Contra el materialismo nihilista, la enfermedad de nuestra era: la redivinización del mundo (II-V)

Para el hombre metropolitano, la naturaleza es una variación meteorológica y cierto número de islas arboladas dispersas en un tejido urbano. Aparte de esto es material para producción y esparcimiento. Para el hombre védico, la naturaleza era el lugar en el que se manifiestan las potencias y en el que se producían los intercambios entre las potencias.

–Roberto Calasso, El ardor

El antropoceno –la era que se define por la injerencia ubicua y más bien funesta del ser humano en el entorno planetario– también podría llamarse «la era del nihilismo», tomando como rasgo distintivo el modo dominante del pensamiento humano. Resulta inquietante que la «era humana», o la era definida por el ser humano, sea también la era de la destrucción: la extinción de incontables especies y ecosistemas. Esto es ya una primer atisbo del nihilismo que predomina. Si el ser humano es el animal que se distingue por ser, fundamentalmente, un animal que piensa, que imagina, que proyecta, que crea mitos y modelos del mundo, entonces, si queremos entender por qué el mundo se encuentra en este punto crítico, debemos mirar cuidadosamente qué es lo que piensa el ser humano, cómo imagina –si es que todavía imagina–, cómo proyecta su existencia, cuáles son las historias que se cuenta  y a través de las cuales, si acaso, encuentra una razón para existir y habitar el mundo de una cierta manera.

El nihilismo es un modo de pensamiento que suele ir en contra de lo que el propio ser humano cree que él mismo piensa, pues pocos se describirían a sí mismos como «nihilistas». Somos nihilistas aunque a nosotros mismos nos digamos que somos budistas, musulmanes, ateos, ecologistas, progresistas, feministas, republicanos o «espirituales pero no religiosos«, etc. Uno puede ir a la iglesia todos los domingos y ser perfectamente nihilista. La religión se convierte no en algo en lo que uno cree, sino algo con lo que uno maquilla y evita enfrentar que no se cree en alguna fuerza o poder trascendente que dé sentido a todos los actos, en todos los momentos.

Sin embargo, esa ausencia de creencia, y la epoché que implica si es tomada en serio, es aterradora e insoportable. La famosa frase de Pascal, «el silencio eterno de estos espacios infinitos me llena de pavor», formula, según Peter Sloterdijk, «la confesión íntima de una época». El ser humano ya no se siente arropado por un «manto celestial», las esferas cósmicas han dejado de estar pobladas por divinidades o fuerzas dadoras de vida y de sentido. Esto ha sido demostrado aparentemente por la ciencia: el universo no es ya un «animal divino», como señala Platón en el Timeo, o una sinfonía celestial de poderes angélicos, en la que participa el propio ser humano, como creyeron algunos teólogos cristianos, sino más bien una máquina inerte. Cualquier cosa es mejor que enfrentar el horror vacui y la ausencia de una base divina y de una jerarquía celestial que soporte la existencia, por lo cual se prefiere seguir yendo a misa o aferrarse a una causa. Tal es el caso del ateo cientificista. Aunque no logra, de manera medianamente plausible, reintroducir una base ética y un mínimo cauce de significado a la vida en el universo, al menos en lo personal encuentra sosiego en la «verdad» de materialismo científico, la cual defiende orgullosamente, puesto que ha liberado al hombre de la ignorancia, del «virus de la religión», en las fervientes palabras de Richard Dawkins. Si bien la existencia ha perdido encanto, al menos es reconfortante saber que conocemos perfectamente el universo y podemos afirmar que no hay nada más allá de lo que observa la ciencia materialista. Así no nos perdemos de nada, no hay nada realmente misterioso que nos pueda sacudir y que merezca que modifiquemos radicalmente nuestra conducta. Esto es un alivio, pues podemos seguir adelante con nuestras vidas, seguros de que estamos en lo correcto.

*

Podemos engañarnos a nosotros mismos hasta pensar que estamos desarrollándonos espiritualmente cuando en realidad estamos fortaleciendo nuestro egoísmo a través de técnicas espirituales. Esta distorsión fundamental puede ser llamada materialismo espiritual.

 Chögyam Trungpa, Cutting Through Spiritual Materialism

El maestro tibetano Chögyam Trungpa ideó el concepto de «materialismo espiritual» al observar la manera en que el estadounidense, particularmente aquel que estaba vinculado con el movimiento contracultural del rock y las drogas psicodélicas, se acercaba a la espiritualidad. Trungpa observó que la mayoría de las llamadas prácticas espirituales modernas son expresiones encubiertas del nihilismo. El individuo moderno se acerca a la espiritualidad como un consumidor en busca de un producto que pueda ayudarlo a desarrollar y fortalecer su ego, pues éste es lo que se le presenta como lo único realmente existente. O se acerca a la espiritualidad como un empresario, intentando sacar provecho, extraer valor y poder luego dejar que su inversión «trabaje» por él. La espiritualidad refuerza su sentido de ser especial, lo cual le da una sensación de confianza –que es explotada para escalar en la sociedad– y le permite suprimir temporalmente el vacío que asocia con el sinsentido y la depresión.

Trungpa equipara el materialismo con el egoísmo bajo la noción de lo que llama el «mito de lo sólido», esto es, la creencia de que el ego es algo sólido y preeminentemente real. Observa tres modos en los que la espiritualidad se vuelve materialista o egocéntrica.

La primera es aquella que está bajo el hechizo del «Señor de la Forma»: «la búsqueda neurótica del confort físico, seguridad y placer». Esto se aprecia en las manipulaciones ambientales de nuestra «sociedad tecnológica», con las cuales nos «protegemos de los aspectos desagradables e incómodos de la realidad.» Cosas como el «aire acondicionado, excusados automáticos, funerales privados, planes de retiro… todos intentos de crear un mundo seguro, predecible, placentero».

