Nacionalismos en España: una invención malsana

Una vez más, con motivo de la convulsión producida por el llamado “proceso” de Cataluña a la independencia, vuelve a ser pertinente la pregunta que se hicieron muchos de nuestros antepasados en situaciones parecidas: ¿quiénes somos los españoles?
¿Qué es España?
La respuesta parece sencilla, pero no lo es.
Lo deseable sería decir que España es una parte del planeta tierra habitada por personas que han decido vivir en común bajo un sistema político que garantiza su convivencia; sin embargo, la memoria nos dice que han existido y existen múltiples dificultades para que tal propósito sea o haya podido ser una realidad.
Varias guerras civiles, múltiples golpes de estado, longevas dictaduras y estados de excepción, represión recurrente de las clases populares, gravísimas desigualdades sociales, son algunas de las manifestaciones que han provocado que la convivencia entre españoles no haya podido ser placentera.
En esa cadena de complicaciones hay que situar también las dificultades habidas para instituir un modelo estable que haya servido para armonizar las relaciones entre los habitantes de los distintos territorios.
Por todo lo anterior, no han sido pocos los intelectuales que han usado calificativos pesimistas para definir este país: Macías Picavea hablaba del problema nacional, Ortega de la España invertebrada, Machado de dos Españas, Laín Entralgo de España como problema, Linz de ocho Españas, Álvarez Junco la identifica como una madre dolorosa, etc., etc. Ante tanta decepción, ellos y otros muchos, periódicamente, hablaron y se siguen hablando de “regeneración”, de la necesidad de reinventar el país, de partir de cero.
Ha habido a lo largo de la historia española muchos intentos para romper ese “bucle melancólico”. El último ha sido el de la Constitución de 1978 en cuyo articulado se reconocía la “indisoluble unidad de la Nación española” por un lado y, por otro, “el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran”.
Parecía una fórmula definitiva para armonizar pueblos y territorios dentro del Estado, y así lo fue hasta que, cuarenta años después, parecen obsoletos los principios de concordia y solidaridad recogidos en el artículo 2 y falaz aquella disyuntiva entre la “Nación” española con N mayúscula y las “nacionalidades” con n minúscula con la que se definía a algunas de sus regiones.
Hoy, en la coyuntura de un cambio sistémico económico y social de carácter global, las diversas interpretaciones de qué es España y de lo que deba ser en el futuro giran en torno al concepto de “nación”.
Para unos no hay más nación que la española; para otros, naciones son Cataluña, Euskadi, Galicia o Andalucía y, como tal, tienen derecho a ser reconocidas y construir su propio Estado. Quienes tratan de armonizar la realidad plural española de forma federativa o confederativa hablan de España como “nación de naciones”.
¿Qué hay detrás del “escurridizo” concepto de nación? La literatura científica sobre el asunto es extraordinariamente amplia, habiendo alcanzado un muy avanzado grado de sofisticación tanto empírica como analítica. Lo primero que hay que tener en cuenta del concepto “nación” ha tenido distintas acepciones a lo largo del tiempo. En España, como en otros países, no aparece en el Diccionario de la Real Academia Española hasta 1884 y se define como Estado; también como territorio y como el conjunto de habitantes de un país regido por un mismo gobierno. Esto no quiere decir que la palabra no existiera o no se usara con anterioridad. Existió y se concibió de una manera bien diferente: en la Edad Media, “nación” o “patria” hacían referencia al lugar concreto donde se había nacido, a la tierra que se labraba, al linaje familiar. De esta manera se hablaba de un nacional de Girona o de otro de Almendralejo. De ahí que no sirva de nada rastrear los orígenes de la patria en tiempos muy remotos. En los siglos modernos, especialmente en el siglo XVIII, la idea de nación amplía su enfoque espacial, al incluirse en ella al conjunto de los súbditos del monarca que pretende irradiar su poder absoluto a todos los puntos del territorio, sirviéndose para ello de una aristocracia guerrera y de una burocracia que dotara al sistema de eficiencia recaudatoria y legitimación política.
