(CNN) — Sus dientes superiores nacieron antes que sus dientes inferiores. Así es como los ancianos de la tribu Kara determinaron que un bebé varón sano tenía que ser asesinado.
El niño era mingi, maldito, según viejas supersticiones. Con cada respirar, creían, el bebé hacía un llamado a un espíritu maligno para que entrara al poblado.
Pero la decisión de matarlo fue la parte fácil. Fue el sacrificio de un niño en beneficio de toda la tribu, un rito que algunos ancianos han atestiguado cientos de veces a lo largo de sus vidas en el lejano valle del Río Omo, en Etiopía.
Los líderes de la tribu tenían menos certidumbre sobre qué hacer con el hermano gemelo del niño, quien murió por enfermedad poco después de su nacimiento. Tras algunas discusiones y una revisión a conciencia de los intestinos de una cabra, decidieron que el bebé muerto también debió haber sido mingi.
Así que desenterraron el cadáver, lo ataron al niño vivo, remaron en una canoa al centro del Río Omo, y los arrojaron a sus aguas.
Eso fue hace cinco años, antes de que muchas personas fuera de la aislada cuenca escucharan sobre los mingi.
Hoy, ante el crecimiento de la condenación mundial al ritual infanticida practicado por las tribus Kara en Banna y Hamar, al sur de Etiopía, funcionarios del gobierno regional empiezan a tomar cartas en el asunto y han amenazado con encarcelar a los cómplices de los asesinatos.
Mientras, un pequeño grupo de cristianos Banna, han asumido la responsabilidad de acoger a los niños mingi de su tribu; una lapso de razón entre algunos integrantes jóvenes y educados de la tribu Kara ha engendrado un orfanato para los condenados e integrantes de la organización global Samaritans, conmovidos por la difícil situación de esos niños indefensos, han ofrecido dinero y hogares de adopción.
La combinación de esfuerzos ha salvado a muchos niños.
Pero ninguna de las intervenciones ha puesto fin al profundo temor que alimenta la matanza. Y según cálculos hechos por algunos funcionarios de gobierno, rescatistas y pobladores, todavía se matan al año a cientos de niños, ahogándolos, asfixiándolos o intencionalmente dejándolos morir de hambre.
«Toda la gente»
Bona Shapo conduce a tierra una canoa a través de aguas llenas de cocodrilos, en una curva del Río Omo, al fondo de un precipicio cercano al pequeño poblado de Korcho.
“Ahí es donde lo hicieron”, dice Bona, quien estuvo sobre los mismos bancos lodosos el día en que los gemelos fueron arrojados al río. “A veces se llevan a los bebés en una lancha. A veces solo los llevan a la orilla del río y los arrojan a él”.
Los ritos de los mingi entre los Kara apenas difieren de los de los Banna, que son también distintos a los de Hamar. Pero el común denominador entre ellos es un profundo temor de lo que podría suceder si se detuvieran los asesinatos.
La investigación académica sobre el tema ha sido poca, pero algunos observadores especulan que esto comenzó varias generaciones atrás, como una forma de purgar a quienes tienen más probabilidades de convertirse en una carga o que no pueden contribuir a la propagación de su pueblo.
Eso podría explicar por qué los niños con un diente roto o con los genitales lesionados son elegidos para morir. Otros son asesinados porque nacieron fuera del matrimonio o de padres casados que no han concluido la ceremonia que anuncia su intención de tener hijos, una aplicación brutal —tal vez— del deber profundamente arraigado que los integrantes tienen primero con la tribu y después con su familia.
Para los ancianos Kara, las reglas son tan viejas como el implacable Río Omo, y completamente fundamentales para su supervivencia. Dejar vivir a un niño mingi entre los Kara, creen, podría provocar que la lluvia deje de caer y que el sol dé más calor.
“De tener a los mingi, no tendrán más agua, comida, ganado”, dice Bona. “Pero cuando se deshacen del niño, todo vuelve a estar bien”.
“Sí, es triste, pero pensamos por el poblado, la familia, toda la gente”, comenta Bona. “Le decimos a los padres, ‘no lloren por su hijo, porque salvarán a todos. Siempre pueden tener otro hijo’”.
“No hay otra opción”
No se le permitió amamantarlo, cargarlo e incluso verlo. Sin embargo, Erma Ayeli todavía se aferra a la imagen del niño que perdió, aunque parezca una fantasía.
Sigue de luto. No obstante, no cuestiona el por qué su hijo fue asesinado. “No había otra opción”, dice.
Tener sexo fuera del matrimonio es aceptable entre los Kara, pero si una mujer queda embarazada antes de participar en una ceremonia de boda, su hijo es considerado como un kumbaso, una maldición mingi que ocurre cuando los padres no realizan una serie de ritos antes de concebir. Pero Erma no puede casarse antes que su hermana mayor.
Sus manos caen sobre su crecido estómago; de nuevo está embarazada.
“Fue un acidente”, se lamenta mientras frota su desnuda cintura. “No quiero perder a este bebé también”.
Exista una pócima que puede tomar; el curandero del pueblo mezcla una raíces y hierbas que la harán sentir náuseas y que podrían provocar que su cuerpo rechace el embarazo, quitándole la vida a su bebé antes de que otros lo hagan.
Muchas mujeres optan por este camino pero Erma no lo hará. Porque esta vez, por lo menos, tiene alguna razón para esperar que su hijo pueda salvarse de una muerte violenta. Muy lejos de su pueblo, escuchó Erma, hay un orfanato para niños mingi, y ha suplicado a los líderes del poblado para llevar a su hijo ahí.
De cualquier manera, no se le permitirá ver a su bebé. Una vez más, se le dejará soñar con cómo crecerá su bebé. “Esta vez, creo, podría ser una niña”, dice Erma.
“Fue nuestra cultura”
Han tomado sus ropas tribales. Sus cuentas, sus pieles de animal y sus joyas han sido reemplazadas por una camisa hecha de jirones y una falda holgada. En ese y otros aspectos, Mashi Lamo no se distingue de otras internas en el Instituto Penitenciario Jinka.
Sin embargo, todos en esta penitenciaría saben quién es ella. “La madre mingi”, dice un guardia. “Sí, todos sabemos lo que le sucedió. Es muy triste.”
No es común que se le pida a las madres de los Kara matar a sus propios hijos mingi, y no se conoce a ninguna que lo haya hecho por voluntad. Un miembro de los Kara dice que Mashi no podría haber matado a su bebé; estaba demasiado débil tras el parto como para hacerlo. Fueron otras mujeres quienes se llevaron al niño, cuentan.
Pero cuando la policía llegó, Mashi asumió la culpa. En tan solo unos días, había sido sentenciada a tres años de prisión. No tuvo abogado, y no hubo juicio.
“Lo que dicen es falso”, dice Kara de aquellos de su tribu que han declarado su inocencia. “Todo lo hice yo”.
Pero al cuestionarle si merecía estar encarcelada, la adolescente hunde su rostro entre sus manos.
“Odio este lugar”, dice. “Quería quedarme con mi bebé, pero eso no estaba permitido. Era nuestra cultura”.
El esfuerzo del gobierno por acabar con la matanza de los niños mingi ha tenido efecto para los Kara. Junto con otros procedimientos, el temor a ser encarcelados podría ser de ayuda para salvar a algunos niños.
Pero no a todos.
“Antes, lo hacían de manera abierta”, dice Salomon Ayko, un hombre joven y desgarbado Kara que ha presenciado varios asesinatos de mingi. “Ahora, lo hacen en secreto”.
“Son humanos”
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