta en la intimidad del corazón humano, o del Dios de los filósofos. Nos referimos al Dios vivo de la historia, al Dios de los patriarcas,[1] al Dios de Israel,[2] y sobre todo al Dios que es “Padre de nuestro Señor Jesucristo”.[3] Miramos, en definitiva, a una Persona, a Jesucristo y partimos de acontecimientos concretos: Dios ha entrado en nuestro mundo y ha cambiado el rumbo de la historia. Los esclavos son liberados, los enfermos son curados, los pobres son iluminados por la verdad, y las mujeres son valoradas como personas humanas iguales a los varones.

Conocemos realmente a Dios a través de la Biblia. Allí se relata la historia de Dios con los hombres y se describen las grandes obras del Señor, que guía a su pueblo.[4]

I. EL DIOS DEL ANTIGUO TESTAMENTO

Dios se revela desde el origen del mundo por medio de la creación y, especialmente a través de la conciencia moral del hombre y de su orientación en la historia. Existe, pues, una historia universal de la revelación divina.[5]

1. La Revelación primitiva

Además, Dios se dio a conocer a nuestros primeros padres de un modo claro y explícito, según destaca el Concilio Vaticano II: “Queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, (Dios) se manifestó… personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio.”[6] Los revistió de gracia y justicia, y los invitó a vivir en una íntima comunión con Él.[7]

Después de la caída, Dios hizo a Adán y a Eva una promesa de redención. Alentó en ellos la esperanza de la salvación y tuvo incesante cuidado con todo el género humano, “para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras.”[8]

Al pasar los tiempos, los hombres no han podido olvidar esta primera Revelación, como una persona no puede olvidar las fuertes impresiones de su juventud.[9] La encontramos, aunque desfigurada y en parte corrompida de múltiples formas, disfrazada y escondida, en muchas representaciones y creencias religiosas. En todas las religiones se mezclan elementos de los misterios divinos revelados a los hombres al principio del mundo.

Rota la unidad del género humano por el pecado, Dios decide salvar a la humanidad, y lo hace a través de una serie de etapas. La Revelación primitiva es continuada en la alianza con Noé después del diluvio.[10] Pues Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.”[11] Noé puede considerarse como el representante de todos aquellos hombres que no conocen al Dios del Antiguo y del Nuevo Testamento, agrupados “según sus países, cada uno según su lengua, y según sus clanes.”[12] Dios ofrece su ayuda eficaz a todos ellos. Pero, a causa del pecado,[13] el politeísmo y la idolatría suponen una amenaza constante para los hombres.

La Biblia se refiere, en diversos pasajes, a personas honradas y extraordinarias que son testigos del Dios vivo: “Abel el justo”, el mismo Noé, el rey-sacerdote Melquisedec[14] y otros.[15] De esta manera, la Escritura expresa qué cercanía de Dios pueden alcanzar también los que no forman parte visible del “pueblo elegido”.

En los escritos tardíos del Antiguo Testamento se encuentran múltiples y extensas consideraciones sobre la posibilidad de conocer a Dios a través de la creación y sobre la insensatez de rechazarlo. “Vanos son por naturaleza todos los hombres en quienes hay desconocimiento de Dios, y que a partir de las cosas visibles son incapaces de ver al que es, ni por consideración de las obras vieron al artífice.”[16]

Pero Dios no quiso revelarse a los humanos solamente de modo individual, sino al hombre como ser social e histórico. Quiso formar un pueblo y hacer de éste la luz de todas las naciones.[17] De esta manera, además de la historia universal de Dios con los hombres, hay también una historia especial de la Revelación divina. En tiempos y lugares concretos, Dios se ha dado a conocer de un modo nuevo y sobrenatural a determinadas personas, a las que ha conferido la misión de anunciar su palabra públicamente a los demás hombres.

La historia especial de Dios con los hombres comienza con la vida de los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob.

2. La elección de Abraham

Para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abram, le llama “fuera de su tierra, de su patria y de su casa”,[18] para hacer de él “Abraham”, es decir, “el padre de una multitud de naciones”.[19] En él “serán benditas todas las naciones de la tierra.”[20]

En la historia de los patriarcas, Dios se manifiesta como un Dios que hace una elección inmerecida, un Dios que muestra el camino y que guía en un país extranjero. Promete la posesión de una tierra maravillosa y numerosa descendencia; pero todavía faltan unas normas legales y de culto. En repetidas ocasiones, la historia de esta promesa corre el peligro de perderse en una maleza de comportamientos humanos poco edificantes; pero Dios sigue guiándola a través de toda la confusión humana. Acompaña al hombre en su camino y le hace sentirse seguro en su proximidad confiada y amigable. A veces, sin embargo, se oculta a los ojos humanos.

El pueblo nacido de Abraham será el depositario de la promesa hecha a los patriarcas, el pueblo de la elección.[21] Está llamado a preparar la venida del Salvador y la reunión un día de todos los hijos de Dios en la Iglesia.[22] Será la raíz en la que serán injertados los paganos hechos creyentes.[23]

Todo esto significa que la vida de los patriarcas es, antes que nada, la protohistoria de la alianza con Israel. La narración de José, el penúltimo de los hijos de Jacob, es ya el paso a una nueva fase de la Revelación.

3. La formación del pueblo de Israel

Con Moisés comienza plenamente la historia de Dios con los hombres. Israel vivía entonces en un destierro sumamente duro en Egipto. Allí se revela Dios a Moisés: “Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob… He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel.”[24]

Dios constituye a Israel como su pueblo liberándolo de la esclavitud. En la travesía del Mar Rojo y en la marcha por el desierto del Sinaí, en la llegada a la tierra prometida y en la construcción del reino de David, Israel experimenta una y otra vez que Dios está con él. Le lleva “sobre alas de águila”,[25] para establecer con él una alianza, y de entre todos los pueblos hacer de él su propiedad especial, que le pertenece “como un reino de sacerdotes y una nación santa”.[26]

Esta alianza no es un contrato entre socios que se encuentran al mismo nivel, con iguales derechos y deberes; al contrario, Dios la confirma gratuita y libremente. Obliga a Israel con unas indicaciones éticas y sociales, los diez mandamientos (que son el “estatuto de la alianza”);[27] a la vez promete al pueblo vida, tierra y futuro. El resumen más breve de esta alianza es: “Yo, vuestro Dios; vosotros, mi pueblo.”[28] El Dios de Israel, por tanto, no es un Dios que presida impasible la suerte de los hombres y el curso de la historia. Es un Dios vivo, que ve la miseria del hombre y escucha sus clamores. Es un Dios que tiene compasión con los que sufren, un Dios que libera y guía, un Dios que interviene en la historia y abre camino a una historia nueva. Es un Dios de esperanza.

La historia de la alianza transcurre de un modo extraordinariamente dramático. Con frecuencia, Israel cae en la miseria y la opresión, porque abandona al único Dios vivo y se olvida del precepto fundamental de su ley, para adorar a los ídolos de los pueblos vecinos. En esas situaciones, Dios hace surgir hombres y mujeres, para ayudar a su pueblo en las horas de necesidad. Pero sobre todo, Dios llama a los profetas como mensajeros, portavoces y pregoneros suyos: “Ve y di a ese pueblo…”[29] Los profetas reciben de Dios el encargo de hacer que el pueblo vuelva a la obediencia y a la justicia, y en la época difícil del exilio, deben darle ánimo y consolarle. Por eso, hablan del Dios que es Padre de Israel, su pastor y rey, de Dios como protector y liberador de los pobres y oprimidos. Al mismo tiempo, los profetas advierten el peligro de una confianza falsa. A causa de la injusticia y por la desobediencia del pueblo, la elección se transforma en juicio.[30] Por eso, el profeta Amós predica el “día de Yahveh” como día de juicio, “día de tinieblas y no de luz”.[31]

En las dos catástrofes, del 722 (caída del reino del Norte) y del 587 (caída del reino del Sur con la destrucción de Jerusalén y el exilio babilónico), la sentencia se convierte en realidad. Israel pierde su autonomía como pueblo. Vive en el destierro, en una tierra ocupada. Pero este desmoronamiento no es definitivo, porque Dios jamás abandona a los suyos. Es fiel a su alianza a pesar de la infidelidad humana: “¿Puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré.”[32]

A través de los profetas, Dios forma a su pueblo en la esperanza de la salvación, en la espera de una Alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres.[33] Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la purificación de todas sus infidelidades,[34] una salvación que incluirá a todas las naciones.[35]

Cuando la Biblia quiere explicarnos quién es Dios, no acude a conceptos abstractos y complicados. Habla de Dios sirviéndose de imágenes sencillas, e incluso a veces de expresiones humanas. Así, leemos, por ejemplo, en los Salmos: “Yo te amo, Señor; Tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte”.[36]

Naturalmente, el pueblo elegido sabe también que no pueden ni deben hacerse imágenes de Dios,[37] ya que Yahvé es único e incomparable: “¿Con quién compararéis a Dios, qué imagen vais a contraponerle?”[38] Para expresar que Dios trasciende todo lo terreno y humano, la Biblia en muchos pasajes lo llama el Señor (en hebreo, adonai). Es el Dios-Señor, que está por encima de todo lo creado. “Señor, Dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Ensalzaste tu majestad sobre los cielos.”[39]

Dios abre las puertas del futuro. Las grandes obras del pasado -exilio, alianza, posesión de la tierra, construcción del templo- se repetirán en el futuro de una forma superior. Al final de los tiempos, Dios levantará de nuevo a Israel y hará una nueva Alianza, que no se escribirá como los diez mandamientos en tablas de piedra, sino en el corazón.[40] Así, los Apóstoles no descenderán de la montaña como Moisés, llevando en sus manos tablas de piedra. Ellos saldrán del cenáculo llevando el Espíritu en su corazón, como si fuesen libros animados por la gracia del Espíritu Santo.[41] Un día todos los pueblos acudirán en masa, atraídos por el resplandor de la nueva Jerusalén y reconocerán al Dios de Israel. Habrá paz perpetua, y un mundo unido bajo un solo Dios.[42]

De esta raíz del Antiguo Testamento no puede ni debe separarse nunca el anuncio cristiano de Dios, que no aporta una idea general de la divinidad, sino que da testimonio del Dios concreto que se ha dado a conocer por Abraham, Moisés y los profetas. De esta historia y este testimonio del Antiguo Testamento ha hablado también el mismo Jesucristo.

II. EL DIOS DEL NUEVO TESTAMENTO

1. El Dios de Jesucristo

A través de las diversas etapas de la historia sagrada, Dios ha preparado a su pueblo para la Revelación definitiva en Jesucristo. Él es el cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento. La renovación anunciada del final de los tiempos ha llegado con Él.

Durante su vida sobre la tierra, Jesús comunica a los hombres quién es Dios en realidad. Su predicación tiene el sello del lenguaje y de las ideas del Antiguo Testamento. En la mayoría de sus afirmaciones pueden encontrarse paralelismos con los escritos veterotestamentarios y con la tradición judía. Como para el Antiguo Testamento, también para Jesús, Dios es el Creador que ha dado el ser a todas las cosas, que todo lo cuida, guía y conserva. Para Jesús, la solicitud de Dios como Creador amoroso se manifiesta en toda la naturaleza, en la hierba y en los lirios del campo[43] y en las aves del cielo.[44] “Hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos.”[45] Ni un solo cabello cae de nuestra cabeza sin que Él lo sepa y quiera.[46] De manera especial las parábolas muestran cómo en todos los hechos de la vida humana podemos descubrir la huella de Dios y de sus obras. Por eso, Jesús advierte: “¡No estéis agobiados!”[47] “¡No tengáis miedo!”[48] Como para el Antiguo Testamento, también para Jesús, Dios es el Señor de la historia, que ayuda y salva, libera y redime, que aquí y ahora produce lo nuevo y que todo lo hace no sólo en la interioridad del corazón, sino también en el cuerpo del hombre. Los milagros de Jesús son la más clara prueba.[49] No han de entenderse como espectaculares manifestaciones de fuerza, sino como acciones del poder divino,[50] con las que Jesús enseña a sus oyentes a creer en Dios, para quien todo es posible, y a pedirle con fe.

A pesar de estas semejanzas con el Antiguo Testamento, la predicación de Jesús acerca de Dios tiene un acento completamente nuevo y es, por tanto, inconfundible y única. El contenido central de esta predicación es que el reino de Dios esperado en el Antiguo Testamento está ya muy próximo;[51] se encuentra en sus palabras, sus obras y en su misma Persona. Pero Jesús no ve el comienzo del reino de Dios como Juan el Bautista, bajo el signo de la ira, sino de la gracia, de la misericordia y del perdón divinos. Compara el reino de Dios con un banquete de bodas[52] o con una cosecha grande y rica.[53] Su mensaje sobre Dios es un mensaje de alegría, como se expresa sobre todo en las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña.[54] Esta alegría se dirige sobre todo a los pecadores, para que se conviertan y sigan su llamada. Pueden confiar en que Dios es para ellos como un padre que aguarda al hijo pródigo, le perdona, le entrega de nuevo todos los derechos de hijo e incluso celebra su vuelta con una gran fiesta.[55] Este mensaje sobre Dios como amor sin límites es el núcleo más profundo de las palabras de Jesús sobre Dios.

2. El Verbo encarnado

Jesucristo habló de Dios de un modo enteramente único. Sólo pudo hablar así de Dios, vivir de Dios, con Dios y para Dios, porque su relación con Él era verdaderamente única. Según el testimonio de los Evangelios, la relación de Jesús con el Padre es distinta de la que mantenemos nosotros. Su relación con el Padre es tan peculiar que nunca está al mismo nivel que los discípulos. Nunca dice “Padre nuestro” en el sentido de igualarse a los otros hombres. Después de la Resurrección dice a María Magdalena: “Ve a mis hermanos y diles: Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro.”[56]

Jesús está por encima de Moisés y los profetas, está por encima de la Ley y del Templo: “Habéis oído que se dijo a los antiguos… Pero yo os digo…”[57] Jesús es más que un profeta. Sabe que está en una relación única de Hijo con su Padre. Es el Hijo único del Padre, el Verbo divino.[58]

El carácter histórico de la Revelación alcanza su máxima intensidad en Cristo. Por esta Revelación sabemos que la relación de Hijo que Jesús mantiene con su Padre forma parte de la esencia eterna de Dios. Jesucristo es el Hijo eterno, a quien Dios ha enviado al mundo.[59] En Él, Dios no se contentó con intervenir en la historia humana con obras y palabras, sino que Él mismo se hizo presente como Sujeto que obra y habla. “De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por su Hijo.”[60]

Para comprender más perfectamente la Revelación de Dios hecha en Cristo, pueden ayudarnos algunas aclaraciones que suministra la Teología trinitaria. Según ella, Dios Padre habla eternamente toda la abundancia del ser y de la vida en una Palabra personal, el Verbo, su Hijo. En la “plenitud de los tiempos” envió esta Palabra hasta nosotros y para nuestra salvación. La pronunció, en cierto modo, en una naturaleza humana, de forma que ésta sólo tiene consistencia en el Verbo personal de Dios:[61] “Y la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros.”[62]

Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es “la Palabra única, perfecta e insuperable”[63] con la que desde la eternidad se expresa el Padre. Constituye tanto en su aparición histórica como en su predicación y obra la plenitud de todas las revelaciones divinas. En Él, Dios nos ha comunicado todo su misterio, se nos ha entregado completamente. No habrá otra palabra más que ésta.

Cristo es la imagen de Dios invisible,[64] el esplendor de su gloria.[65] En Él, Dios se hace visible como un Dios con rostro humano. En lo que Jesús hace y dice, obra y habla el mismo Dios. De sus acciones y palabras se puede decir en consecuencia: así habla y obra Dios; Dios habla y obra tal como podemos ver y oír en Cristo. En Él, Dios se manifiesta definitiva y enteramente, de modo que en sentido cristiano ya no se puede hablar de Dios prescindiendo de Jesucristo.

Cristo vive y actúa con constante y fundamental referencia al Padre. En cierta manera, es la revelación del Padre mismo.[66] Eternamente procede del Padre[67], pero sin dejarlo, sin abandonarlo jamás: ”Yo estoy en el Padre.”[68] Es Cristo quien nos ”abre” el misterio de la Trinidad, nos muestra la intimidad de Dios. Sin embargo, es muy poco lo que podemos entender. A menudo nos portamos como el Apóstol Felipe, que pidió a Jesús ”muéstranos al Padre”. A lo cual Jesús respondió claramente: ”¿Tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre.”[69]

Dios se nos manifiesta en el Nuevo Testamento como Padre, Hijo y Espíritu Santo. El mismo mandato del bautismo, en boca de Jesús resucitado, recoge la Revelación de la Trinidad: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.”[70] De este origen procede que la confesión de la Trinidad sea lo más esencial de la fe cristiana. La confesión de un Dios trino no es más que un desarrollo de la expresión: “Dios es Amor.”[71] Que Dios desde la eternidad es en sí vida y amor significa su bienaventuranza plena, y es para nosotros, en medio de un mundo de dolor y sufrimientos, el fundamento de nuestra esperanza. Gracias a la Revelación sabemos que la realidad última y más profunda es vida y amor y que por Jesucristo, en el Espíritu Santo, se nos ha dado parte en esta realidad.

3. Amor paterno

De ninguna manera, Dios Padre ”impera”, o ”ejerce un dominio” sobre el Hijo. Él es Padre en el amor. ”Tú eres mi Hijo. Yo te he engendrado hoy;”[72] así comienza el diálogo amoroso entre las Personas divinas. El Hijo – que es el “Hijo de su amor”, el “Bien-amado”[73] – responde confiadamente ¡Abba, mi Padre! – ¡Papá!”[74] Este nombre “Papá” es la novedad más profunda del cristianismo. Indica la extraordinaria cercanía entre el Hijo y el Padre, una intimidad sin precedentes.[75] La comunidad primitiva estaba convencida de que Jesús hace aquí un uso muy personal del lenguaje; de aquí que la palabra “Abba” fuera para ella una palabra sagrada, tanto que la ha transmitido a los textos griegos en su transcripción aramea original.[76]

La expresión que resume la Buena Nueva es el hecho de que Jesús habla con Dios como Padre de un modo completamente único y nos enseña a decir: “Padre nuestro”.[77] Por esta razón, la Iglesia pensó firmemente desde el principio que lo auténtica y específicamente cristiano consiste en una comunión íntima y personal con Dios, en tomar conciencia de que somos hijos e hijas de Dios. Al mismo tiempo, el cristiano debe saber que el que llama a Dios “Padre” tiene hermanos y hermanas; nunca está aislado y solo ante su Padre. De este Padre común surge la nueva familia, el nuevo Pueblo de Dios como comienzo de una humanidad nueva.

Tal como el Padre, en la vida intratrinitaria, es completa ”entrega” y nada más que entrega, así es también su amor al mundo. Es Padre para su Hijo Unigénito y para todos los hombres. Eternamente se entrega a su Hijo y en él, que para el Padre lo es ”todo”, se entrega también totalmente al mundo. El Padre nos dona a aquél, por quien Él es lo que es; nos da a aquél por quien Él vive. ¡El Padre se da a sí mismo! Se entrega al mundo, para salvarlo, para purificarlo, para redimirlo: ”Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito.”[78] Anticipo de esa entrega total es el sacrificio de Abraham, en el cual un padre humano “no perdonó” a su propio hijo Isaac.[79]

La redención, por tanto, no es ni mucho menos un frío negocio jurídico, según el cual se deba realizar un sacrificio para calmar a una majestad ofendida. No es necesario reconciliar a Dios Padre con la humanidad. Es Él quien reconcilia a los hombres consigo en su propio Hijo.[80] Es Él quien da a los hombres una nueva vida y les regala su gracia.[81] Toda la iniciativa proviene del Padre.[82] Cuando Él envía a su Hijo al mundo, no le “manda lejos” de sí, no le aparta de sí. Dado que Él vive en su Hijo, también viene con Él al mundo. Que el Padre realice la redención mediante el sacrificio de su Hijo, significa, de alguna manera, que el sacrificado es Él mismo. La redención es la historia del amor de Dios por el mundo, del amor del Padre unido con el Hijo en el Espíritu Santo, una historia que supera con mucho la capacidad del entendimiento humano.