Ese Estado despótico que consagraba privilegios aristocráticos y eclesiásticos, y conculcaba las instituciones locales fue combatido por un pueblo que se otorga a sí mismo el título de “la Nación”; un pueblo con voluntad y capacidad para ejercer la soberanía de forma libre e igualitaria, de “independizarse” de las ataduras que les impedía desarrollar un vida próspera y en libertad.
Así, la Constitución de 1812 definía la nación española de forma simple y abierta como “la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”; la de 1869 como la reunión democrática de los nacidos en España; la misma voluntad “nacionalista”, en un contexto nada propicio que la hizo inviable, se recoge en la Constitución de 1931 que definía España como una “República democrática de trabajadores de toda clase”. En todas ellas, el protagonismo político de los individuos, fueran las que fueran sus peculiaridades étnicas, estaba ampliamente reconocido. Nace así, un tercer concepto de nación.
En toda Europa, sin embargo, a finales del siglo XIX, la “nación” empieza a adquirir su sentido actual, entendiéndose como un sistema institucional dotado de vida propia, con unos rasgos específicos e inmutables. En España, en 1884, Cánovas del Castillo decía que la nación española era cosa de Dios o de la naturaleza, pero no una invención humana.
El nacionalismo se convertía así en una “religión política” y como tal, a imitación de la vaticana, requería de sus oráculos, intérpretes y pastores. Dicho de otra manera, el concepto popular o republicano de nación descrito por Rousseau, Sièyes, Suart Mill o Mazzini había sido útil para acabar con el Antiguo Régimen pero, consolidado el régimen capitalista y asegurada la propiedad privada, la libertad de elección que había promovido la revolución comportaba el riesgo de arrollar el sistema por la desafección de la mayoría, de las clases populares, como se comprobó fehacientemente en la Comuna de París de 1871 o en la República española de 1873.
Como es sabido, la influencia de la filosofía alemana, Hegel, Fichte, Meinecke, etc., fue decisiva para cimentar la visualización de los pueblos en naciones, para que la nación dejara de entenderse ya no como pueblo sino como el espíritu del pueblo; un espíritu que podía rastrearse desde tiempos inmemoriales siguiendo una cadena de rasgos étnicos, raciales, culturales, históricos, etc., cuya trayectoria futura estaba preestablecida. Fue un trabajo arduo pero eficaz. En 1925, la Real Academia Española incorpora esa noción étnico/organicista al definir la nación como el “conjunto de personas de un mismo origen étnico y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común”. El derecho a construir el país dejó de ser personal y civil para convertirse en el derecho nacional a construirse, agredir, colonizar, autodeterminarse, etc., siguiendo las órdenes del gran jefazo patriótico.
Fueron muchos los estudiosos que aportaron su granito de arena a la edificación de la metafísica nacionalista española. El prototipo fue Menéndez Pelayo para quien España era “una nación de teólogos armados”.
Los pastores de la nueva religión salieron, obviamente, de entre las clases oligárquicas o de sus testaferros civiles y militares, especialmente de estos últimos, tradicionalmente vinculados a la aristocracia, la propiedad de la tierra, la defensa del “orden” y la administración pública. El aristócrata, político, novelista y terrateniente cordobés Juan Varela lo dejaba bien claro al opinar que los generales debían cumplir una función directora de la sociedad debido a su “mayor rectitud, solidez y claridad de juicio”.
De la rectitud y claridad de juicio de los generales españoles recibirían cumplida cuenta los españoles durante las dictaduras de Primo de Rivera o de Franco.
La primera gran cuestión que ha ocupado a los estudiosos del nacionalismo es comprobar si los rasgos perennes y los hechos constitutivos descritos estaban basados en datos reales y contrastados. Por supuesto, para los intelectuales “primordialistas” como Hastings o Geertz y para los historiadores nacionalistas, no había duda de ello. La nación española, en concreto, creció siguiendo una secuencia de acontecimientos heroicos en defensa del honor patrio y de la verdadera religión. Los héroes españoles en los libros de texto han sido Pelayo y el Cid, Fernando III el Santo, los Reyes Católicos; los conquistadores de América y los tercios de Flandes que hicieron posible que en el imperio español nunca se pusiera el sol; santos como Ignacio que propagaron la fe de Cristo; los héroes que combatieron a los franceses en la guerra de Independencia, etc., etc.
