Aida. Fidelidad y exclusividad sexual… no son lo mismo

No pretendas ser todo para tu pareja; y admite que busque en otros lo que tú no puedes darle.
«Consejos a su hija» George Gurdjieff

Uno de los temas más controvertidos en el territorio amoroso es el tema de la infidelidad. Cargada de un sabor a traición, humillación y abandono, las personas vivimos temiendo que nuestro amor, muestro amado, nuestro amante, se líe sexualmente con alguien.

Sin ser banales intentemos entender la complejidad del asunto. La fidelidad, en términos generales se trata del cumplimiento de un acuerdo, la lealtad a una promesa realizada. De la fidelidad se derivan una serie de responsabilidades que no debería ser incumplidas por ninguna de las partes.

Las relaciones amorosas requieren siempre de algún tipo de contrato al cual los amantes, si quieren cuidar y expresar la mutualidad, la fortaleza y la unicidad de su relación, han de ser fieles. En este contrato la pareja define asuntos en relación al dinero, a la familia, a los amigos, al trabajo, a la comunicación y al uso del tiempo.

Lo erótico y lo sensual por supuesto quedan inscritos en dicho contrato. Entendida así, la fidelidad en una relación de pareja se desarrolla a partir del mundo singular que crean los amantes: núcleo de la misma es el propio compromiso entre ellos. La persona fiel es entonces aquella que cumple con sus promesas y mantiene su lealtad aun con el paso del tiempo y las distintas circunstancias.

No hay duda que en un mundo tan velozmente cambiante, los acuerdos han de revisarse, actualizarse, consensuarse, de manera que se actualicen y respondan a quienes las personas son hoy y no a otros tiempos y otras circunstancias.

Pero faltan precisiones… damos por hecho que la fidelidad es lo mismo que la exclusividad erótica. La exclusividad erótica solo es valiosa si se elige voluntariamente y no si se adopta para amortiguar el miedo inmanejable, para aumentar las certidumbres de la existencia o simplemente para obedecer a una prescripción social. No hay duda que en los encuentros amorosos, el cuerpo, lo sexual, lo erótico, genera en los involucrados una experiencia que conmociona a la persona toda y por lo tanto los vincula; esta experiencia tiende a ser de tal magnitud e intimidad que detona una necesidad de certezas, de totalidad, de exclusividad…

¿De dónde viene ese anhelo de totalidad, fusión y exclusividad?

Sabemos bien que las necesidades biológicas de los niños exigen, al principio, una relación total y exclusiva con la madre o con quien haga esa función. Dependen por completo de ella y no hay lugar para nadie más. Es esta idea de totalidad la que luego encontramos en las relaciones exclusivas típicas de la monogamia, que trasladan esa fantasía infantil a las relaciones eróticas adultas. Sin embargo, hay quienes sostienen este deseo a lo largo de los años y se acostumbran o quieren tener a su lado a alguien que todo el tiempo les satisface sus necesidades.

Comentemos de manera breve pero no por eso trivial, el surgimiento social de la monogamia: cuando Europa se recuperó económicamente después de la peste, apareció la propiedad privada y los varones empezaron a querer dejar sus excedentes económicos a sus hijos, pero ¿cómo saber a “ciencia cierta” quién es tu hijo? La manera más práctica de lograrlo es controlando por completo la sexualidad de la mujer y asegurar de esta manera la propia descendencia biológica.

Vamos aclarando haciendo distinciones: La fidelidad y la exclusividad son un acuerdo, pero no son lo mismo. Podemos concebir una relación fiel en la que se den relaciones extraconyugales y una relación infiel en la que éstas no existan. Una vida de pareja ha de ser capaz de expresar lo propio de las relaciones amorosas: mutualidad, fortaleza, unicidad e igualdad, pero lo que podemos o no hacer en relación a lo erótico y lo sexual, se define dependiendo del contrato amoroso que establezcamos.

La fidelidad es una virtud, es buena y se requiere en toda relación. La exclusividad es una decisión opcional: no es ni buena ni mala en sí misma. La infidelidad es el origen de graves conflictos en cualquier tipo de relación humana: ser infiel es, por lo general, malo. Ser –o no– exclusivo depende de los acuerdos a los que lleguemos. Sin duda hay personas que desean una fidelidad entendida como exclusividad erótica: no sufren por ello más que lo lógico ante toda renuncia; pero ser fiel por no atreverse a ser infiel, es triste y frustrante.

El problema de la no exclusividad no es una cuestión del daño que produce la conducta sexual en sí. Es traumática porque esa sexualidad ajena a la relación nos amenaza en algo importante: la hombría, la feminidad, la seguridad, la intimidad, la economía, la preeminencia, el orgullo… Todas estas realidades comparten el más grande de todos los miedos que tenemos: la pérdida, el abandono.