También en su Pasión dolorosa muestra Cristo el rostro del Padre.[83] Al mirar al Crucificado, podemos vislumbrar algo de ese amor infinito, de esa entrega total y completa, “hasta el fin”.[84] ”El Redentor del Universo, al ser inmolado, vence. Dios, dueño de todo lo creado, no afirma su presencia con la fuerza de las armas… sino con la grandeza de su amor infinito.”[85] Dios es un Padre amoroso – Padre de Jesucristo y Padre nuestro – y todas sus obras son paternales.

Sin embargo, a pesar de la plena confianza familiar que entraña la palabra “Padre”, no debe malinterpretarse en sentido unilateral. Jesús no habla simplemente de un Dios bondadoso. Por el contrario, la palabra “Padre” expresa en Jesús el ser divino de Dios de un modo completamente nuevo e inédito. Para la gran familia de Palestina, de organización patriarcal, el padre es siempre también señor. El mensaje de Jesús sobre Dios incluye asimismo la amenaza del juicio sobre todo tipo de maldad que se oponga a Dios y rebaje la dignidad del hombre. El “Dichosos vosotros” incluye también el “¡Ay de vosotros!”[86] En la salvación y en el juicio se manifiesta de igual manera la omnipotencia de Dios. Sólo porque Dios es todopoderoso, puede, movido por su amor, ayudarnos eficazmente en cualquier situación, contra todos los poderes y violencias del mal. Sólo porque Dios es la omnipotencia del amor, su amor no significa una alabanza ingenua de nuestra vida, sino fuerza que la interpela y la transforma desde la raíz. Sólo un amor todopoderoso puede ser fundamento de nuestra esperanza.

Desde la muerte y Resurrección de Jesucristo sabemos definitivamente quién es Dios: es el que se dirige de un modo radical al débil y desamparado y rompe las ataduras del pecado;[87] es el que da la vida.[88] La muerte de Cristo es uno de los misterios contenidos en los planes divinos. El Padre no condena a muerte, sino que más bien salva, rescata,[89] incluso glorifica en la muerte.[90] Él está ininterrumpidamente en el Hijo con el Espíritu Santo. Sus enemigos han dado muerte a Jesús; pero Dios invierte – da la vuelta, por así decirlo – al sentido de su muerte. Lo que era condena y vergüenza, Dios lo convirtió en entrada en la gloria.[91] El acto propio de Dios no es la muerte, sino la Resurrección. En el Espíritu Santo, el Padre despierta a su Hijo de la muerte, para regalárnoslo de nuevo y mostrarnos, definitivamente, su amor infinito.[92]

La Encarnación, muerte y Resurrección de Jesús son núcleo de la Revelación definitiva de Dios, de su fidelidad y de su omnipotencia en el amor.[93] El último libro de la Escritura expresa con toda claridad que Cristo ha inaugurado los tiempos nuevos en los que Él es “el Primero y el Último, el Viviente.”[94]

[1] Cf. Ex 3,6; Mt 22,32.
[2] Cf. Sal 72,18; Is 45,3; Mt 22,32.
[3] 2 Co 1,3 y otros.
[4] Para este capítulo cf. CCE 54-73. CONFERENCIA EPISCOPAL ALEMANA: Catecismo Católico para Adultos. La fe de la Iglesia, cit., pp.60-88.
[5] Cf. el capítulo 2 de este libro.
[6] DV 3.
[7] Sin embargo, la idea de una revelación primitiva como fuente del conocimiento histórico de Dios no es una tesis que se admita actualmente de modo general.
[8] DV 3.
[9] Cf. M. SCHMAUS: Teología dogmática I, cit., p.28s.
[10] Cf. Gn 9,9.
[11] 1 Tm 2,4.
[12] Cf. Gn 10,5; cf. 10,20-31.
[13] Cf. Rm 1,18-25.
[14] Cf. Gn 14,18.
[15] Cf. Ez 14,14.
[16] Sab 13,1.4-5.
[17] Cf. Is 42,6.
[18] Gn 12,1.
[19] Gn 17,5.
[20] Gn 12,6; cf. Ga 3,8.
[21] Cf. Rm 11,28.
[22] CF. Jn 11,52; 10,16.
[23] Cf. Rm 11, 17-18.24.
[24] Ex 3,6-8.
[25] Ex 19,4.
[26] Ex 19,6.
[27] Cf. Ex 20, 1-17; Dt 5, 1-22.
[28] Cf. Jr 7,23.
[29] Is 6,9. Cf. Am 1,3.6 y otros.
[30] Cf. Am 3,2.
[31] Cf. Am 5,18.
[32] Is 49,15.
[33] Cf. Is 2,2-4.
[34] Cf. Ez 36.
[35] Cf. Is 49, 5-6; 53,11.
[36] Sal 18,2-3.
[37] Cf. Ex 20,3; Dt 5,8.
[38] Is 40,18.
[39] Sal 8,2.
[40] Cf. Jr 31,31-34; Hb 10,16.
[41] Cf. SAN JUAN CRISÓSTOMO: Homilías sobre el Evangelio de Mateo, I.
[42] Is 2,2-4.
[43] Cf. Mt 6,28-30.
[44] Cf. Mt 6,26; 10,29-31.
[45] Mt 5,45.
[46] Cf. Mt 10,20.
[47] Mt 6,25.31.
[48] Mt 10,31.
[49] En sentido amplio, un milagro es un hecho difícil e insólito, que supera la capacidad de quien lo observa; en sentido estricto, un milagro es “aquello que ha sido hecho por Dios fuera del orden de toda la naturaleza creada” (Santo Tomás).
[50] Cf. Mt 12,28; Lc 17,21.
[51] Cf. Mc 1,14-15.
[52] Cf. Mt 22,1-14.
[53] Cf. Mt 9,37-38; Mc 4,26-29. Estas, ciertamente, son sólo imágenes, pero no podemos hablar del reino de Dios de otro modo que con imágenes y parábolas.
[54] Cf. Mt 5, 3-12.
[55] Cf. Lc 15,11-32.
[56] Jn 20,17.
[57] Mt 5,21-22.27-28 y otros.
[58] Cf. Mt 11,27; 16,16; Mc 1,1.11; 13,32; Rm 1,3; 8,3 y otros
[59] Cf. Rm 8,3; Ga 4,4; Jn 3,17.
[60] Hb 1,1-2.
[61] Cf. M. SCHMAUS: Teología dogmática I, cit., p.30.
[62] Jn 1,14.
[63] CCE 65.
[64] Cf. Col 1,15; 2 Co 4,4.
[65] Cf. Hb 1,3.
[66] Cf. Jn 1,18: ”A Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer”.
[67] Cf. Jn 8,42: ”Yo he salido de Dios”. – Cf, Jn 13,3; 17,18; 27s.
[68] Jn 14,20. – Cf. también Jn 6,57; 15,10.
[69] Jn 14, 8s; cf. 12,45.
[70] Mt 28,19.
[71] 1 Jn 4,8.16.
[72] Sal 2,7. – Hch 13,33.
[73] Co 1,14. – El hecho de que el Padre engendra al Hijo “con amor” hace referencia a la actuación del Espíritu Santo en lo más profundo de la Santísima Trinidad.
[74] Mc 14,36. – Rom 8,15. – Gal 4,7. – “Abba” e “Imma” (Papá y Mamá) son las primeras palabras que un niño puede balbucear; expresan confianza y algo que le es muy familiar. Contienen una ”reacción”, una respuesta que da el niño a quienes le dan amor.
[75] Juan Pablo II destaca que, en las religiones del antiguo Oriente, la divinidad era invocada como padre ya en el segundo y tercer milenio antes de Cristo. También en el Antiguo Testamento, en catorce textos de gran importancia (Is 63,16; Ex 4,22), Dios es llamado Padre (del pueblo de Israel). “Pero, cuando se profundiza en la predicación de Jesús, surge un descubrimiento absolutamente nuevo: la palabra ‘Abba’, el término con que los niños llamaban en arameo a su ‘papá’.” El hecho de que Dios es “Papá”, es la revolución teológica traída por Jesús. Cf. Zenit, 10.3.1999.
[76] Ga 4,6; Rm 8,15.
[77] Mt 6,9; cf. Lc 11,2.
[78] Jn 3,16. – Cf. también Rm 8,32: ”El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros”.
[79] Cf. Gn 22,16.
[80] Cf. Rm 5,10; 2 Co 5, 18-22. – 1 Jn 4,14: ”Nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo como Salvador del mundo”.
[81] Desde el punto de vista del hombre, éste puede ofender a Dios: “el pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de la comunión con El”; “el pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de El nuestros corazones.” CCE 1440 y 1850. – Sin embargo, en realidad, Dios no “se queda ofendido”. Él es Amor (lo cual, en realidad, endurece, no palia la gravedad del pecado). Ofrecer el sacrificio de la Misa es bueno para el hombre, pues a través de él se dirige a su salvación y es ”salvado”.
[82] Cf. Jn 5,19 ss; 5,30; 8,29.
[83] Para profundizar en el misterio del “sufrimiento de Dios”, en contraposición a la antigua herejía “patripasionista”, pueden ayudar las meditaciones que el teólogo italiano Raniero CANTALAMESSA dio en presencia del Santo Padre Juan Pablo II durante la liturgia del Viernes Santo, en los años 1980-1998, en la Basílica de San Pedro en Roma: Das Kreuz, Gottes Kraft und Weisheit, Köln 1999, pp.128-138. (Original italiano: Noi predichiamo Cristo crocifisso, 1999).
[84] Cf. Jn 15,13.
[85] J. Escrivá de Balaguer: Es Cristo que pasa, 30ª ed. Madrid 1994, n. 100.
[86] Lc 6,20-26; 11,42-52.
[87] Hch 2,24.
[88] Cf. Rm 4,17; 2 Co 1,9.
[89] Cf. Hb 5, 7-9.
[90] Previas a la Pasión de Jesús escuchamos las palabras divinas: ”Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré.” Jn 12,28.
[91] Cfr. Hch 2,36: ”Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado”.
[92] JUAN PABLO II destaca: “En el sacrificio de Cristo se revela el infinito amor del Padre por el mundo.” Zenit, 10.3.1999. – Por otro lado, la Resurrección es, por supuesto, obra de la Trinidad y, por tanto, también Cristo resucita por su propia virtud. Cf. 2 Co 5,15: ”resucitó por ellos”; también Hch 3,26; 26,23.
[93] Cf. Tit 3,4. 1 Jn 4,8.16.
[94] Ap 1, 17s.

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*Capítulo IV del libro de Jutta Burggraf, Teología Fundamental
Ed. Rialp 2002

 

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Pablo no «inventó» a Jesús

 

Según algún polemista, Jesús fue un simple profeta, de cuya dramática vida se habría apropiado un hombre de ingenio excepcional que, divinizando hábilmente a aquel personaje carismático, habría acabado fundando una religión.

 

Por Francesco Ognibene,
en Avvenire

Según algún polemista, Jesús fue un simple profeta, de cuya dramática vida se habría apropiado un hombre de ingenio excepcional que, divinizando hábilmente a aquel personaje carismático, habría acabado fundando una religión. El cristianismo —según el parecer de estos expertos— habría sido de su propia cosecha. Sobre san Pablo se ha dicho mucho, pero esta acusación es, con mucho, la más dura. La desmonta Julián Carrón, experto en el Nuevo Testamento, profesor de la Facultad de Teología San Dámaso de Madrid Periódicamente vuelve a colación esta idea de Pablo como segundo fundador del cristianismo. ¿Qué opina? Es una hipótesis que cae cuando se contrasta con la realidad histórica. La religión cristiana, cuando Pablo la descubrió, tenía ya toda su estructura conceptual que él expresó después en sus cartas. Pero hay quien quiere contraponer Pablo a Jesús, sosteniendo que el primero habría divinizado al segundo, construyendo alrededor de él su propia teología. El cristianismo sería el fruto de la convergencia de la cultura helenística y las religiones orientales. Pero cuanto más se estudia, más se comprende que esta teoría es insostenible.

¿Cuál es su objeción?

La cronología, que lo desmonta todo. Las epístolas pueden datarse entre los años 50 y 56-57 como máximo: hoy los estudiosos paulinos son unánimes. En los textos no hay un verdadero desarrollo teológico progresivo, signo de que su pensamiento ya estaba definido desde la primera carta. Pablo, al contrario, utiliza para Jesucristo expresiones y títulos que luego no explica. Está claro que nadie escribe cartas para que nadie le entienda, lo que significa que la comunidad que leía aquellas palabras sabía perfectamente a lo que Pablo aludía. Un hecho que puede suceder sólo si se trata de ideas ya expuestas gracias a su predicación: por tanto, toda la cristología paulina estaba ya madura antes de comenzar los viajes misioneros. Esto nos lleva a prácticamente la mitad de los años 40, o sea, no más de 12-15 años tras la muerte de Jesús: y es el lapso de tiempo que nos queda para explicar la fe cristiana tal y como viene expuesta en las epístolas. Un tiempo insuficiente para justificar la fundación del cristianismo por parte de Pablo, como muchos estudiosos mantienen.

¿Qué sucedió entonces en aquellos años?

Bultmann y otros miran a Antioquía, la primera ciudad donde se forma una comunidad de origen tanto judío como pagano, como el lugar de la primera teología cristiana. Pero este argumento no se sostiene, porque todos los jefes de la comunidad, según el libro de los Hechos de los Apóstoles, tenían nombres hebreos y tenían relación con la comunidad de Jerusalén. Antioquía, por tanto, no tuvo un desarrollo autónomo sino siempre ligado a Jerusalén. San Pablo, en cambio, se convirtió dos o tres años depués de la muerte de Jesús, y falta tiempo para justificar el nacimiento de un cristianismo paulino.

¿Cómo se justifica que san Pablo, tan pocos años después de su conversión, tuviera las ideas tan claras?

Cuando Pablo se encuentra con el Resucitado de modo imprevisible en el camino de Damasco, creía conocer bastante bien a Jesús, tanto como para querer exterminar a los discípulos. Ésa es la imagen del cristianismo que da al Sanedrín: desprecia las dos realidades centrales del hebraísmo, el Templo y la Ley. Pero cuando se encuentra con Él se da cuenta de que tiene que reconstruir todas sus categorías teológicas. ¿Cómo es posible entonces que, en tan poco tiempo —desde la conversión hasta la escritura de las cartas—, se haya podido verificar una serie de fenómenos tan imponentes, como la convergencia de sugestiones diversas en una nueva sistematización teológica? No: Pablo recoge un testimonio, no funda nada de nada.

HIPÓTESIS CON HECHOS

Por géneros y contenidos las cartas son totalmente diversas de los evangelios, aun habiendo sido escritas en los mismos años, si se sigue su datación. ¿Cómo pueden coexistir dos tipologías tan diferentes?

Porque los textos nacen de demandas diversas. Las cartas responden a las cuestiones bastante complejas de las primeras comunidades, cuestiones que dan por descontados los conocimientos de los hechos. Incluso Pablo en las cartas a los Corintios se refiere a los textos que los fieles ya leían en sus reuniones comunitarias: casi con seguridad los evangelios, o la fuente común de la que fueron tomados. Pablo no consigna parábolas, frases o milagros. Pero el conocimiento de los hechos decisivos de la vida de Jesús es determinante para descifrar su teología.

¿Entre Pablo y Pedro existe un dualismo, como sostienen algunos?

Hay quien ve una tensión entre el cristianismo judaico y el del área helenística, pero aun cuando hubiese habido rivalidad entre ambos personajes tan diferentes habría que documentar la existencia de dos teologías diversas. Lo que nosotros vemos, en cambio, es la extraordinaria unicidad de pensamiento y de impostación sobre Jesús en todo el Nuevo Testamento. No se trata de homogeneidad: cada autor conserva su estilo personal, pero todos testimonian las mismas cosas. Y esto sigue siendo cierto, aunque se nota que entre Pedro y Pablo hubo diferencias de criterio. Pablo, escribiendo a los Gálatas, habla de Pedro como de la columna de Jerusalén y lo hace de pasada, sin énfasis, como aludiendo a una noción ya establecida. No ha establecido aún la reflexión sobre el primado de Pedro tal y como la conocemos hoy, pero habría que negar las cartas para desmentir el reconocimiento de Pablo de la centralidad de Pedro.

¿Cómo es posible estar seguros de la datación de las epístolas?

La datación es bastante cierta gracias al contraste con la cronología romana, obtenida también de los datos históricos incluidos en las cartas, y la paulina. Se obtiene así una acotación que permite un error de dos años como máximo. El elenco, por orden cronológico, empieza sin duda por la primera carta a los Tesalonicenses, mientras que la última es la de los Romanos: todo ello antes de terminar los años 50.

¿A Pablo no se le pasó nunca por la cabeza escribir su propio evangelio?

No tenemos ninguna prueba cierta, pero sabemos que él habla siempre de su obra como de una predicación del Evangelio: y precisamente no hace otra cosa que avalar la idea de que no fue un fundador, sino un difusor de un anuncio basado en hechos ya conocidos y que no era necesario contar desde el principio. Su única preocupación era la creación de comunidades y la expansión del cristianismo. El suyo, por tanto, no es otro cristianismo, sino el mismo que el de Jesús y el de los apóstoles. Cualquier otra hipótesis va contra los hechos históricos.

 

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JESUCRISTO, CENTRO DE LA

HISTORIA Y DEL UNIVERSO

 

Predicamos a Cristo hasta los confines de la tierra

[De las homilías del papa Pablo VI(Homilía pronunciada en Manila el día 29 de noviembre de 1970)]

¡Ay de mi si no anuncio el Evangelio! Para esto me ha enviado el mismo Cristo. Yo soy apóstol y testigo. Cuanto mas lejana está la meta, cuanto mas difícil es el mandato, con tanta mayor vehemencia nos apremia el amor. Debo predicar su nombre: Jesucristo es el Mesías, el Hijo de Dios vivo; él es quien nos ha revelado al Dios invisible, él es el primogénito de toda criatura, y todo se mantiene en él. El es también el maestro y redentor de los hombres; él nació, murió y resucitó por nosotros.

El es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad.

Yo nunca me cansaría de hablar de él; él es la luz, la verdad, más aún, el camino, y la verdad, y la vida; él es el pan y la fuente de agua viva, que satisface nuestra hambre y nuestra sed; él es nuestro pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano. Él, como nosotros y más que nosotros, fue pequeño, pobre, humillado, sujeto al trabajo, oprimido, paciente. Por nosotros habló, obró milagros, instituyó el nuevo reino en el que los pobres son bienaventurados, en el que la paz es el principio de la convivencia, en el que los limpios de corazón y los que lloran son ensalzados y consolados, en el que los que tienen hambre de justicia son saciados, en el que los pecadores pueden alcanzar el perdón, en el que todos son hermanos.

