LAS OBRAS DE ARTE, OBJETOS EN LOS QUE PODEMOS PERCIBIR CON CIERTA LUMINOSIDAD UNA EXPERIENCIA DE CONCIENCIA, PODRÍAN REVELARNOS QUE TODAS LAS COSAS TIENEN LA CUALIDAD DE EXPERIMENTAR Y POR LO TANTO SON HASTA CIERTO PUNTO CONSCIENTES

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La conciencia es una propiedad fundamental del universo. Donde hay información integrada, hay experiencia.

Christof Koch

Entre algunos de los temas de discusión más fascinantes en la historia del arte está si el arte imita a la naturaleza o, aun más, si tiene un aspecto creativo que podríamos llamar demiúrgico, es decir, que confiere vida o anima las cosas, como si tuviera el poder de transferir un espíritu no sólo a quien le comunica algo sino a aquello de lo cual se sirve para comunicar. Otra forma de verlo es que el arte hace visible o libera una forma de vida que ya existe en la materia, quizás como aquella idea de Miguel Ángel de que el escultor sólo rompe el hechizo que mantiene a la forma artística atrapada en el mármol, como si en la piedra misma –ilusoriamente inerte– hubiera una energía estética lista para realizarse. En esto el artista es como el alquimista que libera la vocación hacia el oro de todo los metales.

En un reciente ensayo publicado en la revista Metapsychosis, el crítico de arte J. F. Martel explora esta misma noción pero desde una perspectiva más actual, desde una teoría de la conciencia que tiene ecos de la teoría enactiva de Varela y de la resurgida noción panpsíquica –la conciencia en el arte no sólo existe en el acontecimiento estético, sino también en la obra misma o en el objeto.

De entrada Martel sugiere que la obra de arte en sí misma es más que su contenido; su forma y su contenido son un todo indisociable, quizá de la misma manera que nosotros somos un cuerpo-mente y que en la comunicación se mezclan signos verbales con signos no verbales… el medio es el mensaje, la forma es energía. Nos dice, por ejemplo, que el Adagio para cuerdas de Samuel Barber no es una obra sobre la tristeza, es la tristeza en sí misma, tristeza encarnada y si sonara esta obra después de la destrucción de nuestra civilización, la tristeza existiría, estaría viva sobre las ruinas. Es decir, el arte captura una emoción como la tristeza y la convierte en una experiencia transpersonal, intemporal, en un artefacto de conciencia. «Mientras la mayoría de las veces nos acercamos a la conciencia discursivamente, asumiendo una perspectiva externa, las obras de arte la capturan desde dentro, ya ocurriendo. Lo que el arte nos otorga es la conciencia en acción –no conciencia del mundo, sino conciencia en el mundo», escribe.

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Otro ejemplo que pone Martel: podemos tener una imagen en un libro de botánica de un girasol donde se clasifica la especie de alguna manera como la idea platónica de todos los girasoles y por otro lado tenemos un cuadro de Van Gogh, en el que vemos, a través de la mirada del artista, un girasol, este último «captura el girasol como una experiencia, un encuentro singular». Lo que tenemos aquí entonces es la experiencia de un girasol, una particular interacción que es la manifestación viva, vuelta experiencia, de un girasol, mientras que en la otra imagen tenemos, por así decirlo, el género, todos los girasoles en potencia y arquetipo pero ninguno como experiencia viva manifiesta.

Esta vitalidad del arte que captura y revela como un fenómeno de conciencia puede apreciarse quizás en el proceso creativo. Nos dice Martel: «Esto es, creo, a lo que Paul Cézanne se refería cuando decía que en el calor de la creación, él y el paisaje que pintaba formaban un único ‘caos iridiscente»‘. El caos iridiscente debe ser el crisol al interior de la materia del cual se despliegan las formas, el remolino de manifestación de la totalidad implicada. Y es de esta unión entre el observador y lo observado que se inscribe la obra con una particular aparición de la conciencia, un flujo abierto, bidireccional entre la mirada y la materia.

