Cuanto más cerca del papa, menos hijos de Ulrich Beck

No envejece esta o aquella nación, envejece el mundo entero. Alemania no es el país con menor cantidad de hijos por mujer (1,32). Ese récord es patrimonio de Ucrania (1,17), Eslovaquia, Eslovenia y Corea del Sur (todos ellos con 1,2), seguidos de Italia (1,29), España (1,3), etcétera. Desde luego, cabe decir que en Europa occidental rige la ley empírica de que cuanto más cerca del Papa, menos hijos. La evolución demográfica es un fenómeno extraordinariamente complejo. Pero hay algo de lo que tenemos que ser conscientes de una vez por todas: la perspectiva nacional predominante en el debate público sobre la evolución de la población, esa demografía narcisista que se rinde ante el nacionalismo metodológico, desemboca en un falso alarmismo, en una falsa causalidad y en recetas políticas falsas.

Porque, ¿cuál es realmente la madre del cordero? Por un lado, se nos pinta un panorama bajo la amenaza de la “explosión demográfica”, de la “bomba demográfica”, mientras que no pocas veces los mismos expertos no se cansan de describirnos con los tintes más sombríos un descenso de la población que vendría a ser el verdadero núcleo de la crisis. La población crece tan rápido que todos los problemas explotan, y al mismo tiempo crece tan despacio que todos los problemas explotan. Entonces ¿con cuál de las dos crisis tenemos que vérnoslas? Dicho en otras palabras, tenemos que hacer frente a una polarización demográfica.

¿Es eso una catástrofe? No. En primer lugar, el envejecimiento de la población ha de ser interpretado como un éxito, como un triunfo de la modernización. El mundo entero, pero sobre todo las sociedades europeas, se ve obligado a enfrentarse a las consecuencias colaterales, indeseadas e inesperadas, del éxito de la modernización, de la victoria modernizadora. ¿Y en qué consiste esa victoria? En una mejor asistencia sanitaria, el progreso de la medicina, la superación de enfermedades, la contención de epidemias, una alimentación mucho más completa junto con un mayor conocimiento y conciencia sobre el tema, la planificación y el control de la natalidad, la disminución de la mortalidad infantil, etcétera. Es evidente que tanto el descenso de los nacimientos como el envejecimiento de la población obligan a las sociedades modernas a enfrentarse a las consecuencias de sus decisiones y de sus éxitos. En este caso rige también el axioma de lo que yo llamo “modernización reflexiva”: no son las crisis, sino las victorias de la modernización, las que conmueven los cimientos de las sociedades modernas generando conflictos y dilemas políticos y morales de naturaleza enteramente nueva.

A lo largo del siglo XX las migraciones globales han experimentado un cambio de signo radical. A comienzos de siglo se produjo una emigración masiva de europeos a América del Norte y del Sur y, en menor medida, a África, Asia, etcétera. En aquel entonces el crecimiento de la población había contribuido al aumento de la pobreza en Europa. Pero ahora el rumbo de los desplazamientos se ha invertido: los pobres del mundo afluyen en masa a Europa, que se ha convertido en un punto de intersección de las múltiples realidades que coexisten en nuestro planeta.

El descenso de la población europea se difumina, por así decirlo, en medio del espectacular crecimiento experimentado por la población mundial a lo largo del siglo XX. En torno a 1900, la población del planeta sumaba aproximadamente unos 1.600 millones de personas; en el año 2000 alcanzaba ya los 6.100 millones. El progreso en los ámbitos de la medicina y la salud logrado en los países centrales a lo largo de varios siglos se difundió con relativa rapidez por los países en desarrollo en donde rige la misma dinámica: la esperanza de vida ha aumentado rápidamente y la mortalidad infantil ha experimentado un retroceso considerable. Por tanto, el número de nacimientos influirá más sobre el futuro de la evolución demográfica que las tasas de mortalidad, a excepción de los países con elevadas cuotas de mortalidad debidas sobre todo a la malaria y al sida.

Este rápido crecimiento de la población mundial no debe hacernos perder de vista la segunda tendencia clave comprobable a nivel empírico: la polarización del desarrollo demográfico derivada esencialmente del número de hijos. La tasa global de hijos (número de hijos por mujer o por matrimonio) empezó a descender a partir de 1960, también en los países poco desarrollados.

Si bien es cierto que el crecimiento demográfico medio ha experimentado una ralentización a escala global, al mismo tiempo se ha producido una polarización radical de la evolución demográfica: las regiones que registran crecimiento poblacional se caracterizan porque los hijos tienen ante todo un gran valor material ya que trabajan y de ese modo suponen un seguro para la vejez de sus padres. A pesar de que en los países con una elevada población infantil cada vez hay más mujeres que dicen tener más hijos de los que quisieran, la familia ideal sigue siendo bastante grande, de tres hijos o más. Hay una serie de factores que caracterizan a grandes rasgos esta constelación de crecimiento: pobreza bastante extendida, elevado porcentaje de población rural, altas tasas de analfabetismo, escasa utilización de medios de planificación familiar y, sobre todo, ninguna red social que garantice una cierta seguridad, aparte de la familia.