Encontramos teóricos más serios, como Anthony Smith, que admiten una cierta base étnica sobre la que se construyeron los nacionalismos. Sin embargo, existe un amplio consenso entre la comunidad científica –Anderson, Hobsbawm, Benedict, Gellner, Kedourie, Armstrong, Máiz, entre otros- para decir que el nacionalismo es un “contructo”, una reconstrucción del pasado por parte de quienes, seleccionando acontecimientos y valores culturales aislados, despreciando otros que no encajan en su concepción, forzando una intencionalidad que los antepasados no tenían, utilizan la historia como una arma para acceder al poder político en tiempo presente. En unas pocas palabras: la nación es una invención interesada de los nacionalistas.
Los cuarenta años que antecedieron a la primera guerra mundial en 1914 fueron una fábrica de construir nacionalismos y nacionalistas en toda Europa (la consecuencia fue, precisamente, la guerra). Monumentos, tumbas, banderas, himnos, fiestas conmemorativas, desfiles, manuales, novelas y operetas se crearon por doquier para levantar el espíritu patriótico. Fueron un antídoto contra el internacionalismo proletario, una adormidera capaz de forzar una influencia emotiva sobre los pueblos cuyo propósito era neutralizar los conflictos de clase. En el nacionalismo español, la memoria de la guerra de la Independencia de 1808 cumplió ese papel a pesar de que bien puede ser considerada también como una guerra civil; la derrota “con honra” infringida por Estados Unidos en 1898 y el regeneracionismo subsiguiente fueron una importante inyección de patriotismo, un paso adelante en la configuración del nacionalismo español y en la búsqueda de soluciones quirúrgicas para los males del país.
Sin embargo, puestos a inventar tradiciones, nada impedía que dentro de España, en base también a reales o supuestas historias y rasgos étnicos, culturales y lingüísticos, victimismos y agravios, otros nacionalistas iniciaran la aventura de la propia construcción nacional: Almirall, Prat de la Riba, Cambó, entre otros, son los padres del catalanismo; Sabino Arana construye las bases ideológicas del nacionalismo vasco; Blas Infante, Blasco Ibáñez o Castelao hacen lo mismo en Andalucía, Valencia y Galicia.
Como Menéndez Pelayo, cada prócer nacionalista fue construyendo al mismo tiempo un mito y una fuerza política. Según el mito de Túbal, los vascos son el pueblo elegido por Dios porque descienden directamente de Noé; la derrota del ejército austracista y la implantación de la dinastía Borbón en 1714 es tomado como referencia de un irredentismo catalán que no tiene en cuenta, por ejemplo, la intervención de tropas catalanas al servicio del rey francés o que Cataluña se convierte en la región más rica del país con los odiados borbones; el andalucismo de Blas Infante sacralizó al pueblo andalusí sin que ni él ni los andaluces de su tiempo conservaran de ellos más que las piedras y los arabescos dejados tras su expulsión. Más que desmontar tales mitos, lo que interesa aquí es preguntarnos cuándo se incorporaron esos mitos al acervo nacionalista y por qué algunos de ellos, el catalán y el vasco en concreto, se convirtieron en fuerzas políticas que terminarían teniendo una enorme trascendencia en la vida del país.
Aplicando estrictamente la teoría podría pensarse que los nacionalismos periféricos españoles aparecen como reacción al Estado centralista, con sede en Madrid, pero no es así, la reacción al centralismo durante tres cuartas partes del siglo XIX no fue el nacionalismo periférico sino el foralismo carlista y el municipalismo juntero, republicano y federal. Hacia 1855 Marx decía que España era “un conglomerado de repúblicas mal regidas por un soberano nominal al frente”. Fue el “nacionalismo obligatorio” español inventado por la Restauración borbónica de 1875 el que abrió la caja de Pandora del “café para todos” nacionalista que vino después.
