Contra el materialismo nihilista, la enfermedad de nuestra era: la inseparabilidad de la conciencia y el mundo

La cultura moderna nos quiere hacer pensar que vivimos en un mundo material real y que todo lo que tenga que ver con el espíritu es especulación. Pero como seres conscientes vivimos inmediata e ineluctablemente dentro de un mundo espiritual real y todo lo que tiene que ver con lo material es especulación. 

John Milbank, teólogo

Debemos recordar que nuestro conocimiento del mundo empieza con la percepción, no con la materia. Estoy seguro de que mi dolor existe, porque mi ‘verde’ existe, y mi ‘dulce’ existe. No necesito prueba de su existencia, porque estos eventos son parte de mí; todo lo demás es una teoría.

André Linde, físico

En la primera parte de este ensayo examinaremos una de las creencias populares que existen en el mundo, seguramente por una interpretación naïve de la teoría de la evolución, esto es, la noción de que la selección natural favorece la percepción de la realidad y que, en general, el ser humano moderno «sabe» más y es más capaz de aprehender la realidad.

Por supuesto, es necesario comenzar por definir qué es «saber más». Si creemos que lo único que es realmente conocimiento es una mayor capacidad de describir procesos materiales y de recabar y analizar información, seguramente sabemos más. Pero como vimos en la segunda parte de esta serie, existen otras maneras de concebir el conocimiento. Particularmente hay una que nos parece vital aquí, aquella que tiene que ver con la capacidad de encontrar sentido o significado en la existencia, identificar vínculos o relaciones íntimas entre las cosas y crear o descubrir valores que promueven una existencia sostenible a largo plazo, incluso un florecimiento del espíritu humano, más allá de meros indicadores estadísticos como el crecimiento económico o la longevidad. Y de manera relacionada, un conocimiento que podemos llamar “contemplativo”, el cual tiene que ver con el cultivo de la atención para depurar la percepción de tal manera que pueda ir más allá de los conceptos y de posibles velos que separan a la mente de la realidad.

De la misma manera que la ciencia considera esencial desarrollar tecnología para sondear el espacio cósmico y el espacio microfísico y probar sus teorías, las tradiciones contemplativas consideran esencial desarrollar la mente para percibir la realidad. Un maestro de meditación contemporáneo compara el desarrollo del samādhi –la concentración o estabilidad mental– con un telescopio para sondear el infinito cosmos interior de la mente. Y el escritor italiano Roberto Calasso compara la investigación de la conciencia que llevaron a cabo los contemplativos de la India védica hace cerca de 3000 mil años con un “microfísica de la mente”.

Este conocimiento contemplativo se vincula tradicionalmente con el poder de percibir lo que suele ser invisible para la mayoría de las personas, lo que no puede medirse o lo que no es cuantificable. Esto invisible o incuantificable está ligado de manera profunda al sentido y significado de la existencia, como una base ética, estética y espiritual. Calasso se refiere a lo invisible distintamente como «los poderes» o «lo divino» y sugiere que en la actualidad no percibimos lo divino, no porque sepamos más, sino porque “sabemos menos”. El poeta y ocultista Fernando Pessoa expresó exactamente la misma idea: “Los dioses no murieron: lo que murió fue nuestra visión de ellos. No se fueron: los dejamos de ver. O cerramos los ojos o alguna niebla se interpuso entre ellos y nosotros”.

Si tomamos en serio estas ideas, nos sugieren que el aparente progreso de la civilización es también un olvido de una realidad esencial o una superposición de una nueva serie de mitos que obstaculizan u oscurecen antiguas formas de relacionarse con la naturaleza y con la propia subjetividad, pues el lugar de lo divino, como supieron tempranamente los rṣis y lo munis de las Upaniṣad, es primordialmente la propia conciencia. La Katha Upaniṣad narra el momento crucial. Hubo una ocasión en la que «cierto sabio que buscaba la inmortalidad, miró hacia adentro y encontró allí al Sí mismo (ātman)”. El hallazgo esencial es apercibir que la propia luz de la conciencia y el universo –y todos sus fenómenos– tienen una identidad profunda y, de hecho, no pueden separarse. Este conocimiento es descrito también como aquello que una vez conocido, todo lo demás es conocido.

Se dice en reiteradas ocasiones que quien conoce conoce esto, el ātman –la luz de la conciencia– en su identidad con el brahman –dios, el universo, la conciencia absoluta– se convierte en todo. Aunque esta idea –el monismo– nos puede parecer remota, se encuentra de manera muy similar en la filosofía de Parménides –en el origen del supuesto «milagro griego» de la filosofía– y se alcanza a atisbar en ciertas lecturas de Platón, con mayor claridad en Plotino y en algunos místicos cristianos.

Podemos expresarla también de esta manera: el ser y la conciencia son uno.

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La tesis de este ensayo es que los dogmas del materialismo científico determinan los objetos de conocimiento que pueden legítimamente estudiarse. Y, al estrechar los límites de lo que conocemos, crean también una visión estrecha –reduccionista y mecánica– de lo que somos o, mejor dicho, podemos ser, pues, antes que cualquier otra cosa, el ser es es posibilidad. Parafraseando a Werner Heisenberg, las respuestas que obtenemos de la naturaleza y de la realidad misma son determinadas por nuestras preguntas. A lo que habría que añadir: no sólo lo que preguntamos, sino cómo preguntamos o con qué cualidad de la conciencia hacemos las preguntas y los experimentos.