Éste es Jesucristo, de quien ya habéis oído hablar, al cual muchos de vosotros ya pertenecéis, por vuestra condición de cristianos. A vosotros, pues, cristianos, os repito su nombre, a todos lo anuncio: Cristo Jesús es el principio y el fin, el alfa y la omega, el rey del nuevo mundo, la arcana y suprema razón de la historia humana y de nuestro destino; él es el mediador, a manera de puente, entre la tierra y el cielo; él es el Hijo del hombre por antonomasia, porque es el Hijo de Dios, eterno, infinito, y el Hijo de María, bendita entre todas las mujeres, su madre según la carne; nuestra madre por la comunión con el Espíritu del cuerpo místico.

¡Jesucristo! Recordadlo: él es el objeto perenne de nuestra predicación; nuestro anhelo es que su nombre resuene hasta los confines de la tierra y por los siglos de los siglos.

 

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QUÉ Y QUIÉN ES JESUCRISTO…

 

Por Antonio Orozco-Delclós

Naturaleza y persona en Jesucristo

Después de las controversias de los primeros siglos sobre el ser de Cristo, para expresar el misterio del Dios-Hombre, la Iglesia se ha servido de las palabras que traducimos al castellano por «naturaleza» y «persona». No son términos sinónimos: designan principios realmente distintos, aunque de hecho no haya naturaleza humana sin que esté dotada de “personeidad”, ni persona (humana) que no posea una naturaleza (humana). Nuestra lengua refleja muy certeramente esa distinción, confirmando que no se trata de una sutileza fabricada artificiosamente para explicar algo esotérico o inextricable. En efecto: no es lo mismo preguntar con la palabra «qué» que con la palabra «quién».

-Tú, ¿qué eres?.

La respuesta puede ser:

-Yo soy hombre. Es decir soy un individuo de la especie humana; tengo una naturaleza humana, soy humano.

Y ahora una pregunta distinta:

-Tú, ¿quién eres?

Una respuesta justa sería:

-Yo soy Pedro. Es decir, en rigor «yo» no soy ante todo un «qué», soy un «quién»; no soy «algo»; soy «alguien». Más bien «tengo» una “naturaleza” y “soy” una «persona».

Las consideraciones metafísicas pertinentes, podrían complicar mucho nuestro discurso, pero es fácil entender que no es lo mismo un «qué» que un «quién», no es lo mismo lo que llamamos «naturaleza», que lo que llamamos «persona». Esta distinción es absolutamente necesaria para entender que no es absurdo ni imposible que una naturaleza humana pueda pertenecer a una persona no humana.

La persona es el sujeto necesario de cualquier naturaleza humana individual. No es pensable lo contrario. Pero sí es pensable, en cuanto nos lo sugiere la Revelación, que Dios pueda crear una naturaleza humana de tal modo que el «yo» de esa naturaleza, es decir, el sujeto que la tiene y sostiene, sea un «Yo» divino, es decir, una de las Personas de la Santísima Trinidad. Es éste un misterio verdaderamente inabarcable. No hubiéramos podido imaginar que Dios – el Dios único, creador y trascendente – pudiera hacer y querer una cosa así; pero una vez sabido, no repugna a la razón. Repugnaría, si naturaleza y persona fueran términos sinónimos. Contradictorio sería que una naturaleza humana fuera a la vez divina o viceversa. Pero no lo es que una Persona divina, sin dejar de ser Dios, es decir, sin dejar de poseer la naturaleza divina, venga a tomar posesión de una naturaleza humana hasta el punto de que El mismo se haga Sujeto de esa humanidad.

La fe católica enseña que Dios, a la vez que formó una naturaleza humana en el seno inmaculado de María, se hizo Sujeto del hombre concebido en María por obra del Espíritu Santo. De manera que, desde el instante en que la Virgen dijo «fiat», El Verbo pudo decir: «este hombre soy Yo». Jesús, engendrado por obra del Espíritu Santo, es verdadero hombre porque tiene una naturaleza real y perfectamente humana. Y es verdadero Dios, porque la persona que sustenta esa naturaleza no es otra que la del Verbo. El Verbo – Dios eterno -, misteriosamente, viene a ser hombre: uno de nuestra misma especie, alguien con una naturaleza igual a la nuestra (salvo el pecado), pero con una singularidad irrepetible: ese hombre es el Verbo. El «yo» de ese hombre, Jesús, es el «Yo» divino del Verbo.

La persona no es el cuerpo, ni el alma; ni el cuerpo y el alma unidas. Cuerpo y alma componen la naturaleza humana, hacen a un hombre perfecto y completo. Pero decir persona es decir más que hombre perfecto: es decir sujeto irreductible, independiente, autónomo respecto a cualquier otro; del que predicamos la generación, la concepción, el nacimiento, la filiación. En este sentido, el «sujeto» de Jesús, o, más exactamente, el “sujeto” llamado Jesús, hijo de María, es verdaderamente el Verbo.

En Cristo, pues, no hay persona humana, lo que no obsta para que su naturaleza humana sea perfecta: tiene todas las perfecciones que tiene o puede tener cualquier naturaleza humana. También está sostenida, actualizada, vivificada, por una persona, con la particularidad de que ésta es la Segunda de la Santísima Trinidad. María engendró, por obra del Espíritu Santo a un verdadero hombre que era, desde el primer instante de su existencia, verdadero Dios.

Que María es Madre del hombre Jesús, no tiene duda, por la sencilla y contundente razón de que le da todo lo que una madre da a su hijo. Pero es preciso añadir enseguida: el «quién» de Jesús es el de la Segunda Persona de la Trinidad. Ahora bien, las verdaderas madres lo son del hijo completo, es decir, de la naturaleza y de la persona. Es lógico, porque persona y naturaleza son realidades distintas, pero no separables. De ahí que justa y verdaderamente se llame a María Madre de Dios, por haber engendrado la naturaleza humana de Jesús, cuya persona es divina. Volvamos a decir: María da a Jesús – es decir, a Dios Hijo – todo lo que una madre da a su hijo. Ella es, pues, sin lugar a dudas y en un sentido propio Madre de Dios Hijo.

Esta explicación encaja perfectamente con la formulación católica del dogma, definido por la Iglesia en el Concilio de Éfeso (año 431) frente a los errores de Nestorio: «la Santa Virgen es Madre de Dios, pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne» [1]. El Concilio de Calcedonia enseñó que Cristo fue «engendrado de María Virgen, Madre de Dios, en cuanto a la humanidad» [2]. Y añade que no puede llamarse a «la Virgen María Madre de Dios en sentido figurado» [3], hay que afirmarlo en sentido propio.

A lo largo de la Historia de la Iglesia, el Magisterio, sin cesar, ha ido saliendo al paso de los distintos errores acerca del misterio de la Maternidad divina, afirmando, entre otras cosas, que Jesucristo:

-«El Hijo de Dios… trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado»[4]

-«Ni tomó un cuerpo celeste que pasó por el seno de la Virgen a la manera que el agua transcurre por un acueducto» [5], como pensaban los gnósticos;

-«De la Virgen nació su cuerpo sagrado (el de Cristo), dotado de alma racional, al cual se unió hipostáticamente el Verbo de Dios» [6]

El último Concilio Ecuménico Vaticano II, haciéndose eco de la constante enseñanza de la Iglesia, afirma en la introducción del capítulo VIII de la Constitución dogmática Lumen gentium que «efectivamente, la Virgen María, que al anuncio del Ángel recibió al Verbo de Dios en su alma y en su cuerpo y dio Vida al mundo, es reconocida y venerada como verdadera Madre de Dios y del Redentor» [7] El Papa Juan Pablo II no se cansa de recordar este gran misterio, para gozo y fortaleza de todos los fieles [8].

Notas:
[1] DS 252.
[2] DS 301.
[3] DS 427.
[4] CEC, 470. Cfr. GS 22, 2; Concilio de Efeso, Carta II de San Cirilo a Nestorio, año 1931; Concilio de Calcedonia, año 451; Concilio II de Constantinopla, can. 6, año 553. Una formulación sencilla de este misterio la daban los Catecismos populares al decir que: «Dios, por obra del Espíritu Santo formó un cuerpo en el seno purísimo de María, al cual unió un alma creada de la nada; y, en el mismo instante, se unió el Hijo de Dios»
[5] Concilio Florentino, Bula Cantate Domino, 4-II-1442.
[6] Concilio de Efeso, Carta II de San Cirilo a Nestorio, año 431.
[7] LG, c. VIII, n. 53.
[8] RM, n. 4.

 

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CRISTO, TIEMPO Y ESPACIO

 

Por Jorge Salinas

Me propongo en este artículo hacer una síntesis o resumen de lo que esencialmente podemos decir de Jesucristo y su relación con el tiempo y el espacio teniendo en cuenta el magisterio reciente de la Iglesia. Considero que la reflexión teológica puede ayudar a un integración vital, en el interior de cada cristiano, de la fe de la Iglesia que profesa, de la liturgia en la que participa, de la oración que practica y su vida cotidiana.

Un hombre que carezca de fe puede sentir un gran aprecio por la figura de Jesús, comparándola con otros personajes importantes del pasado. De hecho esto le ocurre a creyentes de todas las religiones. Hay judíos, musulmanes, hindúes, budistas, etc. que manifiestan admiración por la conducta de Jesús y por sus enseñanzas; incluso le conceden un rango que roza lo divino. Otras personas agnósticas o ateas le consideran un hombre de cualidades humanas excepcionales como puedan ser su altruismo, su generosidad o su comprensión de las debilidades humanas. En todos estos casos Jesús es mirado como alguien que vivió en este mundo, desarrolló una actividad dentro de un marco geográfico y cultural determinado, murió trágicamente en tiempos de Poncio Pilato y dejó tras sí una estela de discípulos que afirmaron su existencia después de la muerte y una presencia suya invisible en medio de ellos; y así hasta nuestros días. Alguien que carezca de la fe podrá representar a Jesús de Nazareth como una persona humana que protagonizó o fue afectado por acontecimientos ya pasados. Lo que hizo o le aconteció ya no existe; sólo queda en la historia presente su memoria, el influjo de sus enseñanzas, la realidad de los creyentes cristianos. Un incrédulo difícilmente captará algo más cuando se le mencione el nombre de Jesús.

La fe, en cambio, es el conocimiento completo (en claroscuro) de la Persona y del Acontecimiento llamado Jesucristo. Es el conocimiento, otorgado por el Padre en el Espíritu, de una realidad permanente: Cristo muerto y resucitado.

Una aportación notable del nuevo Catecismo de la Iglesia católica

La experiencia pascual de los discípulos del Señor está suficientemente reflejada en los relatos bíblicos. Quizá una de las partes más sorprendentes en el Catecismo de la Iglesia Católica es la resolución con que describe una situación nueva de la corporeidad de Jesús Resucitado. Parece prescindir de muchas cautelas anteriores debidas, en mi opinión, a una concepción clásica del espacio y del tiempo muy concreta, fuera de la cual no debe situarse nada corporal. En ese espacio concebido de un modo muy concreto el cuerpo glorioso de Cristo ocupa un lugar.

El Catecismo parece prescindir de esa cosmología clásica cuando trata del cuerpo glorioso de Cristo en dos números:

Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo (non amplius in spatio et tempore possitum est), pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere (cf Mt 28, 9.16; Lc 24, 15.36; Jn 20, 14.19.26; 21,4) porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (cf Jn 20,17)( n.645)

En su cuerpo resucitado (Cristo)pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio (ultra tempus et spatium ).(n.646)

Al describir el estado de glorificación de Cristo se atribuyó a su Cuerpo un ubi y un situ en una esfera celeste distinta de la terrestre, de modo semejante a los «cuerpos celestes», digo sólo semejante. La afirmación del Catecismo de que el Cuerpo de Cristo está ultra spatium elimina, aunque sin resolverlos, muchos problemas que se plantea la imaginación. El poder «hacerse presente donde quiere y cuando quiere» no tiene nada que ver con un movimiento local, con un cambio de ubi, ni siquiera con una percepción sensible; también hay que eliminar problemas imaginarios acerca de la compatibilidad de hacerse presente aquí o allí, simultáneamente.

Sin duda alguna es un error (que se ha dado históricamente) hablar de una omnipresencia de la Humanidad gloriosa de Cristo, de un pancristismo que trasladase a la humanidad de Cristo la presencia de inmensidad de Dios; pero pienso que también es inadecuada toda explicación que equivalga a una localización del Cuerpo glorioso de Cristo en el espacio real que conocemos por experiencia.

Ciertamente Santo Tomás parece situar al cuerpo glorioso de Cristo en un locus. Por ejemplo, al referirse a la ascensión afirma: la Ascensión es un movimiento local que no corresponde a la naturaleza divina, que es inmóvil y no localizable. Pero de esta manera le compete a Cristo según la naturaleza humana, que está circunscrita por el lugar, y puede estar sujeta al movimiento (1). Pero en esto el Aquinate pudo ser deudor inevitable de una cosmología clásica.

¿Un bloqueo imaginativo-espacial en algunos teólogos?

En la teología neo-escolástica es comúnmente aceptada la doctrina de la inhabitación de la Trinidad en el alma del justo, pero siempre entendiendo la presencia del Verbo Eterno sin ninguna referencia a la Humanidad Santísima de Cristo. Es corriente hablar de una presencia del Padre, del Verbo y del Espíritu Santo. Por una cosmología clásica implícita también era habitual entender y explicar que en la recepción sacramental de la Eucaristía durante unos minutos se daba una especial presencia de la Humanidad Santísima de Cristo en el comulgante y que, una vez corrompidas las especies eucarísticas, esa presencia de la Humanidad Santísima de Cristo cesaba, permaneciendo en el alma sólo el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo.

Lo que aquí se señala como el bloqueo espacio-temporal de la teología medieval es consecuencia de una lectura literalista de la Sagrada Escritura en todo lo referente a la ubicación de los misterios de la Revelación divina al hombre y de la Redención humana realizada por el Padre a través del Hijo en el Espíritu Santo, mediante La Encarnación y el Misterio Pascual de Cristo. Cuando Dios habla al hombre emplea la lengua del hombre en la que está incluida la visión que el hombre tiene del universo. Como afirmaba San Agustín «Dios no nos ha querido descifrar el enigma de las estrellas sino cómo se va al Cielo» .Cuesta mucho trabajo (y se requiere una prudencia grande) distinguir entre lo que es el mensaje divino y su soporte lingüistico-cultural. Eso es tarea de toda la Iglesia, a través del tiempo, en un proceso enriquecedor, guiado por el Espíritu Santo, De este modo describe la Const. Dei Verbum el progreso en la inteligencia de la fe:

» Así, pues, la predicación apostólica, que está expuesta de un modo especial en los libros inspirados, debía conservarse hasta el fin de los tiempos por una sucesión continua. De ahí que los Apóstoles, comunicando lo que de ellos mismos han recibido, amonestan a los fieles que conserven las tradiciones que han aprendido de palabra o por escrito, y que sigan combatiendo por la fe que se les ha dado una vez para siempre. Ahora bien, lo que enseñaron los Apóstoles encierra todo lo necesario para que el Pueblo de Dios viva santamente y aumente su fe, y de esta forma la Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree.

Esta Tradición, que deriva de los Apóstoles, progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo: puesto que va creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el estudio de los creyentes, que las meditan en su corazón y, ya por la percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales, ya por el anuncio de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad. Es decir, la Iglesia, en el decurso de los siglos, tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios (2).»

Una prudente desespacialización de los misterios

Basta leer con atención los términos en los que el Magisterio de la Iglesia se expresa en tiempos recientes para advertir un proceso lento y cauto en el cual se procuran separar los contenidos esenciales de la fe de una estructura espacial que pertenece a la Escritura, que forma parte de la cultura histórica humana y que debe respetarse siempre como vehículo o armazón querido por Dios mismo en su Revelación al hombre. Me refiero a la Tierra, el Cielo, el Infierno (entendido como el estrato inferior del cosmos), a Descender, a Subir, a la Derecha, a la Izquierda, etc.

Es interesante el modo en el Catecismo describe los Novísimos, añadiendo a las formas dogmáticas conocidas una propuesta del misterio con abstracción del espacio; es decir, sin situar el Cielo o el Infierno en el espacio euclídeo como sitios » a los que se va» . Veamos por ejemplo, el Cielo: «Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama «el cielo» . El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha (3).» Hay más momentos del magisterio reciente en los que se advierte ese proceso (4).

Este proceso ha de ser sumamente prudente. El Papa ha aludido a la necesidad de llevar a cabo esta tarea con cautela. También a propósito de la escatología intermedia un documento de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe advertía hace unos años de la conveniencia de respetar la simbología bíblica, por ejemplo «el fuego». La palabra divinamente inspirada no puede ser sustituida por ninguna otra que tenga el mismo rango. Ciertamente hay una «condescendencia divina» cuando Dios se revela a través de una cultura, una época, una lengua, a través de unos autores concretos que no eran autómatas sino instrumentos vivos. Bajo la guía del Magisterio esa misma Escritura es leída en la Iglesia a la luz del mismo Espíritu que la hizo nacer. Parte de la inteligencia de la Palabra de Dios consiste en captar la mediación humana y saber valorar su transitoriedad; pero al mismo tiempo hay que aceptar que hay razones para nosotros desconocidas por las que Dios escogió precisamente esas mediaciones y no otras. En la Revelación divina al hombre está implícita una cierta representación espacio-temporal del Universo que es bien conocida. En nuestro mundo actual nos representamos al cosmos material de un modo algo distinto. En la Biblia no hay una autocrítica a aquel soporte representativo del espacio y del tiempo que estaba en la mente de hagiógrafos y de lectores y en el que sitúan los acontecimientos salvíficos.. Sí, en cambio, hay una crítica, con frecuencia mordaz, a los mitos de culturas circunstantes. Como dijo San Agustín Dios no quiso enseñarnos la verdad acerca de las estrellas del cielo sino cómo ir al cielo.

La lectura fundamentalista o literalista a ultranza de la Biblia llevaría a incluir como contenido de la Revelación lo que es mediación humana, lo que son presupuestos mentales o imaginarios de una cultura concreta. La Iglesia no hace esa lectura de la Biblia (5) pero conserva con clarividencia el lenguaje bíblico y sus imágenes con un respeto profundo al modo preciso en que Dios quiso comunicarse con el hombre. Si en cualquier aspecto posterior en la vida de la Iglesia hemos de ver los designios de la Providencia divina (6), esa misma Providencia divina ha de venerarse con especial temor cuando se trata de la Escritura Sagrada.

Es legítima esa coperación entre la fe y la razón, argumento básico de la Encíclica Fides et ratio. Sin cambiar la substancia de la fe, ésta puede ser traducida a contextos culturales nuevos. En concreto, en este aspecto de la Revelación estrechamente ligada a una preconcepción del tiempo y del espacio cabe el intento que el mismo Magisterio hace de traducir el núcleo de la fe a categorías en las que nociones espaciales tradicionales son puestas entre paréntesis, como no esenciales a la misma fe. Me refiero a nociones como «arriba», «abajo», «cielo » (en el sentido de cielo empíreo), «infierno» (en el sentido de zona subterránea), «subir», «descender», etc. Hay aspectos del misterio cristiano que están ligados en su experiencia primaria a esas dimensiones : El Verbo Eterno «descendió» a este mundo por la Encarnación, Cristo después de muerto «descendió a los infiernos», resucitó de «entre los muertos», «subió a lo cielos», «está sentado a la derecha» de Dios Padre, «vendrá desde lo alto» a este mundo en la Parusía.

