Una experiencia de la conciencia cósmica

Conciencia cósmica

«Una experiencia de la conciencia cósmica» ―publicada en Autobiografía de un yogui de Paramahansa Yogananda― relata la ocasión en que Sri Yukteswar cumplió el anhelo largamente acariciado de su joven discípulo Mukunda (más tarde conocido como Paramahansa Yogananda) de experimentar plenamente la Divinidad. Este extracto del capítulo de Autobiografía de un yogui de Paramahansa Yogananda se reimprime por cortesía de Self-Realization Fellowship.

―¡Mukunda! ―La voz de Sri Yukteswar se oyó desde un balcón distante.

Me sentí tan rebelde como mis pensamientos: «El Maestro está siempre urgiéndome para que medite ―murmuré entre dientes―. No debería distraerme, puesto que sabe para qué he venido a su habitación».

Volvió a llamarme y yo permanecí obstinadamente silencioso. A la tercera vez, su tono de voz era imperioso.

―Señor, estoy meditando ―contesté en tono de protesta.

―Ya sé cómo estás meditando ―replicó el Maestro en voz alta―; con la mente dispersa como las hojas bajo el vendaval; ven acá.

Descubierto y frustrado, me dirigí con tristeza hacia donde él se hallaba.

―Pobre muchacho, las montañas no pueden darte lo que tú anhelas. ―El Maestro me habló cariñosamente. Su dulce y apacible mirada era insondable―. El deseo de tu alma será cumplido.

Rara vez usaba Sri Yukteswar acertijos para expresarse. Me sentí sobrecogido. Me golpeó luego en el pecho ligeramente, un poco arriba del corazón.

Mi cuerpo se inmovilizó completamente, como si hubiese echado raíces; el aliento salió de mis pulmones como si un pesado imán me lo extrajese. El alma y la mente cortaron de inmediato sus ligaduras físicas y fluyeron a través del cuerpo como un torrente de luz que emergía por cada uno de mis poros. Mi carne estaba como muerta y, sin embargo, en mi intensa lucidez me di cuenta de que nunca antes había estado tan vivo como en aquel instante. Mi sentido de identidad no se encontraba ya confinado únicamente a un cuerpo, sino que abarcaba todos los átomos circundantes. La gente de las calles distantes parecía moverse sobre mi propia y remota periferia. Las raíces de las plantas y de los árboles se asomaban a mi vista a través de una tenue transparencia del suelo, e incluso podía darme cuenta de la circulación interior de sus savias.

Toda la vecindad se revelaba ante mí. Mi visión frontal ordinaria se había transformado en una vasta y esférica mirada que lo percibía todo simultáneamente. A través de mi nuca veía a los hombres caminar más allá de la calzada de Rai Ghat, y advertí que una vaca blanca se acercaba lentamente. Cuando llegó frente a la entrada de la ermita, pude verla con los ojos físicos; y cuando dio la vuelta tras la cerca de ladrillos, todavía la veía claramente.

Todos los objetos dentro del campo de mi visión temblaban y vibraban como si fueran películas de cine. Mi cuerpo, el de mi maestro, el patio con sus pilares, los muebles, el piso, los árboles y la luz del sol se agitaban violentamente en ocasiones, hasta que todo se fundía en un mar de luz, al igual que los cristales de azúcar en un vaso de agua se disuelven al ser agitados. Esta unificadora luz se alternaba con materializaciones de forma: metamorfosis que revelaban la operación de la ley de causa y efecto en la creación.

Un mar de gozo irrumpió en las riberas sin fin de mi alma. Comprendí entonces que el Espíritu de Dios es Dicha inagotable. Su cuerpo es un tejido de luz sin fin. Un sentimiento de gloria creciente brotaba de mí y comenzaba a envolver pueblos y continentes, la Tierra entera, sistemas solares y estelares, las tenues nebulosas y los flotantes universos. Todo el cosmos, saturado de luz como una ciudad vista a lo lejos en la noche, fulgía en la infinitud de mi ser. Los precisos contornos globales de sus masas se esfumaban someramente en los extremos más lejanos, en donde podía ver la suave radiación nunca disminuida. Era indescriptiblemente sutil; mientras que las figuras de los planetas parecían formadas de una luz más densa.

