La Gran Cadena del Ser

por Ken WilberExtracto de: el ojo del espíritu
La Gran Cadena del Ser

Una de las nociones fundamentales de la filosofía perenne es la de la Gran Cadena del Ser. La idea, en sí misma, es bastante sencilla. Desde el punto de vista de la filosofía perenne, la realidad no es unidimensional, no es una substancia chata y uniforme que se extienda de un modo monótono ante nuestros ojos sino que, por el contrario, se halla estructurada en dimensiones diferentes pero continuas. La realidad manifiesta, dicho de otro modo, está compuesta de niveles o grados diferentes, desde los más bajos, densos e inconscientes hasta los más elevados, sutiles y conscientes. En uno de los extremos de este continuo del ser ―o espectro de conciencia―, se halla lo que Occidente denomina «la materia», lo insensible o lo inconsciente y, en el otro, «el Espíritu», «la Divinidad» o lo «Supraconsciente» (el Fundamento que impregna la totalidad del proceso). Entre esos dos extremos, se extienden las otras dimensiones del ser, dispuestas en distintos grados de realidad (Platón), actualización (Aristóteles), inclusividad (Hegel), conocimiento (Aurobindo), claridad (Leibniz), totalidad (Plotino) o sabiduría (Garab Dorje).

Algunas de las descripciones de la Gran Cadena nos hablan de tres grandes niveles (materia, mente y Espíritu); otras, de cinco (materia, cuerpo, mente, alma y Espíritu); otras nos brindan clasificaciones más exhaustivas, y otras, por último ―como ocurre con ciertos sistemas yóguicos, por ejemplo―, se refieren literalmente a decenas de dimensiones discretas pero continuas. Por el momento, sin embargo, bastará con una disposición jerárquica simple que abarque la materia, el cuerpo, la mente, el alma y el Espíritu.

La afirmación fundamental de la filosofía perenne es que los hombres y las mujeres pueden crecer y desarrollarse (o evolucionar) a través de toda la jerarquía hasta llegar al Espíritu, donde tiene lugar la realización de la «identidad suprema» con la Divinidad, el ens perfectissimus a la que aspira todo crecimiento y evolución.

Pero lo primero que debemos advertir es que la Gran Cadena constituye, en realidad, una «jerarquía», un término que, lamentablemente, parece haber caído últimamente en desgracia.

Pero como lo utiliza la filosofía perenne ―en realidad, como lo utiliza la psicología moderna, las teorías evolutivas y la teoría de sistemas―, una jerarquía no es más que una disposición escalonada de órdenes o eventos que poseen una capacidad holística diferente. En toda secuencia evolutiva, la totalidad de un determinado nivel se convierte en una mera parte de la totalidad correspondiente al siguiente nivel. Una letra, por ejemplo, forma parte de una palabra que, a su vez, forma parte de una frase que, a su vez, forma parte de un párrafo, etcétera. Arthur Koestler acuñó el término holón para referirse a lo que, siendo totalidad de un determinado estadio, constituye una parte de otro estadio superior. En la frase «la corteza de un árbol», por ejemplo, la palabra «corteza» constituye una totalidad con respecto a las letras que la componen pero una parte, al mismo tiempo, de la totalidad frase. Y la totalidad (o el contexto) puede determinar el significado y la función de una parte (el significado de la palabra «corteza», por ejemplo, no es el mismo en la frase «la corteza de un árbol» que en la frase «la corteza cerebral»). La totalidad, dicho en otras palabras, es superior a la suma de sus partes y puede influir hasta el punto de llegar, en ocasiones, a determinar las funciones de sus partes.

La jerarquía, pues, es simplemente una disposición holónica de diferentes grados de totalidad y de capacidad integradora. Este es el motivo por el cual la jerarquía constituye un elemento tan importante en las teorías sistémicas, en las teorías de la totalidad y, en suma, en cualquier tipo de holismo. Y también es absolutamente fundamental para la filosofía perenne. Cada escalón superior de la Gran Cadena del Ser supone así un aumento en la unidad y una identidad más amplia (en un amplio abanico que se extiende desde la identidad aislada del cuerpo hasta la identidad social y colectiva de la mente y, finalmente, la identidad suprema del Espíritu [la identidad literal con toda manifestación]). Ese es el motivo por el cual la gran jerarquía del ser se representa, a veces, mediante una serie de círculos o esferas concéntricas (o de «nidos dentro de nidos»).

Digamos también, finalmente, que toda jerarquía es asimétrica, porque el proceso discurre en una sola dirección (en la dirección de una -arquía «superior»). Por ejemplo, tenemos letras, luego palabras, después frases y, por último, párrafos, pero no viceversa. Y es precisamente ese no viceversa el que evidencia la irreversibilidad de la jerarquía, un ordenamiento escalonado, un orden asimétrico de totalidad creciente.

Como ya he dicho antes, las grandes tradiciones de sabiduría del mundo son, esencialmente, versiones diferentes de la filosofía perenne, de la Gran Holoarquía del Ser. En su maravilloso libro La verdad olvidada, Huston Smith resume en una sola frase las grandes religiones del mundo: «una jerarquía de ser y sabiduría». En Shambhala. La senda sagrada del Guerrero, Chögyam Trungpa Rinpoché dice que la idea esencial que impregna todas las filosofías de Oriente ―desde la India hasta Tíbet y China, la idea que subyace detrás del sintoísmo y el taoísmo―, es «una jerarquía de tierra, ser humano y cielo», que equipara también a «cuerpo, mente y Espíritu». Y, según Ananda Coomaraswamy, las grandes religiones del mundo, sin excepción alguna, «representan, en sus diferentes grados, una jerarquía de tipos o niveles de conciencia que van desde el animal a la deidad, niveles distintos desde los que puede operar el mismo individuo en diferentes ocasiones».

