Ser y Devenir

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Si hay algo que está en el origen del pensamiento filosófico, ese algo sin duda es la oposición entre ser y devenir. Al igual que la oposición ser-apariencia, ambos se encuentran en el origen del pensamiento filosófico, lo constituyen.

La apariencia inicial es la pluralidad y el movimiento y la exigencia que se impone el pensamiento es encontrar la unidad y la estabilidad. Ambos polos son esenciales. Los primero que plantearon esta dicotomía fueron los griegos. Parménides mantenía las apariencias en su continuo devenir. Heráclito situará el devenir constante en el marco de una razón que le impone la ley de la medida.  Heráclito afirma que el fundamento de todo está en el cambio incesante. Que el ente deviene, que todo se transforma en un proceso de continuo nacimiento y destrucción al que nada escapa. Parménides por su lado, sostiene que el cambio es imposible, por que todo es, y nunca dejó ni dejará de ser pues el ser es eterno, inmóvil y continuo. El mundo único es la fisis y el logos, igual para todos, no tiene origen porque él es el origen que se mantiene a lo largo del devenir.
El devenir en el pensamiento griego aparece sometido al ser, éste le marca sus medidas y lo somete a su razón. El movimiento supremo tiene lugar en forma cíclica. El devenir se encuentra sometido al eterno retorno de lo mismo y lo más perfecto es inmóvil, porque el movimiento, el cambio, supondría carencia de algo que se necesita y por tanto imperfección. Tanto Heráclito y Parménides como Platón que pretende sintetizarlos, elaboran una noción del tiempo en el que su carácter lineal, ligado a las vicisitudes de la vida humana, queda postergado a una noción de presente eterno que rechaza el movimiento y el devenir y que a lo que más se deja expresar mediante la figura del círculo del eterno retorno.
Una noción más positiva del devenir, ligado a una noción distinta del tiempo, surge en el pensamiento judío, y de ahí pasará al cristianismo. El tiempo hebreo es discontinuo, está marcado por los momentos esenciales de la Creación, el Pecado y la Redención. Es un tiempo heterogéneo. Además el hombre judío tiene una misión: contribuir a su salvación y a la de todos los hombres. El tiempo hebreo y cristiano aparece abierto a la novedad y a lo imprevisible.
La noción moderna de tiempo y de devenir sería la secularización de la noción de tiempo lineal propio del pensamiento judeo-cristiano, con su noción de un final de la historia. Löwith retoma ideas de Bultmann y de otros teólogos: la historia sólo tiene sentido en un pensamiento lineal que marcha hacia una consumación y no en una concepción cíclica del tiempo, como la griega. A Löwith se puede replicar que la novedad y la historia no están completamente ausentes del pensamiento griego, la doctrina estoica de la destrucción de los mundos y su resurgimiento admite el surgimiento de la novedad y por otra parte en el pensamiento cristiano se mantiene una versión cosmológica del ciclo de las destrucciones y regeneraciones. Si bien se puede oponer esquemáticamente, una concepción moderno judeo-cristiana del tiempo y una concepción antigua como concepción lineal y escatológica y una concepción cíclica del tiempo respectivamente, aunque la cuestión es bastante más compleja.
El pensamiento fijista típico de la filosofía griega se extiende por toda la Edad Media e incluso llega hasta el comienzo de la modernidad. La historia sagrada no se traduce aún en una historia profana, y las vicisitudes de la salvación no dan lugar a una verdadera conciencia histórica de la que puede surgir una reflexión sobre la evolución, tanto de los seres humanos como de la naturaleza. La noción fundamental de un pensamiento evolucionista del devenir que sería según Paris la de proceso irreversible, no surge claramente hasta la modernidad.
La noción lineal de la historia propia del pensamiento cristiano no hace más que agrandar casi hasta el infinito el radio del círculo del tiempo griego, pero no rompe con la esencial reversibilidad de los procesos. La aparición de la noción de irreversibilidad sólo será posible cuando la propia aceleración del tiempo histórico, al permitir que la sociedad cambie profundamente durante la vida de una generación, haga que la novedad y el cambio sea perceptible claramente y esto no sucede hasta los albores de la modernidad burguesa y capitalista.
El azar y la irreversibilidad ligada a él adquiere una gran importancia en el Renacimiento y el Barroco. El hombre es hijo de sus obras y no de su origen, el hombre se convierte en sujeto, y el mundo en objeto que se le enfrenta y al que debe controlar mediante la ciencia y la técnica. El hombre histórico surge a la vez como hombre creador y productor que mediante el cálculo racional comienza a controlar la actividad económica. El devenir aparece como algo esencialmente calculable y previsible. La ciencia moderna surge para reducir la imprevisibilidad del acontecer y someterlo, al menos en parte, al pensamiento y a la acción humana.

