James Churchward y el mito de Mu

Puestos a hablar de
continentes hundidos y civilizaciones perdidas, a todos nos viene a la mente el
nombre de la Atlántida, pero en el ámbito de la arqueología alternativa existen
otras historias paralelas que han hecho fortuna, y quizá la más destacada es el
mito de Mu, cuyas semejanzas con el relato platónico –y las múltiples variantes
que hallamos en tradiciones de todo el mundo– son más que significativas. Así pues, vamos a realizar un breve tour por esa tierra desconocida llamada Mu, que aún hoy en día es objeto de interés por
parte de algunos autores.

A diferencia de la
Atlántida, que tenía un claro referente occidental en los diálogos de Platón,

Mu aparece en escena en el siglo XIX en un contexto de mundos exóticos,
civilizaciones perdidas y antiguas leyendas. Recordemos que en esa época la
Atlántida se puso de moda gracias a la investigación –entre científica y
mitológica– de Ignatius Donnelly, pero también en gran parte al esoterismo de
Madame Blavatsky. Asimismo, otras propuestas de la geología y la biología
proponían la existencia de continentes hundidos, como la famosa Lemuria
(supuestamente situada en el océano Índico)[1],
que tuvo férreos defensores a finales del siglo XIX. El caso es que también
entonces las civilizaciones precolombinas –sobre todo en Centroamérica– estaban
saliendo de la oscura noche del olvido gracias a unos pocos investigadores
aficionados, y ahí estaba casi todo por hacer. Y, desde luego, la arqueología
estaba en pleno auge, con descubrimientos asombrosos de grandes civilizaciones
antiguas, algunos de los cuales entroncaban con las leyendas, como por ejemplo
el hallazgo de Troya por Schliemann. De algún modo, todos esos factores
entraron en conjunción para que Mu emergiera a la superficie.

