El misterioso MÁS ALLÁ de la Antigua Grecia. Conoce lo que ellos CREÍAN como REAL

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Los griegos creían que los dioses influían en todos los aspectos de la existencia; en los cielos, sobre la tierra y en el inframundo.

Juez del inframundo

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En el inframundo, los muertos comparecían ante tres jueces; uno era Radamanto, aquí pintado sobre una tumba macedonia.

Estoy en el inframundo, entre tinieblas, a orillas de un lago negro. Pequeñas gotas de agua orlan la húmeda bóveda de piedra, para luego desaparecer en las profundidades con un constante y siniestro repiqueteo. Me encuentro a unos 800 metros de la entrada a la cueva de Alepotripa, que he dejado atrás después de recorrer un tortuoso sendero que atraviesa una caverna de 60 metros de altura con pasadizos abiertos en la piedra y ennegrecidos por el humo de fuegos inmemoriales.

La cueva, que se abre frente a la bahía de Diros, en el extremo más meridional de la Grecia continental, fue un lugar de enterramiento ritual utilizado por las poblaciones neolíticas durante tres milenios. Hasta que hace 3.000 años la en­trada se derrumbó y dejó enterrados a sus ocupantes. Bajo los escombros, y junto a enormes depósitos de piezas de cerámica rotas en actos rituales, se han hallado más de 170 esqueletos. Un lugar de muerte, un largo y tenebroso pasaje bajo la tierra, un lago subterráneo…

Cueva de Alepotripa

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Esta gigantesca cueva situada en el sur de Grecia, conocida con el nombre de Alepotripa (hoyo de zorro) data del período neolítico. Los descubrimientos arqueológicos sugieren que servía de lugar ceremonial en el que los habitantes de todo el Egeo acudían para enterrar a sus muertos. Hace unos 5.000 años, parte de la cueva se derrumbó, con lo que la entrada quedó sellada. Sin embargo, el lugar ha permanecido en la memoria, quizá  reforzando las leyendas de la existencia del reino de los muertos.

«Por favor, no digas que esto es el Hades –me dice, a medio camino entre el ruego y el consejo, Anastasia Papathanasiou, arqueóloga del Ministerio de Cultura de Grecia que supervisa la excavación–. Realmente no podemos decir eso.» Mientras ella y su equipo de excavación han estado trabajando con un rigor escrupuloso para analizar los hallazgos del que podría ser el yacimiento neolítico más importante de Europa, no han dejado de perseguirlos con titulares sensacionalistas del tipo «Descubierta una cueva con restos neolíticos que podría ser el Hades».

El Hades, «el invisible», es uno de los paisajes más famosos, pero que ningún ser vivo ha visto jamás. Su representación ha espoleado la imagi­nación colectiva de Occidente durante milenios, y es muy tentador –además de carente de todo respaldo científico– creer que también estaba presente en la imaginación de los pueblos neolíticos. También lo es buscar el origen del Hades mítico en lugares tan reales como Alepotripa. Sin embargo, los propios griegos atribuían la autoría del Hades a un poeta: Homero, quien en el siglo VIII a.C. cartografió para siempre el inframundo en la Odisea.

Ruinas del tholos

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La luz crepuscular baña las ruinas del tholos –una construcción circular– del templo de Atenea Pronaia en Delfos. Es probable que los suplicantes realizasen sacrificios en este lugar antes de consultar al oráculo de Delfos en el cercano templo de Apolo.

En su otro poema épico, la Ilíada, el venerado poeta se refiere al Hades –o más propiamente «la casa de Hades, rey de los infiernos»– como un lugar de «mansiones horrendas y tenebrosas que las mismas deidades aborrecen». Su entrada se sitúa en los confines de la Tierra, allende las aguas del Océano que la circundan, en un frondoso territorio próximo a los bosques de Perséfone, reina de los muertos, donde «una noche pernicio­sa se extiende» y tres ríos convergen. La literatura homérica da otros detalles más vagos. Están los tristes Campos de Asfódelos, una planta de flores blancas, donde las almas de los héroes vagan sin propósito.