Hegel  supera la concepción fijista de la naturaleza como entidad estática sometida a las leyes eternas descubiertas por Newton. Construye una verdadera ontología del devenir que interioriza en su proceso la razón y el ser, sustituyendo la identidad por la contradicción como la categoría fundamental.
El devenir se emplaza entonces en una función central y constituyente dentro de la nueva ontología. Síntesis del ser y de la nada, alumbra o produce como resultado suyo la existencia del Dasein, el ser determinado. El devenir es la matriz de la existencia. Ya no es el devenir la apariencia del ser, sino al contrario, el ser se subordina al devenir que aparece como la categoría fundamental, mediación y superación a la vez del ser y la nada. La realidad se concibe en Hegel como motilidad, como dinamicidad esencial. La tarea fundamental de la filosofía no es captar una verdad intemporal sino elevar el presente al concepto, analizar la vida histórica en su inmediatez intentando comprenderla. Hegel desarrollará una ontología del devenir de forma sistemática y completa, a partir de las nociones de Vida primero y de Espíritu después. Con Hegel la historia recibe una fundamentación ontológica que concibe al Ser como Devenir, como movimiento dialéctico que recoge lo positivo y lo negativo, lo infinito y lo finito en un único movimiento. La concepción lineal y la cíclica de la historia se reconcilian en Hegel, pero su compromiso burgués le impide relativizar su propia posición que queda al final absolutizada como el fin de la historia. Su método tiene que ser reformado desde un punto de vista crítico y materialista, y esa será la tarea del marxismo en el campo de la historia.