Codex Troanus
Así, en la segunda
mitad del siglo XIX el sacerdote francés Brasseur de Bourbourg (1814-1874), un
investigador de las culturas indígenas prehispánicas, centró su interés en
rescatar y descifrar las fuentes más antiguas de esos pueblos. Y en este empeño
fue a dar con el llamado Codex Troanus
(o Codex Tro-Cortesianus), un códice
religioso maya en el que se hacía referencia a un gran cataclismo ocurrido en
tiempos remotos. Según el texto, que pudo leer con la ayuda del alfabeto maya
recopilado en el siglo XVI por el obispo Diego de Landa, esa catástrofe natural
habría provocado la destrucción de todo un continente, cuyo nombre se expresaba
mediante dos signos: “M” y “U”. Acababa de nacer, pues, el término Mu. Ahora bien, hay que reseñar que
dicho alfabeto era en realidad incompleto e incorrecto, hasta el punto que
actualmente las diversas traducciones que hizo Brasseur se dan por erróneas.
Sea como fuere, Brasseur de Bourbourg siguió investigando y pudo recoger
testimonios indígenas que incidían en la existencia de esa gran catástrofe que
había hundido un continente entero, lo que de inmediato le llevó a relacionar
este hecho con el mito de la Atlántida, y finalmente a proponer que tanto la
civilización maya como la egipcia descendían directamente de ese mundo perdido
de Mu.
Siguiendo los pasos
de Brasseur, el investigador independiente y fotógrafo Augustus Le Plongeon
(1825-1908), británico de origen francés, se adentró con su esposa en las
tierras de América Central y buscó esas conexiones entre las civilizaciones
mesoamericanas y las otras civilizaciones antiguas desde diversos enfoques.
Así, a partir de diversas similitudes lingüísticas entre el maya y el antiguo
egipcio, se atrevió a establecer un puente entre ambas culturas, pero poniendo
como precedente a la civilización maya. En cualquier caso, él creía que Mu –o
la Atlántida– había sido un continente real que se había hundido dejando como
legado posterior las civilizaciones históricas. Todo esto, más otras herejías,
le hizo caer en desgracia ante el mundo académico, que nunca lo llegó a tomar
en serio. Sin embargo, su trabajo y su creencia en la existencia de Mu no
caerían en saco roto, pues un amigo suyo, también británico, iba a recoger el
testigo y de hecho iba a dedicar buena parte de su vida a defender Mu como una
realidad. Ese hombre se llamaba James Churchward, a veces conocido como “el
coronel Churchward”.
James Churchward
James Churchward (1851-1936)
nació en Okehampton (Devon, Gran Bretaña), y de joven se instaló un tiempo en Ceilán
–la actual Sri Lanka– para sacar adelante unas plantaciones de té. Posteriormente,
en la década de 1880, se fue a vivir a los Estados Unidos, donde trabajó como
ingeniero –su profesión principal– y registró varias patentes, con la ayuda del
que fue su fiel amigo Percy Tate Griffith. Eso sí, hay que destacar que, si
bien pasó por el ejército, nunca hizo carrera militar, aunque se hiciera llamar
“coronel Churchward”. Para lo que nos ocupa, cabe decir que Churchward fue
también un gran viajero –sobre todo por el sudeste asiático y el Pacífico– y
que a finales del siglo XIX se hizo amigo del matrimonio Le Plongeon, que
llevaba ya cierto tiempo documentando las antiguas ciudades mayas de Yucatán y
tratando de traducir textos mayas con tan poco acierto como su predecesor
Brasseur. De este modo, Churchward acabó hondamente fascinado por la mitología,
la arqueología y la antropología, y se convirtió en erudito en algunas cuestiones
referentes al mundo antiguo, si bien muy a menudo sucumbió a las influencias
ocultas o esotéricas, tan en boga en aquella época.
Lo que puso a James
Churchward sobre la pista de Mu, según su propio testimonio, se debió a un
suceso durante su estancia en la India, donde dijo haber entrado en contacto
con un sabio o santón hindú –un rishi
que le proporcionó el acceso a una serie de antiquísimas tablillas de arcilla
custodiadas en un templo (al que jamás identificó), y que estaban escritas en una
extraña lengua, propia de una
hermandad sagrada denominada naacal, de
una civilización perdida (o sea, Mu).
Acto seguido, estuvo dos años estudiando la lengua de las tablillas y
descifrando su significado con la ayuda del iniciado hindú. Sin embargo, el
término naacal debía su origen en
realidad al ya citado Le Plongeon, que llamó así a los antiguos sacerdotes