La segunda es la que concierne al «Señor de la Palabra» y tiene que ver con el uso del intelecto y la conceptualidad. «Adoptamos categorías que nos sirven como manijas, como formas de manejar los fenómenos [con los que nos encontramos cotidianamente]. Los productos más desarrollados de esta tendencia son las ideologías, los sistemas de ideas que racionalizan, justifican y santifican nuestras vidas. Nacionalismo, comunismo, existencialismo, cristianismo, budismo: todos estos nos dotan de identidades, reglas para actuar e interpretaciones sobre cómo y por qué las cosas son como son».

El tercer aspecto es el «Señor de la Mente», el cual tiene que ver con la forma en la que el ego cobra prominencia y se mantiene como el centro de nuestra actividad mental y nuestras relaciones con los demás. «El Señor de la Mente –dice Trungpa– gobierna cuando usamos las disciplinas espirituales y psicológicas para mantener nuestra conciencia de sí, para aferrarnos a nuestra sensación de yo. Drogas, yoga, meditación, oración, trances y varias psicoterapias pueden ser usadas de esta forma».

Esta última es la forma más insidiosa y profunda de las tres. «La esencia de la confusión es que el ser humano tiene una sensación de [ser un] yo que le parece sólido y continuo».

En gran medida, la espiritualidad se vuelve una forma de consolidar aún más esta sensación, pues es también la fuente de mucho del placer y la seguridad que sentimos en el mundo.

En este aspecto, muy literal, la espiritualidad se vuelve materialista: es un intento desesperado de rellenar el mundo, de superar el horror vacui a través de la inflación del ego; el movimiento, más bien alucinatorio, de darle solidez a algo completamente abstracto, probablemente inexistente e indudablemente inmaterial.

Por otro lado, este movimiento desesperado y esencialmente contradictorio de materializar el ego, darle sustancia y ensueño de inmortalidad, es uno de los motores principales de la globalización como empresa comercial expansionista. La noción del desarrollo del sí mismo (self-development) y la economía del crecimiento infinito. El ego y el producto interno bruto.

*

Otra manera de entender el nihilismo de nuestra cultura y su indisociable asociación con el materialismo científico (la visión de que lo único real es la materia), la provee el budismo. En el budismo, el nihilismo es considerado uno de los dos extremos, junto con el eternalismo, siendo el nihilismo el más grave de los dos. El eternalismo es básicamente la creencia en una deidad absoluta y/o en un alma eterna; el nihilismo es no creer en el karma o en la continuidad de la mente (una mente que fundamentalmente es el flujo de las acciones intencionales). Según las enseñanzas budistas, creer en una deidad creadora absoluta es una muestra de ignorancia y por ello causa de sufrimiento (eventualmente), pero no concebir la existencia del karma –es decir, de las consecuencias de cada acto, pensamiento, palabra–, además de ser una muestra de ignorancia, está estrechamente vinculado con producir daño a uno mismo y a los demás.

En la perspectiva nihilo-materialista, las cualidades de los actos no tienen ningún vínculo con los sucesos que se nos presentarán en el futuro. La causalidad es meramente mecánica, el universo es una máquina estocástica; la mente no tiene eficacia causal. No existe una determinación moral, la cualidades intencionales asociadas a las acciones no tienen ninguna influencia en sus resultados. No hay nada que nos ate al pasado. La naturaleza no sólo es muda –no tiene ningún significado, ni lenguaje revelatorio–, es también sorda, no escucha nuestros deseos, pensamientos y menos aún nuestras plegarias.

Para el materialista, la máxima esencial, que sintetiza toda la enseñanza budista, «todas los fenómenos son precedidos por la mente» (Dhammapada), es la esencia de la superstición, la definición del pensamiento mágico-religioso del cual la ciencia nos ha logrado emancipar. El nihilista cree tener la certeza de que la muerte es idéntica a la nada y, por lo tanto, si es que existe alguna atadura a nuestros actos en la Tierra, la cual sería meramente convencional, con la muerte lograremos escapar de la cadena causal. Se convertirá en polvo «sin cuidado», en materia. Pero de la materia, sin conciencia, no puede decirse que sea. ¿Será nada entonces? Pero la misma noción de convertirse en nada, de ser nada, es contradictoria: estrictamente el sustantivo nada no puede tomar un predicado. Lo propio de la nada es que no es. Establecer un punto de contacto entre el ser y la nada es mucho más difícil que establecerlo entre la mente y el cuerpo o entre el espíritu y la materia.¿Cómo algo que es –la conciencia–, y que por lo menos actualmente no puede explicarse de ninguna manera a través de procesos materiales, puede llegar a no ser?  Por ello quizá la mejor solución para mantener a flote el paradigma materialista es decir que la conciencia es sólo una ilusión, un mero parpadeo eléctrico en la faz de una máquina que se confunde como una señal de agencia, pero que en realidad nunca ha existido. Aunque postular esto significa que el teórico, el físico o el filósofo que postula la teoría y suele defenderla apasionada y concienzudamente, tampoco existe.

*

Las conductas del ser humano a gran escala demuestran que, aunque quizá no en teoría, sí, de hecho, existe un profundo nihilismo. Me refiero, por ejemplo, a la acumulación obscenamente desproporcional de riqueza de algunos individuos, a las políticas energéticas y a la casi sistemática destrucción del medio ambiente y de las especies con las que compartimos la Tierra. Igualmente, hay un rasgo de nihilismo en la incapacidad de cambiar ante amenazas tan evidentes y en no ser capaces de imaginar otra realidad.

El materialismo nihilista es a fin de cuentas naturalmente egoísta y tiende a una falta de amor o de cuidado por las cosas, pues es difícil cuidar algo y nutrirlo a largo plazo (hacer permacultura) si creemos que pronto nos convertiremos en nada y que fundamentalmente somos como máquinas o robots, o algún tipo de vehículo para «genes egoístas». O, también, si pensamos que todas las cosas existen solamente para satisfacer nuestros deseos, están a la mano y son objetos para ser explotados utilitaria o instrumentalmente.

