«El niño y el jardín» Mariano Alameda.

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 Los niños tienen que creer dos cosas básicas: que ellos valen e importan y que sus padres son buenos y son felices cuidándolos.

En esas dos frases se resume lo principal de la educación infantil que posteriormente generará un adulto sano. Sin embargo, los niños ahora suelen crecer con otras creencias. En general lo que los niños creen es que ellos valen si hacen y que sus padres tienen que cuidarlos en los huecos que les deja el trabajo, que es lo único realmente importante. Por supuesto, como consecuencias de esto heredan una desvalorización de fondo y un sentimiento de culpa por existir, ambas inconscientes, provocadoras de ansiedad. Actualmente, es una epidemia. Pero esa desvalorización y culpa es un fértil terreno emocional para creer que poseyendo objetos seremos más y que comprando servicios, compensaremos nuestro malestar y nos sentiremos cuidados y protegidos y, algún día, felices. Intento vano. Por cierto, un chollo para los fabricantes de medicamentos de estabilización emocional.

La sociedad es un reflejo de nuestro interior y es el jardín en el que juegan nuestros hijos. Por ello lo importante sería una sociedad que nos dejara claro que nosotros importamos y valemos y que ella está para protegernos, cuidarnos, permitir nuestra expresión y libertad y favorecer el desarrollo de nuestra humanidad y fomentar nuestros potenciales. Pero esta sociedad actual, tan dispersa, esperpéntica, adolescente y absolutamente mercantil en la que vivimos, que ha puesto como prioridad el crecimiento perpetuo de una economía artificial, desquiciada, inflada hasta el esperpento, cuyo criterio de regulación es la “patada a seguir” y el “sálvese quien pueda”, regida por gente cuya filosofía central es el “ande yo caliente…”, potencialmente devastadora en sus ciclos maníacos, matricida con el planeta, esclavista de los pobres y desprovista de ética, no favorece el desarrollo integral de los seres humanos ni de sus hijos. Al contrario.

Decía, no hace mucho, el gran Claudio Naranjo en una conferencia resumen de su inmensa sabiduría, que después de pasarse 40 años intentando cambiar la educación para cambiar la sociedad, se teme que ha servido de poco y que cada vez cree más (medio en broma, medio en serio) que hemos de volver al consumo ritualizado de enteógenos en altas dosis a nivel masivo para ver si así podemos eliminar algo de la estupidez reinante y triunfante que lejos de disminuir, parece que crece. Algo así como un retorno de nuevo a las corrientes del bienintencionado intento de aquellos peludos, los hijos de las flores, que fue cortado de raíz en los años 70 y que desembocó posteriormente en la codicia cocaínica del psicopático mercado sociopunitivo ya globalizado.

Se teme, y me temo, que pretender prevenir el subdesarrollo psicológico y espiritual de los seres humanos con una infancia más natural y una educación más humanista es una batalla perdida (en lo global, que no en lo individual) por el tamaño del desafío de la Hidra a la que hay que enfrentarse. Apenas se escuchan estas voces en un macrosistema piramidal educativo y patriarcal que favorece todo lo contrario: el hacer estupendos obreros sumisos que se conformen con el consumo voraz para tapar sus carencias internas, que se consuelen con el “pensamiento único” que transmiten los medios de comunicación -requiem por el periodismo de masas, ya sólo tristes voceros de sus amos-, y que no puedan reflexionar sobre los aspectos verdaderamente importantes de la existencia porque no da tiempo de pararse nunca en esta rueda de hámster estresados y perdidos en la que corren desbocados y sin guía interna hacia su propia inmolación. Sobre todo, si cuando la vida nos detiene un momento, por los imponderables de la existencia (duelos, pérdidas, enfermedades…), el abismo de nuestros dolores interiores no solucionados nos lleva a temer tanto la explosión del propio volcán, que preferimos mirar el móvil o la tele o beber o salir o lo que sea, a ver si algo nos quita los ecos de esos fantasmas de la cabeza y preferimos volvernos a subir a la ruleta rusa de nuestra rueda de hámster antes que ver el lío en el que nos hemos metido entre todos. Ya no podemos oír la voz interna que nos dice… “toda esta carrera, todo este esfuerzo, todo este apretar… ¿para qué? ¿dónde está el niño que fuiste y su alma eufórica natural?” No nos damos cuenta, pero los títeres somos nosotros. Lo que pasa es que muchos, muchos, ya no pueden ver ni esto, ni atisbar lo lejos que están de ser quienes en verdad son, y hace décadas que se pasean rendidos, ufanos y enfadados fingiéndose felices ante los demás para ver si la mirada de los otros les hace sentirse en paz o gracia en algún momento.

