La parábola del árbol que no sabía quién era

La parábola del árbol que no sabía quién era es una bella historia que nos recuerda que cada quien es único. El no reconocer esta verdad puede llevarnos a intentar ser lo que no somos, cuando tomamos como referentes a los demás.

Cuenta esta parábola que en un lejano reino había un jardinero que amaba su oficio. Un día le pidió permiso al rey para plantar el más bello jardín que se hubiese conocido sobre la Tierra. Tardaría un poco, pero el resultado valdría la pena. Era muy cuidadoso y lograría que el conjunto de plantas ofreciera un espectáculo jamás visto. El rey accedió entusiasmado.

Con infinita paciencia, el jardinero plantó una a una las semillas, escogiendo para cada una de ellas el mejor lugar. Día a día las regó y las alimentó. Sabía que las plantas son seres nobles y que siempre responden a quien bien las protege.

Pasaron varios meses y por fin comenzaron a crecer los primeros tallos, las primeras hojas. El jardinero se sentía inmensamente feliz al ver ese derroche de vida. Después de un tiempo, florecieron las rosas. Eso llenó de color el jardín. También crecieron las margaritas y los claveles. Un tiempo después los manzanos comenzaron a dar sus frutos y todo se impregnó de su aroma. Todo, menos una planta que ni florecía ni daba frutos.

Tu tiempo es limitado, de modo que no lo malgastes viviendo la vida de alguien distinto”.

-Steve Jobs-

El árbol que no sabía quién era

La pequeña planta crecía más despacio que las otras. Pensó que tal vez tardaría un poco más en florecer, pero que de todos modos lo haría. Por eso esperó pacientemente, pero nada pasaba. Cuenta la parábola que transcurrió más de un año y ella seguía casi igual que al comienzo. Tenía un tallo cada vez más fuerte, hojas y ramas, pero no aparecía ninguna flor y mucho menos un fruto.

El rosal, que era muy amigable, quiso darle un consejo. “Mira directo al Sol”, le dijo. “Yo he mirado al Sol a la cara y ya ves cómo he florecido. Creo que eres un rosal y solo te falta un poco más de luz y de calor para que florezcas”. La planta lo escuchó y desde entonces todas las mañanas miraba por largo rato al Sol. También trataba de estirarse para que sus rayos la alcanzaran mejor. Pero nada. Ninguna flor salía de sus ramas.

Dice la parábola que fue entonces cuando intervino el manzano. El rosal no sabe lo que dice”, afirmó. “En realidad, tú eres como yo, un manzano. Solo necesitas absorber con más intensidad el agua. Verás cómo en poco tiempo no solo vas a florecer, sino que también darás unos dulces frutos. Escucha lo que te digo, yo sé de qué hablo”.

La planta, que ya era un pequeño árbol, escuchó atentamente al manzano. Pensó que podría tener razón. Así, cada vez que lo regaban, absorbía la mayor cantidad de agua posible. Hacía un gran esfuerzo, pero no le importaba. Lo único que quería era dar frutos. Más que eso, quería saber quién era. Y ser un manzano era algo que le atraía.

Mano con planta simbolizando una parábola

Una parábola sobre el ser

Según esta parábola, pasó un tiempo más y nada ocurría. El árbol que no sabía quién era, ni daba rosas, ni daba manzanas. Eso lo llenaba de aflicción. ¿Qué clase de árbol era si no era capaz de llenar de belleza y de aroma ese jardín? ¿Qué defecto era el que lo poseía, que resultaba incapaz de ser lo que era? En el fondo se sentía inferior a todos. Un árbol que no produce nada, tampoco sirve para nada, se decía.

Se mantuvo sumergido en la tristeza, hasta que al jardín llegó un búho, la más sabia de las aves. Lo vio tan afligido que se posó en una de sus ramas y trató de entablar conversación. El árbol que no sabía quién era le contó los motivos de su tristeza. Entonces el búho le pidió permiso para inspeccionarlo detenidamente. El árbol accedió mientras todas las plantas observaban la escena con curiosidad.

búho simbolizando una parábola

Después de recorrerlo de arriba abajo, el búho nuevamente se posó en una de las ramas. “Ya sé lo que ocurre”, dijo, ante la expectativa de todos. “No eres ni un rosal, ni un manzano, ni nada por el estilo. Tú eres un roble y no tienes por qué florecer ni por qué dar frutos como otros. Tu destino es crecer hasta el cielo y volverte majestuoso. Serás nido de las aves, refugio de los viajeros y orgullo de este jardín”.

Al escuchar al búho todos quedaron asombrados. El árbol que no sabía quién era comprendió que se había equivocado al querer ser como los demás. El rosal y el manzano estaban un poco avergonzados. Querían ayudarle, pero no podían hacerlo porque el rosal pensaba como rosal y el manzano como manzano. Todos aprendieron la lección. Y fue así como este se convirtió en el jardín más hermoso de la Tierra, con el roble como parte fundamental.

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