Así, el nihilo-materialista refleja en la Tierra su visión de que no tendrá ninguna relación con el mundo después de morir. Encarna esa particular actitud, que vemos frecuentemente en el culto a las celebridades y al dinero, la cual se encuentra bien resumida en una frase de Jim Morrison: Get your kicks before the whole shithouse goes up in flames.

Esta visión de mundo determina tanto el modo como la temática de los intereses que tiene el ser humano en la era del nihilismo. Sus intereses son sobre todo urgencias materiales, placeres sensuales, conquistas efímeras. El nihilo-materialista, como el animal freudiano o pavloviano, vive solamente en la oscilación de los polos de placer y dolor. Para asegurarse el mayor placer se adapta a la sociedad, a la normalidad, y encarna el ideal o el modelo que es la fuente de riqueza y poder, y a través del cual puede garantizar un mayor caudal de beneficios, privilegios y estímulos hedónicos. «Adaptarse es sacrificar un bien remoto a una urgencia inmediata», escribió el genial «reaccionario» Nicolás Gómez Dávila. Bebemos el agua de la locura sólo porque todo el pueblo la ha bebido. Sacrificamos lo invisible, lo inconmensurable, la fuente de la única felicidad que no está sujeta a la desintegración y que no es la causa de mayores penas, por saciar una sed momentánea o por convertir en realidad un sueño ajeno. Nos agobia la posibilidad que implica establecer la realidad fundamental de la conciencia, pues si de alguna manera nuestra mente tiene eficacia causal, todo lo que pensamos y hacemos, en cada instante, determina lo que seremos en un futuro y, más aún, será determinante en la construcción del mundo que experimentamos colectivamente. La hipersignificación del mundo exige demasiado de nosotros, es sumamente incómoda e inquietante. Anula nuestra noción de libertad como puro libre albedrío desconectado de elecciones morales, quitándole, además, su impunidad a nuestros deseos y actos privados. En todo caso, lo que resulta esencial es no tener que saldar cuentas con nadie. La narrativa de que la mente es una ilusión generada por la materia y, por lo tanto, todo el significado que encontramos en el mundo es también una ilusión, aunque en ciertos aspectos es desoladora, en otros aspectos es mucho más cómoda y menos demandante. Nos permite ir progresivamente relajándonos hacia el rol de espectadores más o menos distantes, sin un propósito más alto que el placer individual. La vida, en lugar de ser un tenso pero significativo entrenamiento para la muerte, como sostenía Sócrates, se vuelve algo mas ligero y difuso, un entretenerse mientras la muerte. La gran libertad que podría suponer no tener una gran narrativa que determina la conducta y que obliga a ciertos gestos y actos rituales, en la era nihilista, no llega más que a postular como cumbre existencial el entretenimiento, el cual es algo así como la versión diluida de la vida como la obra de arte del individuo que defendió Nietzsche. Incluso la contemplación artística en sus manifestaciones menores, como ir a un museo, después de un rato llega a ser insostenible para el nihilo-materialista. Es preferible ver una película o una serie mientras come para así no tener que pensar ni soportar incomodidades. Ser es entretenerse mientras la nada, porque la nada.

La ideología materialista rechaza a toda costa asignar una realidad fundamental a la mente: la considera como algo meramente emergente, algo que el cerebro produce, una especie de ilusión útil, genéticamente manipulada, que permite darle unidad narrativa a la experiencia (en términos de Daniel Dennett). En algunos casos, con el fin de preservar su propia lógica, el materialismo, o fisicalismo, llega al punto de negar la existencia misma de la conciencia, pues ésta, el llamado «problema duro» de la ciencia, no se logra explicar de manera meramente mecánica y genera demasiados problemas para lo que, de otra forma, es un modelo sumamente poderoso y preciso. Es mejor decir que el fantasma en la máquina no existe a demoler todo el edificio. En las palabras del biólogo Richard Dawkins, el ser humano es un robot lento y pesado («lumbering robot«), mero wetware a través del cual los procesos mecánicos e inconscientes de la biología evolucionan ciegamente y sin ningún propósito. Hay que notar que, por supuesto, estas ideas «científicas» no son más que nuevos mitos, mitos con menos imaginación y riqueza poética. Los mitos del nihilismo.

*

A mi juicio, sólo es posible entender la situación de completo desarraigo y desconexión con la naturaleza desde el materialismo nihilista que tiene sus raíces en el racionalismo cartesiano y quizá también en los dualismos de ciertas sectas cristianas, en las que se crean pares de opuestos en permanente tensión: la razón, el alma, lo masculino, la inteligencia, la divinidad, lo trascendente, lo bueno versus la naturaleza, la materia, lo inerte, lo femenino, lo instintivo, lo inmanente, lo malo, etc. Nietzsche vería por supuesto un precursor en el platonismo (del cual, según él, el cristianismo es una versión «para pobres»).

Pero hay modos diversos de leer el platonismo, y particularmente el neoplatonismo, en su veta teúrgica, elabora extensamente la noción platónica del cosmos entero como un animal divino y entiende el mundo como el locus de la divinización, no solamente como una sombra del mundo divino de las ideas. Hay en Jámblico y en Plotino importantes tendencias no-duales. Particularmente para el filósofo sirio, la labor divina, la teúrgia, necesariamente ocurre a través del cuerpo y del mundo, que se convierten a través de la purificación ritual en los iconos o símbolos vivientes de la divinidad. Cada individuo tiene una importancia infinita, pues es parte de la totalidad que, expresada de las formas más diversas y según su propia situación en la jerarquía universal, vive un proceso de deificación. Cabe recordar también que Porfirio, el alumno vegetariano de Plotino, es el primer gran defensor de los «derechos» o de la dignidad de los animales.