mayas que habrían extendido la civilización por todos los rincones de la
Tierra. A partir de aquí, Churchward hizo las oportunas conexiones y estableció
que las tablillas naacales mostraban que la génesis de la civilización maya estaba
ligada a Mu como civilización madre de todas las demás.
Así pues, el peso
principal de su teoría descansaba en el testimonio arqueológico de dichas
tablillas secretas, aunque nadie las
había visto por ninguna parte. No obstante, en un golpe de suerte, en 1921, un
geólogo y arqueólogo escocés llamado William Niven descubrió unas tablillas
similares en México, donde llevaba años trabajando. Concretamente, Niven llegó
a desenterrar centenares de inscripciones en piedra (andesita), con unos raros
signos o símbolos que no se pudieron interpretar en su momento, pese al intento
de varios expertos en la materia. Pero para el incansable Churchward no había
duda posible; los símbolos de dichas inscripciones vendrían a ser los mismos
que los de sus tablillas naacales. Ahora bien, para complicar más las cosas,
estos materiales se perdieron con el paso de los años y sólo se conservaron
unos calcos de los originales, con lo cual las sospechas sobre el posible
fraude en todo este asunto se dispararon[2].
Una vez llegados a
este punto, Churchward ya había recopilado suficiente información sobre Mu y
entre 1926 y 1934 escribió cinco libros[3]
sobre el continente perdido, teniendo como base argumental el contenido de las
mencionadas tablillas sagradas, más un cuerpo de pruebas documentales –antiguos
manuscritos– y arqueológicas, principalmente en forma de ruinas dispersas por
el Pacífico. Asimismo, Churchward se apoyó en la simbología comparada de las
civilizaciones antiguas para demostrar que existía un origen único común para
todas ellas. Para no extenderme en demasía ni desviarme en los detalles,
resumiré seguidamente la información fundamental sobre Mu que vertió Churchward
en sus obras, sobre todo en la primera.
Mapa de Mu, según Churchward
En lo geográfico,
Churchward aseguró que Mu había sido una masa continental que ocupaba una enorme
porción del Pacífico; sus límites estarían marcados aproximadamente por las
actuales islas de Hawaii, Fiji, Marianas y Pascua. No se trataría, empero, de
una masa única de tierra sino de tres grandes porciones separadas por canales o
mares. Las dimensiones serían en total de unos 8.000 Km. de este a oeste y unos
4.800 de norte a sur.
En Mu, que era en
realidad el mítico Jardín del Edén citado por la Biblia, tuvo lugar el origen
de la especie humana hace unos 200 millones de años. Churchward describió Mu como
un paisaje idílico y exuberante, lleno de vegetación y recursos naturales. Allí
llegaron a vivir durante unos 200.000 años más de 60 millones de habitantes
procedentes de diez tribus, de razas distintas (si bien la blanca sería la más
común), en una civilización avanzada en todos los aspectos y con una tecnología
superior a la actual. Los “hijos de Mu” gozaban de buena salud, vivían cientos
de años y hasta tenían capacidades psíquicas o paranormales. Churchward afirmó
que la ciencia de Mu era la ciencia verdadera y que las modernas visiones sobre
nuestro mundo estaban equivocadas en gran medida, destacando su rechazo frontal
a la teoría de la evolución de Darwin.
Existían sietes
grandes ciudades, que eran centros de cultura, ciencia y religión. Las casas
tenían tejados transparentes para recibir la energía de Ra (el Sol). De hecho,
los habitantes eligieron a un rey que adoptó el título de “Ra-Mu” y el dominio
de Mu se llamó “el Imperio del Sol”. Por lo demás, Mu tenía una gran actividad
económica y comercial, y la población más opulenta tenía todos los lujos y
placeres a su disposición. Sus barcos surcaban todos los mares del planeta; de
hecho, el resto de territorios del mundo eran colonias de Mu, siendo América
una de las principales.
Su religión
monoteísta fue el fundamento de todas las religiones posteriores. Los
habitantes de Mu creían en la inmortalidad del alma y adoraban a un Dios único
cuyo nombre no podían pronunciar. Osiris (que según Churchward había vivido
hacia el 20000 a. C.) y Jesús habrían predicado esa misma religión.
Posteriormente, muchas civilizaciones adoptaron la simbología sagrada de Mu,
con especial incidencia en algunos signos como la esvástica, la cruz simple
(griega), la cruz de Malta y el disco alado.
Alegoría del cataclismo final

