La conciencia silenciosa

por Gangajiel tesoro escondido

Gangaji

Antes de todo, por encima de todo, por debajo de todo y en medio de todas las historias, hay silencio. Espacioso, ilimitado y misterioso en su existencia, siempre está presente. Tenemos miedo del silencio completo porque representa el estado de muerte y, no obstante, anhelamos la renovación que nos brinda cada noche. Es invisible pero sustancial, puesto que no puede ser destruido. Es posible pasarlo por alto, o puede quedar encubierto por el ruido de las imágenes y de los pensamientos internos y externos, pero sigue estando ahí después de que todo lo demás haya ido y venido.

No puede ser aprendido, puesto que es el campo donde todo conocimiento surge y desaparece. Uno no puede adquirir la conciencia silenciosa, pero cualquiera puede reconocer que la conciencia misma es silenciosa en sus profundidades, por más ruido y agitación que estén presentes en su superficie.

La conciencia silenciosa es el sujeto inmutable. Todos los objetos aparecen y desaparecen en ella. Las formas materiales y sutiles de todo tipo, todos los estados mentales, todo lo que llamamos realidad surge en la conciencia silenciosa. Los objetos vienen y van, y la conciencia silenciosa permanece.

La conciencia es libre de definición, aunque su nombre se usa vagamente para definir estados de conciencia particulares: conciencia trascendente, conciencia mundana, conciencia subconsciente. Silenciosa y consciente, la conciencia no tiene necesidad de nombre ni forma, ni siquiera del tipo más sutil, puesto que es existencia sin límites. Y, sin embargo, ningún nombre ni forma puede separarse de ella.

El descubrimiento de que la conciencia silenciosa es la presencia inmutable de nuestra verdadera identidad es de una importancia capital. Todas nuestras maneras de definirnos desaparecen en el instante expansivo de reconocimiento de la presencia inmutable, informe, silenciosa. Nos regocijamos natural y profundamente al reconocer que, con independencia de cualquier nombre o forma, adquisición o pérdida, experiencia positiva o negativa, esto siempre está presente. Esto es quien yo soy. Esto es quien tú eres.

Se ha dicho a lo largo de las eras que la esencia de nuestra realización cuando alcanzamos la verdad no puede expresarse con palabras. Y, sin embargo, como seres humanos dotados del extraordinario poder del lenguaje, debemos hablar. Y si fracasamos en nuestros discurso, si nuestro lenguaje se queda corto una y otra vez, fracasamos dichosamente. Cuando erramos en el uso de las herramientas de nuestro intelecto evolucionado para captar la fuente misma del intelecto, esta derrota bendita nos conduce a la humildad.

Cuando se usa el lenguaje como portador de la transmisión del silencio, las palabras nunca pueden ser suficiente. Tampoco lo son los conceptos. La comprensión intelectual de lo que se está diciendo nunca resulta suficiente. Lo que es suficiente es abrir nuestro centro cerebral del procesamiento y del pensamiento a la receptividad. Entonces se revela de manera natural lo que está en la base del proceso de pensamiento.

El yo que todos usamos para referirnos a nosotros mismos es la raíz. El fundamento, sin el que no habría raíz, es la conciencia silenciosa. El fundamento, después de dar a luz todas las cosas, y de recibirlas en la muerte, permanece inseparable de todo y, paradójicamente, libre también de todo. Es la madre de todos los budas y también de todos los judas. El perdón de todos los pecados, la bienvenida al hogar. Como animación consciente de la individualidad y, a la vez, informidad consciente, se conoce a sí mismo como exclusivamente uno, y después como todos.

Cuando, en su búsqueda espiritual, alguien le preguntaba a Papaji cómo realizar la verdad, él respondía simplemente: «Mantente aquietado». A veces estas simples palabras producían un gran golpe, y el buscador se quedaba anonadado ante la revelación de la mente aquietada. A veces un estudiante se rebelaba ante las palabras, pues evocaban recuerdos desagradables de cuando era un niño y se le decía que estuviera callado. A menudo tenía que transcurrir algún tiempo para que la naturaleza radical de la frase «mantente aquietado» llegara a calar. No les pedía a sus alumnos que dejaran de hablar. Nos indicaba nuestra verdadera naturaleza. Estaba dirigiendo nuestra atención hacia lo que está aquí, tanto si hay pensamientos como si no. Cuando decía: «Mantente aquietado», apuntaba hacia la conciencia silenciosa que es quien uno es. Te daba instrucciones para que fueras quien eres.