El materialismo científico, que «evoluciona» del mecanicismo dualista cartesiano, está basado en la premisa de que existe un mundo de objetos reales e independientes de la mente que los percibe. La realidad está constituida por cosas sólidas y discretas, separadas completamente de nuestros procesos cognitivos. El conocimiento científico descubre esta realidad material que existe objetivamente. De esta manera se crea la ilusión de verdad, de una verdad suprema –aunque totalmente desangelada y desencantada–, pues es una verdad común a todos y una verdad que elimina todas las verdades parciales o subjetivas, las cuales siguen siendo quizá importantes para la vida privada del individuo, pero que son degradadas en tanto a su cualidad de participación en la potencia de la “verdad”. Dejan de ser conocimiento y se vuelven «sensibilidad», «impresiones», «creencias» o simplemente «pseudo-ciencia». La verdad es sólo una: lo que puede comprobarse científicamente.

Una de las cosas determinantes que ha sucedido en los últimos siglos es que la ciencia se ha ido alineando e identificando con un único modelo de realidad: el materialismo o fisicalismo, hasta el punto de que ciencia y materialismo se han convertido casi en sinónimos. El enorme poder y prestigio que goza la ciencia, el cual se debe seguramente a su capacidad de hacer predicciones, verificar su conocimiento y sobre todo de producir tecnología, ha hecho también que su modelo dominante de realidad se convierta en el modelo favorecido por los intelectuales, el poder político y la sociedad en general.

La ciencia, por definición, sólo presenta teorías y modelos, que describen aspectos de la realidad, pero no una ontología o una visión de lo que la realidad es en toda su complejidad y profundidad. Esto es a la vez la virtud y la problemática de la ciencia, un saber analítico y compartimentalizado, que al separar sus objetos de estudio del resto de la realidad logra extraer de manera más veloz conocimiento utilitario, pero al mismo tiempo deja de lado la complejidad de las relaciones del objeto estudiado con el todo.

Una de las principales «innovaciones» que hizo la ciencia fue, bajo consideraciones pragmáticas, eliminar del conocimiento dos de las cuatros causas aristotélicas: la formal y la final. Para Aristóteles, la causa formal proveía la estructura o esencia de una cosa, era el alma o el principio anímico que expresaba el principio formal o arquetípico en el cuerpo. La causa final, directamente ligada a la forma era, literalmente, la finalidad o propósito. Los escolásticos interpretaron a Aristóteles, no sin razón, de tal manera que la causa final de todos los seres vivos era Dios; toda la naturaleza en cierta forma avanzaba hacia la divinidad, que magnetiza a la creación y la conduce hacia ella misma. La ciencia, bajo una directriz pragmática, eliminó estas dos causas, lo cual le permitió avanzar más rápido, pero a la vez disoció el conocimiento del sentido.

Sin embargo, este mismo método científico, basado en un modelo mecánico y reduccionista, le impide a la ciencia abarcar la totalidad de la realidad, pues ésta es también la experiencia subjetiva y las relaciones que tienen los sujetos, a través del significado, con el mundo. El arquitecto y matemático Christopher Alexander resume así el método de Descartes:

Su idea fue: si quieres saber cómo algo funciona, puedes averiguarlo pretendiendo que es una máquina. […] Aíslas completamente la cosa que te interesa de todo lo demás e inventas un modelo mecánico, un juguete mental, que obedece ciertas reglas, y las cuales luego replicarán el comportamiento de la cosa. […] Lo esencial, y lo que el mismo Descartes entendía bien, es que este proceso es sólo un método. Este asunto de aislar cosas, descomponerlas en pedazos y formular modelos mecanicistas de cómo funcionan, no es en verdad lo que la realidad es. Es sólo un conveniente ejercicio mental, algo que le hacemos a la realidad para entenderla.

(The Nature of Order, parte 1)

Lo que es sólo un método se empieza a tomar por una ontología. Y al hacer esto no sólo modificamos una visión de mundo, en un sentido teórico, sino también afectamos las posibilidades de nuestra experiencia. Alexander sugiere que nuestra concepción mecánica de la materia afecta la manera en la que construimos edificios o espacios colectivos y, por ende, la manera en que habitamos el mundo.

Heisenberg sugirió famosamente que el mundo no está hecho de cosas, sino de probabilidades. Algunos escritores sostienen que el mundo no está hecho de átomos, sino de historias, y que el poder de la imaginación es una fuerza tan real como, por ejemplo, la fuerza nuclear fuerte y débil. Más allá de esto, lo que resulta esencial, regresando a la idea de Heisenberg de que lo que observamos no es la naturaleza sino la naturaleza sometida a nuestras preguntas, es que nuestras concepciones del mundo –sobre qué es la materia y qué es la realidad– determinan el modo en el que el mundo se presenta ante nosotros. Más aún, que la proyección del modelo mecano-materialista sobre la realidad tiene efectos que parecen ser poco conducentes a la armonía y a la belleza del mundo, pues nuestras preguntas, siguiendo a Bacon, son vehementes intentos de extraer el conocimiento de la naturaleza para obtener poder («de torturarla para que entregue sus secretos»), sin ninguna sutileza o delicadeza, por ejemplo, como quería Goethe con su «empirisimo delicado».