Al mismo tiempo, hay que notar que existen tendencias muy diversas en el cristianismo. En algunos casos –que no son pocos– la naturaleza es vista como presencia divina, como teofanía, y todo es tenido como sagrado, como imago dei. En cierta manera, el primer gran ecologista fue San Francisco de Asís. Hoy estamos muy lejos de estas visiones altivas y sobre todo de su experiencia continúa, encarnada en el mundo. Pero estas experiencia de la divinidad, de la numinosidad de la naturaleza, son esenciales para la más mínima continuidad de un proyecto realmente humano. Quizá por ello, un científico como James Lovelock ha sentido la necesidad de reinventar la noción de la Tierra como una especie de divinidad («superorganismo«) con su concepto de Gaia, creando así un revulsivo en el movimiento ambientalista. Gary Snyder, el poeta beat budista y ecologista, ha enfatizado que no se logrará ningún tipo de «salvación» del ecosistema global si se actúa desde la culpa o desde una tibia responsabilidad: «No te sientas culpable [del estado del mundo]. Si empiezas a cuidar el medio ambiente porque te sientes culpable, tu cuidado será insostenible. Si vas a salvarlo, sálvalo porque lo amas», dice.

Aunque la noción de que la Tierra necesita «salvación» es discutible, y seguramente Snyder usa el término porque ha sido adoptado convencionalmente, lo esencial es la diferenciación entre el concepto positivo, y estéticamente exaltado, de amor y el de culpa. Cabe recordar aquella frase que Dostoievski puso en la boca de su divino Príncipe Idiota: «la belleza salvará al mundo». Si es que existe un poder salvífico en la belleza, es sólo porque nos remite hacia algo infinito, espiritual o divino, que se expresa a través de la forma. «Forma», morphḗ en griego), la misma palabra de la que proviene nuestra palabra «hermoso», ya en Aristóteles es el alma de un ser viviente. Aunque para Aristóteles el alma es inseparable del cuerpo, no es meramente reducible a lo material, es la vida misma, el principio anímico, y el aspecto intelectual del alma, específicamente la inteligencia activa, existe más allá del cuerpo, teniendo una especie de identidad con la divinidad que es pura contemplación.

Si vamos a amar a la Tierra –o a la naturaleza, o a los árboles y las montañas y al mar– evidentemente no podemos concebirla como materia inerte, sin ninguna personalidad y capacidad de «hablarnos» o manifestarse en nuestra conciencia como algo vivo y significativo. En otras palabras, es necesario una forma de animismo y deificación de la naturaleza. Sólo amamos a las personas, a lo que se personaliza. Esta quizá sea la razón por la cual el teísmo –la noción de un dios personal– ha tenido tanta penetración en el mundo. Borges escribió que el amor crea una religión cuyo dios es falible, y podríamos decir que en cierta forma el poder del teísmo consiste en la creación de un amor –predicado en un amante divino– cuya naturaleza es infalible. Más aún, un amante, como es el caso de Krishna, el más claro prototipo de la divinidad como alegría erótica, quien permea toda la existencia, cuyo rostro es visto en la piedras, en los árboles, en las cascadas, en las aves y en las flores. Y que, al mismo tiempo, exige cortar todo lazo social convencional para servir solamente a la visión divina, para hacer de la existencia un hecho fundamentalmente estético. Pues, como se dice en la Bhagavata Purana, Krishna es fundamentalmente la encarnación de la belleza. Algo parecido observa Simone Weil: «Hay como una especie de encarnación de Dios en el mundo, cuya marca es la belleza». Hay una religión de la belleza. Y, en cierto sentido, belleza y religión son sinónimos, si tomamos en cuenta el significado más literal del término «religión», es decir, aquello que «re-liga» o reconecta con algo originario. Esto mismo es el sentido que tiene la belleza en la filosofía platónica, donde a través de la belleza se intuye una realidad divina, la cual se expresa en la forma, pero no es agotada por ella, sino que apunta hacia algo que trasciende el mundo material.

En el erotismo que despierta la belleza, el amante alcanza a percibir una dimensión celestial de la existencia, una realidad arquetípica, un orden invisible que se vuelve tangible a través de la percepción espiritual. Para los poetas románticos, y para los filósofos del idealismo alemán, la belleza es principalmente la manifestación de lo infinito en lo finito, de una conciencia o espíritu ilimitado que asume la limitación. La naturaleza es exaltada justamente por ser la región de este encuentro, el escenario pulsante en el que se revela la divinidad. Para Goethe, el mundo material no es más que la transparencia del espíritu, se ve «en todos los elementos, la presencia de Dios». «¿Quieres llegar a lo infinito? Escudriña doquiera lo finito.» Y en el poema Alma del mundo: «Ved cómo con fulgores iridiscentes el paraíso resplandece ya». El paraíso es un modo de percepción, una cierta mirada.

Por supuesto, no se puede comprobar de ninguna manera que la belleza sea un vínculo con algo infinito o que refleje un orden trascendente. Aunque algunos físicos y matemáticos, afectos a un cierto platonismo, no pueden evitar hablar de la «belleza» o «elegancia» de una teoría y vincular esto con una noción de verdad («la belleza es el esplendor de la verdad» escribió Platón). Lo más que se puede hacer es sentirlo y con este sentimiento crear un modelo o una narrativa sobre qué es el mundo. Es decir, un mito. Los dioses son el mito de la belleza. El mismo mito que ahora vemos, en una versión secular y más bien diluida, en el culto a las «stars» o a los «influencers«. Los dioses griegos o los dioses indios, particularmente, son aquellos seres cuyas vidas ocurren en una dimensión de absoluta plenitud y significado, donde todo está conectado con todo lo demás y cuya presencia sobreabundante ilumina y bendice el mundo. Si nos atenemos meramente a la raíz indoeuropea de la palabra «divino», los dioses son, literalmente, los que «brillan» o «resplandecen» o, también, según la raíz sánscrita «div«, los que «juegan». De alguna manera esencial la divinidad es juego y luminosidad, el juego mismo de la luz, es decir, el «fenómeno» (otra palabra con una raíz indoeuropea que significa «luz»), lo que aparece, la conciencia misma que juega, que seduce, que enamora y engaña, que se pierde y se encuentra, en la naturaleza y como la naturaleza. La naturaleza que es māyā, la «magia medidora», la ilusión, pero también la potencia creativa (śakti), aquello que se revela como el encuentro luminoso del ser, como el hieros gamos, el punto en el que lo trascendente y lo inmanente se unen.