El río del dolor

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Los antiguos griegos creían que el barquero Caronte conducía las almas al Hades atravesando el Aqueronte, el río del dolor. En la actualidad este río (en la foto iluminado por las luces de color de un bar cercano) es muy popular entre turistas y amantes del rafti

Uno de los tres ríos, el Éstige, el río del odio, es tan pavoroso que los mismos dioses realizan sus juramentos más solemnes sobre sus aguas. Evocado con profusión de detalles en la poesía y el arte antiguos, el Éstige ha quedado para la posteridad como la frontera del reino de los muertos. En algún lugar cercano a la orilla occidental del Océano homérico están los Campos Elíseos, donde «los hombres viven dichosamente, allí jamás hay nieve, ni invierno largo, ni lluvia», y a donde los mortales insignes pueden ser invitados tras la muerte.

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Pero para los no tan insignes, para el común de los mortales, la vida de ultratumba era una sombría y triste eternidad carente de sentido. En el mundo homérico los muertos no son más que sombras (eidola, imágenes) de sus seres anteriores, espectros que se desvanecen como el humo. Gritan y gimen impotentes, van y vienen por el reino subterráneo del Hades. En la Odisea, Ulises se encuentra con las almas de los compañeros caídos en la guerra de Troya, y en su conversación con Aquiles, el héroe le dice: «No intentes consolarme de la muerte, […] preferiría ser labrador y servir a otro, a un hombre indigente que tuviera poco caudal para mantenerse, a reinar sobre todos los muertos».

¿Qué sucede después de la muerte? Esta es una de las preguntas más trascendentes e imperecederas de la humanidad. Los griegos, al igual que los demás pueblos del pasado, recurrían a la religión en busca de respuestas. Pero su entusiasta interés por todos los aspectos de la condición humana los animó a ir más allá de las primeras respuestas que su religión les daba.

En la antigua Grecia, las tradiciones y los ritos religiosos sociales vinculaban estrechamente alciudadano individual con su ciudad-estado, de manera que esos actos litúrgicos públicos y colectivos conformaban casi todos los aspectos de la vida de una persona. Los actuales visitantes del Partenón tal vez anhelen un momento de reflexión íntima lejos de las multitudes, pero los peregrinos de la Antigüedad probablemente se sentirían inquietos en un lugar silencioso y deshabitado.
Con el tiempo, las personas fueron buscando cada vez más respuestas a sus inquietudes individuales, además de las que afectaban a la comunidad. Esa búsqueda del significado de sus vidas, de una respuesta a su propio destino individual tras la muerte, dio pie a nuevas formas de religión: los Misterios, como se denominaban los cultos mistéricos, envueltos en el secretismo. Practicados en lugares como Eleusis o Samotracia, estos cultos, en los que solo podían participar los iniciados, atraían gente de todas partes del mundo antiguo, que acudían para complementar el culto comunitario con algo más personal.

Inicialmente los cultos mistéricos servían tanto para elevar la vida espiritual de los fieles como paradar respuesta a lo que sucede después de la muerte. Y esto dio paso a una mayor preocupación por la vida de ultratumba. A diferencia de las creencias de los egipcios o de otros pueblos antiguos, que sufrieron pocos cambios a lo largo de los siglos, la religión griega evolucionó desde la aceptación de un triste destino hacia la búsqueda de la salvación personal. El legado que nos transmitieron no es solamente la tenebrosa descripción del Hades, sino también el camino que siguieron para atravesar el río Éstige.

De dioses y cultos

Los focos iluminan el templo de Poseidón, dios del mar, en el cabo Sunion, Grecia.

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El mundo antiguo estaba lleno de dioses. En las ciudades-estado griegas los ciudadanos disponían de una enorme cantidad de prácticas religiosas, que incluían cultos oficiales financiados con dinero público para toda la comunidad y cultos patrocinados por grupos privados. En el núcleo de esta religión politeísta se situaban las poderosas deidades del Olimpo: una familia divina encabezada por Zeus y Hera, con Apolo, Poseidón, Atenea y otras figuras soberanas de la mitología. Había además cientos de cultos dedicados a héroes y deidades locales menores, como las ninfas moradoras de los ríos o incluso personificaciones de dichos ríos. Y un mismo dios podía ser invocado bajo diversos aspectos. Así, los devotos podían venerar a Atenea como Atenea Higía para pedir salud, a Atenea Niké para la victoria, etcétera. Quienes buscaban respuestas a preguntas concretas podían pedir consejo a los oráculos, los sacerdotes o las sacerdotisas que poseían una línea de comunicación especial con el dios en cuestión.