Los científicos se ven sometidos a presiones utilitarias para poder seguir trabajando, recibir fondos y apilar prestigio. Como ha dicho el inventor y creador de la «teoría Gaia», James Lovelock, las universidades se empiezan a parecer a sectas religiosas, cuyas ideas deben no deben de ser amenazadas por la ortodoxia científica. Los científicos, que no están exentos de las ambiciones, temores y necesidades de encontrar sentido en el mundo, empiezan en cierto punto a encontrar supuestas «teorías del todo» y se aferran a sus propias teorías como verdades metafísicas, capaces delimitar lo real y lo irreal. Y la principal verdad (metafísica, paradójicamente) que se defiende actualmente, y bajo la cual se mide la más mínima coherencia de una teoría, es que la realidad es exclusivamente material y el universo es meramente mecánico.

Asistimos a un proceso, harto común en la historia de las religiones, en el que la clase sacerdotal o la ortodoxia se aferra a una serie de dogmas, los cuales llegan a alejarse de la experiencia misma de los individuos o del espíritu original que dio a luz a esa religión. Esto suele producirse en parte porque la ortodoxia de la religión en cuestión está estrechamente vinculada con el poder político y económico y se aleja de la propia experiencia mística, libre de categorías teológicas, que es la fuente primaria de esa religión. El dogma se vuelve una infraestructura ideológica que permite la continuidad y la aparente estabilidad de la sociedad. ¿Acaso no ocurre esto con la ciencia materialista hoy en día?  Vemos que muchos de los grandes descubrimiento teóricos de la ciencia son descritos por sus autores con un lenguaje místico o casi místico, en el que se habla de experiencias intuitivas, del poder cuasidivino de la imaginación, de sueños o visiones de un orden universal o una belleza que trasciende una descripción meramente mecánica del mundo. Resulta un tanto irónico que uno de los momentos seminales en la historia de la ciencia haya sido causa por una intervención espiritual. En 1619, Descartes, según su propia confesión, fue visitado en un sueño por un genio, «el espíritu de la verdad», el cual lo inspiró, al mostrarle su propio camino, a «reformar la filosofía» (en palabras de Leibniz) y desarrollar el método racional que ha sido fundamental para el saber científico.

Pero de manera más relevante aún, vemos que en realidad existe enorme divergencia de opinión entre los propios científicos y una ascendencia de teorías que no soportan en ninguna medida el materialismo, y, sin embargo, éstas parecen no influir de manera importante en la visión general de la ortodoxia científica y de la sociedad secular tecnocientífica. La visión vulgar y a la vez “oficial” de la realidad sigue pareciéndose mucho más al universo mecánico de Newton o Descartes, que al de la mecánica cuántica, cuyos descubrimientos sacuden las bases de una visión materialista del mundo. Al parecer, muchos científicos han interiorizado perfectamente su rol de ser meros especialistas y han concluido que la mecánica cuántica es demasiado extraña para incorporarse a una visión coherente del mundo, por lo cual han exhortado a simplemente no interpretar, «a callarse y calcular”. Lo que llaman incoherente, implausible o, citando Einstein, “espeluznante”, suele ser simplemente en razón de que no se ajusta a su propio modelo materialista, local o determinista. Esto sin mencionar el hecho enormemente inquietante de que las partículas elementales, de las cuales supuestamente está hecho todo el universo que conocemos, no parecen ser «cosas», sino «ondas de probabilidades», cuyo comportamiento parece no ser independiente de la observación o medición que efectuamos.

Desde el principio, físicos como Planck, Heisenberg o Pauli observaron que la conciencia debía ser fundamental. En 1931, Max Planck dijo:

Considero que la conciencia es fundamental. Considero a la materia como derivada de la conciencia. No podemos ponernos por detrás de la conciencia.

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Una de las bases que, supuestamente, dan crédito al materialismo, es el poder incuestionable que tiene la teoría de la evolución para explicar el origen de las especies con base en mutaciones biológicas, sin necesidad de invocar a una divinidad creadora o algún tipo de espíritu creativo que se desdobla a través de la historia.

Por supuesto, el origen de la vida en sí misma, y más aún del universo, sigue siendo, incluso dentro del mainstream de la ciencia, un tema peliagudo e indeciso. Según Stephen Hawkins, queda el problema de saber “quién enciende el fuego de las ecuaciones al principio del universo”. Y si esto –la teoría del Big Bang y su base matemática– no es algo así como el fiat lux o el creatio ex nihilo del dios bíblico

Con todo, la teoría de la evolución es sin duda uno de los grandes logros de la ciencia (aunque interesantemente anticipada por filósofos y poetas), pero a partir de ella se generan también todo tipo de ideas que extralimitan su magisterio o que llegan al punto de un “peligroso” fanatismo, como es el caso del llamado “darwinismo social”.

Teorías que tienen un rango limitado de aplicación –y que son mayormente descripciones de procesos específicos– son apropiadas como visiones de la realidad en general. Se asume comúnmente que nuestras percepciones y representaciones deben coincidir a grandes rasgos con la realidad pues, se cree, si esto no fuera así, ya hubiéramos dejado de existir. Se asume también que la conciencia es resultado de la complejidad de la materia y que la misma complejidad, que supuestamente va incrementándose en el ser humano a lo largo de la evolución, es equivalente también a una mayor capacidad de percibir y conocer la realidad. Esto llega al punto del literalismo, donde se se cree que al hacerse más grande el cerebro, como si fuera una computadora más poderosa, eso significa también una mayor capacidad de ver la realidad (si bien, de hecho, todo parece indicar que el cerebro humano no se está haciendo más grande, sino más bien se está encogiendo).