Hay todo un lenguaje en el Catecismo (y más quizá en las catequesis del Papa) en el que esos núcleos esenciales de la fe son propuestos de un modo supraespacial. Pero, al mismo tiempo, se hacen convivir esas propuestas digamos más actuales con las fórmulas de los símbolos de fe más antiguos y con el lenguaje inmediato de la Biblia. No se pretende hacer un hiatus. En el terreno de la doctrina o exposición de la fe ha habido siempre (y debe haberlo siempre) una especie de horror vacui, un instinto de sano temor a romper una continuidad dentro de la inevitable progresión de la fides quaerens intellectum y del intellectus quaerens fidem. En todo caso, siempre hay que retornar a las fuentes, cerciorarse de la fe de los Padres, aquilatar mejor el sentido de la Escritura Santa. Por todo ello, es válido el intento prudente y humilde de dar cuenta de la ratio theologica de cada tiempo, sin dejar de venerar la fe plasmada en lenguajes culturales más antiguos.

Hay que señalar, además, los profundos estudios realizados por algunos que evidencian un algo esencial escrito en la propia corporeidad humana que da a algunas referencias espaciales (superior, inferior, arriba, abajo, delante, detrás, etc) un significado cercano y permanente que transciende toda idea o representación del cosmos.

El mismo Jesucristo se expresó muchas veces en un lenguaje corporal muy preciso: levantaba los ojos al cielo para dirigirse al Padre (7). El mismo dijo: «nadie asciende al cielo sino aquel que desciende .del cielo» (Jn 3,13). Su misma Ascención es descrita del modo más sucinto por Lucas como elevación «hasta que una nube le ocultó» (Lc 1,9). Sería tema de un estudio específico el lenguaje espacial de todo el Nuevo Testamento. Pero también lo sería la selección atenta de pasajes donde el espacio desparece para ser sustituido por el sintagma «en el Espíritu». Nos bastarán dos pasajes del Evangelio.

En el diálogo con la samaritana, ante la pregunta de la mujer acerca del «dónde» ha de ser adorado Dios, buscando una localización precisa (¿Jerusalén o el monte Garizim?), Jesús revela la nueva situación que El ha traído al mundo:»llega la hora en que ni a ese monte ni a Jerusalén está vinculada la adoración al Padre….llega la hora, y es ésta, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque el Padre quiere que sean tales los que le adoren»(Jn 4,21-24). La lectura comúnmente aceptada de «en espíritu y en verdad» es la de «en el Espíritu Santo y en Cristo».

En Lc 17,20-21 también es interrogado Jesús por unos fariseos acerca de la visibilidad externa del Reino en este mundo. La repuesta de Jesús es: «no viene el Reino con ostentación, ni dirán: aquí está, o allí; antes bien, el Reino está dentro de vosotros».La realidad sobrenatural que Cristo inaugura con su presencia escapa a la localización precisa, es una realidad interior, allí donde actúa de modo inmediato el Espíritu Santo.

La larga confidencia de Jesús con los Apóstoles en el Evangelio de San Juan (Jn 13,31-17,25) transciende el espacio y, en muchos aspectos, el tiempo lineal: «me iré y volveré», «voy a prepararos lugar», «allí donde yo esté estaréis vosotros conmigo», «en aquel día conoceréis vosotros que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros», etc. No podemos detenernos, dentro del modesto intento de este trabajo, en todos los textos neotestamentarios en que el Misterio de Cristo es presentado como un misterio de comunicación y de comunión entre las Personas divinas y las personas humanas redimidas.

La salvación otorgada por Dios al hombre es salvación del alma, del cuerpo y del mundo realizada a través del Verbo hecho carne. La Redención es también redención del cuerpo, por la que suspiramos con San Pablo (8). Por tanto está muy lejos de nuestra intención acentuar una dimensión tan «espiritualista» de la realidad cristiana que pudiera equivaler a una transformación en ángeles. El Señor lo dejó bien claro en su refutación de los saduceos: «los llamados a formar parte del siglo futuro ni ellos tomarán esposa ni ellas tomarán marido»(9). Será un mundo de hombres y mujeres transformados por la acción del Espíritu Santo , pero no volatilizados o mutados en otra especie. Por tanto en todo nuestro trato con Dios y en nuestra referencia a El estamos obligados a respetar la lógica de la Encarnación, por la que el hombre es reafirmado definitivamente como tal hombre (10). Por eso mismo tiene mucha importancia en la celebración litúrgica el espacio, el tiempo, las posturas, los gestos, lo tangible y lo vivencial humano. Allí donde y cuando más de cerca comunicamos con la Liturgia celestial, donde y cuando más se actualiza la Obra de la Redención, nos expresamos de un modo corporal humano y santificado. Todas las consideraciones que forman la trama de este trabajo no deben alejarnos de la imaginación , por decir así, común. Y el sacerdote cuando recita en la Santa Misa la Plegaria I o Canon Romano, sabrá vivir con piedad sincera la indicación de «elevar los ojos a lo alto» cuando pronuncia las palabras del Señor inmediatamente antes de la consagración, «El cual, levantando los ojos al cielo, hacia Ti, Dios, Padre suyo todopoderoso…».

Los acta et passa Christi

Cristo acontecimiento

Cristo glorioso lleva consigo su propia historia vivida en el tiempo incorporada a la eternidad. Él es quien muestra sus llagas al Apóstol Tomás, Él es «Cordero degollado puesto en pie». Como recita el Prefacio Pascual III, «inmolado, ya no vuelve a morir; sacrificado vive para siempre». En Cristo resucitado la Persona Eterna del Verbo hace que participen de la eternidad los Acontecimientos redentores: Jesucristo el Justo intercede siempre por nosotros y nos reconcilia con el Padre, es nuestro Abogado permanente. En Él están todos los tiempos, los asume y los condensa. Repitiendo palabras del Catecismo: Cuando se encarnó y se hizo hombre, recapituló en sí mismo la larga historia de la humanidad procurándonos en su propia historia la salvación de todos, de suerte que lo que perdimos en Adán, es decir, el ser imagen y semejanza de Dios, lo recuperamos en Cristo Jesús (S. Ireneo, haer. 3, 18, 1). Por lo demás, esta es la razón por la cual Cristo ha vivido todas las edades de la vida humana, devolviendo así a todos los hombres la comunión con Dios (ibid. 3,18,7; cf. 2, 22, 4) (CCE, 518).

La enseñanza del Catecismo

Todo cuanto hizo o aconteció a Jesucristo en su paso por la tierra, aun siendo acontecimientos y hechos históricos, participa, a la vez, de la eternidad. Esta afirmación del Catecismo es importante para lo que se pretende mostrar a lo largo de este trabajo.

La «participación en la eternidad» es un tema tratado por Santo Tomás en varios lugares (11). La eternidad como tal sólo se puede predicar de Dios: sólo en Dios se da la interminabilitas perfecta; en las criaturas sólo se puede dar el tiempo o la eviternidad. El caso de los ángeles y de los bienaventurados es el caso de criaturas en las que el esse es finito y distinto del recipiente en que es recibido, pero la potencialidad ha sido «colmada», ha sido actualizada de modo tan completo que no queda en ellos ninguna potencialidad respecto a otros actos, por lo cual viven de un modo interminable (in aevo), pero no indeterminado sino determinado, por tanto «participan de la eternidad» sin ser la eternidad misma que sólo conviene a Dios (12). Quiero subrayar la expresión tomista quaedam aeternitatis participatio, porque coincide con la frase del Catecismo : «Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio pascual. Cuando llegó su Hora (cf Jn 13,1; 17,1), vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre «una vez por todas» (Rm 6,10; Hb 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida.» (13).

Fijemos nuestra atención en esta frase: «todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente». Podemos encontrar esa misma idea encerrada en otro punto del Catecismo que, por su importancia, citamos por extenso: «Toda la riqueza de Cristo «es para todo hombre y constituye el bien de cada uno» (RH 11). Cristo no vivió su vida para sí mismo, sino para nosotros, desde su Encarnación «por nosotros los hombres y por nuestra salvación» hasta su muerte «por nuestros pecados» (1 Co 15, 3) y en su Resurrección para nuestra justificación (Rom 4,25). Todavía ahora, es «nuestro abogado cerca del Padre» (1 Jn 2, 1), «estando siempre vivo para interceder en nuestro favor» (Hb 7, 25). Con todo lo que vivió y sufrió por nosotros de una vez por todas, permanece presente para siempre «ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Hb 9, 24) (14). Acotamos esta frase: » Con todo lo que vivió y sufrió por nosotros de una vez por todas, permanece presente para siempre…». Aunque se suela referir ese carácter histórico y, a la vez, partícipe de la eternidad, al Misterio Pascual de Cristo, en realidad es extensible a todo el tramo de temporalidad que va desde la Encarnación hasta la Resurrección. El Misterio Pascual es como un «concentrado» vital y espiritual de todo el paso del Verbo Encarnado por este mundo y su historia. Y si consideramos la historia en su conjunto llegamos a la misma conclusión expresada sí por J. Ferrer: «Todo lo acontecido en la historia anterior es mero despliegue del acontecimiento Cristo en el Espíritu, bien por anticipación –antes de su venida- bien por derivación de su plenitud desbordante»(15).

Una razón teológica que puede ilustrar la doctrina aquí expuesta puede ser la siguiente. Cristo fue en su vida terrena simul viator et comprehensor. En al ápice de su alma gozaba de la visión beatífica, «desde el primer instante de su concepción» (como recordó Pío XII, en su Encíclica Mystici Corporis Christi). Por lo menos, hay que atribuir a Cristo en su vida terrena la condición eviterna de los bienaventurados. Si a esto añadimos, que en Él la gracia es capital, que Jesús es el único en quien reside la gracia ofrecida a todos, no es difícil suponer que en cada instante de tiempo, en cada acto suyo, durante su curso terreno, pudo (y, por ende, puede) alcanzar a todas las almas, en todo tiempo..

Desde la Humanidad Santísima de Cristo recibimos gracia sobre gracia. Me parece que puede afirmarse que nuestra visión beatífica será una participación de la ciencia beatífica de Cristo porque su mediación es permanente (16).

La posibilidad de nuestra comunión con los misterios de Cristo

Comunión es «mutua interioridad» entre personas, lo cual implica presencia de persona(s) en persona(s), inmanencia recíproca. La fe nos abre a la posibilidad de una comunión con Cristo, con Cristo en su totalidad y con Cristo en cada misterio de su vida. Desde al aquí y ahora de mi realidad personal es posible un acceso, en el Espíritu, al allí y entonces de Cristo, porque el allí y entonces de Cristo participa de la eternidad del Verbo (17) .

Esta es una de las maravillas de la realidad sobrenatural: la posibilidad de vivir en Cristo por la acción del Espíritu Santo todos y cada uno de sus momentos, manteniéndose siempre la alteridad personal entre la Persona del Verbo Encarnado y la persona del cristiano (18). Esa posibilidad se puede expresar desde otra óptica: que Cristo pueda vivir sus momentos («trasladados» a la eternidad) en el cristiano (19). Sería una simplificación falsa atribuir esa posibilidad a la sola imaginación, pues ésta nada podría en el orden sobrenatural si no estuviera actuando el Espíritu Santo que recuerda a la inteligencia la regula fidei, marco seguro dentro del cual la voluntad puede mover a la imaginación. Después, los resultados no son únicamente «cosa humana» (20).

La posibilidad de una comunicación con las Personas del Padre y del Hijo la origina en el alma cristiana el mismo Espíritu Santo. El Paráclito es llamado por Santo Tomás nexus vel vinculum (21). con lo cual conecta con toda la Patrística. En primer lugar lo es respecto al Padre y al Hijo, pero también lo es entre personas humanas (fieles en estado de gracia) y la Trinidad, y por ende, también lo es entre los mismos fieles:» el bautismo nos regenera a la vida de los hijos de Dios, nos une a Jesucristo y nos unge en el Espíritu Santo: no es un mero sello de la conversión, como un signo exterior que la demuestra y la certifica, sino que es un sacramento que significa y lleva a cabo este nuevo nacimiento por el Espíritu; instaura vínculos reales e inseparables con la Trinidad; hace miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia»(22).Lo propio de un nexo es anexionar, conectar, conexionar, crear redes.

Por tanto hay una categoría sobrenatural que podría llamarse «en el Espíritu» que excede totalmente el espacio clásico en que sólo se dan cuerpos simultáneos en un mismo tiempo e impenetrables entre sí. Ya en el orden natural es difícil situar en ese mundo de espacio-tiempo la realidad de las personas, de las mismas personas humanas. Sólo sería posible hacerlo si reducimos la noción de persona al solo cuerpo humano. Si , además, aceptamos el mundo de lo sobrenatural, conocido por la fe, la categoría «en el Espíritu» es como un universo en el que están interconexionadas con Cristo una multitud de personas distantes en el tiempo y en el espacio, de un modo «espiritual» (es decir «en el Espíritu») y, a través de Cristo, con Dios Padre. Esa realidad es «espiritual» en sentido estrictísimo, es decir , realidad originada por el Espíritu Santo , Nexo o Vínculo Substancial entre el Padre y el Hijo que incluye también, de un modo participado, a una multitud de personas redimidas por Cristo. La doctrina de San Agustín es muy rica es esta consideración de la realidad «espiritual» de la Iglesia a través de los siglos: «Mirando a la Iglesia, Cuerpo de Cristo y vivificada por el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo, Agustín desarrolló en diversas maneras una noción acerca de la cual el reciente Concilio ha tratado con particular interés: la Iglesia comunión . Habla de ella de tres modos diversos, pero convergentes: la comunión de los sacramentos o realidad institucional fundada por Cristo sobre el fundamento de los Apóstoles, de la cual discute ampliamente en la controversia donatista, defendiendo su unidad, universalidad, apostolicidad y santidad , y demostrando que tiene por centro la «Sede de Pedro», «en la que siempre estuvo vigente el primado de la Cátedra Apostólica» ; la comunión de los santos o realidad espiritual , que une a todos los justos desde Abel hasta la consumación de los siglos ; la comunión de los bienaventurados o realidad escatológica, que congrega a cuantos han conseguido la salvación, es decir, a la Iglesia «sin mancha ni arruga» (Ef 5, 27) (23) .

Al decir «espiritual en sentido estrictísimo » queremos destacar ese adjetivo respecto a lo espiritual en sentido estricto que serían las substancias inmateriales como los ángeles, o las almas. En su acepción amplia lo «espiritual» para mucha gente es sinónimo de imaginario, emotivo, etc. siempre contrapuesto a «real». Cuando afirmamos que hay un sentido estrictísimo de «espiritual (lo originado por acción del Espíritu Santo) no sólo no se opone este adjetivo a «lo real», sino que queremos significar con ello una realidad superlativa, es decir una acción divina sobre la criatura que excede al mero dar y conservar su ser finito; lo supone, lo reafirma y lo intensifica de un modo nuevo, es decir, sobrenatural.

La categoría «en el Espíritu» está presidida de un modo universal por la Humanidad Santísima de Cristo, obra maestra del Espíritu Santo y, a la vez, Fuente de donde mana el Agua del Espíritu Santo.

En un orden ciertamente subordinado y participado, María es Madre universal en el orden de la gracia. El Concilio Vaticano II sintetiza felizmente la relación indivisible de María Santísima con Cristo y con la Iglesia: «Por no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos que los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, «perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y con los hermanos de éste», y que también María imploraba con sus oraciones el don del Espíritu que ya en la Anunciación la había cubierto con su sombra».» Con esta expresión el texto del Concilio une entre sí los dos momentos, en los que la maternidad de María está más estrechamente unida a la obra del Espíritu Santo: primero, el momento de la Encarnación; y luego, el del nacimiento de la Iglesia en el Cenáculo de Jerusalén» (24).
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Jorge Salinas,
Doctor en Teología,
director de www.theologoumena.com, página de Teología especulativa.
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Notas:

1- Tum etiam quia ascensio est motus localis, qui divinae naturae non competit quae est immobilis et inlocalis. Sed per hunc modum ascensio competit Christo secundum humanam naturam, quae continetur loco, et motui subiici potest» (STH III, q.57, a.2, in c.).
2- Conc. Vaticano II: Const Dei Verbum, n. 8).
3- CCE n. 1024
4- Podemos comprobar el mismo modo «desespacializador» de los siguientes puntos del Catecismo:

n.1025: Vivir en el cielo es «estar con Cristo» (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven «en Él», aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17):

Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino (San Ambrosio, Luc. 10,121).

n. 1026: Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos ha «abierto» el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en El y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Él.

n. 1027: Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: «Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Co 2, 9).

Para el Infierno se dice:

n. 1033: Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: «Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él» (1 Jn 3, 15). Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si no omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra «infierno».

En la exposición del Misterio de la Ascensión del Señor, se citan los textos bíblicos, por el contenido del misterio es ofrecido fuera de un contexto espacial euclídeo:

n. 659: La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube (cf. Hch 1, 9; cf. también Lc 9, 34-35; Ex 13, 22) y por el cielo (cf. Lc 24, 51) donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios (cf. Mc 16, 19; Hch 2, 33; 7, 56; cf. también Sal 110, 1). Sólo de manera completamente excepcional y única, se muestra a Pablo «como un abortivo» (1 Co 15, 8) en una última aparición que constituye a éste en apóstol (cf. 1 Co 9, 1; Ga 1, 16).

n. 668: Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos» (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la tierra. El está «por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación» porque el Padre «bajo sus pies sometió todas las cosas»(Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento transcendente.

La Sessio ad Dexteram Patris también está propuesta de un modo no espacial:

n. 664: Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: «A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás» (Dn 7, 14). A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del «Reino que no tendrá fin» (Símbolo de Nicea-Constantinopla).

5- Cf. el documento «La interpretación de la Sagrada Escritura en la Iglesia» de la Pontificia Comisión Bíblica

6- Ninguna circunstancia por mínima que sea escapa a la Providencia divina. En el mismo desarrollo de la Iglesia a lo largo del espacio y del tiempo hay realidades que son contingentes y que no pertenecen a la substancia del Misterio, pero si se han dado esas realidades o en ellas se ha inculturado la fe y la vida cristiana, detrás de ello ha habido un designio de la Providencia, que hemos de escrutar con humildad, sin despreciar nada, incluso aquellos errores de los que ahora podemos aprender. En la Encíclica Fides et Ratio se habla de esa presencia de la Providencia divina en el curso histórico de la Iglesia: Corresponde a los cristianos de hoy, sobre todo a los de la India, sacar de este rico patrimonio los elementos compatibles con su fe de modo que enriquezcan el pensamiento cristiano. Para esta obra de discernimiento, que encuentra su inspiración en la Declaración conciliar Nostra aetate, tendrán en cuenta varios criterios. El primero es el de la universalidad del espíritu humano, cuyas exigencias fundamentales son idénticas en las culturas más diversas. El segundo, derivado del primero, consiste en que cuando la Iglesia entra en contacto con grandes culturas a las que anteriormente no había llegado, no puede olvidar lo que ha adquirido en la inculturación en el pensamiento grecolatino. Rechazar esta herencia sería ir en contra del designio providencial de Dios, que conduce su Iglesia por los caminos del tiempo y de la historia. Este criterio, además, vale para la Iglesia de cada época, también para la del mañana, que se sentirá enriquecida por los logros alcanzados en el actual contacto con las culturas orientales y encontrará en este patrimonio nuevas indicaciones para entrar en diálogo fructuoso con las culturas que la humanidad hará florecer en su camino hacia el futuro. En tercer lugar, hay que evitar confundir la legítima reivindicación de lo específico y original del pensamiento indio con la idea de que una tradición cultural deba encerrarse en su diferencia y afirmarse en su oposición a otras tradiciones, lo cual es contrario a la naturaleza misma del espíritu humano. (Enc. Fides et Ratio, n. 72).