Hasta el mismo Nietzsche, quien cree necesaria y (eventualmente) liberadora la muerte de Dios, no puede dejar de divinizar a la naturaleza e invocar a los dioses griegos. «La concepción de los dioses no debe en sí misma llevar a una degeneración de la imaginación», escribe. Los dioses griegos, a diferencia de la deidad abrahámica son modelos de la nobleza humana que no exigen expiación sino que ellos mismos cumplen una funciona liberadora de la culpa: «¡Los dioses griegos, esos reflejos del hombre noble y autocrático, en quienes el animal en el hombre se sintió deificado y no se laceró a sí mismo, no se enfureció contra sí mismo!» (Genealogía de la moral). Nietzsche se refiere a los momentos más altos de la composición de su obra como éxtasis divinos: «Todo acontece de manera sumamente involuntaria, pero como en una tormenta de sentimiento de libertad, de incondicionalidad, de poder, de divinidad.» (Ecce Homo). Y quiere también, como el místico, anular la personalidad, la cobertura del pensamiento conceptual y dejarse penetrar por la totalidad. El gran «sí» existencial se confunde con el canto de la Tierra, es una danza ctoniana de celebración extática. Y, por supuesto, su voluntad de poder, ese «monstruo de energía», parece ser una especie de divinidad inmanente, por la cual uno debe ser poseído y que es, junto con nociones exportadas del tantra hindú, la fuente de la idea new age de que «Dios es energía».

Heidegger ve en esto una capa remanente de apego a la metafísica y, en particular en Nietzsche,  ve a un buscador de lo divino, sediento (aunque hay que mencionar que Heidegger tiene intereses personales en el asunto, pues de esta manera se reserva el lugar del primer filósofo que está libre de la ontoteología). Pero el mismo Heidegger, quien junto al zen y al taoísmo es la principal influencia de la «ecología contemplativa» moderna, no puede dejar de hacer teología, de envolver al lector en un lenguaje circular e iniciático, que promete una última revelación, un misterioso encuentro con la verdad. Nietzsche escribe como un místico y Heidegger escribe como un teólogo. Si reemplazamos sorge, «cuidado», por «amor» o «caridad» (lo cual, de hecho, no sería una mala traducción), Ser y tiempo puede leerse como un tratado de teología existencialista. Y, en efecto, si hacemos esto, lo que resulta es la teología sistemática de Paul Tillich. Heidegger, después de su famoso «giro», es más interesante. Bajo la influencia de Eckhart y Hölderlin y quizá del taoísmo y del budismo, Heidegger se aleja de la presentación de un sistema filosófico completo y se acerca más a la poesía y a las prácticas contemplativas. El ser humano se revela como el punto de encuentro entre el cielo y la tierra, lo mortal y lo inmortal: la posibilidad de hacer claro para lo divino.

Pero Heidegger es también el gran crítico de la modernidad tecnocientífica y a final de cuentas no ve otra posibilidad para el ser humano, sumido en la enajenación tecnológica, que la «venida de un Dios». Aunque, claro, su Dios no es el mismo Dios de la teología cristiana, es una divinidad difícil de acotar, más cercana a las divinidades paganas, inmanentes, como se encuentran, por ejemplo en la poesía de Hölderlin, es decir, una divinidad que es algo así como la luz de la naturaleza: la nube, el rayo, el río. O la revelación de la tierra en el lenguaje que hace espacio para el alumbramiento. El poeta que recibe el relámpago del cielo, por usar una metáfora de Hölderlin, y lo transforma en palabra, luz y sentido para el pueblo. Heidegger, quien trabajó como meteorólogo en la Primera Guerra y nunca dejó de ser un campesino de la Selva Negra, no abandonó sus orígenes. La divinidad es algo que ocurre en un claro en el bosque, bajo una cierta disposición del pensamiento: gratitud, espera, vaciamiento, desapego…

Roberto Calasso escribe con gran agudeza en El cazador celeste: «Es perfectamente posible vivir sin dioses. Sin embargo, es mucho más difícil vivir sin lo divino». Quizá sea imposible y la prueba de ello tal vez sea el estado del mundo actual, un mundo que pretende que vivir sin lo divino es posible e incluso deseable, pero que parece encaminado a autodestruirse, en el exceso de hýbris que lo vuelve ciego y le impide ver que su existencia depende de lo otro (del otro y del Otro, de lo otro en todos sus sentidos). Un mundo que además, como ha sido evidente para los pensadores más importantes de los últimos ciento cincuenta años, se encuentra en una espiral de decadencia intelectual, espiritual y estética. Algo que se debe, entre otras cosas, como explican tanto Calasso como Byung-Chul Han, a la desaparición de los rituales. En un mundo donde nada es verdad, nada es sagrado y todo está permitido, y en el cual nadie tiene la motivación ni la consistencia de crear rituales, juegos sagrados, contenedores de ritmos y resonancias primordiales.