Vemos aquí una iteración más del mito del progreso, que abarca no sólo lo material, sino lo cognitivo. Creemos que cuanto más dominio tengamos como especie sobre la naturaleza, cuanta más prosperidad, más desarrollo tecnológico y más poder computacional, automáticamente también tendremos también mayor acceso a lo real.

Pero esto es solamente una asunción. Hemos tomado de manera literal la metáfora de que somos máquinas y el cerebro es una computadora con upgrades perennes.

En realidad, lo contrario podría ser verdad: la mera evolución biológica nos aleja de la realidad.

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Las ideas budistas se han esparcido ampliamente en nuestra cultura –en la física y en la biología, por ejemplo–, las ideas básicas son budismo disfrazado.

Francisco Varela, biólogo, neurocientífico y practicante budista

Consideremos el trabajo de Donald Hoffman. Hoffman obtuvo su doctorado en el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés) en psicología computacional. Actualmente, uno de sus principales campos de estudio es la percepción, sirviéndose en sus investigaciones de modelos matemáticos. Hoffman observa que la teoría de la evolución no sostiene, en ninguna medida, que exista una correlación entre la selección natural y el poder de percibir la realidad. La selección natural favorece lo que se conoce como aptitud (fitness) para sobrevivir y transmitir genes, no tiene ninguna consideración por “la verdad”. Utilizando una rama de las matemáticas aplicadas conocida como teoría del juego, Hoffman teoriza que “las estructuras de las recompensas (payoffs) de las aptitudes (fitness), que moldean lo que percibimos, tienen altas probabilidades de diferir de las estructuras de la realidad objetiva.”

En conjunto con el físico Chetan Prakash, Hoffman ha desarrollado un modelo matemático para determinar cuáles son las probabilidades de que la selección natural favorezca la percepción de la realidad. Sus resultados sugieren que una especie que priorizara la percepción de la realidad, en vez del mero “fitness” o aptitud, rápidamente se extinguiría:

Mis estudiantes de posgrado y yo creamos una simulación informática de competiciones evolutivas entre criaturas con diferentes tipos de percepciones. Nos dimos cuenta de que organismos que veían la verdad se extinguían más rápido que aquellos organismos que no veían la verdad, sólo aquello que los teóricos evolucionistas llaman «recompensas de aptitud» (fitness payoffs.)

Otro experimento realizado por un alumno de Hoffman muestra cómo la percepción se amolda al fitness. En éste, se estableció un juego en el que los usuarios ganaban puntos por discriminar colores. Cuando se les ofrecía más puntos por discriminar azules frente a los rojos, los usuarios pasaban rápidamente a ver más azules. Hoffman sugiere que debemos de pensar en la percepción como un mecanismo funcionando permanentemente, respondiendo y ajustándose a aquello que nos da “puntos” de aptitud.

Hoffman y muchos otros científicos observan que la adaptación es un “proceso esencial en todos los niveles de procesamiento perceptual”. La percepción no existe, desde una perspectiva biológica, para determinar la auténtica naturaleza del mundo, sino para conducirnos a objetivos específicos. Lo importante es que nos motiva a actuar y al actuar obtenemos más fitness (es decir, nos volvemos más aptos). No importa si la manzana roja existe o no realmente, lo que importa es que dirigirnos hacia ella nos permite adaptarnos y sobrevivir.

De hecho, ahora sabemos que el rojo de la manzana no existe en las partículas que conforman a la manzana. Sin una mente que la observa, las cualidades de un objeto no existen en ninguna medida. Algo que fue entendido, antes que por Hume o Berkley, por el mismo Galileo: “Creo que los sabores, olores, colores, etc., residen en la conciencia. De tal forma que si la criatura viviente fuera eliminada, todas estas cualidades desaparecerían y serían aniquiladas».

Hoffman va todavía más allá y, como el obispo Berkeley o filósofos budistas como Dharmakīrti (del quien escucharemos más en la siguiente entrega), sostiene ni siquiera los átomos existen realmente.

La metáfora preferida por Hoffman para explicar el aspecto fundamentalmente funcional o télico de la realidad que percibimos, es la de los iconos de una pantalla en el «escritorio» (desktop) de una computadora. Estos iconos nos permiten utilizar la computadora sin tener que involucrarnos con los complejos procesos de su programación interna. La realidad de lo que sucede en la computadora se mantiene oculta, mientras nosotros navegamos una serie de representaciones que son útiles, pero que no por ello tienen una correspondencia con algo que exista en la computadora. Dice Hoffman:

El lenguaje de la interfaz –píxeles e iconos– no puede describir el hardware o el software que oculta. Un lenguaje diferente es necesario para eso: mecánica cuántica, teoría informática, lenguajes de programación. La interfaz te ayuda a crear un correo electrónico, editar una foto, enviar un tweet o copiar un archivo. Te entrega las riendas de la computadora a la vez que oculta cómo las cosas se hacen. La ignorancia de la realidad puede ayudar a navegar la realidad. 