Dos razones explican tal hipótesis. Una ha sido catalogada como la “débil nacionalización” de la cultura española a lo largo del siglo XIX. Como ha analizado De Riquer, vehículos de civismo e inmersión nacional, como el sistema escolar o el servicio militar, no cumplieron ese objetivo; en el primer caso, porque el presupuesto escolar nunca fue suficiente, porque, hasta 1903, se dejó a los municipios la responsabilidad de crearlas, porque iniciativas como la Institución Libre de Enseñanza o ideas regeneracionistas como las de Rafael Altamira, por ejemplo, no fueron más que gotas en el océano. Igualmente, el servicio militar que servía en otros países como elemento de cohesión social y cultural era utilizado en España como instrumento de control político de las clases populares que formaban en exclusiva la “clase de tropa” al quedar exentos los hijos de las familias burguesas tras pagar la “cuota” estipulada.
El Régimen de Cánovas cortó de raíz cualquier intento de promover lazos identitarios de abajo arriba, pero no bastó con eso. Como correspondía a los intereses oligárquicos que defendía delegó en la Iglesia y en el Ejército la función de conformar el “espíritu nacional”; es decir, delegó funciones en dos corporaciones con intereses propios y ajenos al bien común, firmemente dispuestas a ocupar el Estado para su provecho.
 Es decir; a la “débil nacionalización” de la cultura española se le une la aparición de un nacionalismo impostor e inventado (el nacional-catolicismo no fue solo del franquismo) que hace que el antimilitarismo y el anticlericalismo entren a formar parte de la cultura del pueblo español (la rebelión en Barcelona contra el embarque de reservistas a la guerra de África y el simultáneo asalto a iglesias y conventos durante la Semana Trágica en 1909, fue un conocido ejemplo) y que ofrece la oportunidad para que otros nacionalistas se fueran haciendo un hueco en el panorama político, empleando, como digo, un “repertorio étnico” también inventado para empoderar sus propuestas.
Pero un enfoque del nacionalismo que ponga el exclusivo acento en el “haber” de los pastores adolece de un efecto principal: no explica para nada por qué el “rebaño” se deja convencer y participa de mitos, victimismos y proyectos imperiales o secesionistas.
Para resolver esta cuestión no interesa saber qué es el nacionalismo sino cuándo surge, cuándo ese “repertorio étnico heredado” despierta como una “bella durmiente” y se convierte, como dice Máiz, en “capital ideológico nacionalista”.
En Europa, los nacionalismos étnicos aparecen en el último cuarto del siglo XIX en el contexto de una crisis del capitalismo liberal y de contestación de las clases populares, y ante la necesidad del sistema de abrir una vía nueva, una nueva estructura de acumulación, que será la de la concentración del capital, la expansión imperialista, la irrupción de una nueva oleada tecnológica e industrial.
La era de la vieja cooperación en los mercados que predicaba el liberalismo dio paso a otra que duraría hasta la segunda guerra mundial y que Maddison llamó la era de “perjudicar al vecino”, forma rotunda de expresar una competencia entre naciones, entre nosotros y ellos, que requirió grandes consensos “nacionales” y dejaría millones de muertos tras las respectivas banderas.
Foto: Assemblea.cat
España vivió las mismas incertidumbres que el resto de los países vecinos en el último cuarto del siglo XIX y buscó también formas de salir de la crisis y subir varios peldaños en el desarrollo de sus fuerzas productivas. Pero España no era una gran potencia como Inglaterra o Francia, ni una potencia emergente como Alemania, era un viejo imperio en retirada que pronto perdería sus últimas posesiones en 1898.
España no pintaba ya nada en la configuración de lo que Wallerstein ha llamado la economía-mundo. El proyecto español debía ser, por tanto, más modesto, de andar por casa. Fue Cánovas del Castillo quién diseñó las bases de la nueva estructura de acumulación que los historiadores han llamado el “nacionalismo económico español”.
Hacer nación –decía- es proteger el mercado nacional de injerencias foráneas y hacer que las distintas regiones se comprasen y vendiesen entre sí aquellos productos en los que se habían especializado. Cataluña era la “fábrica de España” dedicada de antiguo en la producción de bienes de consumo; el País Vasco, en bienes de equipo, las dos Castillas, regiones agrarias; Andalucía agraria y minera; Madrid fue la base de operaciones del capital político, financiero y especulativo.