Tras muchos miles
de años de civilización, el continente sufrió un primer gran golpe en forma de terremotos
y erupciones volcánicas. Hubo una gran destrucción, pero se pudo volver a una
cierta normalidad. Finalmente, hace unos 12.000 años, a finales de la última
era glacial, el continente resultó completamente destruido y hundido en el
océano a causa de un cataclismo de proporciones apocalípticas, debido –según
Churchward– a una poderosísima explosión gaseosa subterránea de origen
volcánico. Lo único que quedó del continente fue un puñado de islas dispersas
por el Pacífico, las cumbres de las antiguas montañas. La mayor parte de la
población pereció y los supervivientes de la catástrofe cayeron a un estado de
salvajismo. No obstante, unos pocos lograron surcar los mares y colonizaron
nuevas tierras, entre ellas Centroamérica, creando así las civilizaciones
históricas conocidas.

Con todos estos
antecedentes, no es de extrañar que en su época Churchward no fuese tenido en
cuenta por el estamento académico, que le encasilló en el grupo de “iluminados”
pseudocientíficos que defendían la existencia de la Atlántida –o cualquiera de
sus variantes– y las civilizaciones perdidas. Además, los defensores de la
ortodoxia no dieron ninguna credibilidad al hundimiento completo y súbito de un
gigantesco continente situado en medio del Pacífico. A este respecto, los
estudios oceanográficos de los últimos tiempos no avalan su teoría –a la que
dan por geológicamente imposible– y atribuyen la auténtica génesis de las islas
del Pacífico al fenómeno del vulcanismo. Por lo demás, aun reconociendo su
mención a muchos datos mitológicos y arqueológicos, los detractores de
Churchward consideraron que su discurso estaba plagado de especulaciones o
fantasías y que Mu no tenía ninguna solidez documental, cuestionando en primer
lugar el dudoso origen y paradero de las famosas tablillas naacales.
Símbolo del Cuatro Sagrado (principio cósmico) de Mu

En este punto,
podríamos dar carpetazo a la aventura intelectual de Churchward, viendo lo poco
fiable de sus fuentes y su indigesta mezcolanza de elementos arqueológicos con
elementos más propios del esoterismo teosófico. En este sentido, la obra del
supuesto coronel da la impresión de estar a medio camino entre Donnelly –que
trató de ser riguroso dentro de su audaz propuesta multidisciplinar– y Madame
Blavatsky, con su conocido mensaje místico-esotérico que incluía una completa
reinterpretación del origen del hombre y de la civilización. (Dejo aparte otras
posibles dudas razonables sobre sus experiencias y hallazgos, en los que pudo
haber buena parte de ficción o tergiversación, por no hablar de fraude
intencionado). En todo caso, es bien posible que Churchward se dejara llevar
por las ideas de Le Plongeon y quisiera hacerse un lugar en la historia de la
arqueología “a lo Schliemann”, rescatando del mito a una gran civilización
perdida. Hasta qué punto él creía sinceramente en Mu o fue un autoengaño
aceptado nunca lo sabremos.

Dicho todo esto, le podríamos conceder a Churchward el beneficio de la duda antes de
considerarlo un farsante o un falso científico… o simplemente alguien que metió
la pata hasta el fondo. Así pues, estimo que no todo lo que afirmó este
pintoresco erudito deba ser tirado a la papelera ni mucho menos. Antes bien,
creo que hay algunos elementos interesantes que debemos tener en cuenta y que
deberían hacernos reflexionar más allá de que rechacemos la literalidad o
integridad del mito de Mu, tal y como él lo presentó. Vayamos por partes.
En el campo
estrictamente geológico no voy a entrar, pues es un terreno en el cual soy
bastante lego y no tengo elementos de valoración para desacreditar a
Churchward, pero tampoco para dar por buena su teoría. He leído algunas
opiniones de personas más cualificadas que no estiman imposible un cataclismo
gigantesco similar al que puso fin a la Atlántida (un suceso prácticamente
idéntico a lo ocurrido con Mu)[4]
en función de ciertos procesos geológicos y climáticos, pero insisto en que me
resulta complicado evaluar técnicamente los pros y contras. Lo que sí cabe resaltar
es que la ciencia oficial moderna es tremendamente reacia a admitir un
catastrofismo global en épocas relativamente recientes, con presencia humana
sobre el planeta.
Ahora bien, en el
ámbito de la mitología y la antropología sí creo que vale la pena sacar a la
luz algunos datos relevantes, aunque soy consciente que para el mundo académico
mitología y realidad (desde un enfoque histórico-arqueológico) son conceptos
opuestos o cuando menos conflictivos entre sí. Para empezar, debemos reconocer
que existe una amplia mitología en casi todos los rincones del planeta sobre un
cierto Diluvio universal o gran cataclismo en un tiempo inmemorial, que
conllevó la destrucción de una Humanidad o una alta civilización. Esta es
básicamente la historia que se ha centrado en la Atlántida –sea cual fuere su
ubicación– y que ya comenté ampliamente en una antigua entrada. Sin embargo,
también es cierto que existen leyendas específicas que podrían referirse a Mu y
que hallamos en el propio Pacífico, en Asia y en América.
¿Los ancestros de Mu en forma de moais?

