La economía de la Atención: mercaderes del Tiempo.

«El tiempo es el material del que está hecha la vida». Benjamin Franklin.

«El que lo obtiene todo, o lo recibe de inmediato, pierde la dicha de su disfrute. Kairós, el instante feliz, presupone siempre la espera: 

ese tiempo que en ocasiones es tormento, 

que a veces perdemos, beatíficos, 

y que siempre es un regalo.» 

 Andre Köhler, «El tiempo regalado».

9 segundos, dicen que es el tiempo de atención de los humanos hiperconectados. De 9 segundos es nuestra capacidad antes de pasar a otra cosa, a conectar el modo automático, a darle a avanzar, a mirar el móvil, a hacer zapping, scrolling, linking. Hasta emerger y asombrarnos de la velocidad del tiempo. Los ingenieros de Google han calculado que el máximo tiempo de concentración de una pez condenado a dar continuas vueltas en su pecera es de ocho segundos, solo uno menos que nosotros.

La hiperconexión es el producto estrella de la llamada «Economía de la atención», que monetiza la atención humana. La atención es un bien escaso, no se puede acumular y ahorrar como el dinero, pero el dinero y la atención tienen en común que gastarlo en una cosa excluye gastarlo en otra. En el caso de la atención, para poder asimilar, procesar y actuar eficazmente sobre una información, debemos centrarnos en ella.
Así, el tiempo se convierte en un factor decisivo cuando realmente solo se puede prestar atención a una cosa a la vez. Pero el tiempo también es fijo y limitado. Cuando la atención se ve como un recurso escaso, crea la base para estudiar la era de la información como una economía de la atención.

Ya en 1971, durante un foro titulado “Diseñando Organizaciones para un Mundo Rico en Información”, el Premio Nobel de Economía Herbert Simon dijo proféticamente: “En un mundo rico en información, la riqueza de ésta significa la escasez de algo más: la escasez de lo que sea que consuma la información. Lo que consume la información es bastante obvio: consume la atención de sus receptores. Por lo tanto, la riqueza en información genera pobreza de atención y la necesidad de asignar esa atención eficientemente entre las abundantes fuentes de información que pueden consumirla».

Son múltiples las estrategias para crear el enganche, la captación. La economía de la atención apuesta por «la sorpresa, la risa, la ira, las creencias, las emociones, la indignación, la exageración, asociar al mensaje una «prima de viralidad» que le garantizará los reenvíos, a veces antes de ser leído, y le permitirá sobrenadar en un torrente de signos. ¿Cómo extrañarse de que la verosimilitud ocupe el lugar de la verdad, y el reflejo, el de la reflexión?» se lamenta Bruno Patino en «La civilización de la memoria de pez».
Dejamos de percibir el mundo para percibir noticias sobre él y, además, la atención se orienta hacia la noticia más chillona, ​​indignante, espeluznante y escandalosa, los instintos más bajos de la audiencia. Son relatos digitales que no se preocupan por la exactitud, sino del impacto. ¡Zasca!

La televisión y la radio ya eran los «instrumentos de industrialización de la captación de la atención humana» según Tim Wu (Mercaderes de la atención). Así que los gigantes de internet no tuvieron otro remedio que conseguir captar nuestra atención en otros momentos de nuestro tiempo de vida: en el transporte, en las colas, en los descansos… Hasta llegar al momento de la comida familiar, de la vigilia, de la amistad.
Y es que, explica Patino, «la herramienta exclusiva era la capacidad de conocer la identidad y el comportamiento de los individuos gracias a sus datos de uso. Nos referimos al «service for data», servicio a cambio de datos: quiénes somos, qué hacemos, qué nos gusta, algo que Google descubrió enseguida y Facebook explotó rápidamente.» El algoritmo hizo el resto con la explotación de esos miles de millones de datos recogidos, para la publicidad dirigida y aumentar así la utilización de esos mismos servicios.

En 1985, Neil Postman (Amusing Ourselves to Death) explicaba que nos acercamos cada vez más al relato de «Un mundo feliz» de Aldous Huxley, una civilización seducida, esclavizada y sonámbula por el placer. En esta distopía «ya no es necesario prohibir ningún libro, pues nadie quiere leer».
«No tengo tiempo», pensarás. Y ésa es la otra historia.

«El ser-ahí que cuenta, calcula y mide el tiempo, que vive con el reloj en la mano, ese ser-ahí proclama: no tengo tiempo.» Martín Heidegger.