Solo esta descripción basta para imaginar las tensiones regionales derivadas de las desiguales relaciones de intercambio entre productos agrícolas, industriales, terciarios y financieros.
Y, efectivamente; lo que empezó siendo un planteamiento típicamente smithiano, se convirtió pronto en una carrera hacia el poder de los distintos grupos productores para obtener de los gobiernos ventajas preferentes en un mercado ocluido. En esa carrera se adujeron méritos, agravios y argumentos diversos sobre qué productos, qué sectores y qué regiones debían tener preferencia; llegado a ese punto, la rivalidad mercantil y política adquiría dimensiones mayúsculas porque amenazaba con hacer saltar por los aires las relaciones del dominio burgués en las distintas regiones, dominios basados en las arquitecturas institucionales específicas que definían los diferentes capitalismos existentes en el país.
Para no gastar demasiado espacio en aclarar esto, piénsese solo en las diferencias existentes, por ejemplo, entre Cataluña y Andalucía; el capitalismo catalán se ha caracterizado por ofrecer una mayor disponibilidad de los recursos de capital en todas sus modalidades (físico, político, humano o social) para cimentar, como decía Pierre Vilar, una economía que ha ofrecido beneficios “liliputienses” pero generalizados. Por el contrario, en Andalucía, el control oligárquico de los recursos ha sido una constante desde la conquista castellana en el siglo XIII hasta la actualidad. Utilizando la terminología de Acemoglu, el catalán es un capitalismo relativamente “inclusivo” mientras que el andaluz es claramente “extractivo”.
La rivalidad entre esos dos modelos de acumulación de capital se expresó fundamentalmente en función de las diferentes maneras en que sus respectivas burguesías entendieron el hecho nacional. La diversidad nacionalista en España es, por tanto, en última instancia, el producto de una rivalidad entre capitalistas.
Continuemos con el hilo histórico. Los capitalistas españoles querían mercados en términos ventajosos y, para ello, necesitaban ocupar el Estado, para los cual exhibieron distintos tipos de armas. La vieja aristocracia, la clase terrateniente, las elites rentistas instaladas en la capital, detentaban el poder y contaban con las “esencias” patrias proporcionadas por el ejército, vanguardia de la hispanidad y fiel componedor de las relaciones de clase. A las burguesías vasca y catalana no les quedaba otra alternativa que identificar sus intereses con los de la región y, en consecuencia, fomentar iniciativas políticas que hicieran visible tal compromiso.
Como dice De Riquer: “Aixó, els burgesos catalans, després del 98, es veuen en la necesitat de fer política d´una manera diferent”. Los historiadores nos han ofrecido algunas de las vías empleadas en ese proceso: una de ellos era la connivencia de los partidos dinásticos aparentemente rivales a la hora de defender en las Cortes proposiciones de leyes que concernieran a sus territorios; otra, la creación de entidades patronales Fomento del Trabajo Nacional creada en Barcelona en 1889 o la Liga Vizcaína de Productores, 1894; la más decisiva fue la confluencia de viejos enemigos, federales y carlistas, en partidos o plataformas políticas regionalistas o nacionalistas.
En Vizcaya, el ultramontano carlista Sabino Arana constituye el PNV en 1895. En Cataluña, como ha descrito Ángel Duarte, el municipalismo federal de tanta influencia entre las clases populares llegó a 1900 completamente regionalizado – Almirall cuando publica Lo Catalanisme en 1886- como una reacción al Régimen caciquil y centralista de la Restauración; la pérdida del mercado de Cuba en 1898 está en el origen de la creación de la Lliga Regionalista en 1901; ambos grupos junto a los carlistas constituirían Solidaritat Catalana en 1906 que obtendría rotundos éxitos en las siguientes elecciones.