La divina dispersión de rayos luminosos provenía de una Fuente Eterna, y resplandecía en galaxias, transformándose en inefables auras. Una y otra vez vi los rayos creadores condensarse en constelaciones y luego disolverse en cortinas de transparentes llamas. Por medio de una rítmica reversión, sextillones de mundos se transformaban en diáfano brillo y, luego, el fuego se convertía en firmamento.

Reconocí el centro del empíreo como un punto de percepción intuitiva en mi corazón. El esplendor irradiaba desde mi núcleo íntimo hacia cada parte de la estructura universal. El feliz amrita, el néctar de la inmortalidad, corría a través de mí con fluidez mercurial.

Escuché resonar la creativa voz de Dios como Om, la vibración del Motor Cósmico.

De pronto, el aliento volvió a mis pulmones. Con desilusión casi insufrible, me di cuenta de que mi infinita inmensidad se había perdido. Una vez más me hallé confinado en la humillante limitación de una jaula corporal, no tan cómoda para el Espíritu. Como hijo pródigo, había huido de mi hogar macrocósmico, encarcelándome a mí mismo en un estrecho microcosmos.

Mi gurú seguía inmóvil delante de mí, y mi primer intento fue arrojarme a sus santos pies en acto de gratitud por aquella experiencia en la conciencia cósmica, que tan larga y apasionadamente había buscado. Pero él me impidió inclinarme y dijo calladamente:

―No debes embriagarte con el éxtasis. Todavía hay mucho trabajo para ti en el mundo. Ven, vamos a barrer el piso del balcón; luego caminaremos por el Ganges.

Traje una escoba; inferí que mi maestro estaba enseñándome el secreto de vivir una vida equilibrada. El alma debe extenderse hasta los abismos cósmicos mientras el cuerpo cumple sus obligaciones cotidianas. Cuando más tarde estuvimos ya listos para nuestro paseo, todavía me sentía en trance, en un rapto inefable. Veía nuestros cuerpos como dos imágenes astrales, moviéndose sobre un camino a lo largo del río cuya esencia parecía de purísima luz.

―Es el Espíritu de Dios el que activamente sostiene cada forma y fuerza del Universo; sin embargo, Él es trascendental y reposa apartado en el beatífico e increado vacío más allá de los vibratorios mundos de los fenómenos―me dijo el Maestro―. Los santos que experimentan su divinidad durante su encarnación terrenal viven una parecida doble existencia. Conscientemente dedicados a sus labores en este mundo, permanecen, sin embargo, sumergidos en interna beatitud. El Señor ha creado a todos los hombres del ilimitado gozo de su Ser. Aun cuando estén dolorosamente aprisionados en el cuerpo, no obstante Dios espera que los seres humanos, hechos a su imagen, puedan finalmente elevarse más allá de la identificación de los sentidos y reunirse con Él.

La visión cósmica me dejó indelebles lecciones. Aquietando mis pensamientos cada día, pude librarme de la ilusoria convicción de que mi cuerpo era una masa de carne y huesos que cruzan el duro suelo de la materia. El aliento y la inquietud de la mente, según advertí, eran como tormentas que perturbaban el océano de la luz con oleadas de formas materiales: tierra, cielo, seres humanos, animales, aves, árboles. Ninguna percepción del Infinito como única Luz puede obtenerse excepto calmando tales tempestades. A medida que silenciaba los dos tumultos naturales, podía contemplar las multitudinarias olas de la creación diluirse en un reluciente océano, lo mismo que las olas del mar, cuando pasa la tormenta, se disuelven serenamente y retornan a la unidad.

Un maestro concede la divina experiencia de la conciencia cósmica cuando su discípulo, por medio de la meditación, ha fortalecido su mente hasta un grado en que las inmensas perspectivas no le anonadan. Tal experiencia no puede obtenerse sólo mediante una buena disposición del intelecto o el amplio criterio. Únicamente por una adecuada expansión de la conciencia mediante la práctica del yoga y por la vivencia devocional (bhakti) puede uno prepararse para absorber la conmoción liberadora de la omnipresencia.

La experiencia divina se presenta con una naturalidad inevitable al devoto sincero. Su intenso anhelo principia a atraer a Dios con una fuerza irresistible. El Señor, como Visión Cósmica, es atraído por el magnético ardor del buscador, hasta penetrar en el campo de su conciencia.

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