En la historia del capitalismo, el tiempo es dinero, y la velocidad voluntad de poder. Su historia es una sucesión permanente de innovaciones técnicas y tecnológicas para acelerar la velocidad de los tiempos de producción o de circulación, y conseguir así mayor plusvalía. Cuanto menor sea el tiempo en que se complete el ciclo del capital (dinero-mercancía-más dinero), mayor será la ganancia. La mecanización del trabajo abrió el camino a la aceleración sin fin, y el libre flujo de mercancías (la desregularización de los mercados) también generó la compresión del espacio (la cual, en última instancia, significa una compresión del tiempo).

Producir y consumir más rápidamente, a mayor velocidad, es el objetivo.
Nada más adquirir un producto, desear y comprar el próximo. John Kenneth Galbraith las llamó «aceleradores artificiales». La publicidad

es el arte de la seducción, y logra que nos tomemos los productos como un sistema de comunicación para expresar identidades, reconocimiento, afinidades, emociones… Un ejemplo: tras los ataques del 11 de septiembre de 2001, en quince días se sustituyó el tema ecuestre de las tiendas Zara de Estados Unidos por ropa negra adecuada para el luto colectivo.
El problema es que los seres humanos somos archisociables, y nuestra comunicación no tiene fin.

Pero hay otras maneras para empujarnos al consumo: la obsolescencia programada o planificación deliberada de la reducción del ciclo de vida útil de una mercancía. O la novedosa perpetua actualización, para que los productos se vuelvan obsoletos y no operativos.
El «carpe diem» que reina en la actualidad induce a consumir experiencias: aventuras, espectáculos, tours, series… Son la mercancía ideal porque son transitorios, episódicos: pasan y se esfuman. Y algunos de ellos pueden volverse interminables.

Ya en 1900, el sociólogo y filósofo social Georg Simmel advirtió en «Filosofía del dinero»:
«La ausencia de algo definitivo en el centro de la vida empuja a buscar satisfacción momentánea en excitaciones, satisfacciones en actividades continuamente nuevas, lo que nos induce a una falta de quietud y de tranquilidad que se puede manifestar como el tumulto de la gran ciudad, como la manía de los viajes, como la lucha despiadada contra la competencia, como la falta específica de fidelidad moderna en las esferas del gusto, los estilos, los estados de espíritu y las relaciones»

«Semiocapitalismo», lo llama Franco Berardi: «ya no existen cosas materiales, sino signos; ya no hay producción de cosas como materiales visibles y tangibles, sino producción de algo que es esencialmente semiótico»: un sistema de intercambio de signos. La producción de valor no está en «la intervención generativa de la materia física y el trabajo muscular», sino en el intercambio de signos. Y puede realizarse en milisegundos, como en los intercambios financieros a través de múltiples computadoras.

La política también se vuelve cortoplacista, se moldea a los eventos cotidianos, a la coyuntura y sus líderes son individuos carismáticos que prometen eficacia y velocidad. El más rápido es el más poderoso, y cuanto más poder se tiene, más rápido se puede ser.

Las galerías de arte en Nueva York tienen como norma incuestionable que el timbre del teléfono de la recepción no puede sonar más de dos veces y que los correos electrónicos deben ser contestados en menos de doce horas. El trabajador debe tener siempre disponibilidad completa, ser flexible y dinámico.
«Yo no estoy en el negocio, yo soy el negocio», le responde a Deckard la replicante Rachel en la película Blade Runner. «Negocio» deriva de las palabras latinas nec y otium, es decir, lo que no es ocio. Ocio se identifica con «scholé», escuela, algo así como cultivar el espíritu. La productividad se ha adueñado también de nuestro tiempo de ocio. «Nos intimida la expectativa de que debemos ser realmente expertos en lo que hacemos en nuestro tiempo libre. Nuestros hobbies, si es que los podemos seguir llamando así, se han vuelto demasiado serios», escribe Wu.

El tiempo se ha convertido así en un bien escaso, el recurso más demandado sobre el que se construye el conjunto del crecimiento económico actual.

Con el consumidor digital, «captar el tiempo de los usuarios conectados proponiéndoles ganar tiempo constituye la paradoja insoluble de la economía de la atención. Es un círculo vicioso e infinito, en el que el humano consume cada vez más tiempo para producir cada vez más tiempo. Este proceso de producción lleva aparejado un mecanismo de desposesión, ya que de paso se construye un vínculo de dependencia respecto a la herramienta digital que conquista, transforma y produce el tiempo», explica Luciano Concheiro (Contra el tiempo: Filosofía práctica del instante).