7- cf. Mt 14,19; Mc 6,41; 7,34; Lc 9,16; 18,3; Jn 3,13; 17,1 entre otros.
8- Rm 8,23
9- Lc 20,35.
10- A través de la Encarnación, Dios ha dado a la vida humana la dimensión que quería dar al hombre desde sus comienzos y la ha dado de manera definitiva -de modo peculiar a él solo, según su eterno amor y su misericordia, con toda la libertad divina- y a la vez con una magnificencia que, frente al pecado original y a toda la historia de los pecados de la humanidad, frente a los errores del entendimiento, de la voluntad y del corazón humano, nos permite repetir con estupor las palabras de la Sagrada Liturgia: «¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!» (Juan Pablo II: Encíclica Redemptor hominis, n.1).

11- Como muestra nos basta una primera cita: «interminabilitas quae excludit omnem imperfectionem, non communicatur alicui creaturae, cum nulla creatura possit esse perfecta simpliciter; sed communicatur sibi perfectio quaedam, scilicet quam nota est creatura attingere, ut sit perfecta secundum suam naturam: et sic La cita de Santo Tomás sigue de esta manera: ex hoc potest colligi differentia inter aeternitatem, aevum et tempus. illud enim quod habet potentiam non recipientem actum totum simul, mensuratur tempore: hujusmodi enim habet esse terminatum et quantum ad modum participandi, quia esse recipitur in aliqua potentia, et non est absolutum quantum ad partes durationis. illud autem quod habet potentiam differentem ab actu, sed quae totum actum simul suscipiat, mensuratur aevo: hoc enim non habet nisi unum modum terminationis, scilicet quia esse ejus est receptum in alio a se, ut dictum est, hac dist., quaest. 1, art. 1. illud vero quod non habet potentiam differentem ab esse mensuratur aeternitate; hujusmodi enim esse est omni modo interminatum. unde patet etiam quod aevum non est nisi quaedam aeternitas participata.» angeli et homines beati sunt perfecti, quia totum habent id ad quod eorum natura capax est».

12- La cita de Santo Tomás sigue de esta manera: ex hoc potest colligi differentia inter aeternitatem, aevum et tempus. illud enim quod habet potentiam non recipientem actum totum simul, mensuratur tempore: hujusmodi enim habet esse terminatum et quantum ad modum participandi, quia esse recipitur in aliqua potentia, et non est absolutum quantum ad partes durationis. illud autem quod habet potentiam differentem ab actu, sed quae totum actum simul suscipiat, mensuratur aevo: hoc enim non habet nisi unum modum terminationis, scilicet quia esse ejus est receptum in alio a se, ut dictum est, hac dist., quaest. 1, art. 1. illud vero quod non habet potentiam differentem ab esse mensuratur aeternitate; hujusmodi enim esse est omni modo interminatum. unde patet etiam quod aevum non est nisi quaedam aeternitas participata.» angeli et homines beati sunt perfecti, quia totum habent id ad quod eorum natura capax est».

13- CCE n. 1085
14- CCE n. 519
15- fc. o. cit., p. 447.
16- Así me parece entender este texto que pertenece al entorno de Santo Tomás : dei vident, aliqui plures effectus vel rationes divinorum operum in ipso Deo conspiciunt, qua alii qui minus clare vident: et secundum hoc inferiores angeli superioribus illuminantur secundum dionysium. anima ergo Christi summam perfectionem visionis divinae obtinens, inter ceteras creaturas omnia opera divina et rationes ipsorum quaecumque sunt, erunt, vel fuerunt, in ipso Deo plene intuetur, ut non solum homines, sed etiam supremos angelos illuminet: et ideo dicit apostolus ad coloss. 2, quod in ipso sunt omnes thesauri sapientiae et scientiae absconditi: et hebr. 4: omnia autem nuda et aperta sunt oculis ejus; nulli enim intellectui glorificato deest, quin cognoscat in verbo omnia quae ad ipsum spectant.

17- La meditación hace intervenir al pensamiento, la imaginación, la emoción y el deseo. Esta movilización es necesaria para profundizar en las convicciones de fe, suscitar la conversión del corazón y fortalecer la voluntad de seguir a Cristo. La oración cristiana se aplica preferentemente a meditar «los misterios de Cristo», como en la «lectio divina» o en el Rosario. Esta forma de reflexión orante es de gran valor, pero la oración cristiana debe ir más lejos: hacia el conocimiento del amor del Señor Jesús, a la unión con El. (CCE, n. 2708)

18- En una homilía comentaba el Beato Josemaría: » Considerad unos instantes el hecho que acabo de mencionar. Celebramos la Sagrada Eucaristía, el sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor, ese misterio de fe que anuda en sí todos los misterios del Cristianismo. Celebramos, por tanto, la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida: comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo, donde Cristo mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá muerte, ni llanto, ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá terminado.» (Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 113)

19- Dice el Catecismo: Todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en El y que El lo viva en nosotros. «El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre»(GS 22, 2). Estamos llamados a no ser más que una sola cosa con él; nos hace comulgar en cuanto miembros de su Cuerpo en lo que él vivió en su carne por nosotros y como modelo nuestro: Debemos continuar y cumplir en nosotros los estados y Misterios de Jesús, y pedirle con frecuencia que los realice y lleve a plenitud en nosotros y en toda su Iglesia … Porque el Hijo de Dios tiene el designio de hacer participar y de extender y continuar sus Misterios en nosotros y en toda su Iglesia por las gracias que él quiere comunicarnos y por los efectos que quiere obrar en nosotros gracias a estos Misterios. Y por este medio quiere cumplirlos en nosotros (S. Juan Eudes, regn,) (CCE, n. 521)

20- El Beato Josemaría fue un maestro en el arte de divulgar, con sentido práctico, modos sencillos y profundos de meditar los misterios de Cristo: No estorbes la obra del Paráclito: únete a Cristo, para purificarte, y siente, con Él, los insultos, y los salivazos, y los bofetones…, y las espinas, y el peso de la cruz…, y los hierros rompiendo tu carne, y las ansias de una muerte en desamparo…

Y métete en el costado abierto de Nuestro Señor Jesús hasta hallar cobijo seguro en su llagado Corazón. (Camino, 58)

21- ut augustinus dicit in VIII de trinitate: duo autem mutuo se amantes, sunt Pater et Filius; amor autem qui est eorum nexus est Spiritus Sanctus. sunt ergo tres personae in divinis. (De potentia q. 9, a. 9, c. 4)
22- Juan Pablo II: Enc. Redemptoris missio, n. 47
23- Carta Agustinum Hipponensis, n 3. Léase también en el mismo documento:» Otra verdad fundamental es la del Espíritu Santo, alma del Cuerpo místico -«lo que es el alma para el cuerpo, eso mismo es el Espíritu Santo para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia» , del Espíritu Santo principio de la comunión que une a los fieles entre sí y con la Trinidad. De hecho «el Padre y el Hijo han querido que nosotros entráramos en comunión entre nosotros mismos y con Ellos por medio de Aquél que es común a ambos, y nos han recogido en la unidad mediante el único don que tienen en común, esto es, por medio del Espíritu Santo, Dios y Don de Dios» . Por ello escribe en el mismo lugar: «La comunión de la unidad de la Iglesia o la societas unitatis, fuera de la cual no se da perdón de los pecados, es la obra propia del Espíritu Santo, con quien obran conjuntamente el Padre y el Hijo, dado que en cierto modo el mismo Espíritu Santo es el elemento unificante y la societas que une al Padre y al Hijo» .(ibidem, n.3)
24- Juan Pablo II: Carta A Concilio Constantinopolitano I, n. 8.

 

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Una auténtica cristología no puede dejar de lado ni la integridad de la revelación neotestamentaria, aprovechando debidamente los avances serios reconocidos en la investigación, ni la indispensable referencia al Magisterio. No se puede hacer una cristología que sirva de alimento a nuestras comunidades, si el trabajo teológico no hunde sus raíces en la fe de la Iglesia y en una fe personal que hace ofrenda de la propia existencia al Señor.

 

¿Cómo, por otra parte, elaborar la eclesiología sin vivir en plenitud el “sentire cum Ecclesia”? ¿Cómo sentir con la Iglesia si no se la ama con corazón de hijos? Sobre la exigencia de un ferviente y profundo amor a la Iglesia como madre, retornaré en la homilía de mañana…

 

Sé bien, queridos hermanos, que estáis llevando a cabo un decidido esfuerzo en cumplimiento de vuestra misión y que se observa en muchas partes un empeño renovador, a cuya cabeza estáis vosotros. Porque queréis ser servidores de la unidad en fidelidad a la fe, en todo lo que constituye la vida sacramental de la Iglesia. Esta, en efecto, es congregada por la Palabra y la Eucaristía, centro de toda la vida sacramental. Por ello no seria completa ni comprensible una evangelización que no culminara en la práctica sacramental. Y como la comunidad cristiana vive de la Eucaristía, nunca es más honda su unidad que cuando parte concordemente el pan de la Palabra y de la Eucaristía.

Son realidades que es preciso vivir al calor de la Iglesia, familia de Dios. No se os ocultan, por otra parte, los peligros y no los pasáis en silencio en vuestras Cartas pastorales, en la línea de Puebla. A ello me he referido con preocupación en mensajes a algunas de vuestras Conferencias Episcopales.

  1. La unidad interna de la Iglesia exige el acatamiento pronto y sincero a la enseñanza de los Pastores. Esto ha logrado crear, a través de los siglos, un rico patrimonio espiritual en América Latina; y en América Central ha sido posible por el sentido de leal comunión del pueblo fiel.

Hay un sentido cristiano del Pueblo de Dios, un “sensus fidelium”, que constituye una garantía y como una muralla invulnerable a los ataques e insidias. Vuestros pueblos son fieles; y cuando se les da el pan limpio y puro del Evangelio, lo aceptan con prontitud; y, al contrario, saben distinguir cuándo está adulterado. “Bendito seas, Señor, Dios del cielo y de la tierra, porque has ocultado esto a los sabios y a los inteligentes y lo has reservado a los pequeños” (Mt 11, 25).

En nuestro corazón de Pastores se eleva esta misma plegaria agradecida al Padre de las misericordias por la fe en América Latina, que en muchos casos se vuelve, con todo derecho, exigente.

Procurar por ello con todo empeño conservar y fortalecer ante todo vuestra propia unidad. Dentro de cada Conferencia Episcopal y también a nivel más amplio. Como leemos en la Carta a los Colosenses: “Sobre todas estas cosas tened caridad que es vínculo de perfección, y la paz de Cristo exulte en vuestros corazones, en la cual habéis sido llamados, en un mismo cuerpo” (Col 3, 14-15).

No os faltará así el respeto y la obediencia del pueblo fiel que sabe que a través de vuestro ministerio se acerca al mismo Cristo, a quien el obispo representa, es decir, hace presente, y en cuyo nombre y persona actúa.

En torno a los obispos consérvese asimismo viva la unidad de los sacerdotes, “próvidos colaboradores” del ministerio episcopal; la de los religiosos, religiosas y laicos. La mejor garantía para una predicación fecunda es el testimonio de la unidad de la Iglesia. Antes como ahora ha de ser real esta comprobación que dispone a recibir la Palabra de Dios: “Ved cómo se aman”.

En esa unidad en la fe debe crecer el verdadero ecumenismo, que es deseo de fidelidad a Cristo en la doctrina y en las actitudes. Y que ha de traducirse en leal colaboración.

 

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El mal en el hombre y en el mundo y el plan divino de salvación

 

  1. Después de la catequesis sobre Dios Uno y Trino, Creador y Providente, Padre y Señor del universo, comenzamos otra serie de catequesis sobre Dios Salvador.

El punto fundamental de referencia de estas catequesis está constituido por los Símbolos de la fe, sobre todo por el más antiguo, que es llamado el Símbolo Apostólico, y por el llamado Niceno-Constantinopolitano. Son los Símbolos más conocidos y más usados en la Iglesia, especialmente en las «oraciones del cristiano» el primero, y en la liturgia el segundo. Los dos textos tienen una disposición análoga en el contenido, en el cual es característico el pasaje de los artículos que hablan de Dios, Padre Omnipotente, Creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles e invisibles, y de los que hablan de Jesucristo.

El Símbolo Apostólico es conciso: (yo creo) «en Jesucristo, su único Hijo, (de Dios), nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen…», etc.

El Símbolo Niceno-Constantinopolitano amplía, en cambio, notablemente la profesión de fe en la divinidad de Cristo, Hijo de Dios, «nacido del Padre antes de todos los siglos… engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre», el cual -y he aquí el paso al misterio de la encarnación del Verbo- «por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre». Y a este punto entre ambos Símbolos presentan los elementos del misterio pascual de Jesucristo y anuncian su nueva venida para el juicio.

Sucesivamente los dos Símbolos profesan la fe en el Espíritu Santo. Es necesario, por tanto, subrayar que su estructura esencial es trinitaria: Padre-Hijo-Espíritu Santo. Al mismo tiempo en ellos están inscritos los elementos más salientes de lo que constituye la acción «hacia fuera» (ad extra) de la Santísima Trinidad: por eso hablan primero del misterio de la creación (del Padre Creador), y seguidamente de los misterios de la redención (del Hijo Redentor), y de la santificación (del Espíritu Santo Santificador).

 

  1. He aquí por qué siguiendo los Símbolos, después del ciclo de las catequesis referentes al misterio de la creación, o mejor, referentes a Dios como creador de todas las cosas, pasamos ahora a un ciclo de catequesis que se refieren al misterio de la redención, o mejor, a Dios como Redentor del hombre y del mundo. Y serán catequesis sobre Jesucristo (cristología), porque la obra de la redención, aunque pertenece (como también la obra de la creación) a Dios Uno y Trino, ha sido realizada en el tiempo por Jesucristo, Hijo de Dios que se ha hecho hombre para salvarnos.

Observamos enseguida que en este ámbito del misterio de la redención, lacristología se sitúa en el terreno de la «antropología» y de la historia. Efectivamente, el Hijo consubstancial al Padre, que por obra del Espíritu Santo se hace hombre naciendo de la Virgen María, entra en la historia de la humanidad en el contexto de todo el cosmos creado. Se hace hombre «por nosotros los hombres (propter nos homines) y por nuestra salvación» (et propter nostram salutem). El misterio de la Encarnación (et incarnatus est) es visto por los Símbolos en función de la redención. Según la revelación y la fe de la Iglesia, ello tiene por tanto un sentido salvífico (sotereología).

 

  1. Por esta razón los Símbolos, al colocar el misterio de la Encarnación salvífica en el escenario de la historia, tocan a la realidad del mal, y en primer lugar la del pecado. Efectivamente, salvación significa sobre todo liberación del mal, y, en particular, liberación del pecado, aunque si obviamente el alcance del termino no se reduce a eso, sino que abraza la riqueza de la vida divina que Cristo ha traído al hombre. Según la Revelación, el pecado es el mal principal y fundamental porque en él está contenido el rechazo de la voluntad de Dios, de la verdad y de la Santidad de Dios, de su paterna bondad, como se ha revelado ya en la obra de la creación y sobre todo en la creación de los seres racionales y libres, hechos «a imagen y semejanza» del Creador. Precisamente esta «imagen y semejanza» es usada contra Dios, cuando el ser racional con la propia libre voluntad rechaza la finalidad del ser y del vivir que Dios ha establecido para la criatura. En el pecado está, por tanto, contenida una deformación particularmente profunda del bien creado, especialmente en un ser, que, como el hombre, es imagen y semejanza de Dios.

 

  1. El misterio de la redención está, en su misma raíz, unido de hecho con la realidad del pecado del hombre. Por eso, al explicar con una catequesis sistemática los artículos de los Símbolos que hablan de Jesucristo, en el cual y por el cual Dios ha obrado la salvación, debemos afrontar, ante todo, el tema del pecado, esa realidad oscura difundida en el mundo creado por Dios, la cual constituye la raíz de todo el mal que hay en el hombre y, se puede decir, en la creación. Sólo por este camino es posible comprender plenamente el significado del hecho de que, según la Revelación, el Hijo de Dios se ha hecho hombre «por nosotros los hombres» y «por nuestra salvación». La historia de la salvación presupone «de facto» la existencia del pecado en la historia de la humanidad, creada por Dios. La salvación, de la que habla la divina Revelación, es ante todo la liberación de ese mal que es el pecado. Es esta una verdad central en la soteriología cristiana: «propter nos homines et propter nostram salutem descendit de coelis».

Y aquí debemos observar que, en consideración de la centralidad de la verdad sobre la salvación en toda la Revelación divina y, con otras palabras, en consideración de la centralidad del misterio de la redención, también la verdad sobre el pecado forma parte del núcleo central de la fe cristiana. Sí, pecado y redención son términos correlativos en la historia de la salvación. Es necesario, por tanto, reflexionar ante todo sobre la verdad del pecado para poder dar un sentido justo a la verdad de la redención operada por Jesucristo, que profesamos en el Credo. Se puede decir que es la lógica interior de la Revelación y de la fe, expresada en los Símbolos, la que se nos impone al ocuparnos en estas catequesis ante todo del pecado.

 

  1. A este tema nos hemos preparado, en cierto sentido, por el ciclo de catequesis sobre la Divina Providencia. «Todo lo que ha creado, Dios lo conserva y lo dirige con su Providencia», como enseña el Concilio Vaticano I, que cita el libro de la Sabiduría: «Se extiende poderosa del uno al otro extremo y lo gobierna todo con suavidad» (cf. Sab 8, 1; DS 3003).

Al afirmar este cuidado universal de las cosas, que Dios conserva y conduce con mano potente y con ternura de Padre, dicho Concilio precisa que la Providencia Divina abraza de modo particular todo lo que los seres racionales libres introducen en la obra de la creación. Así se sabe que ello consiste en actos de sus facultades, que pueden ser conformes o contrarios a la voluntad divina; por tanto también el pecado.

Como se ve, la verdad sobre la Divina Providencia nos permite ver también el pecado en una justa perspectiva. Y bajo esta luz los Símbolos nos ayudan a considerarlo. En realidad, digámoslo desde la primera catequesis sobre el pecado, los Símbolos de la Fe apenas si tocan este tema. Pero precisamente por esto nos sugieren examinar el pecado desde el punto de vista del misterio de la redención, en la soteriología. Y entonces podemos enseguida añadir que si la verdad sobre la creación, y todavía más su Divina Providencia, nos permiten acercarnos al problema del mal y, especialmente, del pecado con claridad de visión y de precisión de términos en base a la revelación de la infinita bondad de Dios, la verdad sobre la redención nos hará confesar con el Apóstol: «Ubi abundavit delictum, superabundavit gratia»: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 20), porque nos hará descubrir mejor la misteriosa conciliación, en Dios, de la justicia y de la misericordia, que son las dos dimensiones de esa su bondad. Podemos, por tanto, decir desde ahora que la realidad del pecado se convierte, a la luz de la redención, en ocasión para un conocimiento más profundo del misterio de Dios: de Dios que es amor (1 Jn 4, 16 ).

La fe nos pone así en atento diálogo con tantas voces de la filosofía, de la literatura, de las grandes religiones, que tratan no poco de las raíces del mal y del pecado, y con frecuencia ansían una luz de redención. Y precisamente a este terreno común la fe cristiana trata de llevar a todos la verdad y la gracia de la divina Revelación.

 

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Pneuma. 1. m. Fil. Aliento racional que, en la filosofía estoica, informa y ordena el universo.

 

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«¡Sed, cristianos, más firmes al moveros!»
«Vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas» (2 Tm 4, 3-4).

Estas palabras de la Escritura, sobre todo la alusión al prurito de oír novedades, se está realizando de modo nuevo e impresionante en nuestros días. Mientras nosotros celebramos aquí el recuerdo de la pasión y muerte del Salvador, millones de personas son inducidas por hábiles manipuladores de antiguas leyendas a creer que Jesús de Nazaret, en realidad, nunca fue crucificado. En Estados Unidos hay un best seller del momento, una edición del Evangelio de Tomás, presentado como el evangelio que «nos evita la crucifixión, hace innecesaria la resurrección y no nos obliga a creer en ningún Dios llamado Jesús»[1].