Ha de tenerse en cuenta, además, en el arranque de los nacionalismos periféricos el hecho de que tanto Vizcaya como Cataluña, como regiones industriales, afrontaron problemas de gran magnitud como una fuerte inmigración a minas y fábricas y, especialmente, la odiosa realidad de la lucha de clases y la aparición de las ideologías anarquistas y socialistas.
El nacionalismo etnicista, además de antídoto contra-revolucionario , contribuía a segmentar el mercado de trabajo entre nativos y foráneos y, consiguientemente, a dividir el movimiento obrero –recuérdese aquí la participación de los carlistas en los sindicatos libres afectos a la patronal para combatir a la CNT-.
Foto: Eoghan OLionnain
En definitiva, el proyecto estatista “de hacer nación” diseñado por Cánovas desencadenó no la unidad sino la diversidad de naciones españolas. Sin embargo, España no se rompía porque a todos los intereses en presencia se les brindó la posibilidad de triunfar en el bonito deporte de la búsqueda de rentas cerca del poder. Los siderúrgicos vascos consiguieron importantes contratos del Estado e imponer sus hierros en el mercado interior a precios de monopolio.
Los aranceles proteccionistas, en especial el de Francesc Cambó en 1923, líder de la Lliga, y ministro de Hacienda, garantizaron no solo la exclusividad del mercado para los productos catalanes sino también una paridad ventajosa en las relaciones de intercambio entre productos industriales y agrarios. La banca española, cerca de la Corte, consiguió en 1921 una Ley de Ordenación Bancaria que le aseguraba el numerus clausus.
Una vez superados momentos difíciles de los años treinta y la guerra civil, el franquismo trató de recuperar el equilibrio canovista en beneficio de “todos”.
Los militares en nombre de la “raza” española se convirtieron en la “columna vertebral” del país; el clero vaticano se incrustó en la médula misma del Estado español; los grandes propietarios agrícolas del sur perpetuaron la explotación inmisericorde de los jornaleros; Madrid y su establishment siguieron siendo la banca que repartía las cartas de la baraja; los industriales vascos y catalanes acumularon capital gracias al terror institucionalizado y, sobre todo, a mantener la exitosa estrategia de ejercer lo que se ha llamado un “doble patriotismo” o “nacionalismo bipolar” consistente en conservar la llama viva del nacionalismo regionalista por un lado (las patronales siguieron teniendo vida propia al margen del Sindicato Vertical) y en reclamar la reserva en plenitud del mercado nacional español por otro.
En ese contexto, no hizo falta despertar a la “bella durmiente”, y mucho menos cuando, rompiendo el equilibrio expresado, el Estado franquista e siguiendo las teorías del desarrollo desigual vigentes en los años cincuenta y sesenta concedió a Cataluña el preciado don de contar con cientos de miles de emigrantes andaluces y de otros puntos de España que constituyeron la base del moderno desarrollo catalán. No solo de Cataluña, sino también de Madrid y de las entonces llamadas provincias vascongadas; es decir, de los tres polos del nacionalismo en España. Entre 1940 y 1973 la participación de Madrid, el País Vasco y Cataluña en el PIB español pasó del 33,1 al 42,3 por ciento.
Algo empezó a cambiar sin embargo a partir de finales de los sesenta, a medida que los mercados se fueron abriendo, la crisis del petróleo planteó graves problemas al tejido industrial, el movimiento obrero dio muestras de vitalidad y de fortaleza política, la oposición pasaba factura a un Régimen cuartelero y el franquismo sin Franco perdía sus esencias e intentaba transfigurarse en otra cosa. La situación se complica aún más con las reconversiones industriales de los años ochenta, la entrada en el Mercado Común en 1986, la adopción de la moneda única europea en 1999, la “financierización” económica, la deslocalización y globalización productiva.
En ese contexto, salvo para los empresarios que tenían en el mercado interior español a sus mejores clientes, empieza a ponerse en cuestión el viejo “nacionalismo bipolar” al que ya se ha aludido; la reserva del mercado interior ya no es posible y las incertidumbres dimanadas de la inserción en la economía global requieren de refuerzos identitarios para crear consensos y hacer más competitivas las distintas economías.
