LAS DOS CARAS DE LA SOLEDAD

Estar solo, sentirse solo, se percibe como algo negativo y más en la sociedad actual. Por eso asusta. Pero la soledad también puede ser una elección; a veces, es buscada como una forma de crecimiento personal.

 

¡Ya tengo 500 amigos en Facebook! El número de amigos en las redes sociales parece marcar hoy el éxito social de muchas personas. Y el despliegue de fotografías en esas redes contribuye a crear esa apariencia de éxito: con la pareja, anunciando el nacimiento de los hijos, celebrando fiestas con los amigos, mostrando la nueva mascota… ¿Por qué se invita compulsivamente a personas a formar parte de las redes sociales?. Esta actitud puede responder al miedo a estar o sentirse solo. Nadie quiere vivir en soledad. O casi nadie.

“Es difícil saber si las relaciones on line resuelven el problema de aislamiento de una persona”,reflexiona Antonio López, doctor en Sociología y catedrático de Trabajo Social por la Universidad a Distancia (UNED). “Sin embargo, en una sociedad individualista como la nuestra, en la que las relaciones sociales son muy frágiles, la red permite encontrar personas afines e interactuar con ellas”, continúa. La sociabilidad on line implica la posibilidad de conectar a personas que tienen dificultades para establecer comunicación con su entorno más próximo.

La soledad es el sentimiento de estar solo. Como estado de ánimo se suele percibir como algo negativo, que causa angustia, un sentimiento asociado a situaciones dolorosas, como el desamor o la pérdida de un ser querido. Por ello, la soledad asusta.

¿Qué hay de inquietante en sentirse solo?. Según el filósofo y teólogo Francesc Torralba, se trata de “una vivencia incómoda que remueve estratos del alma que preferimos no tocar”. Por ello, el autor de El arte de saber estar solo añade que “buscamos bálsamos para liberarnos de la soledad”. Refugiarse en las redes sociales, el trabajo, el sexo o los amigos también permite huir de uno mismo, de encontrarse a solas con los pensamientos.

Una sociedad que premia la compañía y, por el contrario, castiga la soledad compadece a las personas que no tienen amigos o familia. Por ello, inquieta estar solos, porque la soledad no buscada, como analiza el filósofo Karl Jaspers, es “una situación límite, como lo son una enfermedad, el fracaso, el desamor, la culpa, el sufrimiento o la muerte de un ser querido”. Sin embargo, Jaspers advierte que “hasta que experimentamos una situación de este tipo, no conocemos la verdadera magnitud de nuestro ser, la grandeza o pequeñez de nuestra alma”.

Por eso, afrontar la soledad consiste en “aprender a utilizarla para ponerla al servicio de la vida, porque sólo quien lo hace es capaz de crecer y extraer las mejores lecciones”, explica Torralba.

Experimentar la soledad impuesta suele conducir a la persona a un vacío existencial que le puede llevar a una situación desesperante que sólo ella puede resolver. Según el filósofo hindú Jiddu Krishnamurti, “la soledad es un problema creado por el pensamiento, y al estar limitado (el pensamiento), este no puede resolverlo”.

La soledad impuesta es aquella en la que la persona (a veces, incluso sin estar sola) se siente sola, o la resultante de un estado anímico, como la depresión o una baja autoestima –por ejemplo, consecuencia de una situación de desempleo–, o la asociada a determinadas etapas de la vida, como la pubertad o la vejez. Sin embargo, ese vacío existencial no comporta la ausencia de personas en la vida ni la falta de compañía, sino, en realidad, la ausencia de uno mismo, que impide su crecimiento personal. Exista o no esta sensación de vacío interno, “la soledad no debe ser ajena a sentirse profundamente querido”, señala Torralba.

Y también puede convertirse en una experiencia placentera. Hay quien la busca como una forma de autoayuda y de crecimiento espiritual: es la soledad creativa. “Se puede vivir una soledad creativa aprendiendo a manejar la crítica para no sentir miedo de ella, a aceptar la muerte de un ser querido o que los hijos abandonen el hogar, aprendiendo a crear espacios para compartir, valorando el grupo, fortaleciendo la autoestima, recuperando la sensibilidad para dar amor, antes que esperar recibirlo, sosteniendo relaciones humanas sin falsas expectativas o, desde un punto de vista espiritual, comunicándose con Dios. Todos los beneficios que aporta la soledad creativa se podrían resumir en autonomía, independencia y conocimiento personal”, sostiene Torralba.

Pero a pesar de lo provechoso que puede resultar este sentimiento, las connotaciones negativas que se asocian a la soledad alejan a la mayoría de las personas de buscarla, aferrándose a las relaciones sociales. El filósofo Arthur Schopenhauer ya decía que “los hombres vulgares han inventado la vida en sociedad porque les es más fácil soportar a los demás que soportarse a sí mismos”, y que la soledad “es la suerte de todos los espíritus excelentes”. La escritora Susan Sontag, en cambio, la describió como “ir a un sitio donde no hay nadie, a concentrarse, a oír la propia voz de uno”.
Francesc Torralba advierte del valor que tiene la soledad en la experiencia de la creación. Según él, “sólo cuando el creador toma distancia del mundo de los estímulos, se protege de la saturación informativa, se escucha a fondo y experimenta la desazón del vacío, puede identificar lo que está en sus adentros, aquello que está suplicando liberarse, salir a la superficie”. El proceso de creación exige esta doble dinámica de vaciamiento y de liberación del potencial, del talento oculto, que proporciona la soledad.

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