Esto por lo que respecta a las deidades del mundo de los vivos. Después estaban las que habitaban el mundo subterráneo, el inframundo. Eran los dioses ctónicos, palabra que deriva de la voz griega cthon, que significa «tierra». Entre ellos figuran criaturas funestas como las viejas Furias, que castigan a aquellos que juran en falso; o Hermes, el benévolo mensajero de los dioses y guía de las almas, que hace frecuentes visitas al reino de los muertos; y el propio Hades, hermano de Zeus y de Poseidón, con su joven amada, Perséfone. Los hombres y las mujeres que habían tenido una vida digna de fama también eran venerados, en este caso como héroes. Los héroes podían ser figuras legendarias, como Aquiles o Elena de Troya, o reales, como era el caso de ciertos guerreros o atletas locales.

Monte Olimpo

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El monte Olimpo tiene más de una cumbre. El accidentado pico Mitikas –aquí, iluminado por un rayo durante una tormenta– es el más alto de Grecia y, según los antiguos griegos, la morada de los principales dioses de su panteón, presidido por Zeus, el dios tonante.

Los griegos oraban a aquella multitud de dioses y de héroes por las mismas razones por las que rezamos hoy: salud, seguridad, prosperidad y guía espiritual.Sin embargo, a pesar de tanta actividad divina y de tantos dioses, la religión común ofrecía poca ayuda a las personas a la hora de enfrentarse a la muerte. Y esta carencia se debía a la propia naturaleza de los poderosos dioses que moraban por encima de la Tierra, en el monte Olimpo.
El Olimpo, la montaña más alta de Grecia, se alza en la provincia septentrional de Tesalia. Cuando lo visité, un día de primavera, enormes nubes se arremolinaban alrededor de su famosa cima nevada, y las golondrinas describían una danza extraña anticipando la tormenta. En el aire reverberaban las explosiones de unas prácticas de artillería efectuadas en una base militar situada a las afueras de Litójoro. Al final las nubes que ya negreaban sobre la montaña liberaron el trueno… ¡bum!, para apabullar a la insignificante artillería humana.

El que maneja el rayo

El Olimpo mitológico estaba gobernado por un dios atmosférico que los griegos conocían como Zeus,el «padre del cielo», o «padre brillante». Él es quien gobierna las tormentas, quien amontona las nubes y quien blande el rayo. El poético retrato que Homero nos ofrece del rey de los dioses es imperecedero: «[…] y bajó las negras cejas en señal de asentimiento; los divinos cabellos se agitaron en la cabeza del soberano inmortal, y a su influjo estremeciose el dilatado Olimpo».

Zeus, dios del cielo y las tormentas

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Zeus presidía el panteón olímpico. A menudo era representado de pie, blandiendo un rayo en la mano derecha. En la imagen, Zeus de Itome, estatua de bronce del siglo V a.C. hallada en aguas cercanas al cabo Artemisio. Algunos estudiosos creen que podría tratarse también de Poseidón, dios de las aguas y los terremotos y hermano de Zeus.

Zeus es el dios supremo no por ser el más justo, o el más sabio, ni por haber creado el cielo y la Tierra, sino por ser el más poderoso físicamente, como él mismo se ocupa de recordar en la Ilíada a los demás olímpicos: «¡Oídme todos, dioses y diosas […]! Ninguno de vosotros, sea varón o hembra, se atreverá a transgredir mi mandato. […] Y si queréis, haced esta prueba, oh dioses, para que os convenzáis. Suspended del cielo áurea cadena, asíos todos, dioses y diosas, de la misma, y no os será posible arrastrar del cielo a la tierra a Zeus, árbitro supremo, por mucho que os fatiguéis, mas si yo me resolviese a tirar de aquélla, os levantaría con la tierra y el mar […]».

