Despertar a la meditación

por Sally KemptonIntroducción a: el placer de meditar

Meditation

Una tarde de verano, durante un retiro de meditación, descubrí que contengo la totalidad del universo. Sucedió de un modo bastante inesperado y repentino. Estaba sentada con los ojos cerrados en una sala con varios centenares de personas, demasiado consciente de las sensaciones de mi cuerpo y de los ligeros crujidos, toses y otros sonidos que se producían a mi alrededor. Lo siguiente que supe es que hubo una especie de implosión. La sala, con todas las sensaciones y sonidos, en lugar de estar alrededor de mí, estaba dentro de mí. Mi conciencia comenzó a aumentar hasta que pude sentir la Tierra, el cielo e incluso la galaxia dentro de mí. En ese momento, comprendí con una certeza estimulante y aterradora al mismo tiempo que solo existe una cosa en el universo, Conciencia, y que esa Conciencia soy yo.

La experiencia se desvaneció una hora después aproximadamente, pero la comprensión que obtuve de ella nunca se ha ido.

En aquella época, llevaba un par de años en un intrincado sendero espiritual. Como tantos otros, comencé a meditar no porque ansiara la iluminación, sino porque pasaba por una leve crisis vital y esperaba que la meditación me ayudara a sentirme mejor. Vivía en Nueva York, escribía para EsquireNew York Magazine y Village Voice, llevaba la vida que mi educación humanista de izquierdas había predispuesto para mí y me enorgullecía de mi estilo urbano bohemio. A nivel externo, estaba bien.

Tenía una propuesta de una importante editorial, un nuevo novio ―de quien estaba convencida que era el amor de mi vida―, un apartamento de arrendamiento protegido… y un estado crónico de inquietud y ligera desesperación que nunca se iba. Ya había explorado el matrimonio, la política, las relaciones amorosas, la psicoterapia y los frutos del dinero sin llegar a descubrir un antídoto para mi pequeño dolor emocional. La meditación me atrajo porque me pareció un modo de llegar a la raíz de mí misma. Incluso en aquella época, en que la meditación todavía se consideraba una actividad para santurrones, hippies y otros excéntricos, se creía que era un buen método para calmar la mente.

Resulta que mi nuevo novio era un avezado turista en el circuito espiritual y me animó a seguir un programa de tres meses dirigido por un maestro boliviano llamado Óscar Ichazo. El programa prometía la iluminación ―algo que no se produjo, al menos en mi caso―. Sin embargo, me enfrentó a algunos demonios internos que había hecho todo lo posible por ignorar. También me hizo enamorarme de la sabiduría yóguica y del delicado poder de la comunidad espiritual. Además de conocer algunas de las trampas de mi ego, comencé a anhelar una experiencia interior.

Por tanto, cuando llegué a aquel retiro de verano, estaba preparada para dejar que la meditación me transformara. Esa era la razón por la que había acudido: el retiro iba a ser dirigido por un reconocido maestro espiritual de la India, famoso por ser capaz de abrir la profundidad meditativa en los demás.

Tras esa expansión de la conciencia, entablé una nueva relación conmigo misma y con mi mundo interior.

Abrí los ojos a un mundo que centelleaba de amor y significado, y estaba convencida de que había encontrado la respuesta a todo lo que quería en la vida. Al igual que la expansión de mi conciencia, el éxtasis tampoco duró; pero, del mismo modo que esa expansión, lo cambió todo. El maestro de meditación en cuya presencia había surgido esa experiencia se convirtió en mi gurú ―el profesor cuyas enseñanzas y orientaciones guiarían mi práctica en los años siguientes―. Y la meditación se convirtió en mi camino.

Kundalini y Meditación

Lo que sucedió aquella tarde fue un despertar de la kundalini Shakti, la energía interna que casi todas las tradiciones esotéricas reconocen como la fuerza que hay detrás de la transformación espiritual. La kundalini (literalmente «energía enrollada», llamada así porque cuando la energía está inactiva se dice que está «enrollada») puede ser despertada de varias formas: a través de posturas de yoga, empleando la meditación o, como sucedió aquella tarde, mediante la transmisión de energía de un maestro cuya propia kundalini está activa. El despertar de la kundalini puede ser sutil o espectacular, pero, siempre que se produce, lleva la energía del Espíritu al primer plano de nuestras vidas, cambiando nuestras prioridades y estimulando nuestros recursos ocultos de amor, entendimiento y comprensión.

El poder de la kundalini se despliega cuando meditamos. La energía despertada nos lleva a estados meditativos y comienza a mostrarnos los senderos de nuestro terreno interior, incluso mientras prepara cuerpo y mente para un nuevo nivel de delicadeza y de conciencia. Con el tiempo, la kundalini transforma nuestra visión hasta que vemos el mundo tal como es: no como algo difícil, agitado e irrevocablemente «otro», sino lleno de una única energía amorosa que nos conecta con los demás y con todo cuanto existe.

Los efectos de este despertar sobre mi vida han sido extensos y numerosos. Principalmente, cambió mi sentido de ser. Una vez vista aquella inmensidad, por muy atrapada que pueda estar en mis pensamientos, emociones o planes, una parte de mí siempre sabe que contengo una realidad que está más allá de todo eso; que, en verdad, «Yo» soy Conciencia expansiva. Con el paso del tiempo, he llegado a poder medir mis progresos espirituales por lo alineada que estoy con esa percepción inicial, por lo firmemente que puedo identificarme con la Conciencia, en lugar de con la persona que pienso que soy.