En el caso del Pacífico, para centrarnos en el quid de la cuestión, existen tradiciones
y leyendas de muchas comunidades indígenas que nos hablan de que antes que
llegaran ellos, las islas habían estado ocupadas por otros hombres o, para ser
precisos, por dioses, semidioses o gigantes, descritos a veces como de gran
estatura, piel clara y pelo rubio o rojizo, lo cual casa bien poco con las
etnias conocidas en época histórica. Por ejemplo, las leyendas de los
aborígenes australianos afirman que antes de que ellos poblaran aquellas
tierras, los gigantes ya estaban allí. Los nativos hablan concretamente de una
época mítica primigenia o Dreamtime (“Tiempo de los sueños”) en la que
una raza ancestral de gigantes dio forma al continente y lo llenó de vida
vegetal y animal. También en algunos casos se hace referencia a una gran
hecatombe que habría acabado con esos seres primigenios y habría obligado a los
supervivientes a buscar refugio en alguna isla o en tierras lejanas. Este es el
conocido mito de Rapa Nui (o la isla de Pascua), según el cual en tiempos
remotos el rey Hotu Matua y unos pocos de sus súbditos llegaron en canoas a la
isla tras haber escapado del cataclismo que hundió el continente del que
procedían, al oeste, llamado Hiva.

Naturalmente, todo esto es mito y no tiene valor probatorio,
independientemente de que forme parte integral de la cultura y el acervo secular
de los indígenas. Lo que sí es más tangible es el legado arqueológico de un
tiempo muy distante y que podemos apreciar en varias áreas del Pacífico. Me
refiero, obviamente, a una serie de monumentos y ruinas –la mayoría de carácter
megalítico– que se han atribuido a los antecesores de los modernos indígenas y que
ya fueron objeto de atención por parte de Churchward. En general, la ciencia no
se ha ocupado demasiado de tales restos, pero la evidencia muestra en muchos
casos un paralelismo claro con otros enclaves megalíticos de diversas partes
del planeta. Lo que está claro es que resultan unos logros muy impresionantes
si se acepta que fueron hechos por unos indígenas que vivían prácticamente en
un estadio de salvajismo, con escasas capacidades técnicas y constructivas.
Sólo por mencionar algunos ejemplos:
  • En
    la isla de Ponape tenemos la ciudad megalítica de Nan Madol, que presenta un
    conjunto de grandes estructuras sostenidas por bloques de basalto de 50
    toneladas o más. El propio Churchward ya se había fijado en este enclave y lo
    calificó de “santuario de Mu”.
  • En
    Tianan (islas Marianas) se pueden apreciar dos columnas colosales con unos
    capiteles semiesféricos en la parte superior. De hecho, se tiene noticia de
    estructuras semejantes en otras islas del Pacífico.
  • En
    la isla de Tongatapu (Polinesia) hallamos el arco de Ha’amonga, un trilito
    colosal de unas dimensiones aproximadas de 5 x 6 x 1,5 metros, que fue erigido
    –según la leyenda– en un tiempo muy remoto por un semidiós de nombre Maui.
Trilito de Ha’amonga
  • En
    las islas Palau se pueden observar unos grandes monolitos de basalto, e incluso
    una gran estructura en forma de terrazas.
  • En
    Pascua tenemos estructuras megalíticas y los imponentes moais, algunos de enorme peso y altura. Aparte, existen los
    vestigios de la extraña escritura rongo-rongo,
    que no se corresponde con nada similar en el Pacífico y sí con la antiquísima
    escritura del Valle del Indo.
  • En
    Gunung Padang (Java) podría existir una antigua pirámide escalonada sepultada
    por los sedimentos. Este lugar ha sido apenas explorado y es objeto de gran
    polémica, empezando por la datación, que –según el geólogo Danny Natawidjaja–
    se iría hasta los 26.000 años[5].
  • En
    Yonaguni (Japón) se hallaron estructuras de aspecto artificial sumergidas a
    varios metros de profundidad junto a la costa. (Véase el reciente artículo
    sobre este tema.)
Por tanto, parece
evidente que tenemos un cierto vacío sobre una parte de la historia (o
prehistoria) del Pacífico, y que algunas verdades o axiomas aceptados hasta la
fecha deberían revisarse a fondo. Tal vez no se trate de reivindicar a
Churchward y de sacar a Mu del trastero, pero sí de reconocer que algunas de
sus observaciones tenían sentido y que se deberían implementar investigaciones
geológicas y arqueológicas sin ningún prejuicio a fin de explorar la
posibilidad de que en el Pacífico hubiese existido una civilización muy
avanzada en una era remota que desapareció por motivos que desconocemos, tanto
si aceptamos la hipótesis del gran cataclismo como si no.

