Conclusionismo: El arte de hipotecar tu felicidad a los resultados

Rincón de la Psicología
¿Te has preguntado alguna vez si tu valía como persona está determinada por las cosas que has construido, hecho, producido o terminado o si tu valor reside simplemente en vivir intensamente cada instante con pasión, amor, curiosidad y deseo de crecer?
¿Te has preguntado si marcarte una meta y perseguir determinados objetivos realmente te hace feliz o, al contrario, se convierten en una fuente de tensión y ansiedad?
¿Te has preguntado si no estarás hipotecando tu felicidad, subordinándola a los resultados que alcanzarás, hipotéticamente, en un futuro?

La vida es mucho más que una serie de ciclos frenéticos en busca de resultados

Desde hace siglos la filosofía oriental, sobre todo el budismo y el taoísmo, nos dice que el secreto de la felicidad consiste en aprovechar el “aquí y ahora”. Sin duda, es una idea fascinante que también ha llegado a la Psicología, pero lo cierto es que muy pocos logran ponerla en práctica. De esta manera, termina por convertirse en una frase vacía que repetimos de vez en cuando.

Sin embargo, la sociedad actual, que anda muy desligada de ese tipo de pensamientos, nos transmite un mensaje muy preciso y erróneo que nos obliga a vivir bajo presión y nos impide desarrollar al máximo nuestras potencialidades.
Desde pequeños nuestros padres nos transmiten la idea de que debemos dejar de jugar y de soñar lo más pronto posible, debemos aprender a usar los instrumentos de nuestra cultura, esos que nos permiten construir cosas, aprender una profesión y producir resultados. El mensaje es muy claro: la vida consiste fundamentalmente en ciclos que se dividen en: proyectar, ejecutar y concluir.
Si lo pensamos un poco, nos daremos cuenta de que todo lo que hacemos se rige por estas tres fases. Desde pequeños nos motivan, primero en el ámbito familiar y luego en la escuela, a proyectar, ejecutar y terminar un proyecto detrás de otro. Primero son los estudios, luego la carrera, después el trabajo… y debemos mostrar los resultados como prueba de nuestra valía. Los resultados tienen la prioridad sobre el proceso, sobre las actividades en sí mismas.
En la escuela nos motivan a estudiar, pero todo está configurado de tal forma que lo más importante es la calificación. En el deporte también somos juzgados por nuestros resultados, no por la pasión o el esfuerzo que ponemos en el entrenamiento. En el trabajo ocurre lo mismo, así como en la vida social, nuestro valor es directamente proporcional a las cosas que hemos construido, realizado, terminado o acumulado.
De hecho, diferentes expresiones que usamos a diario lo confirman: “es un gran emprendedor, ha construido una empresa importante” o “es una excelente escritora, ha vendido muchos libros”. Por otra parte, para indicar que una persona ha fracasado utilizamos frases como “no ha hecho nada en su vida”.
En resumen, todo parece indicar que las personas son más valiosas, importantes, capaces, inteligentes o incluso felices en la misma medida en que hayan sido capaces de terminar algo. De esta forma, el éxito y la felicidad se entrelazan con los resultados, y la pasión, el esfuerzo y el amor quedan fuera de la ecuación. Nos convertimos en víctimas del “conclusionismo”, si se me permite el neologismo.


El conclusionismo: La trampa mortal en la que todos caemos

Con el paso del tiempo, la presión por terminar las cosas y alcanzar resultados se convierte en una parte de nuestra personalidad, en una vara que usamos para medirnos. No puede ser de otra manera si cuando miramos a nuestro alrededor solo encontramos a personas que miden su valor en términos de lo que han logrado o, peor aún, acumulado.
Sin embargo, no nos damos cuenta de que esa presión por terminar y tener resultados genera un estrés continuo que terminará agotándonos, física y mentalmente. Por eso, muchas personas, cuando llegan a ese punto en el que ya no pueden más, se preguntan qué sentido tiene su vida si no han logrado esas cosas que para la sociedad son importantes. Se sentirán como unos fracasados, aunque no lo sean. Y en esos casos, no es extraño que aparezca la depresión o la ansiedad.
Sin embargo, en realidad se trata simplemente de una cuestión de perspectiva, y de cambiar las preguntas que nos planteamos.


¿Por qué? La pregunta mágica

Para salir de la tela de araña que nosotros mismos hemos construido a nuestro alrededor, debemos plantearnos una pregunta que los niños se hacen continuamente: ¿por qué? Esa simple pregunta abre muchas puertas porque a partir de ella surgen otras preguntas, como “qué quiero de verdad” o “qué necesito realmente para ser feliz”.
Estas preguntas se convertirán en instrumentos que nos ayudarán a crear un mapa, a determinar una ruta indicativa que nos guíe a lo largo del camino. Por supuesto, podemos desviarnos un poco, pero siempre motivados por la pasión, el deseo y la curiosidad, no por la obligación o las opiniones ajenas.
Por ejemplo, si eliges un trabajo en base a lo cerca que queda de casa, el salario que cobrarás o lo cómodo que podrás estar, tu vida no cambiará. Te quedarás en tu zona de confort, donde morirás un poco cada día a mano del aburrimiento, la rutina y la falta de estímulos.
Sin embargo, si eliges el trabajo pensando en lo que te gusta y satisface, este no será una obligación sino que terminará enriqueciendo tu vida pues es probable que te obligue continuamente a ampliar tu zona de confort. Se trata de un cambio de perspectiva importante porque tienes que empezar a pensar en lo que te gusta y en lo que quieres, y luego elegir aquello que te permite caminar en ese sentido.

Regresando a la filosofía budista, si en tu vida solo cuentan los resultados, y crees que solo te sentirás feliz cuando termines algo, tu mente siempre estará en el futuro. Esa presión te impedirá ser feliz y disfrutar del aquí y ahora. Si vives así, es probable que al final te preguntes qué sentido ha tenido todo. Quizá solo entonces te darás cuenta de que los resultados son simplemente números vacíos y de que el conclusionismo no conduce a ninguna parte.

Colaboración especial de Fabio Ruini

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