¿Y cómo conciliar estas contradicciones?

Es que nadie nos satisface por completo. Antes o después, pasado el enamoramiento nos enfrentamos con la imposibilidad de una relación que llene todas las áreas de nuestra vida y todos los matices de nuestra persona. En el mejor de los casos percibimos la sensación de “esto que tengo es bueno, pero falta algo…”. La lógica del amor es diferente a la lógica del deseo: se elige como pareja a alguien a quien amamos y con quien queremos compartir buena parte de la vida, pero el deseo no se casa con nadie… Es en este momento cuando fácilmente nos confundimos y culpamos al otro de nuestra insatisfacción.

Somos seres complejos, contradictorios y ambivalentes por tanto las relaciones demasiado exclusivas y totales llegan a cansar, a perder interés, a derivar en buenas amistades pero no en relaciones amorosas eróticamente estimulantes, pero ser conscientes de esto, cuestionarlo y aceptarlo genera miedo, culpa, humillación. ¿Cómo entender que somos una “multiplicidad de personas” en las que existen intereses, necesidades y deseos que van más allá de nuestro “yo predominante”? ¿Cómo hacer que los distintos “yoes” que nos constituyen puedan expresarse y satisfacerse?

El dilema no es fácil de resolver y la aceptación sin represión de esta realidad implicaría la existencia de otras personas con las que se establecen vínculos de diversos tipos. Los terceros no siempre existen en el plano del presente actual, a veces su incorporación se da en la fantasía o de forma virtual, iluminando de ese modo una relación amorosa estable y aportando emoción y placer a la persona que lo integra.

Es fácil pensar que la intervención de un tercero en la pareja se debe a un déficit en la relación, a conflictos conyugales o a grandes carencias individuales. Es cierto que las relaciones amorosas con alto grado de conflictividad favorecen la aparición de terceros, pero tampoco podemos negar nuestra condición humana, es siempre carente y necesitada: insatisfecha. Nuestro diario vivir es una constante contradicción: “queremos esto y esto otro también…”, “nos gusta tal cosa y al mismo tiempo nos cansa…”. Esta diversidad incluye complejidad y contradicción, pero no necesariamente patología.

Ninguna realidad de pareja nos llena

Pero eso no significa que tengamos que disolverla, ni que hayamos de reprimir otra realidad. El deseo vive en la ausencia, y el amor, en la presencia. En una relación amorosa de larga duración el deseo es difícil. También lo es el amor. Pero no es incompatible amor con duración y compromiso, antes al contrario; el amor vive en el tiempo largo. Si la decisión a este dilema es una exclusividad electiva, que no pide nada, que no tiene por qué exigir reciprocidad, nos situamos en un territorio original, novedoso y exigente, donde la otra persona no se considera “territorio conquistado”. En él, se puede vivir una relación de fidelidad que no implica, obligatoriamente para el otro, exclusividad, ni emocional, ni intelectual, ni siquiera la erótica. Un concepto de fidelidad así no es fácil, pero sin duda se aleja de los conceptos patriarcales de exclusividad sexual y posesión basados esencialmente en los miedos de los hombres y en la transmisión patrimonial de origen medieval.

La historia ha tenido grandes movimientos sociales: la revolución sexual, el feminismo, el movimiento gay. Quizás nos acercamos como especie a una revolución que incluya estas distinciones. No hay duda que en la práctica la personas tienen una vida erótica tanto más variada de lo que confiesan: si bien esta conducta ha sido milenariamente privilegio de los varones, cada vez más mujeres cuestionan su posicionamiento en estos asuntos y se juegan, con todo el estigma social que aún pesa en ellas, en la creación de una vida erótica más rica y variada.

Opuesto al pensamiento convencional, la existencia de terceros, además de ser inevitable, al menos en el territorio de lo imaginario, puede ser beneficiosa para sortear problemas y sufrimientos derivados de una relación demasiado cerrada, de una relación exageradamente idealizada y demandante.

Hay individuos que con plena consciencia de esta inevitable triangularidad, han hecho pactos para sentirse emotiva y sexualmente libres. También hemos escuchado sobre arreglos en comunidades más amplias donde la gente tienen múltiples relaciones o amantes. Vemos entonces que hay relaciones amorosas que explícitamente incluyen a terceros en su vida de pareja: en mayor o menor grado y con mayor o menor acuerdo, desde encuentros fortuitos conocidos como “una cana al aire”, pasando por experiencias “swingers”, hasta una relación paralela con cierto grado de compromiso y durabilidad. El hecho de que estos arreglos sean más o menos explícitos y acordados nos hace suponer superficialmente que de algún modo esas personas eludieron los celos. No es así, siempre son algo a gestionar de la mejor manera posible.