«Existe una percepción penosa en la naturaleza humana —escribía hace años el mayor estudioso bíblico de la historia de la Pasión, Raymond Brown—:  cuanto más fantástico es el escenario imaginado, más sensacional es la propaganda que recibe y más fuerte el interés que suscita.

Personas que jamás se molestarían en leer un análisis serio de las tradiciones históricas sobre la pasión, muerte y resurrección de Jesús, se sienten fascinadas por cada nueva teoría según la cual él no fue crucificado y no murió, especialmente si la continuación de la historia incluye su fuga con María Magdalena hacia la India… (o hacia Francia, según la versión más actualizada)… Estas teorías demuestran que cuando se trata de la pasión de Jesús, a pesar de la máxima popular, la ficción supera la realidad y frecuentemente, se pretenda o no, es más rentable»[2].

Se habla mucho de la traición de Judas, y no se percibe que se está repitiendo. Cristo sigue siendo vendido, ya no a los jefes del sanedrín por treinta monedas, sino a editores y libreros por miles de millones de monedas… Nadie conseguirá frenar esta ola especulativa que, al contrario, aumentará mucho con la inminente salida de cierta película; pero, habiéndome ocupado durante años de historia de los orígenes cristianos, siento el deber de llamar la atención sobre un error enorme que está en el fondo de toda esta literatura pseudo-histórica.

Los evangelios apócrifos sobre los que se apoyan son textos conocidos desde siempre, en su totalidad o en parte, pero con los que ni siquiera los historiadores más críticos y hostiles hacia el cristianismo jamás pensaron, antes de hoy, que se pudiera hacer historia. Sería como si dentro de algunos siglos se pretendiera reconstruir la historia actual basándose en novelas escritas en nuestra época.

El error enorme consiste en el hecho de que se utilizan estos escritos para hacerles decir exactamente lo contrario de lo que pretendían. Esos escritos forman parte de la literatura gnóstica de los siglos II y III. La visión gnóstica —una mezcla de dualismo platónico y de doctrinas orientales revestida de ideas bíblicas— sostiene  que el mundo material es  una ilusión, obra del Dios del Antiguo  Testamento, que es un dios malo, o al menos inferior; Cristo no murió en la cruz porque jamás había asumido, más que en apariencia, un cuerpo humano, siendo este indigno de Dios (docetismo).

Si Jesús, según el Evangelio de Judas, del que se ha hablado mucho estos días, ordena él mismo al apóstol que lo traicione es porque, al morir, el espíritu divino que está en él podrá finalmente liberarse de la implicación de la carne y volver a subir al cielo. El matrimonio orientado a los nacimientos hay que evitarlo (encratismo); la mujer sólo se salvará si el «principio femenino» (thelus) personificado por ella se transforma en el principio masculino, esto es, si deja de ser mujer [3].

Lo ridículo es que actualmente hay quien cree ver en estos escritos la exaltación del principio femenino, de la sexualidad, del goce pleno y sin inhibiciones de este mundo material, en polémica con la Iglesia oficial que, con su maniqueísmo, siempre habría conculcado todo ello. Es el mismo error que se observa a propósito de la doctrina de la reencarnación. Presente en las religiones orientales como un castigo debido a culpas precedentes y como algo a lo que se quiere poner fin con todas las fuerzas, la reencarnación es adoptada en Occidente como una maravillosa posibilidad de volver a vivir y a gozar indefinidamente de este mundo.

Son temas que no merecerían tratarse en este lugar y en este día, pero no podemos permitir que el silencio de los creyentes sea tomado por vergüenza y que la buena fe (¿o la necedad?) de millones de personas sea torpemente manipulada por los medios de comunicación sin alzar un grito de protesta, no sólo en nombre de la fe, sino también del sentido común y de la sana razón. Creo que es el momento de volver a oír la advertencia de Dante Alighieri:

«Sed, cristianos, más firmes al moveros:
no seáis como pluma a cualquier soplo,
y no penséis que os lave cualquier agua.

Tenéis el antiguo y nuevo Testamento,
y el pastor de la Iglesia que os conduce;
y esto es bastante ya para salvaros…

¡Sed hombres, y no ovejas insensatas!»[4].

  1. La Pasión precedió a la Encarnación

Pero dejemos de lado esas fantasías, que tienen todas una explicación común:  estamos en la era de los medios de comunicación, y a estos medios más que la verdad les interesa la novedad. Concentrémonos en el misterio que estamos celebrando. El mejor modo de reflexionar, este año, en el misterio del Viernes santo sería releer en su totalidad la primera parte de la encíclica del Papa Deus caritas est. Al no poder hacerlo aquí, desearía al menos comentar algunos  de sus pasajes que se refieren más directamente  al  misterio de este día. Leemos en la encíclica:

«Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla san Juan, ayuda a comprender lo que ha sido el punto de partida de esta carta encíclica:  «Dios es amor». Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar»[5].

Sí, ¡Dios es amor! Si todas las Biblias del mundo —se ha dicho— fueran destruidas por alguna catástrofe o furor iconoclasta y quedara sólo un ejemplar, y también este ejemplar estuviera tan dañado  que sólo quedara una página entera, e igualmente esta página estuviera tan estropeada que sólo se pudiera leer una línea:  si tal línea es la de la primera carta de san Juan, donde está escrito:  «Dios es amor», toda la Biblia se habría salvado, porque todo su contenido está ahí.

El amor de Dios es luz, es felicidad, es plenitud de vida. Es el torrente que Ezequiel vio salir del templo y que, donde llega, sana y suscita vida; es el agua, prometida a la samaritana, que sacia toda sed. Jesús también nos repite a nosotros, como a ella:  «¡Si conocieras el don de Dios!». Yo viví mi infancia en una casa de campo a pocos metros de un tendido eléctrico de alta tensión, pero nosotros vivíamos a oscuras o a la luz de las velas. Entre nosotros y el tendido estaba el ferrocarril, y, con la guerra en marcha, nadie pensaba en superar ese pequeño obstáculo. Así ocurre con el amor de Dios:  está ahí, al alcance de la mano, capaz de iluminar y calentar todo en nuestra vida, pero nosotros pasamos la existencia en la oscuridad y el frío. Es el único motivo verdadero de tristeza de la vida.

Dios es amor, y la cruz de Cristo es la prueba suprema de ello, la demostración histórica. Hay dos modos de manifestar el amor hacia alguien, decía un autor del Oriente bizantino, Nicolás Cabasilas. El primero consiste en hacer el bien a la persona amada, en hacerle regalos; el segundo, mucho más comprometido, consiste en sufrir por ella. Dios nos amó del primer modo, o sea, con amor de generosidad, en la creación, cuando nos colmó de dones, dentro y fuera de nosotros; y nos amó con amor de sufrimiento en la redención, cuando inventó su propio anonadamiento, sufriendo por nosotros los más terribles padecimientos, a fin de convencernos de su amor [6]. Por ello, es en la cruz donde se debe contemplar ya la verdad de que «Dios es amor».

La palabra «pasión» tiene dos significados:  puede indicar un amor vehemente, «pasional», o bien un sufrimiento mortal. Existe una continuidad entre las dos cosas, y la experiencia diaria muestra cuán fácilmente de una se pasa a la otra. Así fue también, y antes que nada, en Dios. Hay una pasión —escribió Orígenes— que precede a la encarnación. Es «la pasión de amor» que Dios desde siempre alimenta hacia el género humano y que, en la plenitud de los tiempos, lo llevó a venir a la tierra y padecer por nosotros[7] .

  1. Tres órdenes de grandeza

La encíclica Deus caritas est nos indica un nuevo modo de hacer apología de la fe cristiana, tal vez el único posible hoy, y ciertamente el más eficaz. No contrapone los valores sobrenaturales a los naturales, el amor divino al amor humano, el eros al agapé, sino que muestra su armonía originaria, que siempre hay que redescubrir y sanar a causa del pecado y de la fragilidad humana. «El eros —escribe el Papa— quiere remontarnos «en éxtasis» hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación»[8]. Ciertamente, el Evangelio está en competencia con los ideales humanos, pero en el sentido de que contribuye a su realización:  los sana, los eleva, los protege. No excluye de la vida el eros; sólo excluye del eros el veneno del egoísmo.

Existen tres órdenes de grandeza, dijo Pascal en un célebre pensamiento[9]. El primero es el orden material o de los cuerpos:  en él sobresale quien tiene muchos bienes, quien está dotado de fuerza atlética o de belleza física. Es un valor que no hay que despreciar, pero es el más bajo. Por encima de él está el orden del genio y de la inteligencia, en el que se distinguen los pensadores, los inventores, los científicos, los artistas, los poetas. Este es un orden de calidad diferente. Al genio no le añade ni le quita nada ser rico o pobre, guapo o feo. La deformidad física de su persona no quita nada a la belleza del pensamiento de Sócrates y de la poesía de Leopardi.

El valor del genio es ciertamente más elevado que el precedente, pero no es aún el supremo. Por encima de él existe otro orden de grandeza, y es el orden del amor, de la bondad (Pascal lo llama el orden de la santidad y de la gracia). Una gota de santidad —decía Gounod— vale más que un océano de genio. Al santo no le añade ni le quita nada ser guapo o feo, docto o iletrado. Su grandeza es de un orden distinto.

El cristianismo pertenece a este tercer nivel. En la novela Quo vadis, un pagano pregunta al apóstol san Pedro, recién llegado a Roma:  «Atenas nos ha dado la sabiduría, Roma el poder; vuestra religión, ¿qué nos ofrece?». Y Pedro le responde:  ¡el amor![10] . El amor es lo más frágil que existe en el mundo; se le suele representar como un niño, y lo es. Se le puede matar muy fácilmente, como se puede hacer con un niño —lo hemos comprobado con horror en Italia en las pasadas semanas—. Pero sabemos por experiencia en qué se convierten el poder y la ciencia, la fuerza y el genio, sin el amor y la bondad…

  1. Amor que perdona

«El eros de Dios para con el hombre —prosigue la encíclica—, es a la vez agapé. No sólo porque se da del todo gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también porque es amor que perdona» (n. 10).

También esta cualidad resplandece en el grado máximo en el misterio de la cruz. «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos», había dicho Jesús en el Cenáculo (Jn 15, 13).
Desearíamos exclamar:  Sí que existe, oh Cristo, un amor mayor que dar la vida por los amigos. ¡El tuyo! ¡Tú no diste la vida por tus amigos, sino por tus enemigos! San Pablo dice que a duras penas se encuentra alguien que esté dispuesto a morir por un justo, pero se encuentra. «Por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; más la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros; Cristo murió por los impíos en el tiempo señalado» (Rm 5, 6-8).

Sin embargo no se tarda en descubrir que el contraste es sólo aparente. La palabra «amigos» en sentido activo indica aquellos que te aman, pero en sentido pasivo indica aquellos que son amados por ti. Jesús llama a Judas «amigo» (Mt 26, 50) no porque Judas lo amara a él, sino porque él amaba a Judas. No hay mayor amor que dar la propia vida por los enemigos, considerándolos amigos:  he aquí el sentido de la frase de Jesús. Los hombres pueden ser o presentarse como enemigos de Dios; pero Dios nunca podrá ser enemigo del hombre. Es la terrible ventaja de los hijos sobre los padres (y sobre las madres).

Debemos reflexionar de qué modo el amor de Cristo en la cruz puede ayudar concretamente al hombre de hoy a encontrar, como dice la encíclica, «la orientación de su vivir y de su amar». El amor de Cristo en la cruz es un amor de misericordia, que disculpa y perdona, que no quiere destruir al enemigo, sino en todo caso la enemistad (cf. Ef 2, 16). Jeremías, el más cercano entre los hombres al Cristo de la Pasión, ruega a Dios diciendo:  «Vea yo tu venganza contra ellos» (Jr 11, 20); Jesús muere diciendo:  «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).

Es precisamente esta misericordia y capacidad de perdón lo que necesitamos hoy para no resbalar cada vez más hacia el abismo de una violencia globalizada. El Apóstol escribía a los Colosenses:  «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros» (Col 3, 12-13).

Tener misericordia significa apiadarse (misereor) en el corazón (cordis) con respecto al propio enemigo, comprender de qué masa estamos hechos todos y por lo tanto perdonar. ¿Qué ocurriría si, por un milagro de la historia, en Oriente Próximo, los dos pueblos en lucha desde hace décadas, en vez de pensar en las culpas empezaran a pensar los unos en el sufrimiento de los otros, a apiadarse los unos de los otros? Ya no sería necesario ningún muro de división entre ellos. Lo mismo se debe decir de muchos otros conflictos presentes en el mundo, incluidos los que existen entre las diferentes confesiones religiosas e Iglesias cristianas.

¡Cuánta verdad encierra el verso de nuestro poeta Pascoli!:  «¡Hombres, tened paz! Que en la prona tierra es grande el misterio» [11]. Un destino común de muerte se cierne sobre todos. La humanidad está envuelta por tanta oscuridad e inclinada («prona») bajo tanto sufrimiento que deberíamos tener un poco de compasión y solidaridad los unos con los otros.

  1. El deber de amar

Hay otra enseñanza que nos viene del amor de Dios manifestado en la cruz de Cristo. El amor de Dios hacia el hombre es fiel y eterno:  «Con amor eterno te he amado», dice Dios al hombre en los profetas (Jr, 31, 3), y también:  «En mi lealtad no fallaré» (Sal 89, 34). Dios se ha vinculado a amar para siempre, se ha privado de la libertad de dar marcha atrás. Este es el sentido profundo de la alianza que en Cristo se ha transformado en «nueva y eterna».

En la encíclica del Papa leemos:  «El desarrollo  del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima purificación conlleva el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido:  en cuanto implica exclusividad —»sólo esta persona»—, y en el sentido del «para siempre». El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo:  el amor tiende a la eternidad»[12].

En nuestra sociedad la gente se pregunta cada vez con mayor frecuencia qué relación puede haber entre el amor de dos jóvenes y la ley del matrimonio; qué necesidad tiene de «vincularse» el amor, que es todo impulso y espontaneidad. Así, son cada vez más numerosos quienes rechazan la institución del matrimonio y optan por el llamado amor libre o la simple convivencia de hecho. Sólo si se descubre la relación profunda y vital que hay entre ley y amor, entre decisión e institución, se puede responder correctamente a esas preguntas y dar a los jóvenes un motivo convincente para «vincularse» a amar para siempre y no tener miedo a hacer del amor un «deber».

«Sólo cuando existe el deber de amar —apuntó el filósofo que, después de Platón, ha escrito las cosas más bellas sobre el amor, Kierkegaard—, sólo entonces el amor está garantizado para siempre contra cualquier alteración; eternamente liberado en feliz independencia; asegurado en eterna bienaventuranza contra cualquier desesperación»[13] . El sentido de estas palabras es que la persona que ama, cuanto más intensamente ama, tanto más percibe con angustia el peligro que corre su amor. Peligro que no viene de otros, sino de ella misma. Sabe bien que es voluble, y que mañana, ¡ay!, podría cansarse y no amar más, o cambiar el objeto de su amor. Y ya que, ahora que está en la luz del amor, ve con claridad la pérdida irreparable que esto comportaría, he aquí que se previene «atándose» a amar con el vínculo del deber y anclando, de este modo, en la eternidad su acto de amor realizado en el tiempo.

Ulises deseaba volver a ver su patria y a su esposa, pero tenía que atravesar el lugar de las sirenas, que hechizaban a los navegantes con su canto y los llevaban a estrellarse contra las rocas. ¿Qué hizo? Mandó que lo ataran al mástil de la nave, después de haber tapado con cera los oídos a sus compañeros. Al llegar a ese lugar, hechizado, pedía a gritos que lo desataran para poder alcanzar a las sirenas, pero sus compañeros no podían oírlo, y así pudo volver a ver su patria y volver a abrazar a su esposa y a su hijo[14]. Es un mito, pero ayuda a entender el porqué, también humano y existencial, del matrimonio «indisoluble» y, en un plano diferente, de los votos religiosos.

El deber de amar protege al amor de la «desesperación» y lo hace «feliz e independiente» en el sentido de que protege de la desesperación de no poder amar para siempre. Dadme un verdadero enamorado —decía el mismo pensador— y él os dirá si, en amor, existe oposición entre placer y deber, si el pensamiento de «deber» amar para toda la vida procura al amante temor y angustia, o más bien gozo y felicidad total.

Al aparecerse, un día de Semana santa, a la beata Ángela de Foligno, Cristo le dijo unas palabras que se han hecho célebres:  «¡No te he amado en broma!» [15]. Cristo verdaderamente no nos ha amado en broma. Existe una dimensión lúdica y graciosa en el amor, pero el amor mismo no es una broma; es lo más serio y lo más cargado de consecuencias que existe en el mundo; la vida humana depende de él. Esquilo compara el amor con un leoncillo que se cría en casa, «al inicio, más dócil y tierno que un niño», con el que se puede incluso bromear, pero que, al crecer, puede causar estragos y manchar la casa de sangre[16] .

Estas consideraciones no bastarán para modificar la cultura actual que exalta la libertad de cambiar y la espontaneidad del momento, la práctica del «usar y tirar» aplicada también al amor.
(Lamentablemente, se encargará de hacerlo la vida, cuando al final uno se encuentre con cenizas en la mano y la tristeza de no haber construido nada duradero con el propio amor). Pero ojalá que por lo menos sirvan para confirmar la bondad y la belleza de la propia elección a aquellos que han decidido vivir el amor entre el hombre y la mujer según el proyecto de Dios; y sirvan para animar a muchos jóvenes a hacer la misma opción.

No nos queda más que entonar con san Pablo el himno al amor victorioso de Dios. Nos invita a realizar con él una maravillosa experiencia de curación interior. Piensa en todas las cosas negativas y en los momentos críticos de su vida:  la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada. Los contempla a la luz de la certeza del amor de Dios y grita:  «Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó».

Alza entonces la mirada; desde su vida personal pasa a considerar el mundo que lo rodea y el destino humano universal, y de nuevo surge la misma certeza gozosa:  «Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida…, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá jamás separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8, 37-39).

Aceptemos su invitación, en este Viernes de pasión, y repitamos interiormente sus palabras mientras, dentro de poco, adoremos la cruz de Cristo.
Notas

[1] H. Bloom, en el ensayo interpretativo que acompaña la edición de M. Meyer, The Gospel of Thomas, Harper-San Francisco, s.d., p. 125.

[2] R. Brown, The Death of the Messiah, II, Nueva York 1998, pp. 1092-1096.

[3]Ver el logion 114 en el mismo Evangelio de Tomás (ed. Mayer, p. 63); en el Evangelio de los Egipcios Jesús dice:  «He venido a destruir las obras de la mujer» (cf. Clemente Al., Stromati, III, 63). Esto explica por qué el Evangelio de Tomás se convirtió en el evangelio de los maniqueos, mientras que fue combatido severamente por los autores eclesiásticos (por ejemplo, por Hipólito de Roma) que defendían la bondad del matrimonio y de la creación en general.

[4] Paraíso, V, 73-80.

[5] Deus caritas est, 12.

[6] Cf. N. Cabasilas, Vida en Cristo, VI, 2:  PG 150, 645.

[7] Cf. Orígenes, Homilías sobre Ezequiel, 6, 6:  GCS, 1925, p. 384 s.

[8] Deus caritas est, 5.

[9] Cf. B. Pascal, Pensamientos, 793, ed. Brunschvicg.