Una de las obras de Churchward

Lo que sí sería
recomendable es desligar en lo posible la hipótesis de Mu de elementos
superfluos, esotéricos o de la New Age,
que en vez de ayudar más bien entorpecen cualquier enfoque serio, sobre todo
porque ponen en guardia al estamento académico más conservador y provocan
rechazo entre los investigadores convencionales. Ahora bien, tampoco conviene
enviar a la hoguera a los soñadores y pioneros, porque –con todos sus errores y
sesgos– pueden aportarnos nuevas vías de investigación para comprender nuestro
pasado y nuestros orígenes. Desde esta perspectiva, estimo que Churchward fue
un hijo de su tiempo, de la fascinación por los mundos perdidos y olvidados, de
la arqueología romántica y “especulativa”. No obstante, también quiso
relacionar el mito con las pruebas y proponer un escenario de difusionismo –tan
denostado desde hace décadas– que, como mínimo, merecería un poco más de
atención científica.

Para finalizar, me
quedo con una idea de Churchward que me llamó la atención por su referencia al
mito de la caída del hombre, el eterno retorno y en definitiva la concepción de
la historia humana como una serie de grandes ciclos, lo que vendría a ser la
conocida teoría de la historia cíclica, defendida por algunos arqueólogos
alternativos como Michael Cremo. Según esta visión, en un estadio superior el
hombre alcanza un alto grado de conocimiento y conciencia, que le lleva a un paraíso
de armonía y plenitud, para después caer al abismo del que debe recuperarse
lenta y penosamente hasta volver al punto álgido. Pues bien, James Churchward
dijo lo siguiente:

“Las civilizaciones han nacido y han acabado y luego han sido olvidadas
una y otra vez. No hay nada nuevo bajo el sol. Lo que es, ha sido. Todo lo que
aprendemos y descubrimos ha existido anteriormente. Nuestras invenciones y
descubrimientos no son más que reinvenciones y redescubrimientos.”
© Xavier Bartlett 2019 

Fuente imágenes: Wikimedia Commons


[1]
Existe una cierta confusión sobre Lemuria, pues algunos autores la identifican
con Mu, ubicándola en el Pacífico. Asimismo, se emplearon otros términos que
también podrían identificarse con Mu. Por ejemplo, Blavatsky se refirió al
continente de Rutas y Edgar Cayce usó
indistintamente los términos Mu, Lemuria,
Oz
y Zu para mencionar una misma
realidad.
[2] Que
las tablillas de Niven existieron parece que nadie lo pone en duda, y según la
información que he recopilado pudieron ser unas 2.600, lo cual nos recuerda al
asunto de las piedras de Ica, con un enorme número de piezas que para muchos
hace inverosímil la teoría del fraude, aunque no por más cantidad se debe
descartar que se trate de un montaje de grandes proporciones. Lo que resulta un
poco extraño es que no tengamos disponible ni una sola de las tablillas de
piedra de Niven, muchas de las cuales fueran vendidas por éste.
[3] Estos son los títulos: The Lost continent of Mu, Children of Mu, Sacred Symbols of Mu, Cosmic
forces of Mu
y The second book of the
Cosmic forces of Mu
.
[4] En
este punto, cabe aclarar que Churchward creía tanto en la Atlántida como en Mu,
como dos continentes separados, cada uno en su océano, y consideraba que ambos
desaparecieron por el mismo motivo ya explicado.
[5] Las
dataciones se obtuvieron por carbono-14 a partir de muestras orgánicas de
diversos sondeos. La fecha citada corresponde al estrato de más profundidad
alcanzado en los sondeos.

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