[…] El tiempo-espacio es nuestro desktop y los objetos físicos, como las cucharas o las estrellas, son iconos de la interfaz del Homo sapiens. Nuestras percepciones del espacio, del tiempo y de los objetos [materiales] son moldeadas por la selección natural no para ser verídicas –para revelar o reconstruir la realidad objetiva– sino para permitirnos vivir de tal manera que nos reproduzcamos.

(The Case Against Reality)

¿Pero qué hay entonces de todo el trabajo científico, que “evoluciona” y que cada vez se acerca más a descifrar las leyes del universo?

Según Hoffman, como también diría Kant, lo que la ciencia estudia es solamente «la interfaz», es decir, nuestras propias categoría del pensamiento. En ese sentido, Hoffman compara el creciente poder de la tecnología y los descubrimiento de la ciencia con la capacidad que demuestran los usuarios de un videojuego en el que se lidia con mundos simulados, como Minecraft u otros de ese tipo. El hecho de que los jugadores sean cada vez más adeptos significa solamente que han desarrollado un mayor dominio de la interfaz, pero no que se “están acercando a la verdad”.

El problema principal que todo idealismo enfrenta –aunque Hoffman llama su teoría “realismo consciente”– es explicar la realidad consensual o el hecho evidente de que todos vemos más o menos lo mismo. A este respecto, su explicación es sumamente similar a la de la escuela budista Yogācāra (la escuela de los “adeptos al yoga”); dice Hoffman:

Construimos los iconos de maneras similares. Como miembros de una especie, compartimos una interfaz, la cual varía un poco de persona a persona. Lo que sea que sea la realidad, cuando interactuamos con ella todos construimos iconos similares, porque todos tenemos necesidades similares, y métodos similares para adquirir recompensas de fitness.

Para los yogācārins, lo que Hoffman llama «especies» son sólo hábitos. La razón por la que todos vemos más o menos lo mismo es porque compartimos karma y tenemos las mismas tendencias habituales. Aunque el mundo depende de nuestros procesos mentales, no estamos solos, no creamos la realidad solipsísticamente, sino que esta surge de manera interdependiente. El mundo es el contenedor, el palimpsesto, de todos nuestros deseos, proyecciones, propósitos y modos de interpretar la realidad y de los actos que están determinados por nuestra interpretación del mundo. Según apunta Vasubandhu, en famosos versos del Tesoro del Abhidharma, este mundo material y los mundos más sutiles (a los que se accede a través de la meditación) no son más que karma. Sin embargo, vagamos confundidos pensando que no existe relación entre nuestros actos, movidos siempre por el deseo, y el contenedor material en el que existimos. Creemos que los objetos físicos existen separados de nuestra mente, si bien nuestra mente es capaz de formar representaciones precisas de un mundo externo independiente (cómo es posible formar representaciones mentales precisas de un mundo físico, si éste es independiente a la conciencia, es algo que los partidarios del naïve realism difícilmente consiguen explicar).

Según algunos filósofos Yogācāra, construimos “iconos” o ākaras similares porque compartimos una estructura cognitiva fundamental, la dualidad sujeto-objeto, y estamos sujetos al apego que genera el «contacto» de la mente con objetos aparentemente externos, reales e independientes. Y si bien esta dualidad es un error que superpone algo inexistente sobre la realidad, no es algo aprendido, sino que se trata de un “error no conceptual” con el que todos nacemos.

Esta noción inmemorial de ser sujetos en oposición a un mundo de objetos es la que determina lo que Kant llamó las categorías del entendimiento y que Hoffman llama «la interfaz». Para la escuela budista antes mencionada, nuestras necesidades biológicas (y más específicamente, el deseo de supervivencia) serían algo similar al instinto de preservación del ego. Todo el mundo físico sería así solamente la proyección que conjura el ego, en su intento de cobrar solidez, de establecerse como absoluto, es decir, independiente de una serie de causas contingentes. Lo que el cristianismo llama «la caída» o el «pecado original» y Heidegger el das Verfallen (el quedar atrapados en el mundo de los otros), en el budismo es el «yo soy». No se cae de un mundo idílico, de un paraíso. El «yo soy» es el mundo: el punto de la identificación con el ego es también el nacimiento del mundo, del samsara, una rueda circundante de objetos en relación al yo. El uno depende del otro.

Sin embargo, el budismo postula algo radical que estudiaremos en el último ensayo de la serie: es posible existir sin el yo, sin la estructura intencional de la conciencia, en la pura luminosidad no-dual de la mente. Este estado no es algo producido, es algo así como una inocencia original. Más aún, el colapso del yo no significa la aniquilación del mundo, sino su transfiguración o purificación, el paso de la ignorancia a la sabiduría, a la infinita conciencia de estar relacionados, de no ser más que relación, resonancia e interpenetración.

Hoffman sugiere entonces que buscar la verdad puede representar un riesgo para un ser vivo, y  supone de alguna manera ir en contra de la corriente. “La verdad no te hará libre, pero puede hacer que te extingas», dice.  El budismo difiere en la primera parte de la proposición y concuerda en la segunda: la verdad sí tiene la capacidad de liberar, pero esta libertad es una forma de extinción. A este respecto cabe mencionar que la palabra nirvāṇa es un sustantivo verbal que significa “extinción”. Una extinción que no es una forma de nihilismo; sólo significa la extinción del mundo convencional, el despertar de la ilusión de un mundo sólido, dualista, independiente de la conciencia, cuyos objetos «materiales»  son erróneamente aprehendidos, de tal manera que se cree son capaces de satisfacer nuestros deseos.