Y esto nos lleva a la paradoja más patente de la filosofía perenne. Ya hemos visto que las tradiciones de sabiduría suscriben la noción de que la realidad se manifiesta en niveles o dimensiones y que cada dimensión superior es más inclusiva y, en consecuencia, está más «próxima» a la Divinidad, es decir, al Espíritu. En este sentido, el Espíritu es la cúspide, el peldaño superior de la escalera de la evolución, pero también ―y al mismo tiempo― la substancia de la que está hecha la escalera y cada uno de sus peldaños. El Espíritu es la «talidad», la «esidad», la esencia de todas y cada una de las cosas que existen.

El primer aspecto ―el aspecto peldaño superior― constituye la naturaleza trascendente del Espíritu, que trasciende, con mucho, a toda cosa o criatura «mundana» o finita. Aunque la Tierra (o incluso el universo) se desvaneciese, el Espíritu, no obstante, permanecería. El segundo aspecto ―el aspecto substancial― se refiere a la naturaleza inmanente del Espíritu, que se halla igual y plenamente presente, sin parcialidad alguna, en todas las cosas y todos los eventos, desde la naturaleza hasta la cultura y desde los cielos hasta la Tierra. Desde esta perspectiva, ningún fenómeno, sea el que fuere, se halla más cerca del Espíritu que otro, porque todos están igualmente «compuestos» de Espíritu. Así pues, el Espíritu es, al mismo tiempo, la meta superior de todo desarrollo y evolución y el fundamento de todo el proceso y se halla plenamente presente tanto al comienzo como al final de toda la secuencia o, dicho de otro modo, el Espíritu es anterior a este mundo pero no es ajeno a él.

El fracaso al tener en cuenta ambos aspectos del Espíritu ha abocado históricamente a visiones muy fragmentarias (y políticamente peligrosas). Porque las religiones patriarcales han tendido a subrayar en exceso la naturaleza trascendente del Espíritu y a condenar, de ese modo, a la Tierra, la naturaleza, el cuerpo y la mujer a un estado inferior. Con anterioridad a eso, sin embargo, las religiones matriarcales tendieron a enfatizar exageradamente la naturaleza inmanente del Espíritu, dando así origen a una visión panteísta del mundo que equiparaba a la Tierra (creada y finita) con el Espíritu (infinito y no creado). Y, si bien usted es libre de identificarse con una Tierra limitada y finita, no lo es para concluir que se trata de lo Infinito y lo Ilimitado.

Por este motivo, las visiones unilaterales del Espíritu ―tanto las sustentadas por las religiones patriarcales como por las religiones matriarcales― han abocado a desastres históricos semejantes, desde el brutal sacrificio humano a gran escala para propiciar la fertilidad de la Diosa Tierra hasta la guerra santa en nombre del Dios Padre. Pero, en el mismo núcleo de estas distorsiones, la filosofía perenne (el núcleo esotérico común a todas las grandes religiones) ha evitado siempre caer en la dualidad ―Cielo o Tierra, masculino o femenino, infinito o finito, ascético o exuberante― y se ha centrado, en su lugar, en su unión o integración («adualismo»). Esta unión entre el Cielo y la Tierra, entre lo masculino y lo femenino, entre lo infinito y lo finito, entre el ascenso y el descenso y entre la sabiduría y la compasión, en suma, resulta evidente en las enseñanzas «tántricas» de las diversas tradiciones de sabiduría (desde el neoplatonismo occidental hasta el budismo Vajrayana oriental). Y es precisamente a ese núcleo no dual de las tradiciones de sabiduría al que se aplica el término «filosofía perenne».

El hecho es que, si queremos pensar en el Espíritu en términos mentales (lo cual, ineludiblemente, comporta ciertos problemas), no deberíamos olvidar esta paradoja (trascendente/inmanente). Porque la paradoja es la forma en que lo no dual se manifiesta en el nivel mental. El Espíritu, en sí mismo, no es paradójico; estrictamente hablando, no es caracterizable en modo alguno.

Y esto resulta aplicable de manera doble a la jerarquía (holoarquía). Ya hemos señalado que, cuando el Espíritu trascendente se manifiesta, lo hace en estadios o niveles (la Gran Holoarquía del Ser) y con ello no queremos afirmar que el Espíritu ―o la Realidad―, en si misma, sea jerárquica sino que la Realidad, el Espíritu Absoluto, no es jerárquico, es sunyata, es nirguna, es apofática, es, en fin, incalificable en términos mentales (holones inferiores). Pero la Realidad se manifiesta en estadios, estratos, dimensiones, envolturas, niveles o grados ―elija el término que prefiera― diferentes… y eso es precisamente la holoarquía. En el Vedanta, se trata de las koshas (las envolturas o capas que recubren a Brahman); en el budismo son los ocho vijnanas, los ocho niveles de conciencia (cada uno de los cuales constituye un estadio inferior ―y, en consecuencia, más limitado― de la dimensión superior); en la Cábala se trata de los sefirots, etcétera.

Estos son los niveles del mundo manifiesto, los niveles de maya. Cuando no reconocemos a maya como el despliegue lúdico de lo Divino, no existe más que ilusión. Jerarquía es ilusión. Hay niveles de ilusión, no niveles de realidad. Pero según afirman las mismas tradiciones, sólo a través de la comprensión de la naturaleza jerárquica del samsara podremos llegar a desembarazamos de ella, como si la escalera sólo pudiera ser desechada después de haber cumplido su extraordinario cometido.

Fuente: Ken Wilber. El Ojo del Espíritu (Kairós, 2005)
https://www.nodualidad.info/textos/la-gran-cadena-del-ser.html

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