En algún artículo he hablado de los agujeros negros existentes en el espacio exterior. Dentro del sistema solar aún no se ha descubierto ningún agujero negro, pero es cuestión de tiempo, cambiar la forma de entender a estos desconocidos espaciales.
Todos aquellos que conocen algo de química elemental saben que un átomo se compone de protones (+) y neutrones en su núcleo, acompañados de unos electrones (-) orbitándolo.
Gracias a conceptos básicos de la física nuclear, junto a la experimentación empírica, sabemos que hay átomos inestables que se convierten en energía gracias a una transmutación instantánea generando radiación, el matrimonio Curie da fe de ello, y el cáncer que sufrieron por estar expuestos a la radiación durante sus experimentos lo reafirman. Dichas partículas se llaman inestables, y el hecho de que sean inestables se debe principalmente a que con el número de neutrones que dispone dicha partícula no es suficiente para mantenerla cohesionada a las fuerzas a las que está sujeta.
Hablemos de dichas fuerzas, llamadas fuerzas nucleares. Básicamente para que la partícula no se destruya emanando radiación su núcleo debe estar equilibrado en lo que yo me atrevo a llamar gravedad quántica.
Y aquí viene la similitud con los agujeros negros. Un agujero negro es una estrella colapsada que no ha podido aguantar la fuerza de gravedad de la suma de todos los átomos que la componen (ahora divididos en partículas más elementales por efecto de la gravedad). Este agujero negro emana radiación en su proceso de desintegración de material haciendo desaparecer este.
No es descabellado pensar que un átomo se comporta de la misma forma. En su interior hay un agujero negro. La materia se organiza en su horizonte de sucesos de tal forma que permanece allí estable siempre y cuando la suma de protones, electrones y neutrones sea la adecuada. Como un baile quántico donde si alguien tropieza (un protón se pierde) toda la coreografía se viene abajo (desintegración del núcleo convertido en radiación).