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¿Qué es entonces lo fundamental, aquello de lo cual el tiempo-espacio y la materia misma no son más que iconos o representaciones? Hoffman sugiere que aquello de donde emerge la realidad convencional es la conciencia. La conciencia es lo único que parece ser irrefutable. Incluso si intentáramos comprobar que la conciencia es una ilusión, el mismo concepto de ilusión y la supuesta refutación no son más que algo que ocurre en la conciencia. Como anota el físico Andréi Linde, de lo único que podemos estar seguros es de nuestra experiencia, de que un objeto o un fenómeno se revela en nuestra mente. Todo lo demás es «teoría» o inferencia. Sólo podemos estar seguros de que tenemos experiencia o lo que en tradiciones filosóficas indias se conoce como «luminosidad» (prākasha), la sensación de subjetividad y, en términos contemporáneos, «conciencia reflexiva» (reflexive awareness). Es posible que nos equivoquemos sobre el contenido de la experiencia consciente y la realidad de los objetos que se presentan. De hecho, es altamente probable que constantemente nos estemos equivocando. Pero, con todo y todo, no podemos negar que hay experiencia, que ciertos objetos se iluminan en la mente y se siente de cierta forma ser conscientes de ellos.

El modelo de Hoffman mantiene que en gran medida la realidad que experimentamos es una ilusión. Nuestras percepciones no están acondicionadas para ver lo real, sino para ver lo que nos es útil para sobrevivir.  No es demasiado difícil comprobar que lo que vemos no coincide con la realidad que observa un físico (o un yogi). No vemos partículas u ondas de energía, vemos objetos sólidos con colores, texturas, extensión y aparente permanencia. Sin embargo, es evidente que estas características no están en los átomos que aparentemente constituyen los objetos que vemos, son superimposiciones de nuestra mente. Superimposiciones tan arraigadas que nos es imposible –al menos sin un profundo entrenamiento de deshabituación– no ver el mundo así.

Hoffman cree que la realidad sí existe, pero esa realidad está configurada enteramente por la conciencia. Estamos tan acostumbrados a pensar en la realidad, incluso lingüísticamente, como solamente compuesta de objetos materiales, de «cosas», por lo cual esta afirmación nos parece un oxímoron. Una realidad en la que la conciencia es fundamental no es real, es un sueño o una ilusión. La realidad debe de ser algo sólido, sustancial, sujeto a leyes inmutables, que no está determinada por nuestra forma de conocer. Esta es la cuestión fundamental para el budismo y para diversas escuelas idealistas y hasta fenomenológicas occidentales: si es que existe una realidad independiente de nuestro proceso cognitivo, ésta está fuera de nuestro alcance. Por lo cual, para todo fin práctico, podemos declarar que la realidad surge en dependencia la manera en la que conocemos. La realidad convencional es la suma de nuestros hábitos cognitivos. ¿Es esto otra forma de decir que no existe la realidad? No, dicha proposición hace una afirmación demasiado radical, la cual, por lo menos, requiere calificarse. El budismo mahāyāna sostiene: «la realidad es como un sueño». Particularmente la realidad convencional es como un sueño. Pero esto no es lo mismo que decir que es un sueño. Lo esencial es que, al igual que en un sueño, nuestra percepción toma como absolutamente reales y permanentes cosas o situaciones que no existen por sí mismas. Y el realismo que le proyectamos a las cosas nos genera una sensación de impotencia y sufrimiento. Si asimilamos esta idea podemos empezar a caminar un poco más ligeros y recobrar una actitud existencial más cercana a la del juego.

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Según el científico chileno Francisco Varela (sin duda una de las mentes más brillantes en la no demasiado ilustre historia de la ciencia latinoamericana), las principales ideas que vemos actualmente en la ciencia han sido de alguna manera prefiguradas por el budismo. Sabemos que algunos físicos se han acercado al budismo, al hinduismo o al taoísmo, particularmente en sus últimos años de vida, intentando encontrar una explicación más cercana al terreno del significado. Schrödinger y Heisenberg, por ejemplo, y de manera más abierta David Bohm.

El caso de Bohm merece enfatizarse, pues Bohm fue aun siendo uno de los físicos más brillantes de su generación, fue perseguido por sus ideas políticas y en cierta forma también por sus ideas científicas (como se muestra en un documental reciente). En sus últimos años, Bohm formó una relación cercana con el maestro espiritual Jiddu Krishnamurti y con el Dalái Lama.

En aquella época, creyó encontrar importantes paralelos entre los descubrimientos de la física cuántica y las intuiciones espirituales hechas en el marco de las grandes religiones, particularmente de las religiones orientales, en las que se enfatiza una visión holística de la realidad. Esto le granjeó el desprecio de la comunidad científica y la etiqueta de «místico». Sin embargo, sus ideas están siendo discutidas ahora como una posible alternativa para reconciliar la relatividad con la mecánica cuántica. Roger Penrose llamó a la teoría del potencial cuántico de Bohm «la ontología más satisfactoria en la mecánica cuántica».