Y también fue Homero quien presentó y caracterizó a todo el elenco de personajes del Olimpo. Temperamentales, egoístas, celosos, irascibles, soberbios, taimados, pero también leales, susceptibles y afectuosos… los dioses que Homero inmortalizó poseen todos los rasgos propios de la naturaleza humana. Celebraban banquetes en las serenas cumbres del Olimpo e intervenían en las vidas de los hombres y mujeres que viven y luchan abajo. Es Afrodita, diosa del amor, quien provoca que Elena, reina de Esparta, se encapriche con Paris, príncipe de Troya: un amorío que hace estallar la guerra de Troya. Mientras disfrutan del espectáculo que les ofrece la contienda frente a la ciudad, los dioses y diosas discuten, maquinan y luchan a favor de sus guerreros favoritos. Como escribió el filósofo Jenófanes a finales del siglo VI a.C., Homero «atribuyó a los dioses todo cuanto de vergüenza e injuria hay entre los hombres: robar, cometer adulterio y engañarse unos a otros».

Sin embargo, los antiguos dioses difieren de los humanos en un aspecto crucial: ellos son inmortales, y los humanos, no. Los dioses olímpicos veían esa trágica y esencial condición mortal del hombre con una mezcla de estéril compasión y desdén.«No me tendrías por sensato si combatiera contigo por los míseros mortales –le dice Apolo a Poseidón en la Ilíada– que, semejantes a las hojas, ya se hallan florecientes y vigorosos comiendo los frutos de la tierra, ya se quedan exánimes y mueren.»
Los griegos creían que los dioses se mantenían lejos de los muertos porque la muerte humana era contaminante. Por esta razón los sacerdotes de los dioses no acudían a los funerales, y los cementerios se situaban extramuros de la ciudad, bien lejos de los templos. Incapaces como eran los dioses de relacionarse con los muertos, difícilmente podrían darles auxilio.

Temperamentales, egoístas, celosos, irascibles, soberbios… los dioses que Homero inmortalizó poseen todos los rasgos propios de la naturaleza humana.

«La religión común recogía las preguntas re­­lativas a la muerte, pero las respuestas que daba no ofrecían consuelo –explica Sarah Johnston, profesora de religión y cultura clásica de la Universidad Estatal de Ohio–. La razón por la que surgieron otros cultos era la necesidad de establecer una relación personal con la divinidad antes de morir. Si te ponían en contacto con ella, podrías recibir un trato mejor en el otro mundo.»
La iniciación a esos nuevos cultos era una experiencia de gran intensidad emocional que hacía que los iniciados no solo creyeran, sino que también sintieran que algo había cambiado en su interior. Para lograrlo, los sacerdotes y otros participantes escenificaban algo equiparable a una obra teatral muy sofisticada. Y hay un lugar que conserva la evocadora atmósfera que hacía posible esa escenificación: el santuario de los Grandes Dioses de la isla de Samotracia.

Atenea

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Estatua de bronce del siglo V a.C. de Atenea, hija de Zeus y una de las principales divinidades griegas. Su intimidante atuendo bélico incluía sobre el pecho la cabeza decapitada de la espantosa Medusa

Los ritos sagrados de Samotracia

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Situada frente a la tormentosa costa de Tracia, el imponente perfil accidentado de la isla de Samotracia es visible a kilómetros de distancia. En la Ilíada, Poseidón, dios del mar, se apostó «en la cumbre más alta de la selvosa Samotracia» para contemplar la guerra de Troya. Poseidón está vinculado a los cultos mistéricos que aquí se celebraban, ya que uno de los favores que los iniciados recibían era la protección frente a los naufragios.

Cerca de la costa septentrional se extienden los restos del santuario sobre la ladera rocosa del monte Fengari. Hoy la isla recibe pocas visitas, y en este impresionante escenario, de espaldas al mar y mirando la montaña, percibo una sensación misteriosa y primordial. «Yo creo en el poder de ese lugar», me había dicho Bonna Wescoat, profesora de historia del arte de la Universidad Emory, en Atlanta, que dirige un estudio de campo en este santuario cuyo objetivo es elaborar una recreación digital del viaje de un iniciado. «Es un lugar retirado, donde se podían celebrar los ritos mistéricos en privado.»

