SOLEDAD: ENTRE LA ENFERMEDAD Y LA ESPIRITUALIDAD FILOSOFÍA POR: ALEJANDRO MARTINEZ GALLARDO

El ser humano es un ser social, un animal político (es decir, un animal que vive y se desarrolla entre muchos, en una polis), pero también es un ser equipado para ir más allá de la sociedad y de la política y trascender las condiciones de su entorno social. Aquí yace una dualidad relativamente fundamental en torno al principio de soledad en el ser humano. Por una parte la vida en sociedad –sobre todo sus partes más dulces– constituye una especie de necesidad básica en la pirámide existencial y en su ausencia se generan contrariedades que afectan la salud de un individuo (como veremos más adelante). Por otra parte, un individuo que ha logrado un estado de integración consigo mismo y con el mundo puede llegar a no necesitar de los lazos emocionales que proveen otras personas y que fundamentalmente dotan sentido (y de ahí sanidad) a la vida de los individuos (de alguna manera el organismo sospecha que es absurdo vivir solamente para la autogratificación del yo).  El hombre solitario que no sufre de las necesidades del contacto humano habitual, en realidad no está sólo sino que ha logrado unirse de otra manera con el mundo, usando la metáfora de William James, «como islas conectadas en la profundidad». El hombre que se dedica a la búsqueda de la verdad –y opta por buscar en el interior de su ser– puede alcanzar una libertad (la libertad que da el conocimiento), la cual lo puede transformar y rendir prácticamente invulnerable a las cuitas mundanas.

Existen diversos estudios que remarcan la importancia que tienen las relaciones para el ser humano. Uno de los estudios más extensos y citados de los últimos años, realizado por investigadores de Harvard, mostró que el principal indicador para determinar la longevidad y la salud en general de un individuo es la calidad o el grado de intimidad que tiene en sus relaciones.De este estudio que se realizó por más de 70 años, se concluyó que «las conexiones sociales son realmente buenas para nosotros, y que la soledad mata. Resulta que las personas que tienen mayor conexión social a familia, amigos y comunidad, son más felices, son físicamente más sanos y viven más que los que no tienen tan buenas conexiones».

Un caso un tanto exótico, fue documentado por, la doctora Lissa Rankin, quien en su libro Mind Over Medicine: Scientific Proof That You Can Heal Yourself , narra la historia de una  comunidad de italianos inmigrantes que manifestaron una estupenda salud por varias generaciones pese a tener una serie de hábitos que hoy en día se consideran poco saludables: comer mucha grasa, fumar, beber, no hacer ejercicio. Al estudiarse el caso se concluyó que la razón por la cual se gozaba de esta salud tan primorosa no estaba en la genética, sino en los hábitos de convivencia estrecha e íntima que los ligaban.  Los italianos de Roseto, Pensilvania, tenían la costumbre de comer y cenar juntos todo el tiempo y practicaban una gran apertura emocional. De nuevo, Rankin sugiere que la soledad llena de cortisol el cuerpo y tiene todo tipo de efectos negativos, mientras que la intimidad y las relaciones afectivas tienen un efecto positivo.

Ahora bien, más allá de las estadísticas y de casos como el anterior, están los casos excepcionales de personas que logran vivir una vida plena y feliz –en la cual la salud no es ningún impedimento– pese a tener una vida mayormente solitaria. ¿Qué es lo que permite que ciertas personas puedan vivir bien sin alimentarse de las demás personas? Creo que aquí tenemos que coincidir con el Dr Victor Frankl, quien en su paso por los campos de concentración en la Segunda Guerra Mundial desarrolló la hipótesis de que el sentido o el significado es el elemento vital para la salud y el bienestar de un ser humano. Una persona que no tiene alguien por quien vivir tiende a deprimirse y a establecer una serie de conductas que merman su salud, al menos de que tenga algo por que vivir. Encontramos en la historia grandes artistas y religiosos que han llevado una vida solitaria y sin embargo ha sido dichosos. Evidentemente, estas personas tenían un sentido de vida y sus vidas estaban llena de significado. La copa del agua de la vida puede llenarse de distintas formas, algunas materiales, algunas emocionales y otras espirituales.