El reloj determina cuánto tiempo tenemos (o mejor dicho, no tenemos), y la gran ciudad nos perturba con un tiempo discontinuo que nada tiene que ver con los ritmos naturales. Pero los seres humanos todavía conservamos la lentitud en nuestros adentros, en nuestros sentimientos, en nuestra percepción.

Hay un tiempo del aburrimiento por falta de afanes: «nada es igual de lento que las cojas jornadas, cuando bajo pesados copos de años nevosos, el hastío, ese fruto de falta de afanes, toma las proporciones de inmortalidad» se lamenta Baudelaire en «Las flores del mal».
Pero hay otro tiempo que no se tiene, se es. El tiempo interior afanado.

Hannah Arendt lo describe así:
«Una región intemporal, una presencia eterna en completo silencio, más allá de los relojes y los calendarios humanos (…) el silencio del ahora en la existencia del ser humano, sometida a la presión y al zarandeo del tiempo. (…) Este pequeño espacio atemporal en el mismísimo núcleo del tiempo»


Kairós 
era el dios griego, dios del momento oportuno, en el que pueden surgir lo nuevo, transformaciones, cambios, ideas (derivada del griego «eido», que significa «yo vi»). En él, el ser humano deja de percibir el tiempo como un transcurso cronológico de los acontecimientos (Cronos), y lo vive como el «instante eterno». Kairós «hace nudos en el tiempo lineal del reloj» (Charles Taylor en La era secular), y nos muestra la balanza, creando instantes o epifanías en los que desaparece la noción del tiempo, y nos invita a relajarnos, a concentrárnos. Todo está en su sitio en ordenada armonía, como los ritmos naturales.

“Somos criaturas del tiempo de pies a cabeza” nos intima el neurólogo Oliver Sacks. En la cabeza, la percepción del tiempo reside en el núcleo estriado, una región que está en lo más profundo del cerebro, y funciona gracias a la conectividad. Entrenamos a las neuronas que son las encargadas de comparar la duración de unos acontecimientos con otros, gracias a que en la superficie hay otras neuronas que son como metrómonos, mandando señales eléctricas cada pocos segundos de manera continua. Inconscientemente, nosotros somos los que entrenamos todo este mecanismo, y la gestión controlada de nuestra atención es nuestra herramienta más útil. Y no es baladí: cada segundo, nuestros sentidos transmiten aproximadamente 11 millones de bits de información a nuestros cerebros. Ríete del 5G.

«Las formas más elevadas de pensamiento (la contemplación, la reflexión, la introspección, incluso la respiración profunda( requieren que prestemos atención, que eliminemos las distracciones y las interrupciones. Sin embargo, la tecnología de internet hace exactamente lo opuesto: nos interrumpe y nos distrae constantemente», explica Nicolas Barr, autor de «Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?»

Como consecuencia, según el sociólogo Hartmut Rosa, no hay manera de poder controlar los repentinos procesos de cambio de nuestra vida, y la vida «se convierte en el espacio estático de una fatalista inmovilidad».

¿Y qué problema hay con eso?, nos pregunta Tim Wu, y escribe:
«Fue William James, la fuente del pragmatismo estadounidense, quien, habiendo vivido y muerto antes del florecimiento de la industria de la atención, sostuvo que nuestra experiencia de vida en última instancia equivaldría a todo aquello a lo que habíamos prestado atención. Entonces, está en juego algo parecido a cómo se vive la vida. Eso, al menos, debería obligar a un mayor escrutinio de las innumerables negociaciones a las que nos sometemos habitualmente y, lo que es más importante, nos debe llevar a considerar la necesidad, en ocasiones, de no negociar en absoluto.
Si deseamos un futuro que evite la esclavitud del estado propagandístico, así como la narcosis del consumidor y la cultura de las celebridades, primero debemos reconocer el valor de nuestra atención y decidir no deshacernos de ella de manera tan barata o irreflexiva como a menudo lo hemos hecho. Y luego debemos actuar, individual y colectivamente, para manejar nuestra atención nuevamente, y así reclamar la propiedad de la experiencia misma de vivir”.

Los peces no tienen una memoria de 8 segundos. De hecho, científicos demuestran que pueden recordar el lugar en el que fueron alimentados hasta doce días después.
Los peces de colores, de mayor tamaño en estado salvaje, han nacido para vivir en grupo, y así pueden llegar hasta los veinte y treinta años.
Se trata de la pecera.

Fuentes:
Bruno Patino en «La civilización de la memoria de pez».
Tim Wu (Mercaderes de la atención).
Luciano Concheiro (Contra el tiempo: Filosofía práctica del instante)
https://www.bbc.com/mundo/noticias-55856164

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