«La política de la vida» Mariano Alameda.

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Todo ser humano busca la felicidad. Es su derecho e irrenunciable deber principal, su objetivo final. Todos los demás deberes cuelgan de ese derecho a buscarla. Los métodos por los que el ser humano la busca son elección de cada uno. Cada uno elige una política (el arte con el que se emplean los medios para conseguir un fin determinado) para conseguirlo.

Por ejemplo, en la búsqueda de la propia felicidad, en el desarrollo y la evolución personal, nos apoyamos en diversos métodos como las religiones, las terapias, los yogas, los cursos formativos. Pero nos pasa una cosa muy curiosa: estamos tan centrados en el funcionamiento del grupo al que pertenecemos y tiene la pertenencia tal importancia en el ser humano, que olvidamos cuál era el objetivo de la práctica y nos identificamos con la pertenencia al método de apoyo, al club, al partido, a la fe y lo defendemos por encima de los demás. Así se construye el fanatismo y se crea un enemigo: los otros. No hay más que observar la historia de las religiones. Nos llega a dar igual si el resto de los métodos tienen aspectos válidos o no. Aquellos –sobre todo a los que no les funciona el suyo- se dedican a defender irracionalmente la pertenencia al grupo y al método por encima de los fines que se buscaban en el origen. Nos hemos identificado con el medio y hemos abandonado el objetivo. Es una especie de nacionalismo, egocentrismo grupal que se basa, como todos, en la ignorancia y en la identidad de grupo. El otro es el enemigo, una manera de proyectar nuestras propias miserias en una entidad ajena y así poder exorcizarla de nuestro interior destruyéndola en el otro.

Se nos ha olvidado que los métodos son sólo medios de apoyo, no fines en sí mismos.

Vemos cómo el mundo de la política en el que se mueve el mundo actual, vive en una cerrazón perpetua, una profunda ignorancia de los fines que buscaba en su origen, que eran el crear una sociedad más feliz. Ése tendría que ser el objetivo de toda política honesta. Vivimos, por tanto en el mundo del fundamentalismo político, donde las ideas de los otros grupos no son ni siquiera valoradas un momento para ver si tienen alguna parte válida, sólo se busca destruirlas para que triunfen las del grupo al que yo creo pertenecer. Primacía de grupo, como primates. Seguimos funcionando como una panda de majaderos territoriales de nuestras fronteras imaginarias ideológicas tirándole cascotes al otro sin poder reflexionar si su visión tiene algo de sentido válido o es práctico para mí.

Es curioso que unas de las acepciones que da el diccionario de la palabra político es “buen modo de portarse”. Parece una ironía colosal muchas veces viendo los telediarios y no sólo los telediarios, sino cualquier debate, entrevista, tertulia o incluso artículo. No parecen nuestras sabias y bondadosas señorías buscar como objetivo la felicidad del ser humano, cuyo fin deberían perseguir (facilitando los medios para que cada individuo lo consiguiera por sí mismo) y recordando, con sus palabras y actos, el derecho universal de todo ser humano a ser educado, protegido, cuidado, motivado, alentado, consolado y asegurado por la sociedad de la que forma parte. Al contrario, oyéndoles hablar y mirando muchos de sus actos, no buscan sino la destrucción del enemigo (que siempre es imaginario) o la primacía de su propio grupo. Todo para mantenerse en el poder, en el que descubrir, al final, que allí no hay nada más que soledad, frío, miedo y paranoia, que son los métodos que, curiosamente, se han usado para llegar a él.

Del mismo modo absurdo, irracional y emocionalmente perturbador, las naciones, aunque sean conocedoras de la enorme madeja de interrelaciones en las que el mundo se mueve y su interdependencia, no dejan de comportarse casi siempre de modo egoísta y cicatero, cuando no directamente violento, contra otras naciones o pueblos, como si no supiéramos ya que los conflictos se extienden como enfermedades por todo el planeta. El problema es que si ellos se comportan éticamente mal, hacen sentirse al pueblo igual y emponzoñan el espíritu social. Pero qué vamos a pedirles a los que destruyen los recursos naturales mientras se reparten beneficios para intentar consolar su infelicidad interna.

Al igual que la ley de la gravedad, la relatividad o el magnetismo regulan el movimiento de los objetos en el mundo, así la bondad, la belleza, el bien y la justicia, como valores universales, rigen el estado de ánimo de las personas y de las sociedades. Nos sentimos bien si estamos alineados con esos valores. Y, por supuesto, nos sentimos MAL si estamos desalineados con ellos. Y eso no se puede decidir, eso nos viene dado de serie. Ése es el método a través del cual la sabiduría del universo nos mete en vereda. El estado de ánimo viene provocado de modo inconsciente por la cercanía o lejanía que tenemos en nuestro comportamiento a esos valores universales que son el fundamento original con el que está construido el ser. Si te desalineas, sufres. Si nos desalineamos todos, sufrimos.