Cuando la instrucción calaba, el resultado inmediato solía ser la risa. Risa a menudo acompañada por lágrimas de alegría. ¡Qué cerca ha estado siempre! Como decía Papaji: «Más cerca que la respiración, más cerca que el latido del corazón».

Posteriormente, los pensamientos volvían a empujar pensamientos como: «Ya lo tengo. Mi mente se ha detenido. Dios mío, no sabía que esto podía ocurrir». Entonces Papaji sonreía o reía y decía: «Muy bien, muy bien. Ahora mantente aquietado». Si el buscador era realmente serio, o al menos reconocía que estaba ante una oportunidad sin igual, se quedaba callado. Se mantenía callado y escuchaba. Las enseñanzas de Papaji eran directas y simples. «Encuentra lo que no cambia. Descubre lo que no viene ni va. Deja de buscar. Averigua quién eres».

Ante todas las preguntas sobre cómopor qué y cuándo, Papaji nos orientaba hacia el silencio. El llamaba al silencio «el sustrato». A algunos les parecía que el objetivo era simplemente no hablar o no pensar. Más adelante quedó claro que el sentido de permitir que los pensamientos volvieran al sustrato, el sentido de estar aquietado, es darse cuenta de que es el silencio mismo lo que siempre está aquí. Haya o no pensamientos, el silencio permanece, un silencio que rebosa con la plenitud del ser, consciente de sí mismo. Si aparecen la dicha o la desesperación, la conciencia silenciosa sigue siendo el sustrato inmóvil.

Papaji nunca quiso que aprendiéramos sobre el silencio; no ofrecía clases de autoconciencia. Siempre nos animaba a estar dispuestos a permanecer absolutamente aquietados y después a descubrir por nosotros mismos qué es la quietud.

A menudo venían a él personas que habían estado meditando durante mucho tiempo, buscadores serios que habían practicado la meditación durante años, en largos retiros de muchas horas. Él se sentía feliz de verlos, pero no le impresionaban las historias de sus prácticas. Si bien, a menudo, permitía que su mente cayera en una presencia profunda y sin pensamientos, el silencio hacia el que apuntaba no podía ser adquirido ni practicado. Él decía que la verdadera meditación es dhyana, que él traducía como «no mente». Con frecuencia, practicar con más firmeza no consigue sino enraizar el concepto de que uno es un practicante, alguien que se está acercando a algún logro futuro.

Papaji no hacía distinción entre los buscadores nuevos y los que llevaban décadas en el sendero. «Mantente aquietado, averigua quién eres. ¿Quién está practicando? ¿Quién es nuevo en el sendero?».

Todos los que no se identificaban excesivamente con «alguien que…» podían experimentar que sus mentes se paraban en seco. Entonces podían beber profundamente de la trasmisión que él les había ofrecido y, tanto si sus prácticas continuaban como si no, saboreaban la verdad de sí mismos como silencio. Más allá y antes de toda práctica, inmutable en medio de todas las religiones y sistemas de creencias, está la conciencia silenciosa.

Todos tenemos el hábito de practicar. La mayoría practicamos ser las personas que creemos ser, o las personas que deberíamos ser. ¿Cuánto tiempo dedicamos a repetir internamente definiciones de nosotros mismos? «Soy un estúpido» o «soy la persona más inteligente que conozco». Después de un mal día, tal vez nos digamos: «Estoy condenado a ser infeliz». O después de un día excepcionalmente bueno: «Voy a ser feliz todos los días de mi vida». ¿Cuántas horas pasamos imaginando cómo podría haber sido nuestro pasado o cuál podría ser nuestro futuro? Tenemos imágenes internas de nosotros mismos que juzgamos positiva o negativamente. A medida que practicamos siendo quienes creemos ser, observamos y oímos dentro de nuestra mente una versión de nuestra vida, y, generalmente, estamos tan acostumbrados a ella que la consideramos la realidad.