La “marca España” es el lema utilizado por el gobierno central, mientras los nacionalistas periféricos vuelven a despertar la “bella durmiente” –ahora con las competencias autonómicas a su favor- para sacar ventaja de sus relaciones con Madrid. Los gobiernos del PSOE y del PP con Convergencia y Unión y con el Partido Nacionalista Vasco, además de tapar escándalos como el de Banca Catalana, contribuyen en gran medida a ese propósito.
En términos de Muñoz Molina, sin embargo, todo lo que parecía sólido se desmorona a partir de 2008. La crisis financiera desemboca en una crisis sistémica cuya única salida, hasta el día de hoy, es el reforzamiento de las mismas instituciones y estructuras de recompensas que construyeron los causantes de la crisis: supremacía de la economía financiera sobre la productiva (en España, de Madrid sobre Barcelona), mercados globales aún más abiertos (y lo serán más con la TTIP), influencia de las grandes corporaciones empresariales sobre los gobiernos (cuando no el gobierno directo de las grandes corporaciones), devaluación y precarización del factor trabajo, recortes en el Estado del Bienestar, etc.
En el contexto mencionado, y refiriéndome en concreto a Cataluña y a su relación con España, lo que antes era un salvavidas ahora son unos grilletes en los tobillos. Los diversos sectores nacionalistas catalanes, liberales, republicanos, carlistas, vuelven a encontrarse, como en la Solidaritat Catalana de 1906, en el Junts pel Si en 1915, cada uno de ellos con sus respectivos intereses pero todos intentando apuntalar esa “peculiar y explosiva combinación de intereses y lazos afectivos” que, según Rothschild, son los nacionalismos etnicistas.
Para los liberales, lo que importa fundamentalmente es el ajuste del capitalismo catalán en la economía-mundo, para lo cual la competitividad es clave, y la clave de la competitividad es reducir tanto los costes de transacción gracias la unanimidad como los costes unitarios y sociales de lo producido.
De ahí que estén de acuerdo en aplicar las “reformas laborales” y los recortes dictados desde Madrid y ampliados desde la Generalitat, pero están en desacuerdo frontal en las inversiones y la competitividad catalana sean lastradas por la solidaridad con las regiones pobres de España.
Este último punto ha sido clave para crear la adhesión inquebrantable de una parte de las clases medias y trabajadoras catalanas preocupadas por la caída de sus niveles de bienestar –Cataluña, como el conjunto de España, ha retrocedido ocho puntos porcentuales entre 2009 y 2013 con respecto a la media de la Unión Europea en PIB per cápita-, y en las que ha hecho furor el lema falaz de “España nos roba”.
Por su parte, la escasez de trabajo y la precariedad del existente vuelven a hacer de la componente lingüística y cultural la base de la segmentación de los mercados de trabajo en favor de los inmersos en las redes clientelares nacionalistas. Todos esos factores han contribuido a hacer popular la irresponsable dicotomía del nosotros/ellos que entusiasma a los políticos nacionalistas.
Pese a todo, en las elecciones plebiscitarias del 27-S, el voto etnicista solo alcanzó el 39,5% en toda Cataluña, especialmente en pequeñas poblaciones y zonas rurales en las que hace ciento cincuenta años dominaban los carlistas, siendo considerablemente menor en grandes núcleos de población, en barrios obreros y cordones industriales donde habitan los hijos y nietos de aquellos “otros catalanes” que conocieron de primera mano las dificultades de inserción en el hecho diferencial. Por eso, suena a impostura que Romeva coreara “somos un pueblo” la noche electoral y suena a ridículo que con el 47 o poco más de los sufragios, el historiador y electo Oriol Junqueras se refiriera a aquel momento como un paso trascendental en el destino histórico de Cataluña. Podría ser útil recordar al respecto las siguientes palabras de Paul Valery: “La Historia –la mala historia española, catalana o andaluza, añado- es el producto más peligroso que la química intelectual haya inventado.
Suscita sueños, embriaga a los pueblos, les hace engendrar recuerdos falsos, exagera los reflejos, alimenta viejas heridas, los atormenta durante el reposo, los lleva al delirio de grandezas o al de la persecución y hace que las naciones se agrien y se vuelvan insoportables y vanas”.