Una ontología del devenir tiene que explicar por un lado la evolución natural y por otro la evolución humana histórica. Darwinismo y Marxismo han cumplido este objetivo. Darwin se plantea como problema fundamental el origen de las especies y parte como hecho empírico fundamental de la lucha por la existencia, en un sentido muy general. Esta lucha es inevitable debido a la rapidez con que todos los seres vivos tienden a multiplicarse y a la limitación de la cantidad de alimentos. Darwin retoma las teorías de Malthus y proyecta inconscientemente a la vida natural las condiciones sociales de vida imperantes de la Inglaterra de su tiempo. Los individuos son muy variados aún dentro de la misma especie, algunas variaciones serán más útiles que otras para la supervivencia, lo que facilitará su transmisión a sus descendientes. La naturaleza selecciona los más aptos para sobrevivir. Se trata de un proceso lento y callado que explica el surgimiento y la evolución de las distintas especies orgánicas.
La ontología correspondiente al evolucionismo se puede encontrar en las filosofías de la vida como las de Bergson y en parte Nietzsche. Bergson pone en la base de su filosofía la intuición de la duración como algo fundamental e irreductible al espacio: como el reconocimiento del carácter dinámico y procesual de lo real. La realidad es evolutiva, va renovándose y enriqueciéndose continuamente en su marcha creadora hacia el futuro, dando lugar a la novedad de forma irreversible. El motor de la evolución es el impulso, el élan vital que pasa de una generación a otra produciendo las variaciones detectadas por Darwin. La vida se despliega en direcciones divergentes y complementarias a la vez, introduciendo elementos de contingencia en el mundo. Para Deleuze la evolución bergsoniana es un movimiento de diferenciación, de división y de actualización y que va de lo virtual a lo actual, permaneciendo siempre en lo real y repudiando lo posible, y este movimiento es irreversible y además produce la novedad.
El vitalismo nietzscheano se puede comprobar en su concepción genealógica como interpretación valorativa producida por una voluntad de poder entendida esencialmente como fuerza vital. Pensamiento afirmativo,  que afirma la vida y la voluntad de la vida. El vitalismo de Nietzsche también está presente en su teoría del eterno retorno, que por un lado es una teoría cosmológica y física y por otro es una teoría ética, selectiva, y por último es una teoría ontológica que afirma al ser en el devenir, mejor dicho, afirma al ser como devenir selectivo de las fuerzas activas. La vida es el concepto fundamental de Nietzsche, y ese concepto es inseparable del devenir. La vida es la clave también del pensamiento, la verdad misma está al servicio de la vida, del despliegue del devenir, entendido como el desarrollo de las fuerzas activas. Igualmente en la moral, lo malo y lo bueno son calificaciones referidas a la potenciación o depotenciación de la vida, son elementos relativos y perspectivas. El superhombre es el hombre afirmativo que afirma la vida en su totalidad, que asume el devenir y el eterno retorno como su propio desarrollo. El eterno retorno afirma el devenir y el ser al mismo tiempo, afirma el ser como el laberinto del devenir, como la afirmación de lo múltiple, del devenir y del azar, en la afirmación del eterno retorno.
Este pensamiento afirmativo y vitalista es asumido por Deleuze que hace de la diferencia y la repetición el fantasma y el simulacro, una de las armas más poderosas contra el pensamiento fijista y estático propio del platonismo. El devenir es repetición, pero lo que deviene es la diferencia, la procesión de simulacros que rechazan el esquema del modelo y la copia. La genealogía se ocupa de los devenires, mientras que la historia se ocuparía de las evoluciones macroscópicas. Ambos movimientos son necesarios, pero han sido Deleuze y Foucault los que han descubierto la importancia de estos aspectos microfísicos del poder y la historia que complementan los análisis macroscópicos típicos de la tradición marxista. Ambos enfoques no se oponen sino que se complementan, y los dos han de ser tenidos en cuenta en una ontología histórica que analiza el ser como devenir.

El marxismo en tanto que materialismo histórico es una teoría de la evolución social que pretende analizar y explicar tres problemas fundamentales:

  • La transición a la civilización y el surgimiento de las sociedades de clases
  • La transición a la modernidad y el surgimiento de la sociedad capitalista
  • La dinámica de una sociedad mundial antagónica.

El concepto de trabajo social y de su regulación mediante la economía representa un papel esencial en la explicación de estos hechos. La base económica determina en cierta manera la superestructura política, cultural e ideológica de la sociedad, y la idea de que la dinámica social se produce mediante la contradicción existente entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción, que da lugar al desarrollo sucesivo de distintos modos de producción. La teoría marxista de la historia pretende servir de guía a la transformación revolucionaria de esa misma sociedad que se analiza, es una investigación social dirigida por un interés no sólo cognoscitivo sino también emancipatorio.