Es posible que llamemos al tiempo que pasamos sobre el cojín de meditación «muestro tiempo de práctica». Pero, en las mejores «prácticas», ese tiempo es cuando nuestra práctica normal y cotidiana realmente se detiene. Durante veinte minutos o una hora, no tenemos que recordar quiénes somos ni cómo deberíamos ser; no tenemos que practicar un pasado o un futuro. Podemos parar. Los que han tenido esta experiencia quieren más. Pero pocos se dan cuenta de que ese más ya está aquí como la base en la que brotan todas las historias, y los debería, los haré y los podría. Está aquí a cada momento, no solo durante el tiempo que pasamos sobre el cojín. Y siempre hay más de ello cuando estamos dispuestos a detener nuestras prácticas habituales y simplemente nos aquietamos.

Este descubrimiento nos satisface instantáneamente, y su misterio se despliega de manera continuada. Es el hallazgo de uno mismo, sin la carga de las ideas que uno se adjudica, ni los pensamientos con respecto a uno mismo, sin necesitar nada para liberarse de esa carga. Uno mismo antes de la ignorancia o de la iluminación, antes de tener un nombre, de tener sexo o historia, y después de todos los nombres, y también en medio de cualquier aparición de un género o de una historia. Uno mismo como indefinible, y como aquel que se encuentra en la definición de todas las cosas. Solo la conciencia silenciosa no viene ni va. Solo la conciencia silenciosa se encuentra en todo lo que viene y va.

Papaji era un padre de familia. Poseía un empleo y un hogar. Tenía que dedicar tiempo a hablar. Uno de los beneficios de ser un padre de familia era que tenia que encontrar la realidad del silencio absoluto en la interacción entre el ruido y el silencio relativos. Fue un beneficio para nosotros que él realizara este descubrimiento.

Uno de los momentos más importantes que compartí con Papaji tuvo lugar cuando nos llevó a un mercado de Haridwar. Los mercados indios, como los de todas partes, son lugares ruidosos. Son centros de actividad con todo tipo de personas gritando o cantando, o implorando a los demás que les compren sus productos. Al ruido y a los olores se añadía el calor enervante de mediodía.

Un poco antes, aquella misma mañana, habíamos estado sentados en las pequeñas habitaciones del maestro junto al río. Mientras estaba en aquel mercado caluroso, pensé que quería volver a la paz de esas habitaciones, con la brisa refrescante del río y el único sonido del ventilador. Después de quejarme internamente durante un minuto o dos, miré hacia arriba y me topé con su mirada. Con asombrosa claridad me pareció oírle decir: «Aquí también». Me sentí asombrada y dichosa porque el silencio que está debajo del ruido se hizo evidente de manera inmediata. «Por debajo del ruido» no es la expresión exacta, pero en aquel momento me pareció así. Más adelante, me di cuenta de que, fuera cual fuese el nivel de ruido, yo también estoy aquí, y soy el silencio mismo.

Tanto si escuchaba a Papaji dar un discurso sobre el dharma, contar una historia didáctica o algún relato sobre su vida anterior como si iba con él a comprar verduras para la cena o simplemente me sentaba en sus habitaciones, cada momento era una invitación al silencio. Cada palabra apuntaba a su origen silencioso y traía noticias de él.

A veces Papaji pasaba tiempo dirigiendo cuidadosamente a un estudiante para que remontara un pensamiento hacia su origen en el espacio vacío y abierto del que había venido. Le pedía que eligiera cualquier pensamiento y lo dijera en voz alta. El discípulo podía responder: «No puedo detener mis pensamientos». Entonces Papaji le decía: «Sigue ese pensamiento por todo su recorrido hasta el lugar desde donde ha venido. En primer lugar se cae el “yo”, luego el “no puedo”, después “detener” más tarde “mis” y por último “pensamientos”… ¿Qué queda ahora?».

El rostro del discípulo se llenaba de asombro en la mente abierta, luminosa y libre del pensamiento que desaparece cuando se lo sigue hacia atrás en lugar de seguirlo hacia delante, hacia los diez mil pensamientos.

Papaji acababa diciendo: «Ahora, dime: ¿quién eres tú?».

El resultado de esta invitación al silencio no es sombrío en ningún sentido. Cuando estábamos con Papaji, a menudo nos reíamos a carcajadas. En ocasiones, no se pronunciaba una palabra durante horas, otras veces las conversaciones eran animadas. El diálogo no tenía límites preestablecidos; podía versar sobre el tema espiritual más profundo o sobre el próximo partido de críquet. Podíamos hablar de los horarios de los trenes, de la política de India o del creciente número de buscadores que estaban encontrándolo. Cualquiera que fuera el tema de conversación, y también si no se charlaba, tanto si había risa como simple reflexión callada, siempre estaba presente un amor desbordante.