*

El nihilista –todos nosotros en mayor o menor medida– enfrenta un predicamento esencial, sumamente complejo, pues la cultura misma en la que crece le enseña que la fe es la debilidad del intelecto, a la vez que se le muestra la maravilla de la invención tecnológica y el poder de la ciencia de determinar lo real y de eliminar todo lo enigmático. Le es casi imposible tener una orientación de sincera apertura hacia lo divino o, por lo menos, una actitud consistente de asombro o hasta de inocencia ante el mundo. El conocimiento es resignificado como poder, como poseer y dominar algo, y no como dejarse poseer por algo o alguien, por los poderes que trascienden sus conceptos y los cuales son motivo de reverencia.

Pero esta misma actitud «objetiva», que considera el fruto del progreso, el gran logro de la ciencia y el impulso civilizatorio, le genera un cierto tedio, una cierta distancia con las cosas y a fin de cuentas una falta de sentido. No tiene elementos –y menos pruebas– para creer en antiguas divinidades.

¿Vale la pena existir en un mundo donde nada es divino? ¿Por qué vivir si la existencia no es en su sentido más profundo eminentemente estética, una sinfonía cósmica o un poema divino? ¿Para qué vivir en un mundo donde el amor es una mera ilusión creada por mecanismos genéticos para persuadirnos a seguir reproduciéndonos, y no una manifestación de la divinidad, una forma de despertar a una realidad luminosa que trasciende el tiempo?

La pregunta de Camus –el café o el suicido– se vuelve realmente seria, aunque por supuesto hay muchas distracciones que nos permiten postergarla más o menos indefinidamente. Incluso si se cree, como supone el posmodernismo, siguiendo las genealogías de Nietzsche, Freud y Marx, que tanto la ciencia como la religión son sólo diferentes narrativas, ninguna exenta de una ontología mayormente metafórica, ¿por qué elegir vernos como máquinas y computadoras y no como imágenes de la divinidad o como posibles puntos de ensamble de lo divino? ¿Es realmente porque somos intelectualmente honestos, y sabemos que los dioses son sólo bellos sueños, y las máquinas y los algoritmos son realidades incontestables?

*

La actitud sacrificial implica que la naturaleza tiene un sentido, mientras que la actitud científica nos ofrece la pura descripción de la naturaleza, de por sí desprovista de sentido. Esta ausencia de sentido en la descripción no se debe a un estado imperfecto del conocimiento, que un día podría superarse. De hecho, la descripción no podrá desembocar nunca en el sentido. El conocimiento de un trazado neural, por perfecto que sea, no se traducirá nunca en la percepción de un estado de conciencia.

Roberto Calasso, El ardor

Si aceptamos que el nihilismo materialista es un estado de malestar generalizado, incluso una «enfermedad», cabe preguntarnos ¿cuál es la causa de esta enfermedad? ¿Cómo hemos llegado a ver el mundo como un mero concurso de fuerzas mecánicas, que existen sin ninguna razón o soporte, azarosamente perpetuándose debido a una inexplicable singularidad? ¿Cómo hemos llegado a este punto de aferramiento, de extremo literalismo, en el cual la visión materialista nos hace buscar la felicidad y la libertad en la materia solamente, en las posesiones materiales y en la tecnología que reemplaza la magia y la religión como modo de transformación de la naturaleza, canjeando el encantamiento y el asombro por el puro poder y la ambición?

Me inclino a resumir este proceso enormemente complejo remitiéndome, al igual que Chomsky y Zizek, a un único «culpable». Pero a diferencia de ver todo como un problema político o social, me parece más acertado verlo como un problema filosófico, fundamentalmente un problema epistemológico.

El materialismo nihilista, que es la causa de la crisis de sentido y la crisis ecológica (la crisis del alma individual y la crisis del alma del mundo: el clima), es solamente el complejo o el cuadro en el que manifiesta la enfermedad raíz que es la ignorancia.

Estoy consciente de que reducir todo a la ignorancia es problemático, especialmente desde una perspectiva posmoderna en la que se defiende la relatividad de la verdad y la moral y el derecho individual a postular solamente verdades parciales –varios estilos de vida válidos–. Sin embargo, no hago un «diagnóstico» nuevo. Al contrario, hago solamente eco de lo que han enseñado las grandes tradiciones filosóficas y religiosas de Oriente y Occidente. La existencia es fundamentalmente una cuestión cognitiva.

La identidad entre el pensamiento y el ser se encuentra tanto en Parménides como en las Upaniṣad. Y la noción de que nuestro estado de extravío, miseria o tormento se debe a la ignorancia se encuentra prominentemente en el hinduismo y en el budismo, así como en el platonismo y en el cristianismo, por no decir simplemente que es el tema principal de toda la filosofía.

Pero, por supuesto, hoy en día no es bien visto socialmente decir que las personas son ignorantes. Pues todos tenemos opiniones diferentes, igualmente válidas. Como dice el profesor Alan Bloom, otro «reaccionario genial», en The Closing of the American Mind:

Hay una cosa de la cual un profesor puede estar seguro: casi todo estudiante que entra a la universidad cree, o dice creer, que la verdad es relativa. […] Están unificados en su relativismo y en su adherencia a la igualdad. Y las dos están relacionadas en una intención moral. La relatividad de la verdad no es un entendimiento teórico, sino un postulado moral, la condición de una sociedad libre, o así lo ven. […] ¿Qué derecho, preguntan, tengo yo o alguien más de decir que uno es mejor que los otros? […] No hay absolutos: la libertad es absoluta.

Este relativismo, que no debe confundirse con la noción budista de la interdependencia, acaba siendo también un nihilismo, al no valorar nada por encima de lo demás. Como nota otro profesor universitario, el poeta Charles Simic, la nuestra es la era de la ignorancia. Hay innumerables razones para decir esto, pero Simic se refiere a algo muy básico. Las personas cada vez están menos educadas en un sentido clásico, en el sentido de la paidea. Leen menos, conocen menos de literatura, filosofía, historia, religión. En suma, el ser humano moderno tienen menos recursos narrativos –menos historia– para darle sentido a su vida y encontrar referentes de nobleza para guiar sus actos. «Cualquiera que haya enseñado en una universidad los últimos cuarenta años, como yo lo he hecho, puede decir que los estudiantes que salen de la preparatoria cada año saben menos», dice Simic, y al respecto cita también a Sidney Hook: «La estupidez a veces es la más grande de las fuerzas históricas».