Los Misterios: la palabra nos llega desde el latín mysterium, y esta del griego mysterion, que significa «ritual secreto»y tiene que ver con el verbo myo, «cerrar» (la boca o los ojos, ante esos ritos). En Samotracia, el recorrido que hacían los iniciados a los ritos sagrados se puede seguir a través de las ruinas de monumentos erigidos a lo largo de los siglos, por los caminos en donde se hacían libaciones (ofrendas líquidas), por un impresionante afloramiento de roca verde (pórfido) que se consideraba sagrada y por estrechos hoyos que servían para soportar antorchas.

En la actualidad los visitantes hacen su peregrinación durante el día, pero los antiguos ritos del culto mistérico a los Grandes Dioses en Samotracia se celebraban de noche, y el resplandor de las antorchas desempeñaba un papel fun­damental. Los aspirantes a la iniciación podían acudir en cualquier momento, y si no era en la época de la gran fiesta anual, podían recorrer el solemne camino en solitario, bajo el cielo tachonado de estrellas. El fuego de las antorchas, que proyectaba luz y sombras entre las columnas acanaladas, señalaba el camino.

Los ritos iniciáticos eran auténticos misterios: secretos que debían guardarse so pena de muerte.Las fuentes escritas de los primeros autores cristianos, que no tenían reparo en romper los códigos de silencio, permiten deducir algunos detalles, aunque tal vez nos den información errónea. A los iniciados los sentaban con los ojos vendados, mientras otros danzaban desenfrenadamente a su alrededor, tañendo címbalos y tambores, tácticas ideadas para intimidar. Deso­rientados, los iniciados escenificaban entonces una búsqueda, que tal vez representaba la búsqueda de una novia por parte del dios de la fertilidad, y finalizaba (o eso sugieren los autores cristianos) en una teatralización de la consumación del matrimonio.

Para nuestra imaginación moderna, saturada de imágenes artificiales, es difícil comprender la sensación de temor y asombro que unos efectos especiales tan simples –antorchas, música y teatro– podían crear en esa atmósfera sagrada. Sobre la experiencia de quien se iniciaba en un culto mistérico, ya fuera en los Misterios eleusinos, órficos, dionisíacos o de Samotracia, Plutarco nos ofrece una vívida descripción.

El historiador griego del siglo I a.C. compara el viaje del alma al abandonar el cuerpo con la experiencia de un iniciado:«[…] primero, vagabundeos inciertos y cansinos, caminatas sobresaltadas y sin rumbo fijo; después, antes de su final, todo lo terrible, miedo, temblor, sudor y espanto. Pero, a partir de este momento, irrumpe una luz maravillosa y la acogen lugares puros y praderas con voces, danzas y los sonidos sagrados y las imágenes santas más venerables. […] observa desde allí a la multitud de los seres vivientes no iniciada e impura, que patea en medio del barro y se golpea a sí misma en las tinieblas, y que con miedo a la muerte se aferra a sus desgracias por desconfianza en los bienes de este otro lado.»

Los iniciados abandonaban Samotracia ataviados con fajas de color púrpura y anillos de hierro imantados, pruebas de su iniciación, que probablemente también servían de amuletos que los protegían tanto en la vida como en la muerte. Pero sobre todo partían con la convicción de haber experimentado algo sagrado, de que su relación con el mundo, el terrenal y el de ultratumba, había cambiado.

Historia de un rapto

En el origen de cada uno de los cultos mistéricos hay un relato sagrado, o mito fundacional, queservía de «guion» para las actividades religiosas. En el caso del culto mistérico más antiguo y famoso de Grecia, el que se celebraba en Eleusis, al este de Atenas, esa narración mítica se encuentra en el Himno homérico a Deméter. Este poema anónimo del siglo VI a.C. cuenta cómo Hades secuestró a la hermosa Perséfone, hija de Deméter, diosa del cereal y de las cosechas. Deméter perdió la alegría cuando su jo­­­­ven hija le fue arrebatada y, disfrazada de an­­cia­­na, vagó por la Tierra en su busca hasta que llegó a Eleusis. El rey del lugar y su esposa la in­­vitaron a quedarse como nodriza de su hijo Demofonte, el príncipe recién nacido, a quien quiso otorgar el don de la inmortalidad. Por desgracia, el medio para conseguirlo fue sujetar al niño sobre el fuego, un hecho que horrorizó a la madre cuando lo descubrió por casualidad. Expulsada del palacio, Deméter descubrió su identidad divina ante la aterrorizada familia real. En un arrebato de ira, les exigió que en su honor erigieran un templo en Eleusis, lugar al que la diosa se retiró.