Este amor abundante es el tesoro escondido que la mente aquietada revela. No hace falta hablar de él, y es natural experimentarlo y compartirlo. El amor no se enseña. Se descubre.

En la voluntad de estar aquietados, siempre es posible ceder más profundamente al amor consciente y silencioso. Si surgen los viejos hábitos de aferrarse y controlar, el simple y profundamente eficaz «quedarse callado» permite un descubrimiento fresco de la conciencia silenciosa siempre presente que es amor. Al final, se produce una caída tan profunda en el silencio que no caben dudas de que ese es el silencioso-amor-consciente que tú eres.

El verdadero silencio absoluto y el verdadero amor absoluto no son diferentes. La conciencia absolutamente silenciosa rebosa de amor absoluto y realizado. Los objetos ―personas, naturaleza, emociones― pueden aparecer o no. Los objetos no son necesarios y se les da la bienvenida.

La alegría de este pleno silencio no tiene causa y es ilimitada. Está siempre aquí, siempre descubriéndose a sí misma. Es el tesoro, y solo está escondido cuando nos negamos a mantenernos aquietados y a percibir quiénes somos.

La pulcritud y la suciedad son igualmente puras como conciencia silenciosa. Los escalofríos del asombro y la quietud del sueño profundo se incluyen igualmente en la conciencia silenciosa.

Es la destructora de toda paradoja, la que resuelve las diferencias, la que lo permite todo, reina suprema que no hace nada. Consciente de los estados sublimes y sutiles, de los horrores inenarrables, da la bienvenida tanto a lo mundano como a lo profundo.

Amante del amor, saludadora del odio, observa silenciosamente lo que se forma a partir de su sustancia. Universos de movimiento infinito están formados a partir de ella, que permanece inmóvil. Brahmanatman, alma, tú, yo, nosotros, ellos, todo y nada. Solo ella se reconoce a si misma.

En un momento de quietud transparente, en la pasión de la guerra, en la rendición del amante, en la resistencia del no, en todo ello la conciencia silenciosa se conoce a si misma. Se reconoce a sí misma en el santo, en el asesino y en el asesinado; en el adorado y en el injuriado; en el cazador y en el atrapado.

En el amanecer del yo, en el reconocimiento del otro, al encontrar el fin, la conciencia silenciosa siempre permanece igual, cualquiera que sea la dirección y cualquiera que sea el camino.

A través de toda oscuridad y de toda revelación, a través de toda ignorancia y de todo conocimiento, la conciencia silenciosa, generadora de todo, permanece libre de todo.

En la música de las esferas y en los sonidos chirriantes, la conciencia silenciosa está presente. En la pena más honda y en el éxtasis exultante, la conciencia silenciosa permanece igual.

Está presente en los gobernantes del mundo y en los aplastados. Es el océano con todas sus olas y la orilla. Y también el lugar de encuentro del océano con la orilla.

En cada momento, en cada estado, en todas las formas de conciencia, inconsciencia, subconsciencia y supraconciencia, la conciencia silenciosa está inamoviblemente presente.

En el que atrae y en el que repele, en el que busca y en el ignorante. También está en todas las distinciones y equiparaciones. En lo conocido y en lo desconocido, en lo que se expresa y en lo inexpresable, eternamente realizada y eternamente evasiva.

Es inconmensurable y, a la vez, lo más pequeño de lo pequeño, sin ni siquiera el límite de ser ilimitada. Solo ella se reconoce a sí misma, siempre de manera fresca, y también antigua.

Infunde y ve lo mejor y lo peor. Expresada por el arte y lo que no tiene arte. Se incluye a sí misma en todo.

Reconócete como ella. Exprésala con palabras si es que puedes. Descubre sus límites si te es posible. Infórmate a ti mismo sobre la totalidad de ella, sobre tu exploración de ella como tu propio ser.

Fuente: Gangaji. El tesoro escondido (El Grano de Mostaza, 2012)
https://www.nodualidad.info/textos/la-conciencia-silenciosa.html

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