Nuestra sociedad es una gacela perseguida, atrapada y ya devorada, por un depredador oculto en las sombras que nos provoca disociarnos de nosotros mismos para no sentir como nos comen. Estamos paralizados y perdidos como un conejo al que le han dado las largas y que se ha quedado deslumbrado por el brillo profético del atropello. Desvalidos en la rueda ruleta del stress, inmóviles en nuestras mentes, congelados como pueblo, huyendo de nuestras verdades, nos entretenemos insultándonos por twitter y por facebook, esperando sin esperanza que venga alguien que nos ayude. Ya no nos damos cuenta de que éste, el que tiene que venir, es nuestro niño interior, que se perdió hace mucho, que ojalá viniera con su alma antigua de niño, madura de leyendas, porque ya no nos brilla ni el rescoldo.

Se perdió aquel alma acosada por los deberes, por la competencia contra sus iguales. Se asustó nuestra individualidad al ser atacados por un bulling social silencioso que nos obligó a uniformarnos para ser como debíamos. Se nos cayó el alma al ver a nuestros padres ir en busca del dorado que no llegó o llegó sin garantía de devolución del tiempo empleado en conseguir esa tontería: los ecos del llanto perdido suenan más largos en las grandes casas (aún propiedad del banco). Por causa de esos padres que no tenían tiempo de calidad que dedicarnos, nos enamoramos de las ausencias y nos hicimos inmaduros y dependientes para siempre y ahora vamos de pareja en pareja, en una monogamia sucesiva de insatisfacción buscando una lealtad y una incondicionalidad que no somos capaces de dar ni de recibir: en el fondo no creemos merecerla. Nuestra lucha fue cortada por la omisión de respuesta motivadora en los padres, que bastante tenían con darnos cuidados de granja en el rato que sacaban entre el trabajo y el anhelado ratito mononeuronal del late night. No nos enseñaron a nombrar y manejar las emociones, no nos permitieron ni se permitían sentirlas para que se autorregularan; al contrario, nos las cortaron, para que ellos no se tuvieran que sentir más agotados o más culpables o más perdidos de lo que ya se sentían o su propio niño herido no sangrara con la evidencia de la repetición en nosotros de su propio dolor dado la vuelta.

Así está nuestra sociedad, sin poder integrar la experiencia de su propio sufrimiento, cortando en todos los humanos sentimientos de rebeldía que tendrían que salir frente al abuso de los dedos gélidos que corrigen cualquier salida del stablishment. Cortados están, también, la posibilidad de sentir los horrores de ver como nuestro hermoso mediterráneo se transforma en la ciénaga de los muertos, lleno de los cadáveres que quedan varados entre las bombas de los hegemónicos y las vallas de los hipócritas. Como adultos pervertidos y egoístas hemos creado un jardín muchas veces malvado, una sociedad decadente, envejecida y cobarde, que usa y abusa mientras reprime, ridiculiza y culpabiliza cualquier pataleta por injusticia, cualquier intento de renovación, cualquier ilusión de autonomía, cualquier esperanza, cualquier cosa que sea coherente con el alma antigua de niño, no siendo que la bondad de otro nos recuerde nuestra propia actual maldad.

Se nos perdió el alma antigua de niño, que creía que nosotros éramos valiosos, que nosotros importábamos y que la tribu nos protegería. ¿Vamos a hacerle lo mismo a los nuevos niños?

Si queremos que la fascinación por la vida les dure y no se rindan o enfaden con ella… Si queremos que la vida les siga pareciendo un misterio increíble que explorar eufóricos y no un problema enrevesado que solucionar… Si queremos que su propia fe en sí mismos les guíe y no que sean ratas arrastradas por perversos jingels, si queremos que se revelen contra la injusticia, que les duela el dolor de los otros, que puedan tender la mano para recibir y para ayudar sin culpar… Si queremos que sean valientes y busquen y griten su verdad aunque los demás no se atrevan ni a escucharles… Si queremos que vivir, para ellos, sea buscar la intimidad y la independencia, que sepan adecuarse sin venderse, que sean responsables de sí mismos y capaces de curarse… Si no queremos que pierdan la inocencia, si queremos que vivan en sus cuerpos, presentes, orientados al placer y a la bondad, si queremos que estén alineados consigo mismos y con su entorno natural… entonces, si queremos todo eso, no perdamos nosotros la voluntad ni la esperanza de que somos valiosos, importamos y tenemos que conseguir que nuestra sociedad, que somos nosotros, nos cuide, nos proteja y respete nuestra libertad y nuestros derechos humanos innatos.

Ojala se acaben las huidas, las evitaciones, los aislamientos. Ojalá se acaben las parálisis y los ataques desesperados. Ojalá se acaben las negaciones de lo obvio, el silenciamiento de quienes señalan la verdad, que se acaben las represiones, las proyecciones, el minimizar, el justificar, las fragmentaciones… todo eso que usa la mente para que no recuperemos nuestro niño y su alma, todo eso, no debemos reflejarlo en la sociedad.

Aunque ya no lo hagamos por nosotros, porque no nos queramos suficiente, al menos hagámoslo por ellos, por los nuevos. No podemos olvidar que esta sociedad que estamos haciendo, es el jardín, muchas veces podrido, donde juegan nuestros niños.


Mariano Alameda
www.centronagual.es

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