En su libro The Attention Revolution, el traductor de textos tibetanos y experto meditador, Alan Wallace señala:

Desde la perspectiva de la psicología moderna, el hecho de que los contemplativos puedan vivir en soledad por años sin caer en la depresión, apatía o tumulto mental es asombroso. Los contemplativos son capaces de hacer esto debido a que encuentran y sostienen una fuente interna de serenidad que alivia a la mente y al cuerpo de tal forma que toda sensación de ansiedad y expectativa se evaporan. Al establecerse profundamente en la luminosa y tranquila quietud de la conciencia de sí, una fuente interna de bienestar genuino emerge y disipa toda sensación de soledad, depresión o trastorno mental.

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La filosofía antigua ligaba la soledad al temperamento melancólico-saturnino. Nos dice Marsilio Ficino, el gran platonista florentino, que el hombre tocado por el rayo de Saturno se inclinará a la soledad, a la contemplación y al estudio. Y si bien existe un riesgo en esto, el melancólico, tradicionalmente, es el hombre de genio. Saturno (Cronos), gobernador del hombre solitario, es el planeta que yace al límite del tiempo y de la mente en el viejo sistema astrológico, colindando con las esferas divinas y por lo tanto la antigüedad y el renacimiento consideraron que la mente saturnina es la más alta, ya que se ocupa de la contemplación de las verdades supremas y se aleja del mundanal ruido y los aspectos más efímeros y veleidosos: su naturaleza le permite trascender las atracciones, tentaciones y corrupciones del mundo, simbolizadas en el esquema hermético por las cualidades que infunden los otros seis planetas, como son el ego, la lujuria, el deseo de éxito, etc.  Para algunas de estas personas melancólicas-saturninas la soledad, por diferentes periodos de vida, puede ser una necesidad y en ella incluso puede estar su fuerza, una nutritiva planta que sólo crece en la sombra.

Recordemos también la definición por excelencia de la labor mística con la que Plotinio describió lo que era la vida humana y su proceso de reintegración con lo divino: «El vuelo del solo al Solo».  Aquí el énfasis está en que el alma se separa de la unidad («cae» por así decirlo a un confinamiento solitario) para vivir intensa aunque ilusoriamente una experiencia de individualidad y posteriormente regresar a esa unidad, lo que llama el Uno, que está más allá del tiempo y el espacio y de todo lo concebible, y por lo tanto es solitario. Algunos traductores han vertido esta frase como «escape en soledad hacia el Solitario» y sugieren que implica también una cierta renuncia al mundo para purificarse y aumentar la capacidad contemplativa, una concentración en lo esencial del ser. El mismo Plotino en uno de sus ensayos señala que se tiene una visión del Bien, cuando «se es más uno mismo» (es por la unidad que podemos conocer la Unidad). Esta forma de concebir al solitario puede expresarse mejor en inglés con la palabra «alone», que confiere también la idea de «all-one», todo uno; un aspecto de integración con el todo que podemos lograr, en la psicología jungiana, paradójicamente, sólo a través de la individuación. Acaso porque, como sugieren los místicos de todas las religiones, nuestra verdadera identidad no es la de individuos separados, personas o egos meramente, sino la de pequeños universos o mónadas que contienen la totalidad y por ello quien se conoce a sí mismo conoce al universo y a los dioses.