Ha sido un camino con muchos desvíos y curvas muy cerradas. Y sí, poco a poco, el alineamiento llega. He meditado a diario durante casi cuarenta años, y, aunque no sucedió todo de golpe, he logrado entrar en el espacio de la Conciencia expandida al menos un rato cada día. Con el tiempo, la meditación ha trabajado poco a poco mi sentimiento de ser únicamente esta persona física, definida por mi historia, mi apariencia, mi inteligencia, mis opiniones y mis emociones. La meditación me enseñó a identificarme ―de una forma precaria al principio, y después más firmemente― con la parte más sutil de mí misma, con ese campo de amplitud que se halla más allá de los pensamientos, con la tierna energía de mi corazón. Con el pulso de la amplitud pura que surge cuando los pensamientos amainan. Con el amor.

Desde el principio, sentarse en meditación ha sido la manera más fiable que conozco de tocar la ternura del Ser puro, algo que he guardado como un tesoro. Desde luego, mi historia de amor con la meditación ha sido como la de cualquier relación que se desarrolla: ha tenido sus altos y sus bajos, sus temporadas fértiles y las aparentemente estériles. Los estados meditativos, al fin y al cabo, llegan de forma espontánea y natural. A su debido tiempo y a su manera, se revelan los dones de la kundalini que se despliega. He entrado espontáneamente en estados meditativos mientras caminaba, escribía o estaba sentada en una reunión. También he tenido semanas en las que no he podido entrar en absoluto en el ancho de banda de la meditación. Esta a menudo es sorprendente, y, desde luego, no puede forzarse.

El placer de meditar

Pero tampoco puede enfocarse de un modo pasivo, lo cual constituye el tema de este libro. El esfuerzo que se requiere del meditador es bastante sutil, es una cuestión de sintonización y conciencia. Aprendemos sobre esta sintonización gradualmente, y a través de la meditación. Afortunadamente, mucho de lo que aprendemos puede compartirse y, tras haber trabajado durante años con estudiantes, impartiendo clases y retiros de meditación, he descubierto que muchas de las actitudes y prácticas que me han resultado de ayuda también son útiles para los demás. Este libro se desarrolló como una ofrenda a otros meditadores comprometidos. Es una forma de compartir ciertos principios y actitudes que la meditación me ha enseñado, y que parecen funcionar no solo para mí, sino también para los demás.

El principio más importante que debe comprenderse en relación con la meditación es el siguiente: meditamos para conocernos a nosotros mismos. Con frecuencia vemos la meditación como una práctica o un proceso; sin embargo, la meditación también es una relación. Si es un proceso, es el proceso de entablar una relación de amor con tu propia Conciencia. En el Bhagavad Gita, Krishna le define así la meditación a su discípulo Arjuna: «Dhyanen armani pashyanti» («En meditación, el Ser [la Conciencia pura, que es nuestra naturaleza esencial] es visto»). Esto suena como una afirmación demasiado sencilla, pero, a medida que meditamos, nos damos cuenta de que conocer al Ser está muy lejos de resultar algo sencillo. ¿Qué «Ser» encontramos cuando meditamos? El Ser más elevado, con toda seguridad, el atman, como lo llaman los sabios hindúes, la Conciencia luminosa que está más allá de la mente discursiva. Sin embargo, también encontramos muchos otros aspectos de nosotros mismos, incluyendo aquellas partes que parecen dificultar la experiencia de nuestra esencia. Una de las bendiciones de la meditación es que, si nos permitimos comprometernos totalmente con ella, no solo llegamos a ver todo eso, sino que también aprendemos a atravesarlo con amor. En este acto diario de sumergirse en nuestro mundo interior, las partes separadas de nosotros mismos se unen. Los cabos sueltos de nuestra personalidad se funden con nuestra conciencia y nos volvemos completos.

Por supuesto, este nivel de transformación no sucede de un día para otro. Ahí es donde a menudo nos confundimos. Muchos de nosotros, al principio, abordamos la meditación de una forma bastante ingenua. Albergamos expectativas, ideas y suposiciones. Por ejemplo, a veces imaginamos que una buena meditación es una especie de luna de miel prolongada en la que vagamos por campos de éxtasis y flotamos en profundos lagos de paz. Pero si nuestra relación con el mundo interior se vuelve problemática, aburrida o más íntima de lo que habíamos previsto, nos sentimos frustrados, decepcionados o incluso avergonzados. Podemos llegar a la conclusión de que realmente no se nos da tan bien la meditación, y ese es con frecuencia el punto en que la abandonamos.

Nos sentiríamos mucho mejor si nos diéramos cuenta de que la meditación es como otra relación íntima: requiere práctica, compromiso y una profunda tolerancia. Del mismo modo que nuestros encuentros con otras personas pueden ser maravillosos, pero también es posible que provoquen miedo, sean desconcertantes o incluso irritantes, nuestros encuentros con el Ser tienen sus propios humores y sabores. Como cualquier otra relación, esta también cambia con el tiempo. Y es mejor cuando se emprende con amor.

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