Una de las ideas más fascinantes de Bohm concibe al vacío como una plenitud o un pleroma en el que yace una energía potencial infinita, en un estado que llamó «la totalidad implicada». El mundo material con el que tenemos interacción es convencionalmente el desdoblamiento o la explicación de esta «totalidad implicada». De manera muy aguda, Bohm sugiere que pensemos en el mundo material o en los objetos del «orden explicado» como agujeros, burbujas o ausencias que se forman a partir de esta plenitud (al revés de como solemos pensar en la materia e incluso de como socialmente concebimos el bienestar y la riqueza). Conforme a este entendimiento, la plenitud no es la expresión de una forma material o de un fenómeno particular que se manifiesta, sino el potencial ilimitado que se encuentra en el vacío.

Al respecto escribió Bohm:

El espacio no está vacío, está lleno. Es una plenitud a diferencia de una vacuidad, y es la base para la existencia de todas las cosas, incluyendo nosotros. El universo no está separado de este mar cósmico de energía.

Este «mar cósmico de energía» o esta «totalidad implicada», a través de la cual podía explicar fenómenos de la mecánica cuántica como el entrelazamiento cuántico, puede según Bohm pensarse también en términos de conciencia, o de la profunda indivisibilidad de la conciencia y la energía. El orden implicado que existe en un estado de completa unidad, es capaz de «informar» a todo el orden explicado que emerge de una manera epistemológicamente distinta. La aparente dualidad entre mente y materia se manifiesta sólo en el orden explicado.

Para describir el proceso de cómo el orden implicado se despliega o se hace explícito, Bohm acuñó el término «holomovimiento». Con este término intentó describir su hipótesis de que en cualquier fenómeno de lo que conocemos como la realidad física está presente íntegramente el orden implicado. En cada parte yace el todo, como en un holograma en el que la totalidad de la imagen está codificada en cada parte o, por usar otra metáfora más tradicional, los individuos o particulares son como olas que no dejan de ser parte del océano.

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El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río.

Borges.

Otro prominente físico para quien la conciencia es fundamental en la conformación del universo fue John Archibald Wheeler. Wheeler acuñó el término «agujero negro» y está considerado como uno de los físicos estadounidenses más brillantes del siglo XX.

Contra la tendencia dominante en la ciencia, Wheeler se preguntó por el significado que tienen las teorías científicas. Notó que “la existencia significativa del universo en la ausencia de la mente” es una contradicción. Más aún, entendió que el significado no es una mera proyección de la mente humana, sino que el universo mismo es inconcebible sin ese proyectar o preguntar. Dicho de otra manera: al hacer significado hacemos mundo. Famosamente cifró esto en la máxima It from bit. La información es aún más fundamental que la materia. Pero la información sólo es información porque puede ser «decodificada» por una mente.

Wheeler creía que los descubrimientos de la mecánica cuántica eran incompatibles con el concepto de tiempo-espacio, por lo cual había que repensar los dogmas de la física y de nuestra experiencia convencional del mundo. Tomó en serio el problema de la medición y pensó profundamente en sus implicaciones, siguiendo la famosa interpretación de Copenhague, ligada a Niels Bohr. Como explica en su ensayo Law Without Law,

En lenguaje contemporáneo, el punto de Bohr –y el punto central de la teoría cuántica– puede ser resumido en un solo enunciado: «Ningún fenómeno elemental es un fenómeno hasta que es un fenómeno registrado (observado).»

Wheeler desarrolló una especie de fenomenología en la que todos los procesos del universo debían remitirse al diálogo entre la conciencia subjetiva y la naturaleza. Haciendo casi eco de Heidegger (para quien el ser en sí había sido olvidado de la filosofía), Wheeler expresa: “¿En un futuro no será la existencia misma la que entra en la esfera de la física?” La ciencia, si pretende ser auténticamente conocimiento, más aún el conocimiento de la realidad, tendría que transformarse e incluir al observador.

Wheeler se pregunta en primera instancia: «¿Son la vida y la mente irrelevantes para la estructura del universo o son fundamentales?» Su respuesta es la segunda: la vida y la conciencia son esenciales en la estructura del universo. El universo es esencialmente intersubjetivo, un «universo participatorio» en el que la observación de sujetos conscientes es responsable, de manera retroactiva o retro-teleológica, de la existencia de todos los procesos de la naturaleza.

Esta idea permite explicar la evolución del universo material a partir de la conciencia o de la observación participante. Según Wheeler, la razón por la que existen átomos pesados, por la cual se encienden las estrellas en el espacio y se engendran planetas en los cuales a su vez se forman cielos y océanos, poblados éstos por bacterias y una plétora de organismos, es simplemente por que existe la conciencia. Todo converge en el punto en el que el universo se convierte en la experiencia de alguien del universo. El universo, con su expansión de miles de millones de años luz, es la respuesta a una pregunta. La historia del universo es generada por el acto de observación, todo el pasado se desdobla del acto de interrogar y hacer colapsar las posibilidades de la realidad, de una infinita energía que se objetiviza.

Para Wheeler, la causalidad está ligada esencialmente a la agencia humana. La agencia humana interviene a través de la observación del fenómeno o el “principio cuántico”:

Nada es más asombroso en la mecánica cuántica que el hecho de que permite que uno considere seriamente la noción de que el universo no existiría a no ser por la observación (observership), tan seguro como que un motor no estaría encendido sin electricidad.