Quizás no es está de más recordar que las palabras «monje» y «monasterio», vienen de «mono», es decir «solo» (o uno) y de aquí que se entienda que el monje es quien «vive solo». Así, la soledad está embebida en la profundidad de la disciplina religiosa. Kevin Corrigan en un artículo sobre el misticismo solitario de Plotino da esta definición de la palabra «monachos» (monje): «significa la pureza de la adoración de Dios y la vida unificada, indivisa, que unifica por una recolección si distracción que lleva a la mónada deiforme»

Tenemos también los famosos casos de los monjes budistas y santos taoístas que se convierten en ermitaños, los cuales han sido celebrados en las tradiciones orientales con las más sincera admiración, y a los cuales se les atribuyen verdaderas hazañas del dominio de la mente y el cuerpo y la más profunda devoción y compasión al mundo. Un caso notable es el de Longchen Rabjam uno de los más grandes maestros del budismo tibetano y a mi juicio uno de los grandes poetas místicos de la historia. Longchenpa (como se le conoce) practicó buena parte de su vida el retiro solitario y eligió modestamente vivir en cuevas y chozas, sin embargo legó una de las obras más extensas y valiosas en la historia de la filosofía y la religión. Cuando lo consideraba correcto, interrumpía su retiro para enseñar. El amor por la naturaleza se fusiona con las facilidades para la vida contemplativa:

Lejos de las ciudades llenas de entretenimiento, al estar en el bosque, naturalmente se incrementa las absorción pacífica, se armoniza la vida con el dharma, se calma la mente y uno obtiene la dicha suprema.

Otro famoso solitario, quien, sin embargo, en su retiro encontró una profunda comunión con la naturaleza, Henry David Thoreau, escribió sobre su vida en Walden Pond:

Me fui al bosque porque quería vivir deliberadamente, y afrontar sólo los aspectos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que tenía que enseñar [la naturaleza] y así no descubrir, cuando llegara el tiempo de morir, que no había vivido.

Esa es la otra cuestión, que realmente es imposible estar solos (contrariamente a una famosa broma de Borges), todo está lleno de vida, todo habla, todo tiene significado, todo nos vincula con todo y nos sitúa dentro de un proceso mucha más grande que nosotros (que dota de significado nuestras pequeñas vidas). Esta es la virtud del solitario, del monje, del místico, que descubre una fraternidad que va más allá de toda localidad. Como San Francisco de Asis con los pájaros y las flores, la soledad puede ser una hermandad universal –un reconocimiento de que el uno es el otro (es el mismo)– y no sólo con las personas que queremos casi por obligación o costumbre.

Existe obviamente un profundo riesgo en la soledad, como ocurre con el hombre que va a vivir a la montaña (que tiene siempre presente tanto el cielo como el abismo). La soledad y la renuncia pueden ser una trampa de la mente, que convence al individuo de una suerte de superioridad y de una falsa espiritualidad. Y en esto estaría construyendo su propio laberinto para refugiarse de que no se atreve o no sabe como lidiar con el mundo. Los antiguos maestros de la época védica en la India, por ejemplo, hacían toda su vida en sociedad y no era hasta que tenían cierta edad y madurez y habían resuelto todos los asuntos familiares y comunitarios que los ligaban al mundo –resolución que les permitía tener una conciencia tranquila y un karma depurado–, que se retiraban al bosque, donde en los últimos años de su vida buscaban la liberación. La lección aquí es que no hay verdadera espiritualidad sin cumplir con el deber moral –la soledad espiritual en el caso del hombre que no ha logrado sanar sus relaciones es sólo onanismo mental o una forma de escapar de una realidad incómoda. La soledad como ese pico luminoso en la cima del mundo donde el hombre se encuentra con los míticos inmortales o logra esfumarse por su propia cuenta de la vicisitudes del tiempo, paradójicamente, requiere de un amor al mundo y de un estado de paz con las cosas, no de una misantropía o de un hastío. Probablemente, como mantiene el budismo mahayana, la libertad al final deba lograrse con el mundo no sin él.

Twitter del autor: @alepholo

http://pijamasurf.com/2016/04/soledad-entre-la-enfermedad-y-la-espiritualidad/

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