El procés, sin embargo, no se para gracias a la mayoría parlamentaria obtenida por la ley D´hont y a la suma de los parlamentarios de la Candidatura de Unidad Popular (CUP), una fuerza asamblearia que se define como anticapitalista. Su estrategia política me parece de libro; al igual que en la Revolución Francesa, la CUP está aprovechando la “rebelión de los notables” y la emoción rupturista encabezada por neo-liberales como Mas para llevar el proceso a la consecución de metas políticas y sociales que asumen las izquierdas en cualquier parte del mundo: recuperación del Estado del Bienestar, nacionalizaciones, mínimos vitales asegurados, etc. La insistencia de la CUP en la ruptura con España pone a Mas ante la obligación de seguir siendo fiel a su destino como conductor de los catalanes a la tierra prometida.
 La independencia es para la CUP una esperanza de ser influyente en un Estado más pequeño y manejable. Tal estrategia me recuerda uno de los primeros congresos de la socialdemocracia alemana todavía en vida de Karl Marx, cuando centró su objetivo en hacer la revolución proletaria “dentro de la patria alemana”. Creo que Marx murió poco después del disgusto.
¿Lo conseguirá la CUP o será uno más de los brindis al sol que la izquierda ha hecho en los últimos cuarenta años? ¿Se harán realidad sus pretensiones o espantarán a la burguesía catalana echándola en brazos de los “españoles” como ya ocurriera en su guerra con los carlistas en el siglo XIX, en el recurso a los pistoleros de Primo de Rivera y a Martínez Anido en su lucha contra los anarco-sindicalistas en los primeros años veinte o al liberador Franco en 1939? No se sabe todavía; como tampoco se sabe, yo al menos no lo sé, de qué se quiere independizar la CUP.
¿De la España de Rajoy? En esos estamos muchos que lo consideramos el principal responsable de la situación actual. ¿De España? En eso coinciden con los directivos de las grandes corporaciones y con los que transfieren su dinero a las Islas Caimanes. ¿De todos los españoles? En eso coinciden con el nosotros/ellos de los nacionalistas catalanes, a quienes interesa confundir a un jornalero de Marinaleda con un señor con bigote y mansión en el Sardinero de Santander.
Me pregunto si la CUP conseguirá en su pequeño Estado y sin el concurso de los anticapitalistas españoles independizarse de lo que realmente importa, de la tiranía del gran capital. Me pregunto también si es la conquista del Estado a la manera clásica la mejor manera de alcanzar esa liberación; me parece previo, si se quiere, reducir aún más los límites de la acción independentista, releer las tesis federalistas de gente como Pi i Margall, por ejemplo, o aprovechar las sinergias de la oleada municipalista en la que participan todos los anticapitalistas españoles.
Para ello hay que estrechar y no romper lazos. De acuerdo con Ernest Urtasun: “Hem de saber avui trobar les aliances necessàries per poder guanyar de forma definitiva el Dret a Decidir, i també per liquidar la cultura política dels hereus del franquisme i ser capaços de construir un projecte comú amb aquella Espanya que sí val la pena. Que existeix i que comença a emergir amb moltíssima força”.
En resumen, los nacionalistas han privado a los españoles del derecho a decidir. Militares, oligarcas y curas nos han dictado cuáles son los contenidos y los proyectos de la nación española; los nacionalistas periféricos han dificultado que sus pueblos respectivos superen la dialéctica nosotros/ellos, cargando de emoción identitaria lo que no ha sido más que una estrategia eminentemente mercantil.
 Es hora por tanto de superar las diferencias lingüísticas, étnicas, inventadas las más de las veces para obtener rentas políticas y económicas.
 Es hora de hacer hablar a los pueblos, a las víctimas del capital en todas sus formas nacionales o supranacionales. Por eso no puedo sino terminar con una cita de Theodor W. Adorno: “Lo verdadero y mejor en cualquier pueblo es más bien lo que no se inserta en el sujeto colectivo e incluso se resiste a ello”.
http://pasosalaizquierda.com/?p=319

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