[10] Henryk Sienkiewicz, Quo vadis, c. 33.

[11] Giovanni Pascoli, «I due fanciulli».

[12] Deus caritas est, 6.

[13] S. Kierkegaard, Gli atti dell´amore, I, 2, 40, ed. a cargo de C. Fabro, Milán 1983, pp. 177 ss.

[14] Cf. Odisea, canto XII.

[15] Il libro della Beata Angela da Foligno, Instructio 23 (ed. Quaracchi, Grottaferrata 1985, p. 612).

[16] Esquilo, Agamenón, vv. 717 ss.

 

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La revelación del Espíritu Santo en Cristo

 

  1. En las catequesis anteriores hemos puesto de relieve que de toda la tradición veterotestamentaria afloran referencias, indicios, alusiones a la realidad del Espíritu divino, que parecen casi un preludio de la revelación del Espíritu Santo como persona, como se tendrá en el Nuevo Testamento. En realidad, sabemos que Dios inspiraba y guiaba a los autores sagrados de Israel, preparando la revelación definitiva que realizaría plenamente Cristo y que Él entregaría a los Apóstoles para que la predicasen y difundiesen en todo el mundo.

En el Antiguo Testamento existe, pues, una revelación inicial y progresiva, referente no sólo al Espíritu Santo, sino también al Mesías-Hijo de Dios, a su acción redentora y a su Reino. Esta revelación hace aparecer una distinción entre Dios Padre, la eterna Sabiduría que procede de Él y el Espíritu potente y benigno, con el que Dios actúa en el mundo desde la creación y guía la historia según su designio de salvación.

  1. Sin duda no se trataba aún de una manifestación clara del misterio divino. Pero era ciertamente una especie de propedéutica en la futura revelación, que Dios mismo iba desarrollando en la fase de la Antigua Alianza mediante “la Ley y los Profetas” (cf. Mt 22, 40; Jn 1, 45) y la misma historia de Israel, puesto que “omnia in figura contingebant illis”: “todo esto les acontecía en figura, y fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de los tiempos” (1 Co 10, 11; 1 P 3, 21; Hb 9, 24).

De hecho, en los umbrales del Nuevo Testamento hallamos algunas personas como José, Zacarías, Isabel, Ana, Simeón y sobre todo María, que ―gracias a la iluminación interior del Espíritu― saben descubrir el verdadero sentido del adviento de Cristo al mundo.

La referencia que los evangelistas Lucas y Mateo hacen al Espíritu Santo, por estos piadosísimos representantes de la Antigua Alianza (cf. Mt 1, 18.20; Lc 1, 15. 35, 41. 67; 2, 26-27), es la documentación de un vínculo y, podemos decir, de un paso del Antiguo al Nuevo Testamento, reconocido luego plenamente a la luz de la revelación de Cristo y después de la experiencia de Pentecostés. Es significativo el hecho de que los Apóstoles y Evangelistas empleen el término “Espíritu Santo” para hablar de la intervención de Dios tanto en la encarnación del Verbo como en el nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés. Merece destacar que en ambos momentos, en el centro del cuadro descrito por Lucas está María, virgen y madre, que concibe a Jesús por obra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35; Mt 1, 18), y permanece en oración con los Apóstoles y los otros primeros miembros de la Iglesia en espera del mismo Espíritu (cf. Hch 1, 14).

  1. Jesús mismo ilustra el papel del Espíritu cuando aclara a los discípulos que sólo con su ayuda será posible penetrar a fondo en el misterio de su persona y de su misión: “Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa… Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16, 13-14). Así, pues, el Espíritu Santo es el que hace captar la grandeza de Cristo, y de este modo “da gloria” al Salvador. Pero es también el Espíritu el que hace descubrir el propio papel en la vida y en la misión de Jesús.

Es un punto de gran interés sobre el cual deseo atraer vuestra atención con esta nueva serie de catequesis.

Si anteriormente hemos ilustrado las maravillas del Espíritu Santo anunciadas por Jesús y verificadas en Pentecostés y en el primer camino de la Iglesia en la historia, ha llegado el momento de subrayar que la primera y suprema maravilla realizada por el Espíritu Santo es Cristo mismo. Y hacia esta maravilla queremos dirigir ahora nuestra mirada.

  1. En realidad, hemos reflexionado ya sobre la persona, la vida y la misión de Cristo en las catequesis cristológicas; pero ahora podemos reanudar sintéticamente ese razonamiento en clave pneumatológica, es decir, a la luz de la obra realizada por el Espíritu Santo en el Hijo de Dios hecho hombre.

Tratándose del “Hijo de Dios”, en la enseñanza catequística se habla de Él después de haber considerado a “Dios-Padre”, y antes de hablar del Espíritu Santo, que “procede del Padre y del Hijo”. Por esto la Cristología precede a la Pneumatología. Y es justo que sea así, porque también bajo el aspecto cronológico, la revelación de Cristo en nuestro mundo ocurrió antes de la efusión del Espíritu Santo, que formó a la Iglesia el día de Pentecostés. Más aún, dicha efusión fue el fruto del ofrecimiento redentor de Cristo y la manifestación del poder adquirido por el Hijo ya sentado a la derecha del Padre.

 

  1. Y sin embargo, parece imponerse ―como hacen observar justamente los orientales― una integración pneumatológica de la Cristología, por el hecho de que el Espíritu Santo se halla en el origen mismo de Cristo como Verbo encarnado venido al mundo “por obra del Espíritu Santo”, como dice el Símbolo.

Ha existido una presencia suya decisiva en el cumplimiento del misterio de la Encarnación, hasta el punto que, si queremos recoger y enunciar más completamente este misterio, no nos basta decir que el Verbo se hizo carne: hay que subrayar también ―como ocurre en el Credo― el papel del Espíritu en la formación de la humanidad del Hijo de Dios en el seno virginal de María. De esto hablaremos. Y sucesivamente trataremos de seguir la acción del Espíritu Santo en la vida y en la misión de Cristo: en su infancia, en la inauguración de la vida pública mediante el bautismo, en la permanencia en el desierto, en la oración, en la predicación, en el sacrificio y, finalmente, en la resurrección.

  1. Del examen de los textos evangélicos emerge una verdad esencial: no se puede comprender lo que ha sido Cristo, y lo que es para nosotros, independientemente del Espíritu Santo. Lo que significa que no sólo es necesaria la luz del Espíritu Santo para penetrar en el misterio de Cristo, sino que se debe tener en cuenta el influjo del Espíritu Santo en la Encarnación del Verbo y en toda la vida de Cristo para explicar el Jesús del Evangelio. El Espíritu Santo ha dejado la impronta de la propia personalidad divina en el rostro de Cristo.

Por ello, toda profundización del conocimiento de Cristo requiere también una profundización del conocimiento del Espíritu Santo. “Saber quién es Cristo” y “saber quién es el Espíritu”: son dos exigencias unidas indisolublemente, que se influyen mutuamente.

Podemos añadir que también la relación del cristiano con Cristo es solidaria con su relación con el Espíritu. Lo hace comprender la Carta a los Efesios cuando desea los creyentes que sean “fortalecidos” por el Espíritu del Padre en el hombre interior, para ser capaces de “conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento” (cf. Ef 3, 16-19). Esto significa que para llegar a Cristo en el conocimiento y en el amor ―como ocurre en la verdadera sabiduría cristiana― tenemos necesidad de la inspiración y de la guía del Espíritu Santo, maestro interior de verdad y de vida.

 

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La iglesia primitiva también creía esto. Un pasaje muy fuerte impresiona mientras se estudia la historia de la Iglesia: Los Apóstoles nos predicaron el Evangelio de parte del Señor Jesucristo; Jesucristo fue enviado de Dios.En resumen, Cristo de parte de Dios, y los Apóstoles de parte de Cristo: una y otra cosa, por ende, sucedieron ordenadamente por voluntad de Dios. Así pues, habiendo los Apóstoles recibido los mandatos y plenamente asegurados por la resurrección del Señor Jesucristo y confirmados en la fe por la palabra de Dios, salieron, llenos de la certidumbre que les infundió el Espíritu Santo, a dar la alegre noticia de que el Reino de Dios estaba por llegar. Y así, según pregonaban por lugares y ciudades la buena nueva y bautizaban a los que obedecían al designio de Dios, iban estableciendo a los que eran primicias de ellos, después de probarlos por el espíritu: obispos y diáconos de entre los creyentes. Y esto no era novedad, pues de mucho tiempo atrás se había ya escrito acerca de tales obispos y diáconos.

La Escritura, en efecto dice así: » Estableceré a los obispos de ellos en justicia y a sus diáconos en fe.» (Clemente de Roma, Epístola a los Corintios 45, 1 a 5) Otra cita patrística que me ayudo hacer una brecha en la muralla de mis presunciones protestantes fue la siguiente de Ireneo, obispo de Lyon: » Siendo, pues, tantos los testimonios, ya no es preciso buscar en otros la verdad que tan fácil es recibir de la Iglesia, ya que los Apóstoles depositaron en ella, como en un rico almacén, todo lo referente a la verdad» (Ap 22, 17). “Esta es la entrada a la vida.» (Jn 10, 1. 8-9). » Por eso es necesario evitarlos, y en cambio amar con todo afecto cuánto pertenece a la Iglesia y mantener la Tradición de la Verdad. Entonces, si se halla alguna divergencia aún en alguna cosa mínima, ¿no sería conveniente volver los ojos a las Iglesias más antiguas, en las cuales los Apóstoles vivieron, a fin de tomar de ellas la doctrina para resolver la cuestión, lo que es más claro y seguro? Incluso si los Apóstoles no nos hubiesen dejado sus escritos, ¿no hubiera sido necesario seguir el orden de la Tradición que ellos legaron a aquellos a quienes confiaron las Iglesias?» (Contra las Herejías 3, 4,1)

 

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“Durante su vida mortal fue María, de corazón tan piadoso y sensible para con los hombres, que nadie se ha afligido tanto por las penas propias, como María por las ajenas” Expresión simbólica del modo de ser de la Virgen, que ya en el siglo IV resaltaba San Jerónimo, doctor de la Iglesia.

 

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El carácter apostólico del ministerio episcopal, más de cuanto lo hace el Instrumentum laboris.

Este carácter apostólico no es evidente en sociedades que consideran la misión de la Iglesia y la de los obispos según criterios políticos y sociales. Mientras hasta ayer los obispos eran identificados con monarcas o príncipes, hoy son identificados, con frecuencia, con administradores o árbitros.

Si bien la historia de la Iglesia en el seno de las naciones puede explicar porqué se recurrió a estos modelos políticos, es nuestro deber manifestar nuestra identidad apostólica.

En el plano teológico, es necesario apelar a la sacralidad y la colegialidad del episcopado, pero sin separarlas de la cristología. Es el Cristo quien, mediante su Espíritu Santo, nos constituye como sus testigos y sus representantes, sobre las huellas de los apóstoles.

En el plano espiritual, cada uno de nosotros puede decir cómo se une a la Cruz de Cristo, a través de Su Cuerpo que es la Iglesia. Nos sucede también que sufrimos por la Iglesia, cuando ella está paralizada por sus mismas tensiones o cuando el impulso de la fe y de la caridad, están obstaculizados por estructuras demasiado pesadas, demasiado rígidas o demasiado burocráticas.

En el plano pastoral, trabajamos para que nuestras Iglesias particulares sean fieles a su identidad apostólica, aprendiendo a vivir del Cristo para anunciarlo al mundo. Para tal fin nosotros, en Francia, velamos para que la colaboración entre sacerdotes y laicos obedezca a una lógica sacramental que permita desplegar los dones recibidos por Dios, y no a una lógica funcional donde se tendería solamente a repartirse unos poderes.

Esta puesta en práctica del carácter apostólico de nuestro ministerio tiene también una valencia política. Ella nos hace libres, frente a cualquier poder político, de hablar sobre cuestiones que condicionan el futuro humano de nuestras sociedades. ¿En nombre de qué afirmar la dignidad de cada hijo de Dios? ¿En nombre de qué rechazar la violencia y desear la reconciliación?

Somos, entonces, maestros y servidores de la fe recibida de Dios, pero también maestros y servidores de la caridad de Cristo al servicio de todos y, en primer lugar, de los humillados y de los olvidados de nuestras sociedades. Deseo que este sínodo nos dé el coraje para servir a esta alianza entre la fe y la caridad. MMV.

 

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Si la Verdad no viene precedida por el amor, no sabemos ni siquiera cómo y con quién ejercerla.

 

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¿En qué consiste el primado del Papa? El Papa es la más alta autoridad de la Iglesia, como vicario de Cristo. Tiene esta potestad por ser sucesor de san Pedro, a quien Jesucristo confirió la primacía entre los apóstoles (cfr. Mt 16, 13-19). «La Iglesia, ya desde los inicios y cada vez con mayor claridad, ha comprendido que (…) el ministerio de la unidad, encomendado a Pedro, pertenece a la estructura perenne de la Iglesia de Cristo» (1).

Por tanto, la fe católica sostiene que este primado no es una institución humana, a diferencia de las formas de organización eclesiástica creadas en distintas épocas (patriarcados, conferencias episcopales, etc.).

El Papa tiene una verdadera potestad, no una simple autoridad moral. «El Romano Pontífice posee, como supremo pastor y doctor de la Iglesia, la potestad de jurisdicción suprema, plena y universal, ordinaria e inmediata, sobre todos y cada uno de los pastores y fieles» (2). Así lo declaró el Concilio Vaticano I en 1870, repitiendo el magisterio anterior, en particular el Concilio de Florencia (s. XV).

Lo mismo reiteró luego el Concilio Vaticano II en la constitución «Lumen gentium» (n. 22). El Papa no es «el primero entre iguales», como ocurre con el Arzobispo de Canterbury entre los anglicanos, que no tiene jurisdicción fuera de su diócesis; ni tampoco se limita a un primado de honor, como el del Patriarca de Constantinopla entre las iglesias autónomas ortodoxas.

Por tanto, la suprema autoridad del Papa es propia; no deriva de ninguna otra fuera de la de Cristo; no es por delegación de nadie.

 

Entonces, ¿el Papa es como un monarca absoluto? Su poder no es equiparable al de un líder civil: «El primado difiere en su esencia y en su ejercicio de los oficios de gobierno vigentes en las sociedades humanas: no es un oficio de coordinación o de presidencia, ni se reduce a un primado de honor, ni puede concebirse como una monarquía de tipo político» (1).

La potestad del Papa no es un poder absoluto: «El Romano Pontífice, como todos los fieles, está subordinado a la palabra de Dios, a la fe católica, y es garante de la obediencia de la Iglesia y, en este sentido, ‘servus servorum’» (1), siervo de los siervos de Dios.

El ejercicio de su autoridad «no se basa en decisiones arbitrarias, sino que deben responder a la razón de ser y a la finalidad de su ministerio de comunión en la Iglesia» (2).

Esta potestad suprema es una ausencia de subordinación respecto de cualquier otra instancia eclesiástica o civil, no una independencia absoluta. Así, el Papa no puede cambiar el depósito de la fe. Un ejemplo reciente es el que dio Juan Pablo II en 1994 al confirmar solemnemente que las mujeres no pueden acceder al sacerdocio. No dijo que no permitiría la ordenación de mujeres, sino que no tenía poder para hacerlo. Se remitió a la tradición unánime de la Iglesia, que siempre ha considerado esa doctrina como recibida de Cristo y por tanto irreformable (ver Aceprensa 81/1994).

 

¿Cómo se compagina la suma potestad del Papa con la colegialidad episcopal? El primado es una autoridad de naturaleza episcopal, pero suprema y universal. Ya el Concilio Vaticano I, en la constitución dogmática «Pastor aeternus», recordó que la potestad papal no limita ni menoscaba la de los obispos, también ordinaria e inmediata. Los obispos no son como «jefes de sucursal» en las diócesis.

La idea de que el Vaticano I subrayó unilateralmente la autoridad del Papa, dejando en la sombra a los obispos, olvida que el Concilio tenía previsto también desarrollar la doctrina sobre el colegio episcopal, pero no pudo llegar a hacerlo porque la revolución italiana obligó a suspender las sesiones. Por otro lado, la misma constitución «Pastor aeternus» es una declaración solemne de los obispos reunidos en concilio junto con el Papa.

La autoridad del Papa, aunque sea propia y no derive de los demás obispos, no está separada de la que tiene el colegio episcopal. Juan Pablo II lo explicaba así: «Ambos, el Papa y el cuerpo episcopal, tienen ‘toda la plenitud’ de la potestad. El Papa posee esta plenitud a título personal, mientras el cuerpo episcopal la posee ‘colegialmente’, estando unido bajo la autoridad del Papa» (3). De ahí que para el Papa, «escuchar la voz de las Iglesias es una característica propia del ministerio de la unidad y también una consecuencia de la unidad del cuerpo episcopal y del ‘sensus fidei’ de todo el pueblo de Dios» (1).

Esta comunión entre el Papa y los obispos se favorece por diversos medios, como los sínodos o las visitas «ad limina». Igualmente, Juan Pablo II convocó en diversas ocasiones a las conferencias episcopales de algunos países para ayudarles a alcanzar una decisión común, ante problemas en los que no conseguían ponerse de acuerdo.

En fin, la potestad del Papa refuerza y sostiene la de los obispos. El primado «es un gran don de Cristo a su Iglesia en cuanto servicio necesario a la unidad, que ha sido con frecuencia –como demuestra la historia– una defensa de la libertad de los obispos y de las Iglesias particulares frente a las injerencias del poder político» (1). Una prueba, a la inversa, es el caso de la China actual, donde el régimen comunista, para someter a la Iglesia, decretó la ruptura de los obispos con Roma.

 

¿Cuáles son las funciones del Papa?

La misión del Papa es la confiada a Pedro, según los Evangelios: Jesucristo le dio las «llaves del Reino de los Cielos», con el poder de «atar y desatar» (cfr. Mt 16, 19), para «confirmar a los hermanos en la fe» (cfr. Lc 22, 32) y «apacentar su rebaño» (cfr. Jn 21, 15-17). O sea, es un servicio a la unidad de la Iglesia en la fe y en la comunión. Se resume en dos aspectos: enseñanza y gobierno.

Al obispo de Roma, corresponde la tarea de enseñar la verdad revelada y mostrar sus aplicaciones al comportamiento humano» (3). Es una misión eminentemente positiva: «reducir el magisterio papal sólo a la condena de los errores contra la fe sería limitarlo demasiado; más aún, sería una concepción equivocada de su función» (3).

El Papa realiza esta misión de enseñanza de tres modos principales, explicaba Juan Pablo II: «Ante todo, con la palabra»; en segundo lugar, mediante escritos, propios o publicados con su autorización por la Curia Romana; tercero, mediante iniciativas institucionales para impulsar el estudio y la difusión de la fe, como en el caso de distintos consejos pontificios (3).

Esta autoridad doctrinal suprema reside a la vez en el colegio episcopal junto con su cabeza, el Papa: «Los obispos son testigos de la verdad divina y católica cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice» (1). Así se manifiesta, de modo singular, en los concilios ecuménicos.

 

¿La enseñanza del Papa es siempre infalible?

Según el dogma expuesto por el Concilio Vaticano I, el Papa goza de infalibilidad «cuando, cumpliendo su oficio de pastor y doctor de todos los cristianos, define en virtud de su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe o las costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal». La misma infalibilidad tienen las doctrinas expuestas con igual tenor por el colegio episcopal junto con el Papa (cfr. Código de Derecho Canónico, can. 749).

Esta autoridad magisterial es la de declarar lo contenido en la Revelación, como precisa el mismo Concilio: «El Espíritu Santo no fue prometido a los sucesores de Pedro para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y expusieran fielmente la revelación transmitida por los apóstoles».