El caso de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir

Ya conocemos al caso de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, quienes entablaron una relación no-monógama que no se ajustaría ni a los cánones matrimoniales ni a la convivencia domiciliaria. Incluso pactaron un amor “absoluto”, que su mayor valor sería la libertad, incluida la sexual. Durante el lapso de un primer contrato que duró dos años, Simone de Beauvoir era la relación privilegiada de Sartre, y viceversa: ambos tenían derecho a entrar en la vida del otro a cualquier hora del día y de la noche, y a conocer antes que nadie todo lo que el otro hiciera.

Estaba prohibido mentir. “La sinceridad es algo a lo que no puedo renunciar”, anotó Sartre por entonces. Pero, al mismo tiempo, tenían la obligación de no preguntar: era sobreentendido que los amores “circunstanciales” eran también fugaces y que ninguna pasión pasajera destruiría su verdadero amor.

La inclusión del tercero, sea en el plano que sea, -fantástico, virtual o actual- plantea la necesidad de contener la experiencia de pérdida y abandono. Precisemos esto. El tipo de amenaza que las relaciones eróticas con otra persona suponen para el cónyuge no está en el sexo mismo: cuando la presencia de un tercero se convierte en humillación, reclamo, engaño o amenaza, el miedo y la herida son muy grandes y, con frecuencia, insuperables. Esto es lo que finalmente crea problemas, no tanto la inclusión del otro ni las acciones que se realicen con él. Tal vez integrar esta diferencia entre significados y acciones, son de las tareas más difíciles de llevar a cabo dado que rompen paradigmas monogámicos arrastrados de generación en generación en las culturas patriarcales.

En nuestra patriarcal cultura las relaciones eróticas con terceros son siempre impactantes ya que, al final, es la dimensión erótica la que da el sentido de unicidad a la pareja. Por eso todo lazo fuera de la relación primaria siempre corre el riesgo de desestabilizarla. Vovliendo a Sartre y a Beauvoir, el paso del tiempo mostró la dificultad de la inclusión de los terceros, la misma Simone divulgó los placeres y tormentos de su vida de pareja. El contrato se enterró posteriormente de común acuerdo, sin embargo Sartre mantuvo romances con mujeres cada vez más jóvenes. Beauvoir lo admitía como una incapacidad para aceptar la edad adulta. Mientras, ella mantenía esporádicas relaciones con otros hombres y otras mujeres, algunas de las cuales eran a la vez amantes de Sartre. De toda esta complicada historia, nos quedamos con la costumbre que adoptaron durante la década de los cincuenta de pasar septiembre y octubre en Roma.

Estos nuevos modelos amorosos no son fáciles de pactar ni de vivir, además, a más inmadurez personal y menos autonomía, más intensa es la sensación de miedo y humillación. Sin embargo, tampoco son fáciles las renuncias y represiones que a veces conlleva la vida monógama, y no solo eso, la pérdida del deseo que lo extremadamente doméstico y cerrado detona en la vida de la pareja. ¿Qué funciona para cada quién? ¿Qué riesgos se toman y qué desafíos se enfrentan? Son respuestas que cada uno tiene que pactar desde la propia elección, responsabilidad y cuidado de la propia persona y de la persona del otro.

Pero partiendo que la diferencia entre fidelidad y exclusividad sexual cabría preguntarnos ¿a qué somos fieles cuando somos fieles?

1) Al pasado, es decir, a la historia que hemos construido juntos a través de una sucesión de hechos y experiencias compartidas. A ese vínculo que queremos conservar, disfrutar, aumentar… Ningún valor puede construirse sin memoria -las relaciones amorosas la tienen-, ella es la que nos hace conectar el pasado con el presente y mantener un vínculo de compromiso.

2) Al presente, a los deseos, intereses y valores que nos constituyen; a todo lo bueno, bello y verdadero de nuestra relación. A lo que hace que esté viva y continúe: la ternura, el deseo, el apego, lo cotidiano, un cierto enamoramiento, el compromiso…

3) Y, por último, somos fieles al devenir de la relación en el futuro, aun cuando ésta cambiara o terminara, reconociendo que siempre estaremos en la vida del otro y que el otro siempre será parte de nuestra vida, amando siempre el amor que nos tuvimos.

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Autora: Tere Díaz

Fuente:http://psicoterapialamontana.com/fidelidad-y-excluvidad-sexual-no-son-lo-mismo

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Publicado por Emilio Carrillo

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