La era de la ignorancia y de la normalidad es también la era donde no existe tal cosa como la sabiduría. Existen solamente los saberes especializados, los conocimientos y, sobre todo, la información que se transforma en utilidad o poder. Pero, como dice otro profesor universitario estadounidense, Cornel West, «la información no es suficiente para una paideia«. Y exhorta: «Dejemos que las computadoras sean inteligentes, seamos nosotros sabios».

En la democracia de la información hay una una enorme sospecha ante todo lo que pretenda ser absoluto o que suponga revelar un modo de ser o una visión que sea cierta en todas circunstancias y momentos, para todas las personas. Algo que trascienda la doxa. Algo que pretenda, justamente, ir más allá de la sociedad y la repartición democrática de la verdad en fragmentos o bits.

Nietzsche, por otro lado, designó la voluntad de verdad como una forma de nihilismo y desencubrió a los valores como meras convenciones fijadas por teólogos, filósofos e instituciones hambrientas de poder con el fin de pastorear a los individuos, es decir, a los miembros del rebaño de la sociedad.

¿No estoy cayendo en la trampa de la metafísica? ¿No estoy confundiendo lo que es metáfora por sustancia eficaz, como dice Nietzsche de la verdad, y proyectando en la sabiduría un absoluto que no se encuentra en ninguna parte? ¿No son la verdad y la divinidad «metáforas desgastadas»? ¿No haríamos mejor en superarlas y crear nuevos valores, aún capaces de «conmover los sentidos»?

Pero este es justo el punto, y algo que el mismo Nietzsche no pudo superar, al menos en su inclinación temática y en el estilo de su obra –y para Nietzsche no había nada más alto que el estilo y su obra era su vida–, que está llena de intensidad y evocación divina. Esto es: sólo la divinidad nos conmueve y estremece. No importa si lo llamamos religión o lo llamamos arte, si nos acercamos a través de la devoción o de la creación, es solamente ese principio de resonancia numinosa, vibración y analogía, el cual nos permite no sólo sobrevivir sino encontrar un por qué. Y, para quién encuentra un por qué, como dijo el mismo Nietzsche, todo es posible. Es decir, el sentido es divinidad, es participación en la potencia divina.

*

El ser humano actualmente enfrenta la pandemia de materialismo nihilista, el «virus» del cual cosas como el capitalismo global, la alienación tecnológica, la pérdida de sentido existencial y la adicción a una normalidad patológica son sólo síntomas. Se encuentra en un impasse. No puede imaginar algo más allá de este sistema basado en la explotación de la naturaleza, el crecimiento económico, el status social y un universo mecánico, ciego y sin propósito, en el que solamente lo material es real. Vive en un mundo desencantado y lo sufre; tiene sed de significado, de que la naturaleza sea una fuente de belleza y bondad infinita, un espacio de encuentro con lo divino. Al mismo tiempo, le es casi imposible regresar a la vida religiosa, ante el enorme descrédito que han sufrido el cristianismo y los sistemas monoteístas y, por otro lado, al gran poder narrativo que detenta la ciencia materialista. Pero esto no le impide aferrarse a ideologías, causas, movimientos políticos o creencias seculares sobre las cuales proyecta los mismos dogmas teológicos. Sin embargo, de estas teologías seculares -religiones sin auténtica religiosidad- no obtiene el sentido, lo “numinoso”, la conexión que busca, solamente efímero solaz, suficiente únicamente para procrastinar su enfrentamiento con la nada. La sociedad secular, que reemplaza el ritual y el juego por el procedimiento y el rendimiento, es también el declive de la inspiración artística y de las facultades más altas de la mente. No sólo, en teoría, ha «muerto Dios», también han muerto las musas y las ninfas y los genios de la naturaleza. La percepción y la misma imaginación se ven amenazadas por el bombardeo de estímulos, imágenes, “distracciones” y preocupaciones que coartan su expresión. Para conocer la realidad el ser humano no sólo necesita más aparatos tecnológicos, telescopios, aceleradores de partículas, smartphones, más y mejores prótesis… siempre más información. Necesita también de su propia atención, necesita cultivar su propia capacidad de ver y no sólo de ver hacia afuera sino de mirarse a sí mismo. Para cultivar la atención y la imaginación que le permitiría ir más allá de este modelo desgastado de mundo, es necesario primero detenerse y recoger la mente. Se requiere de calma, concentración e incluso caridad -cuidado, cariño, compasión-; se necesita vaciar de imágenes ajenas, de ruido insignificante y bagaje conceptual. Es decir, purificarse.

*

Es difícil decir cómo hacer esto y si es todavía posible. Pero quizá podamos encontrar una cierta orientación en Simone Weil, quien Albert Camus llamó “el único gran espíritu de nuestro tiempo” y quien quizá haya sido el último gran ejemplo de una vida que se impuso al nihilismo de manera auténtica. Aunque la manera en que lo hizo, con su propia muerte, con su solidaridad, con su compasión y con sus experiencias místicas libres de dogma y afiliación institucional, seguramente sería vista por Nietzsche como otro avatar más del nihilismo. Sin embargo, Weill nos presenta un método, lo que llamo un “yoga de la atención”, que puede servirnos como una posible plantilla para la “redivinización del mundo” en una era nihilista y poscristiana. Se trata, de alguna manera, de un regreso al origen, a la desnudez de la conciencia, al vacío. Weil es consciente, como lo fue Nietzsche de que hay que liberarse de la voz interiorizada de la sociedad, la “Gran Bestia” de Platón, la dictadura del ellos,  el centro de significado y el punto de comparación que no sólo determina lo deseable sino lo posible. Se debe abandonar todo consuelo, todo confort, todo apego. Por ello incluso el ateísmo, señala, puede servir, si bien sólo transitoriamente, como una forma de purificación, pues se debe trascender el aferramiento a la religión, a todo aquello con lo cual queremos llenar el vacío y con lo cual anestesiamos nuestro sufrimiento .Como creía Nietzsche, para Sjmone Weil en cierta forma también el nihilismo actual, cuando es tomado en serio por una persona, sin recular hacia nuevos ídolos, es la condición madura para el renacimiento de la divinidad. “No podrías haber nacido en otra época mejor que ésta, en la que todo se ha perdido.” El descenso de la gracia requiere de la total renuncia a la esperanza, de aceptar la muerte, de hacer un claro para que la luz divina pueda volver a fecundar al mundo.