Una teoría ontológica del devenir y la evolución impone una nueva alianza entre ciencias culturales y naturales por un lado y entre arte, vida cotidiana y ciencia por otro, dando lugar a una nueva cultura unificada capaz de comprender la complejidad de la realidad actual. Los sistemas biológicos, y más aún, los sistemas sociales son ejemplos de lo que Atlan denomina sistemas auto-organizados, aquellos que resisten al ruido de forma eficaz, son capaces de utilizarlo y transformarlo en factor de organización. El ruido se refiere a los aspectos del entorno físico. La evolución de los sistemas organizados puede interpretarse como un proceso de autoorganización, cuando se produce un aumento de complejidad a la vez estructural y funcional, como resultado de una sucesión de desorganizaciones y flexibilizaciones del sistema, que producen un aumento de variedad y una disminución de la redundancia dentro del mismo sistema. Los sistemas complejos necesitan para adaptarse una flexibilidad mínima, los sistemas rígidos no se adaptan.
La organización de los sistemas complejos es un proceso continuo de desorganización y reorganización. Las perturbaciones y los errores ( el ruido) no es sólo un factor de desorden, sino que es capaz, en ciertas condiciones, de dar lugar a un orden, que hace posible hablar de orden mediante fluctuaciones. La escuela de Bruselas, reunida en torno a Prigogine ha desarrollado esta noción, conseguida en sistemas complejos abiertos, en condiciones lejanas al equilibrio y cuyas ecuaciones no son lineales. En esas condiciones surgen las denominadas estructuras disipativas, que surgen en puntos de inestabilidad de los sistemas. En dichos puntos, lejanos del equilibrio, las fluctuaciones aleatorias pueden originar estructuras estables alimentadas por flujos de materia y de energía. Se llaman disipativas porque consumen energía, y no se dan en sistemas cerrados y aislados. Lejos del equilibrio se pueden producir bifurcaciones, puntos a partir de los cuales el sistema puede seguir evoluciones diferentes, y la elección entre las distintas posibilidades depende de las fluctuaciones.
Las estructuras disipativas generan orden a partir del caos, producen diferenciaciones espaciales o temporales que suponen la ruptura de la simetría y de la homogeneidad producida por el aumento de entropía. Las estructuras disipativas tienen un papel fundamental en la explicación del origen y el mantenimiento de la vida, al combinar el azar y la necesidad de forma creadora.  El azar crea la fluctuación, que una vez surgida queda sometida a las leyes necesarias que determinan su amplificación y estabilización o su amortiguamiento y desaparición. Una conclusión importante respecto a la noción de tiempo es que, dado que la flecha del tiempo viene indicada por la irreversibilidad que indica el segundo principio de termodinámica, la inversión local y momentánea de dicho principio supone invertir la flecha del tiempo, aunque estos estados son transitorios y exigen el suministro de información adicional, lo que supone un salto de entropía.
La teoría de las catástrofes de Thom nos dice que todas las formas que son estables de forma estructural, es decir, que no varían de forma al ser sometidas a pequeñas fluctuaciones exteriores, pueden ser relacionadas con un movimiento, con un dinamismo subyacente, peculiar, una de cuyas discontinuidades va a posibilitar el surgimiento de dicha forma estable. La morfogénesis o surgimiento de formas estables supone la existencia de dinamismos ocultos y discontinuos. Cada discontinuidad de dicho dinamismo microscópico (catástrofe) da lugar a una forma estable a nivel macroscópico. La teoría de las catástrofes busca las condiciones de posibilidad del surgimiento de discontinuidades estructuralmente estables y cataloga las catástrofes elementales posibles, y en el que caso en que se cumplan las condiciones, usuales en los casos prácticos, de que el dinamismo implicado actúa en nuestro espacio-tiempo de cuatro dimensiones, y este dinamismo responde a una función de tipo potencial, entonces el número de singularidades posibles, o catástrofes elementales, se reduce a siete. Quedan definidas pues las formas elementales de morfogénesis en una serie de casos bastante general. La forma de evolución se ajusta a unos tipos perfectamente determinados geométricamente. 
La aplicación de esta teoría nos permite explicar el surgimiento de una morfología natural, ser vivo, estructura social, lenguaje…su estabilidad y su evolución posible considerándola como la solución de un dinamismo subyacente desconocido. La forma resultante es independiente del substrato considerado. El paradigma de la complejidad, imprescindible para analizar la evolución y el devenir de los sistemas complejos, aplica de forma generalizada la analogía a la teoría de las catástrofes, las estructuras disipativas o los fractales de Mandelbrot. Los inspiradores de los creadores del paradigma de la complejidad son Bergson y Darwin, y esto nos ayuda a comprender este paradigma como un método de análisis del devenir de los sistemas autoorganizativos.

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