La Tierra, abandonada por la diosa del cereal, se resintió y las cosechas se malograron, hasta que su hija le fue devuelta. La Tierra volvió entonces a florecer, para júbilo de todos, hasta que seis meses después Perséfone regresó al inframundo, junto a Hades, que por entonces era ya su marido.
Los Misterios de Eleusis, basados en este mito, eran el regalo de Deméter a la humanidad como prueba de su satisfacción. Y refiriéndose a ellos, así concluye el Himno: «¡Dichoso, entre los hombres que están sobre la tierra, el que ha contemplado los ritos!, pues el no iniciado en estos Misterios, el que no participa en ellos, nunca tendrá un destino semejante, ni siquiera después de muerto, bajo la sombría tiniebla».
Este relato literario se centra en Eleusis y en el origen de los famosos Misterios eleusinos, pero la leyenda de Deméter y Perséfone está presente en la mayoría de los cultos mistéricos. Las divinas madre e hija eran las destinatarias obvias de los ritos orientados a la obtención de la inmortalidad. El grano, atributo de Deméter, se planta en la tierra, en donde las raíces penetran hasta la oscuridad subterránea, para renacer sobre la tierra al llegar la cosecha. Perséfone, más conocida como Kore («la doncella»), vivía seis meses del año sobre la tierra, y otros seis debajo de ella. A caballo entre los dos mundos, era idónea para interceder en favor de las almas difuntas.

«Los Misterios te ponían en contacto con la diosa, cara a cara con ella –dice Sarah Johnston–. Así, cuando volvías a verla en el inframundo, la diosa diría: “Ese ha sido bueno”.»
La decisión de formar parte de un culto mistérico era personal, un camino que uno escogía para su perfeccionamiento. No obstante, aquellos ritos secretos e individuales no eran incompatibles con la religión pública. Mucha gente se iniciaba para complementar otras devociones, no para sustituirlas, y participaba con plena fe en las fiestas y ceremonias religiosas con sus vecinos. Pese a su secretismo, los cultos mistéricos gozaban de respeto en la sociedad y compartían aspectos básicos con los demás cultos comunes. Sus sacerdotes oficiaban los ritos en santuarios financiados con dinero público, y los dioses que se presentaban eran tan antiguos como los poemas de Homero.

El nacimiento del pecado original

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Llegados al siglo IV a.C., los Misterios ya no ofrecían tanto consuelo. El Museo Arqueológico de Salónica, en el norte de Grecia, custodia los restos de un antiguo rollo de papiro considerado uno de los hallazgos más interesantes del siglo pasado. Apareció entre los restos incinerados de un no­ble acaudalado. Datado del año 340 a.C., el papiro de Derveni es el manuscrito más antiguo de cuantos se han encontrado en Europa. De aquellos restos carbonizados los científicos han recuperado 26 columnas de lo que resultó ser un extenso comentario místico sobre un poema atribuido a un poeta semidivino llamado Orfeo.

En la mitología griega, Orfeo, hijo de un rey tracio y de una musa, es el cantor cuyas tonadas apaciguan a las fieras, y de tal modo tocaba la lira que hasta los árboles y las rocas se movían para seguir el sonido de su música. Descendió al Hades para rescatar a Eurídice, su difunta esposa. Así, al igual que Perséfone, estaba a caballo entre los dos mundos.Sus devotos pertenecían al más secreto y desconocido de todos los cultos mistéricos. En la literatura antigua hay referencias dispersas a la poesía órfica, pero ni un solo poema ha llegado hasta nosotros. Las citas de poemas conservadas en el papiro de Derveni son lo mejor que tenemos.