La infalibilidad propia de las definiciones dogmáticas no significa que las enseñanzas del Papa –y del colegio episcopal– sean «falibles» en los demás casos. Junto a la infalibilidad, «existe el carisma de asistencia del Espíritu Santo, concedido a Pedro y a sus sucesores para que no cometan errores en materia de fe y moral, y para que, por el contrario, iluminen bien al pueblo cristiano.

Este carisma no se limita a los casos excepcionales, sino que abarca en medida diferente todo el ejercicio del magisterio». El Papa es maestro de la verdad también con su magisterio ordinario, que «es de carácter permanente y continuado, mientras que el que se expresa en las definiciones [«ex cathedra»] se puede llamar excepcional» (3).

 

¿Qué facultades de gobierno tiene el Papa?

El gobierno que ejerce el Papa está al servicio de su ministerio de unidad y de supremo pastor en la Iglesia. Así, el Papa tiene «la facultad de realizar los actos de gobierno eclesiástico necesarios o convenientes para promover y defender la unidad de fe y de comunión» (1). Entre estas funciones están, por ejemplo, dar el mandato para ordenar obispos, establecer diócesis u otras estructuras pastorales para la atención de los fieles, promulgar leyes para toda la Iglesia, aprobar institutos religiosos supradiocesanos, etc.

El Papa ejerce su gobierno supremo de distintas maneras, según las circunstancias y los tiempos. Por ejemplo, en la Iglesia latina nombra directamente a los obispos, mientras que en las Iglesias orientales, por lo general, confirma la elección del obispo realizada por el sínodo local.

La designación directa por el Papa se implantó en Occidente para evitar las frecuentes injerencias del poder civil. En todo caso, «son el bien, la utilidad o la necesidad de la Iglesia universal las que determinan en cada momento histórico la oportunidad de los modos de ejercer la autoridad, según la prudencia pastoral» (2).

¿Ha habido una evolución del primado en la historia?

El primado del Papa tiene un contenido inmutable, que corresponde a su misión, y unos aspectos variables. De hecho, «la naturaleza inmutable del primado del sucesor de Pedro se ha expresado históricamente a través de modalidades de ejercicio adecuadas a las circunstancias de una Iglesia que peregrina en este mundo cambiante» (1).

Juan Pablo II ofrece un claro ejemplo de cómo un Papa adapta el cumplimiento de su misión a las peculiaridades de su tiempo. En el seno de la Iglesia, promovió activamente la colegialidad episcopal, en consonancia con el Concilio Vaticano II, con sínodos ordinarios y extraordinarios, generales o para diversas regiones.

En un mundo cada vez más interconectado, no se dirigió solo a los católicos, e insistió en temas de carácter universal, como los derechos humanos. También se adaptó a su época en la manera de cumplir el encargo de Cristo: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15). Así lo señalaba él mismo en una ocasión: «Hoy que los medios de comunicación le permiten [al Papa] hacer llegar su palabra a todas las gentes, cumple ese mandato divino mejor que nunca.

Además, gracias a los medios de transporte que le permiten llegar personalmente incluso a los lugares más lejanos, puede llevar el mensaje de Cristo a los hombres de todos los países, realizando de modo nuevo –imposible de imaginar en otros tiempos– el «id» que forma parte de ese mandato divino» (3).

 

¿No es un obstáculo el primado del Papa para la unidad de los cristianos?

No lo fue durante el primer milenio. La primacía del obispo de Roma fue reconocida por todos desde el principio; los primeros testimonios documentales se remontan al siglo I, cuando la Iglesia de Corinto recurrió al Papa san Clemente para que dirimiera sus disputas internas. «La fe del Papa, obispo de Roma, constituyó un criterio seguro de certeza para toda la Iglesia.

Las aclamaciones a la carta dogmática enviada por el Papa León I Magno al Concilio de Calcedonia (451) –‘¡Pedro ha hablado por boca de León!’– y las tributadas dos siglos más tarde por el Concilio III de Constantinopla (680-681) a la exposición doctrinal cristológica del Papa Agatón atestiguan hasta qué punto, a los ojos de los orientales, la fe del obispo de Roma era la fe de Pedro» (4).

Fueron hechos posteriores los que motivaron la ruptura de la unidad, primero en Oriente, con el cisma de 1054, y luego en Occidente, con la Reforma protestante. Por eso Juan Pablo II alentó a todos los cristianos a poner la mirada en el primer milenio, a fin de hallar vías para superar las divisiones.

 

¿Puede haber cambios en el ejercicio del primado papal?

El Papa puede siempre intervenir para mantener la unidad de la fe y la comunión eclesial. Pero las formas concretas de ejercer su autoridad pueden variar en cada momento histórico según lo exija el bien de la Iglesia. Para disipar las reservas de los no católicos hacia el primado papal, Juan Pablo II se refirió, en la encíclica «Ut unum sint» (1995), sobre el ecumenismo, a la necesidad de «encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva» (n. 95).

Y tomó la decisión inaudita de pedir sugerencias incluso a las comunidades cristianas no católicas, al invitar «a todos los pastores y teólogos de nuestras Iglesias para que busquemos, por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio pueda realizar un servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros» (ibid.). Esta llamada ha obtenido eco, y el diálogo ha comenzado ya, con distintas iniciativas en los últimos años (2). Juan Pablo II no ha tenido tiempo de culminar este proceso de reflexión, que proseguirá su sucesor.

(1) Congregación para la Doctrina de la Fe, «El primado del sucesor de Pedro en el misterio de la Iglesia»; texto publicado, junto con comentarios, por Ediciones Palabra, Madrid, 2003 (ver Aceprensa 161/98 y 135/2003, 2ª parte).

(2) José Ramón Villar, «El primado del Papa: lo esencial y lo mudable», Aceprensa 135/2003, 1ª parte.

(3) Catequesis de Juan Pablo II en las audiencias generales, noviembre 1992-marzo 1993, resumida en Aceprensa 66/1993: «El servicio del Papa en la Iglesia».

(4) José Orlandis, «El pontificado romano en la historia», Palabra, Madrid, 1996, p. 281 (ver Aceprensa 26/1997).

MMV.XI.XXVII.

 

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Jesucristo es la misericordia divina en persona: encontrar a Cristo significa encontrar la misericordia de Dios.

 

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“En un mundo lacerado de violencia, la Cruz es el único camino a la vida”. S.S. Benedicto PP. XVI. 2006-04-09

 

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«Él mismo sobre el madero llevó nuestros pecados…», dice san Pedro (1 Pedro 2, 24). Y san Pablo escribe a los Gálatas: «Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura: maldito todo el que está colgado de un madero, a fin de que llegara a los gentiles, en Cristo Jesús, la bendición de Abraham, y por la fe recibiéramos el Espíritu de la Promesa» (Gálatas 3, 13s).

La misericordia de Cristo no es una gracia barata, no supone la banalización del mal. Cristo lleva en su cuerpo y en su alma todo el peso del mal, toda su fuerza destructora. El día de la venganza y el año de la misericordia coinciden en el misterio pascual, en Cristo, muerto y resucitado. Esta es la venganza de Dios: él mismo, en la persona del Hijo, sufre por nosotros. Cuanto más quedamos tocados por la misericordia del Señor, más solidarios somos con su sufrimiento, más disponibles estamos para completar en nuestra carne «lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (Colosenses 1, 24).

 

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El camino hacia la «madurez de Cristo», como dice, simplificando, el texto en italiano [español]. Más en concreto tendríamos que hablar, según el texto griego, de la «medida de la plenitud de Cristo», a la que estamos llamados a llegar para ser realmente adultos en la fe. No deberíamos quedarnos como niños en la fe, en estado de minoría de edad. Y, ¿qué significa ser niños en la fe? Responde san Pablo: significa ser «llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina» (Efesios 4, 14). ¡Una descripción muy actual!

Cuántos vientos de doctrina hemos conocido en estas últimas décadas, cuántas corrientes ideológicas, cuántas modas del pensamiento… La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos con frecuencia ha quedado agitada por las olas, zarandeada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinismo; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice san Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a inducir en el error (Cf. Efesios 4, 14). Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, es etiquetado con frecuencia como fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, el dejarse llevar «zarandear por cualquier viento de doctrina», parece ser la única actitud que está de moda. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que sólo deja como última medida el propio yo y sus ganas.

Nosotros tenemos otra medida: el Hijo de Dios, el verdadero hombre. Él es la medida del verdadero humanismo. «Adulta» no es una fe que sigue las olas de la moda y de la última novedad; adulta y madura es una fe profundamente arraigada en la amistad con Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos da la medida para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el engaño y la verdad.

Tenemos que madurar en esta fe adulta, tenemos que guiar hacia esta fe al rebaño de Cristo. Y esta fe, sólo la fe, crea unidad y tiene lugar en la caridad. San Pablo nos ofrece, en oposición a las continuas peripecias de quienes son como niños zarandeados por las olas, una bella frase: hacer la verdad en la caridad, como fórmula fundamental de la existencia cristiana. En Cristo, coinciden verdad y caridad. En la medida en que nos acercamos a Cristo, también en nuestra vida, verdad y caridad se funden. La caridad sin verdad sería ciega; la verdad sin caridad, sería como «un címbalo que retiñe» (1 Corintios 13, 1).

Pasemos ahora al Evangelio, de cuya riqueza quisiera sacar tan sólo dos pequeñas observaciones. El Señor nos dirige estas maravillosas palabras: «No os llamo ya siervos… a vosotros os he llamado amigos» (Juan 15, 15). Muchas veces no sentimos simplemente siervos inútiles, y es verdad (Cf. Lucas 17, 10). Y, a pesar de ello, el Señor nos llama amigos, nos hace sus amigos, nos da su amistad. El Señor define la amistad de dos maneras. No hay secretos entre amigos: Cristo nos dice todo lo que escucha al Padre; nos da su plena confianza y, con la confianza, también el conocimiento. Nos revela su rostro, su corazón. Nos muestra su ternura por nosotros, su amor apasionado que va hasta la locura de la cruz. Nos da su confianza, nos da el poder de hablar con su yo: «este es mi cuerpo…», «yo te absuelvo…». Nos confía su cuerpo, la Iglesia. Confía a nuestras débiles mentes, a nuestras débiles manos su verdad, el misterio del Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; el misterio del Dios que «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Juan 3, 16). Nos ha hecho sus amigos y, nosotros, ¿cómo respondemos?

El segundo elemento con el que Jesús define la amistad es la comunión de las voluntades. «Idem velle – idem nolle», era también para los romanos la definición de la amistad. «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Juan 15, 14). La amistad con Cristo coincide con lo que expresa la tercera petición del Padrenuestro: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo». En la hora de Getsemaní, Jesús transformó nuestra voluntad humana rebelde en voluntad conformada y unida con la voluntad divina. Sufrió todo el drama de nuestra autonomía y, al llevar nuestra voluntad en las manos de Dios, nos da la verdadera libertad: «pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú» (Mateo 26, 39). En esta comunión de las voluntades tiene lugar nuestra redención: ser amigos de Jesús, convertirse en amigos de Dios. Cuanto más amamos a Jesús, más le conocemos, más crece nuestra auténtica libertad, la alegría de ser redimidos. ¡Gracias, Jesús, por tu amistad!

El otro elemento del Evangelio que quería mencionar es el discurso de Jesús sobre llevar fruto: «os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca» (Juan 15, 16). Aquí aparece el dinamismo de la existencia del cristiano, del apóstol: os he destinado para que vayáis… Tenemos que estar animados por una santa inquietud: la inquietud de llevar a todos el don de la fe, de la amistad con Cristo. En verdad, el amor, la amistad de Dios, nos ha sido dado para que llegue también a los demás.

Hemos recibido la fe para entregarla a los demás, somos sacerdotes para servir a los demás. Y tenemos que llevar un fruto que permanezca. Pero, ¿qué queda? El dinero no se queda. Los edificios tampoco se quedan, ni los libros. Después de un cierto tiempo, más o menos largo, todo esto desaparece. Lo único que permanece eternamente es el alma humana, el hombre creado por Dios para la eternidad. El fruto que queda, por tanto, es el que hemos sembrado en las almas humanas, el amor, el conocimiento; el gesto capaz de tocar el corazón; la palabra que abre el alma a la alegría del Señor. Entonces, vayamos y pidamos al Señor que nos ayude a llevar fruto, un fruto que permanezca. Sólo así la tierra se transforma de valle de lágrimas en jardín de Dios.

Volvamos, por último, una vez más a la carta a los Efesios. La carta dice, con las palabras del Salmo 68, que Cristo, al ascender al cielos, «subiendo al cielo, dio dones a los hombres» (Efesios 4, 8). El vencedor distribuye dones. Y estos dones son apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros. Nuestro ministerio es un don de Cristo a los hombres para edificar su cuerpo, el mundo nuevo. Vivamos nuestro ministerio de este modo, ¡como don de Cristo a los hombres! Pero, en este momento, pidamos sobre todo con insistencia al Señor que, después del gran don del Papa Juan Pablo II, nos dé de nuevo un pastor según su corazón, un pastor que nos guíe al conocimiento de Cristo, a su amor, a la verdadera alegría. Amén.

Cardenal + Ratzinger – al día S.S. BENEDICTO XVI – P.P. 2005.04

 

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San Ireneo de Lión (hacia 130-208) obispo y mártir, doctor de la Iglesia Católica
Contra las herejías, IV, 5,2; PL…

 

El Dios de los vivos
En su respuesta a los saduceos que negaban la resurrección y, a causa de ello, despreciaban a Dios y ridiculizaban la Ley, Nuestro Señor y Maestro demostró a la vez la resurrección e hizo conocer a Dios. En cuanto a la resurrección de los muertos ¿no habéis leído la palabra de Dios que dice: -Yo soy el Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob?- Y añadía: -No es un Dios de muertos sino de vivos, porque todos viven gracias a él.- Con estas palabras se refirió claramente a aquel que habló a Moisés en la zarza ardiendo y que se declaró el Dios de los padres, el Dios de los vivos. ¿Quién es el Dios de los vivos sino el Dios viviente, fuera del cual no hay otro? Este fue anunciado por el profeta Daniel cuando respondió a Ciro, rey de los persas…:-No adoro ídolos hechos por mano de hombres sino al Dios vivo que hizo el cielo y la tierra y que es Señor sobre todo lo que vive.-  Y añadió: -Adoraré al Señor Dios mío, porque es el Dios viviente.- (cf Dn 14,5.25)

Dios, a quien adoraron los profetas, el Dios vivo, es el Dios de los vivientes, como su Verbo que habló a Moisés en la zarza ardiendo y quien refutó a los saduceos y ha obrado la resurrección. El es quien, a partir de la Ley, ha demostrado a los ciegos estas dos cosas: la resurrección y el verdadero Dios. Si él no es el Dios de los muertos sino de los que viven, y si se llama el Dios de los padres que duermen el sueno de la muerte, sin duda alguna son vivos para Dios y no muertos. “Son hijos de la resurrección.” Ahora bien, la resurrección es Nuestro Señor en persona, como lo dice él mismo: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11,25) Y los padres son sus hijos, como lo dice el profeta: “En lugar de tus padres tendrás hijos…” (Sal 44,17)

 

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El Alma: 1. Abre, Señor, mi corazón a tu ley, y enséñame a andar en tus mandamientos. Concédeme que conozca tu voluntad, y con gran reverencia y diligente consideración tenga en la memoria tus beneficios, así generales como especiales, para que pueda de aquí adelante darte dignamente las gracias. Mas yo sé y confieso que no puedo darte las debidas alabanzas y gracias por el más pequeño de tus beneficios. Yo soy menor que todos los bienes que me has hecho; y cuando miro tu generosidad, desfallece mi espíritu a vista de tu grandeza.
2. Todo lo que tenemos en el alma y en el cuerpo, y cuantas cosas poseemos en lo interior o en el exterior, natural o sobrenaturalmente, son beneficios tuyos, y te engrandecen, como bienhechor, piadoso y bueno, de quien recibimos todos los bienes. Y aunque uno reciba más y otro menos, todo es tuyo, y sin Ti no se puede alcanzar la menor cosa. El que más recibió, no puede gloriarse de su merecimiento, ni estimarse sobre los demás, ni desdeñar al menor; porque aquel es mayor y mejor que menos se atribuye a sí, y es más humilde, devoto y agradecido. Y el que se tiene por más vil que todos, y se juzga por más indigno, está más dispuesto para recibir mayores dones.

3. Mas el que recibió menos, no se debe entristecer, indignarse, ni envidiar al que tiene más; antes debe reverenciarte, y engrandecer sobremanera tu bondad, que tan copiosa, gratuita y liberalmente reparte tus beneficios, sin acepción de personas. Todo procede de Ti, y por lo mismo en todo debes ser alabado. Tú sabes lo que conviene darse a cada uno. Y por que tiene uno menos y otro más, no nos toca a nosotros discernirlo, sino a Ti, que sabes determinadamente los merecimientos de cada uno.

4. Por eso, Señor Dios, tengo también por grande beneficio no tener muchas cosas de las cuales me alaben y honren los hombres; de modo que cualquiera que considere la pobreza y vileza de su persona, no sólo no recibirá pesadumbre, ni tristeza, ni abatimiento, sino más bien consuelo y grande alegría. Porque Tú, Dios, escogiste para familiares domésticos tuyos a los pobres, bajos y despreciados de este mundo. Testigos son tus mismos apóstoles, a quienes constituiste príncipes sobre toda la tierra. Mas conversaron en el mundo sin queja y fueron tan humildes y sencillos; viviendo sin malicia ni fraude, que se alegraban de padecer injurias por tu nombre, y abrazaban con grande afecto lo que el mundo aborrece.

5. Por eso ninguna cosa debe alegrar tanto al que te ama y reconoce tus beneficios, como tu voluntad para con él, y el beneplácito de tu eterna disposición. Lo cual le ha de consolar de manera que quiera tan voluntariamente ser el menor de todos como desearía otro el ser mayor. Y así tan pacífico y contento debe estar en el último lugar como en el primero; y tan de buena gana sufrir verse despreciado y desechado, y no tener nombre y fama, como si fuese el más honrado y mayor del mundo. Porque tu voluntad y el amor de tu honra ha de ser sobre todas las cosas; y más se debe consolar y contentar una persona con esto, que con todos los beneficios recibidos, o que puede recibir.

 

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En la Sajonia protestante, la blasfemia tenía pena de muerte, la Inquisición española te sometía a una pequeña penitencia por el mismo delito. Calvino mandó quemar a Servet (médico católico que descubrió la circulación de la sangre, y a quien eliminaron por “contradecir” a la Biblia con dicho descubrimiento) entre otros motivos.

Lutero también escribía: “Los herejes deben ser condenados sin oírlos”… fue el cuerpo y la disposición a la terrible e intolerante inquisición protestante.

 

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P: ¿Cuáles fueron las inquisiciones más duras y letales por países?

 

R: Si se refiere a instituciones de carácter religioso, posiblemente la inquisición en Francia no ha sido superada ni por la española en la época de hegemonía europea. Si utiliza el término en un sentido figurado, cualquier inquisición fue una excursión de jesuitinas comparada con los aparatos creados por Lenin y Hitler.

 

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Si la Verdad no viene precedida por el amor, no sabemos ni siquiera cómo y con quién ejercerla.

 

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Génesis Cap. I vers. 24 Dios dijo: «Que la tierra produzca toda clase de seres vivientes: ganado, reptiles y animales salvajes de toda especie». Y así sucedió. «Obras todas del Señor, bendecid al Señor» «Y vio Dios que era bueno».

http://www.conocereisdeverdad.org/website/index.php?id=4843

 

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