«Al rescate» Mariano Alameda.

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Si tus padres hubieran tenido sus niños internos sanos, no habrían intentado enmendar sus infancias en la tuya.

Si tus padres los hubiesen tenido curados, habrían sido adultos sin demandas compulsivas, sin rechazos intensos, sin rasgos de carácter excesivos, sin todas esas cosas que tanto pudieron hacerte sufrir.

Si tus padres hubieran tenido su niño interno con ellos y amado, habrían comprendido cómo era el tuyo y habrían sabido acompasarlo y acompañarlo, modularlo y respetarlo, impulsarlo y favorecerlo.

Si tus padres hubieran sido criados por unos padres que, a su vez, hubieran tenido sus niños internos bonitos e inocentes, habrían sido unos adultos sanos y lúcidos y habrían sabido enseñarlo siendo padres y tú también lo serías ahora contigo y con tus niños.

Hicieron lo que pudieron con lo que supieron por lo que les hicieron.

Ahora que somos mayores, podríamos rescatarnos. Sin embargo, dormimos y envejecemos.

Los dolores de los niños internos se transmiten de generación en generación, de manera inconsciente, porque los niños internos suelen estar encerrados en las mazmorras del inframundo personal, aunque sus demandas, sus rabietas y sus dolores se oyen como ecos profundos en nuestro karma, en nuestros dolores corporales, en los daños de nuestros hijos, en las compulsiones que nos persiguen. Los niños internos encerrados en las mazmorras internas no dejan de llorar, pedir o gritar asustados por los espectros de la infancia. Lo que pasa es que engordamos, nos embrutecemos, nos distraemos, nos mentimos, nos atacamos, nos hacemos adictos, consumimos, nos fingimos insensibles, nos creemos rendidos o fracasados o enfadados, todo ello para no escuchar el eco de los lamentos y las rabietas de los niños internos doloridos encerrados en las celdas nuestra psique. Ya no recordamos que al encerrarlos para no sufrir, los encerramos junto con sus miedos, sus dolores, los abandonos, las soledades, las incomprensiones y las penas. Y ahí los dejamos solitos encerrados con su miedo, con demonios y  dragones vigilando las puertas para que no se escape el niño. No puede irse, el niño es el tesoro que guarda el dragón,  el tesoro divino que reside en el corazón de todo niño.

Pero si ahora, investidos de sabiduría y conciencia, de poder y de energía, de certeza y compasión, de intención y de persistencia, entráramos en las marañas oscuras a salvarlo con nuestro traje de guerrero o de amazona, si entráramos en los laberintos internos a rescatar a ese niño que fuimos, quizá tendríamos que pelear con algunos dragones, algunos demonios y algunos minotauros que lo retenían y asustaban. Y tendremos que matarlos y matarnos un poco e integrarlos. Lo que nos sorprenderá saber, con la espada desenvainada ahora y ya triunfante, es que esos dragones tan temibles -que también eran en parte, nosotros- sólo asustan a los niños, no a los adultos, no al capitán, no a la cazadora, no a la chamana rescatadora que somos ahora.

Imagina, pues, a tu niño encerrado hasta ahora viendo cómo tú mismo o tú misma como un mago apareces entre las tinieblas a rescatarle tras haber derribado las puertas, rotos los candados y haciendo huir a los carceleros. Y desde los ojos del niño, entre las rejas de los antiguos dolores ya en fuga, ves el poder y la sabiduría reconocida que te viene a buscar para abrazarte y jugar contigo. Y reconoces ese poder,  lo reconoces como propio, ves desde el niño que sus ojos son tus ojos y que el niño que eres es el niño que viene.  Y te llega la euforia infantil de saberte querido y valorado, comprendido y estimado, acompañado y animado. Por fin.

Entonces, y sólo entonces, podrás recuperar tu alma antigua de niño y traerla de vuelta al mundo del ahora. Y con ella, llegarán de nuevo todas las características infantiles de un niño sano que perdiste por no haber sido tratado como el dios que eras. En esa catarata de cualidades que podrás sentir de nuevo viene navegando la curiosidad por la vida, la fe innata en que todo acabará bien, la valentía que proporciona la autoestima, la resistencia que nos da la ilusión, la capacidad de estar bien si estás explorando solo y la de estar bien si estás compartiendo en grupo. Se recupera entonces la libertad de ser, de nuevo, espontáneo y creativo, de poder sentir sin miedo cualquier cosa, de estar otra vez orientado hacia el ahora y hacia el placer y unificado con la vida y con el entorno.  Entonces recuperamos la esperanza y la voluntad, que son las características innatas de un niño sano. Todo eso podrá ser nuestro de nuevo porque es lo que somos, lo que siempre fuimos, lo que siempre podremos ser.

Uno tiene que elegir entre ir al rescate del tesoro de la vida o abandonar al niño y envejecer por dentro.

Todos los dolores del mundo están provocados porque no tratamos a los niños como a Dios.



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