Se creía que Orfeo predicaba las enseñanzas místicas de los cultos báquicos dedicados a Dioniso, dios del vino y la fertilidad. Acompañados de referencias sobre desenfrenadas fiestas en lugares apartados, de una desinhibición total, los ritos báquicos siempre habían causado una mezcla de fascinación y desconfianza. El brutal mito en que se basaban aquellos rituales se alejaba bastante de la mitología tradicional. Según el relato báquico, Zeus violó a su hija Perséfone, y fruto de ello nació Dioniso. Los Titanes, los enemigos divinos de Zeus, se apoderaron entonces del niño-dios, lo descuartizaron, hirvieron sus pedazos y se los comieron. En venganza, Zeus atacó a los Titanes con su rayo. Dioniso fue reconstruido y volvió a la vida, y del humo y las cenizas de los Titanes surgió la humanidad.

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Esta pintura representa una procesión sacrificial en la que figuran músicos, un cordero para la ofrenda y una mujer sujetando utensilios litúrgicos. Las ceremonias religiosas se contaban entre los escasos actos públicos en que las mujeres desempeñaban un papel.

«La humanidad es corrupta por naturaleza –apunta Johnston, autora de diversos textos sobre rituales báquicos–. Y esa naturaleza desa­grada a Perséfone, de modo que los humanos tienen que reconciliarse o disculparse con ella.»
Los ritos báquicos habían introducido un nuevo elemento en la ya complicada navegación hacia el otro mundo: el concepto de pecado original. El culto a Baco fue difundido por sacerdotes itinerantes que no necesitaban santuarios convencionales como los de Samotracia o Eleusis. Estos aspectos antisociales y contrarios a la tradición suscitaron burlas y desconfianza. Así, Platón se mofa de los «charlatanes y adivinos [que] van llamando a las puertas de los ricos y les convencen de que han recibido de los dioses poder para borrar, por medio de sacrificios o conjuros realizados entre regocijos y fiestas, cualquier falta que haya cometido alguno de ellos o de sus antepasados […], pues los llamados ritos místicos nos libran de los males de allá abajo, mientras a quienes no los practican les aguarda algo espantoso».

Los iniciados en los ritos báquicos llevaban consigo unas pequeñas tablillas de oro inscritas con un texto sagrado que les serviría de guía en el más allá. Estas valiosísimas instrucciones se enterraban con ellos, y han aparecido en tumbas desde el norte de Grecia hasta Creta y desde Italia hasta Turquía: «Hay un manantial a la derecha, y al lado, un ciprés blanco. Allí descienden las almas de los muertos para refrescarse. ¡No te acerques siquiera a ese manantial! Más allá encontrarás agua fresca procedente del Lago de la Memoria; unos guardias se interponen. Te preguntarán, con astucia, qué es lo que buscas en las tinieblas del Hades. Diles: “Soy hijo de la Tierra y del Cielo estrellado”».

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Las ideas que los griegos tenían de la muerte habían evolucionado sustancialmente desde la descripción homérica de los impotentes di­funtos hasta este tranquilizador mapa del in­­framundo. La época romana trajo consigo más cambios, y los antiguos cultos y santuarios fueron cayendo en desuso. En su diálogo «La desaparición de los oráculos», Plutarco, que había sido sacerdote en Delfos, lugar del oráculo más famoso de la Antigüedad, al hablar sobre aquellos otrora florecientes santuarios, comenta «la total desaparición de todos excepto uno o dos».

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Sobrevivieron retazos de antiguas creencias, absorbidas por una nueva religión monoteísta, el cristianismo, que se estaba extendiendo por todo el mundo antiguo. La creencia en la naturaleza esencialmente corrupta del hombre, en su purificación mediante ritos místicos, en los diferentes destinos que aguardaban a los iniciados y a los no iniciados, en la importancia de los textos sagrados… los ecos de estas enseñanzas órficas resonaban en el interior del cristianismo.
Las creencias –acerca de la vida, la muerte y el viaje al más allá– siempre han estado ahí, latentes o manifiestas, evolucionando y cambiando. No así las verdades fundamentales que las inspiran. Una inscripción funeraria del siglo V a.C. probablemente habría sido tan conmovedora para los pobladores neolíticos de Alepotripa como lo es para nosotros hoy. El epitafio reza: «En mi regazo tengo al hijo de mi hija. El niño que tuve en mi regazo cuando vivíamos, cuando veíamos la luz del sol. El niño que todavía tengo conmigo, aunque ya hemos desaparecido».

Este articulo es propiedad de:nationalgeographic.com.es

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