Ahora apliquemos esto a la construcción política. ¿Dónde quedan los valores éticos universales en el discurso, en el hecho, en las críticas, en los actos, en los planteamientos y en las promesas que la mayor parte de los “grandes” políticos que pretender representarnos vociferan en los atriles? Es obvio: no están. Si existieran y lo mostraran serían inmediatamente calificados por sus rivales de actuar con “buenismo”, “ingenuidad”, “utopía”. Eso se ve, por ejemplo, en la “revolución del papa Francisco”, que básicamente consiste en que han puesto, en un cargo en el que tendría que haber un hombre bueno y sabio, a un hombre bueno y sabio. Sorprendente.

Igualmente, un reciente estudio europeo demuestra que la empatía, la compasión en el ser humano, se siente con más facilidad hacia los animales y las mascotas con las que compartimos el planeta que, sorprendentemente, con los de nuestra propia especie. ¿Por qué? Pues la demostración del estudio confirma que es porque consideramos inconscientemente que los animales son inocentes y buenos y nosotros, los seres humanos, en general, somos perversos y merecemos más el mal. Nada menos. Creemos que somos malos.

Y sin embargo los políticos profesionales muchas veces se ponen el envoltorio aparente de la esperanza, del cambio, del bienhacer para que al abrir el regalo no nos demos cuenta de que escondía la confrontación, la venganza, la impiedad, cuando no directamente el clasismo, el miedo, la crueldad o el fanatismo ideológico. Parece que nos han puesto de acuerdo en que esta sociedad nuestra tiene que funcionar como la danza de las miserias, el paraíso de los mezquinos. Todo eso alentado por una prensa que olvidó lo que aprendió en la facultad de periodismo y cada vez más actúa como voceros publicistas segmentados y demagógicos para el club que los paga. Cada vez el periodismo y la política se parecen más a un debate de comentaristas de “realities” en el que, sorpendentemente, cuanto más simplona, malintencionada y torticera sea la opinión manifestada a gritos, más ovación enrabietada se lleva el orador alentados por el regidor que fomenta el nuevo circo romano del bulling disfrado. Grima, lengua de serpiente, no destacaría mucho aquí, fuera de Rohan. Muchas veces se parecen más los discursos políticos al contenido de esas redes sociales donde se alternan, como caras de mundos opuestos, las frases hermosas escritas sobre imágenes bellas que nos recuerdan la dicha del mundo, con las vomitonas de rencor y frustración de los haters –literalmente, “odiadores”- que manifiestan su vinagre interno intentando destruir a quien le recuerda su propia inferioridad en la comparación. Cada uno de ellos defendiendo su “perfil” a ver si con suerte los “likes” recibidos en el postureo vital le reafirman la auto-imagen que pretende mostrar, que es exactamente la contraria de lo que teme que es. “Perfil”, para el diccionario: “postura en que no se deja ver sino una sola de las dos mitades laterales”. Parece ser que el mundo, en su dualidad, a la vez empeora y mejora a la vez. Y todo esto cada vez más rápido.

El resultado es un estado de ánimo psico-fisico-social de desquiciamiento emocional de grupo, pleno de enfermedades psicosomatizadas en progresión geométrica y directamente proporcionales a la desdicha social en el que los fundamentalismos ideológicos se intentan destruir entre ellos: neoliberales contra neomarxistas, jóvenes revolucionarios contra viejos yonkis del poder, regionalismos narcisistas emparanoiados culpando al otro de sus problemas para mantener su idealización de grupo, pretenciosos sordos portadores de la verdad suprema que afirman su supremacía mientras chapotean sacando la cabeza en las arenas movedizas hediondas de su organización. Unos, ofreciéndole todo inmisericorde sacrificio necesario al altar del dinero y de la jerarquía, la representación continuamente idéntica a si misma de un patriarcado clásico travestido de modernito. Otros, guerreando entre sí en una lucha fraticida por derribar cualquier poder, incluido el propio, multifragmentándose siempre en la batalla por intentar llegar a un lugar que por principio, intentan derribar. Y todos bailando en el teatrillo de la “escandalera” política, en la danza de los enemigos imaginarios, sin darse cuenta de que en el fondo, muy al fondo, muy, muy al fondo del fondo, al fondo de cada uno hay un niño queriendo ser feliz al ser amado y poder amar. Todos confundiendo los medios con los fines. Nadie recordando ya aquella verdad infantil de “ser bueno” y “portarse bien” que cuando lo conseguíamos y así se portaban con nosotros, nos hacían sentir tan bien. Debe ser eso la pérdida de la inocencia.

¿Llegará un día en que tendremos un gobierno de sabios? Si, cuando el pueblo lo seamos.

Mientras tanto, que cada uno de nosotros haga lo que pueda, sin olvidar la felicidad intrínseca y tan escasa que presupone el tener la conciencia tranquila con nuestros propios actos. Si es que existe todavía esa posibilidad.


Mariano Alameda
Octubre 2015
www.centronagual.es

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