En el otro extremo tenemos la constelación de los Estados del bienestar, que agrupa a países con un nivel de desarrollo relativamente elevado en los que el descenso demográfico, el casi encogimiento de la población, se ha convertido en norma. Esta constelación se caracteriza por una relativa riqueza económica, la mejora de la salud, el acceso a la información y a los recursos de la planificación familiar, así como un mayor nivel educativo y una mayor actividad profesional de las mujeres que plantea también cuestiones relativas a la posibilidad de compaginar maternidad y trabajo o paternidad y trabajo. A esto hay que añadir que, cuando aumentan el nivel de ingresos y el tren de vida, los padres empiezan a idolatrar a sus hijos. La paternidad cobra una fuerte carga pedagógica que conlleva un aumento de los costes tanto emocionales como económicos. La consecuencia vuelve a ser que, cuanto más impera, al menos en la esfera privada, el ideal de que a los hijos “les tiene que ir todavía mejor”, mayores son los costes y menor la descendencia.

Asistimos a la intensificación recíproca de dos tendencias: el promedio de esperanza de vida de los recién nacidos se ha duplicado en el último siglo. En estos momentos está en torno a los 75 años en el caso de los hombres, y en torno a los 81 años por lo que respecta a las mujeres. Eso significa que la población de más edad está compuesta mayoritariamente por mujeres. Además, el incremento de la esperanza de vida coincide históricamente con el descenso del número de nacimientos. Al mismo tiempo, cada vez son más los niños que crecen fuera de lo que podríamos llamar la familia normal.

A menudo, se llegan a plantear algunas de las consecuencias de la polarización demográfica, pero casi siempre encuadradas en un contexto referencial equivocado: el envejecimiento de la población no es un proceso nacional sino global. El porcentaje de personas de edad aumenta también de forma drástica en las regiones menos desarrolladas del planeta. Pero eso no debe ocultar las grandes diferencias regionales existentes: es muy probable que en el siglo XXI Europa se convierta en la región más anciana del mundo. Pero también se espera que entre el año 2000 y el 2030 el porcentaje de población de más edad de Asia y Latinoamérica y de otros países aumente en más del doble.

Se habla de conflictos intergeneracionales, incluso de una posible “guerra de generaciones”, como resultado de esta evolución. Sin embargo, a pesar de todos los dilemas que surgen en este terreno, al final este tipo de diagnósticos se revelan fruto de un falso alarmismo. Porque la pertenencia a grupos de edad no tiene nada que ver con la pertenencia a clases sociales. No sirve para aglutinar a la gente de forma duradera en conflictos intergeneracionales, ya que todo el mundo acaba envejeciendo. Este “cambio de bando” forma parte de la biografía normal y también se anticipa como tal. Sin embargo, resulta mucho más grave el hecho de que la imbricación y la confrontación de poblaciones que decrecen y aumentan entre naciones concretas y dentro de una misma nación están poniendo en cuestión las relaciones de dominio étnico. El retroceso demográfico y el proceso de envejecimiento se aúnan para dar lugar a una tendencia histórica: el número de blancos de origen europeo desciende hasta sumar tan sólo la quinta parte de la población mundial o incluso menos; pero es que, además, su presencia también decrece drásticamente, por ejemplo, en el interior de Estados Unidos. Aunque a partir de ahora ya no habrá una mayoría clara sino una mayoría de minorías, lo cierto es que los blancos pierden su supremacía cuantitativa. Y poco a poco se va perfilando la tendencia a reaccionar con medidas represivas por parte de esa población blanca que ve amenazada su posición de dominio. Éste podría ser el trasfondo de los intensos debates sobre políticas de inmigración que tienen lugar tanto en Estados Unidos como en Europa.

Los problemas del descenso o del crecimiento demográfico no están sujetos ni a una causalidad ligada a la lógica de los Estados nacionales ni se pueden solucionar tampoco en primera instancia en el marco de la política nacional. Definir como un problema europeo el vínculo existente entre el descenso demográfico, el envejecimiento de la sociedad, la necesaria reforma de los sistemas de seguridad social y la adopción de una política de inmigración con objetivos claros, supondría dar un paso importante para salir de la trampa que representa la perspectiva nacional. Entonces los países europeos no sólo tendrían ocasión de aprender unos de otros, sino que también se pondría de manifiesto la validez de la máxima que dice que cuanto más europea es la política nacional, más eficaz resulta.

Fuente: carlosmanzano.net

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