Vivimos, según Wheeler, en un universo que existe solamente porque somos capaces de observarlo.

Pero nosotros mismos sólo existimos porque el universo ha evolucionado para soportar vida, evolucionando bajo un “principio antrópico”. El universo nos crea a nosotros y nosotros creamos al universo. La conciencia y la naturaleza están profundamente unidas. Su tensión es la creación: el estallido de supernovas, la reproducción sexual, el electromagnetismo y la fuerza de la gravedad, pero también la capacidad de contemplar –estar en el mundo sin ser del mundo– y observar las fuerzas en el espejo de la conciencia.

Wheeler explica esta circularidad diciendo que «el universo es un circuito de autoexcitación». Y, de nuevo, encontramos algo similar en la fenomenología, particularmente en Heidegger, para quien la existencia presupone y está definida por un entendimiento o una «circunspección» de la existencia.  La experiencia factual del ser requiere de haber sido entendida previamente de cierta manera.

Cabe mencionar que Wheeler podría ser confundido con un materialista, pues por una parte sostiene, como muchos otros físicos, que la conciencia es un fenómeno emergente de la evolución material del universo. Pero, como ya vimos, esta es una imagen incompleta, es sólo la apariencia propia de la visión histórico-temporal, pues el universo mismo es lo que es sólo porque hay un observador. «Los observadores son necesarios para llevar al universo a la existencia,» escribe. Así que, de igual manera, se podría decir que la conciencia crea a la materia, la cual emerge del acto puro de la observación.

En contra del más sagrado dogma de la física, Wheeler defiende que las leyes del universo no son eternas ni realmente constantes. “No hay ley excepto la ley de que no hay ley”. El universo es un proceso emergente, en constante transformación, cuya aparente firmeza es sólo una condición que el observador proyecta. Aunque esta firmeza –la coherencia de una historia física o cosmológica– es alguna manera necesaria para que el mismo hecho de la observación pueda haber llegado a existir.

Eventos más allá de leyes. Eventos tan numerosos y descoordinados que, ostentando su emancipación de las fórmulas, aún así fabrican firmes formas… El universo es un circuito de autoexcitación. Al expandirse, enfriarse y desarrollarse, da a luz a la observación-participación… De todas las extrañas cualidades del universo no hay ninguna más extraña que esta: el tiempo se trasciende, las leyes son mutables, sólo la observación-participación importa.

(Frontiers of Time)

Y aquí vale citar la intraducible frase en inglés: only observer-participancy matters. Incluso lingüísticamente hemos identificado la realidad con la materia. Lo material es lo que importa (matters). La realidad misma es la cosa, res. Pero Wheeler, quien en modo alguno es una figura menor ni mucho menos en la historia de la física, nos dice que lo realmente tiene esas propiedades eficaces de realidad es la observación-participación, es decir, la conciencia o, parafraseando a William James, la atención, pues, de hecho, aquello a lo que se pone atención es lo que se selecciona como lo real.

Wheeler no es ciertamente el único que piensa así. Esta noción de la interdependencia entre el observador y lo observado está presente en la llamada interpretación de Copenhague. Werner Heisenberg dijo famosamente que «lo que nosotros observamos no es la naturaleza misma, sino la naturaleza expuesta a nuestro método de interrogación». Esto sugiere que no existe una realidad objetiva, allá afuera, que desvelamos. Las ideas de Wheeler y cierta interpretación de la física cuántica que coincide con el budismo sugieren que el mundo es creado o cocreado por nuestra observación.

Queda preguntarse por la naturaleza misma de la observación y si ésta puede refinarse de tal manera que pueda hacer surgir un universo radicalmente distinto, incluso un universo divino.

*

En la siguiente entrega de este ensayo veremos algunos de los mismos aspectos que hemos considerado aquí pero desde la perspectiva budista. Revisaremos primero la refutación de la materia que hacen filósofos budistas como Vasubandhu, Dignāga y Dhartmakīrti, para quienes los objetos materiales pueden explicarse de manera parsimoniosa a través de la pura cognición.

Presentaremos después la explicación que hace Dharmakīrti de la realidad convencional, en base a la teoría de la exclusión o apoha. A través de esta teoría se explica cómo el mundo que experimentamos consensualmente surge del propósito o intención que acompaña siempre a la cognición. Los objetos (artha en sánscrito) no existen independientemente de nuestros objetivos o propósitos (artha), la cognición en sí misma no puede separarse de una intención télica, con la cual nos acercamos a las cosas y la cual determina cómo se presentan. La solidez de las cosas y la aparente existencia de universales, esencias abstractas en las que los individuos participan, como la «humanidad», son solamente convenciones que a través de la habituación semejan ser realidades sustanciales. David Bohm observó que la materia es «luz congelada». Para estos filósofos budistas, la materia es deseo congelado, karma osificado, meros hábitos mentales que se toman como sustancia.

Por último, consideraremos las nociones de ignorancia y sabiduría en el budismo. La primera ligada a la creencia en un mundo material separado de la conciencia, la visión nihilista de que la conciencia no tiene auténtica agencia o eficacia causal, y la segunda definida negativamente como la ausencia de la falsa proyección dualista y conceptual.

https://pijamasurf.com/2020/09/contra_el_materialismo_nihilista_la_enfermedad_de_nuestra_era_la_inseparabilidad_de_la_conciencia_y_el_mundo_iv-v/

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