De nuevo Martel sugiere que la famosa frase de Nietzsche, «Si contemplas largamente el abismo, el abismo te devuelve la mirada», «tiene un valor más que metafórico». Desde la perspectiva del panpsiquismo, que recientemente gana tracción en la ciencia, esto nos diría que el abismo de Nietzsche y el caos de Cézanne también integran experiencia, y por lo tanto son una forma de percepción y de memoria. Y si el abismo o incluso la vacuidad es experiencia, es intercambio de «miradas», entonces todas las cosas, puesto que la materia está fundamentalmente formada por vacío, es entonces experiencia codificada. Podemos extender esta animada excursión e incluir en nuestra ecuación al concepto budista de sunyata o al dharmakaya del budismo Vajrayana, los cuales sugieren que el espacio mismo es una especie de mente: luminosa, insustancial y autoconsciente. «El universo panpsíquico es uno que existe por sí mismo, objetivamente, igual que el cosmos material de los artistas, pero con con una sensibilidad molecular que produce mentes por todos lados. La experiencia o la percepción no es la causa de la existencia, sino su correlación perpetua. Ser es percibir», dice Martel.

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En medio de la desolación del cuadro anterior del pintor danés Vilhelm Hammershøi, el cual parece capturar el vacío existencial,  Martel cree percibir un espacio que percibe. La sensación de que en el espacio vacío, en el espejo sin nadie, en los cuartos entrevistos, yace una vaga presencia, «inmanente al lugar en sí mismo. Los cuartos exhiben lo que J. G. Ballard, llamó una ‘geometría trascendental’ intimando una vida no-humana». Esta es la sensación que probablemente a todos nos ha sorprendido alguna vez, la fantasmagoría de los objetos, de que, a diferencia de lo que pensamos de un cristal perfectamente diáfano, las cosas retienen lo que acontece, se agazapan a los reflejos, y una presencia –a una frecuencia vibratoria casi inaccesible– permanece.

Meditando sobre el cuadro de Vermeer Mujer sosteniendo una balanza Martel concluye, con la libertad lírica de la crítica que sabe que participa en la promiscuidad creativa del arte que disuelve las fronteras de la conciencia entre el objeto y el artista o entre lo observado y el observador:

Abandonado el juicio, se abre campo para que todas las cosas existan en un marco inmanente. La revelación deja de ser un evento en el futuro eternamente pospuesto para convertirse en un siempre presente des-velo en el que el mundo se muestra en su esencia inmediata. «El Apocalipsis es la forma en la que se ve el mundo cuando el ego ha desaparecido», escribió Northrop Frye.

Tenemos aquí una observación fractal: el cuadro nos habla de la revelación en el sentido apocalíptico, la mujer que sostiene una balanza, actuando en un sencillo pero significativo gesto el cuadro la inmanencia del Juicio Final que aparece en el cuadro atrás de ella, y a la vez la obra de arte de Vermeer, todo el arte en realidad, es una revelación, es ese mismo evento en el que la luz transforma nuestra percepción y nos hace ver lo real: el arte es la continuidad, la presencia de aquel único instante, que es en su anverso la Creación y en su reverso el Apocalipsis, todo un solo instante.

Los elementos en Mujer sosteniendo una balanza conforman un singular evento milagroso, una lucha de fuerzas, una explosión de lo nuevo –terrible, bello y real. La pintura enactúa este evento incluso mientras abraza el juicio que lo negaría. En el momento congelado en el que la inmanencia irrumpe en la imaginación, no queda nada que juzgar, ni siquiera el propio juicio, porque incluso el más antropocéntrico acto de juzgar es un evento no-humano que da forma al mundo humano. ¿Es esto lo que la voz del libro del Apocalipsis quiere decir cuando señala «He aquí, yo hago nuevas todas las cosas?». ¿Es el juicio divino no tanto una invectiva moral sino más bien un acto creativo a través del cual el mundo humano se ve restaurado a la inocencia de lo Real? Esto es lo que creo que el mito en la pared le está diciendo a la mujer. Es lo que la pintura de Vermeer, creo, nos está diciendo. Es lo que el arte como medio nos revela todo el tiempo. El arte libera las fuerzas que el juicio busca contener y controlar. Nos conecta con una realidad que excede la conciencia humana, incluso a la vez que nos hace las criaturas conscientes que somos.

 

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