El ser humano busca sobre todo la relación. Durkheim ha sugerido que de hecho la religión es lo social. Pero Weil explica que para tener una relación con lo real es necesario desprenderse de lo social. El mundo convencional -el falso mundo de la cueva-, según Weil, es construido a través del apego.  “Es porque el único órgano de contacto con la existencia es la aceptación, el amor. Es porque la belleza y la realidad son idénticas. Es porque la alegría pura y el sentimiento de realidad son idénticos”. El sí existencial, cósmico y absoluto de Weil, sin embargo, requiere primero de un no. De un ascetismo con el que se cultiva la energía necesaria para poder alcanzar un estado de sabiduría, una receptividad desnuda que revela la presencia del «amor supernatural» (que siempre había estado presente pero no era percibido). “La conciencia está ausente de la vida vegetal y es abusada por lo social. La energía suplementaria está (¿en gran medida?) suspendida en lo social. Es necesario desapegarse. Este desapego es lo más difícil.»

Weil entiende, a diferencia de Nietzsche que incluso el yo, el sí mismo, pertenece a lo creado, a lo ilusorio, es justo aquello que debe superarse para actualizar el ser, para dejar de ser una “cosa” y, en la nulidad del yo, ser todo. “No hay que ser yo, pero menos aún hay que ser nosotros… Arraigarse en la ausencia de lugar. Desarraigarse social y vegetativamente”. Hay que descrearse. “Participamos en la creación del mundo al descrearnos nosotros mismo”. “Si tan sólo supiera cómo desaparecer habría una perfecta unión de amor entre Dios y la tierra que camino, el mar que escucho.” El amor es lo divino. Imitando a la divinidad el ser humano se diviniza pero se aniquila en tanto a ego – la falsa divinidad-. “Al hombre le ha sido dada una divinidad imaginaria para que pueda deshacerse de ella” y de esta forma imitar “la renuncia de Dios en la creación. Dios renuncia  -en cierto sentido- a ser todo. Nosotros debemos renunciar a ser algo.” El acto fundamental de la imitación divina es el vaciamiento o kenosis. El vaciamiento del individuo es el consentimiento, el sí de la novia, de la naturaleza misma que recibe al espíritu divino como las aguas al aliento de Elohim en el Génesis. “El universo se encuentra hecho de tal forma que una criatura puede amar a Dios puramente. Dicho de otra forma, la creación contiene la condición de la descreación.” El amor puro es el consentimiento de hacerse nada, pero en esa nada se hace la luz. “La creación es un acto de amor y es perpetua.” “A través del amor renuncio a esta existencia aparente y soy aniquilada en la plenitud del ser”.

Más allá del misticismo, en Weil encontramos un método para poner a prueba esta posibilidad del ser, de ser todo, que es en el fondo el más auténtico deseo del ser humano. Sin embargo, como es evidente por lo expuesto antes, exige una renuncia, una consistencia y una concentración que difícilmente se encuentra salvo en los espíritus más nobles, cada vez más raros. La descreación -o deificación a través de la aniquilación de todo lo creado- requiere de una disciplina de la atención. El concepto clave de Weil es la atención, la cual equipara con la oración y con el amor. El punto que une a la atención con el amor y la oración es el vaciamiento. Eliminar todo deseo personal, toda esperanza de obtener un fruto, toda “finalidad de contenido”. Esta atención es la total apertura del ser hacia el otro, un hacer sin hacer -“l’action non-agissante”- en la que toda voluntad o determinación que viene del individuo y de sus constructos sociales es suspendida. Hay que “desear en el vacío, un deseo sin expectativa”. Un deseo que se aleja de todo la particular y se convierte en pura atención, conciencia como pura energía, oración ininterrumpida. Es en este estado que se “espera a Dios”, en el que se se hace verdaderamente ciencia contemplativa. Con paciencia, en el silencio, se investiga la realidad. ¿Será que en el vacío, sin hacer nada, brota por si sola la luminosidad?

*

En la tercera parte de este ensayo seguiremos explorando las condiciones de esta enfermedad global -el materialismo nihilista- y su causa fundamental: la ignorancia Y esbozaremos una definición de la sabiduría–o del conocimiento de realidad– definida negativamente, como la ausencia de ignorancia, o aquello que subsiste una vez que se ha eliminado el pensamiento conceptual.  Para así poder ir avanzando hacia una posibilidad de reimaginar el mundo en base a la experiencia de la divinidad en el vacío, la posibilidad de una experiencia que no esté limitada por la estructura intencional sujeto-objeto. De existir, dicha experiencia podría ser la base no sólo de la auténtica espiritualidad sino de la vida comunitaria y de la ecología en su aspecto más profundo, la comunidad del ser, la danza de la interdependencia de los seres que son los diversos aspectos de una única vida, una única conciencia.

https://pijamasurf.com/2020/07/contra_el_materialismo_nihilista_la_enfermedad_de_nuestra_era_la_redivinizacion_del_mundo_ii-v/

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.