El estallido de masivas protestas sociales en junio en Brasil hicieron evidente la fuerte contradicción entre la política social del gobernante Partido de los Trabajadores (PT), que sacó de la pobreza a unos 40 millones de brasileños, con el sector financiero, que ejecuta y controla una economía neoliberal.
Un poder financiero que cuando Luiz Inácio Lula da Silva ganó su primer mandato, en 2002, provocó una fuerte corrida que obligó al PT y al presidente electo a aceptar sus principios: apertura financiera y férrea disciplina fiscal para generar el superávit que permitiese pagar la pesada carga de la deuda externa.
A partir de la eclosión social de junio la derecha brasileña sueña con retornar al gobierno en 2014 y poner fin al ciclo del PT, mientras las mayorías movilizadas reclaman profundizar el proceso de redistribución de ingresos y avanzar en la reformas agraria y política, para distribuir tierras, ensanchar la participación popular y reducir los nichos de corrupción.
Una masiva protesta social que en la segunda quincena de junio tuvo algunos grupos violentos, pero sobre todo padeció una brutal represión policial en Rio de Janeiro que dejó varios muertos y un albañil de la favela Rocinha desaparecido.
El cuestionado gobernador de Rio, Sergio Cabral (del PMDB, aliado del PT), ante esa situación, exigió la renuncia del jefe de policía estadual, que además de la represión había amnistiado a agentes sancionados por diversas faltas.
Por su parte, la ministra de Derechos Humanos de Brasil, María do Rosario Nunes, sostuvo que “el abuso y la violencia policial es algo con lo que no podemos convivir más”, tras admitir que esa fuerza de Rio es la principal sospechosa de la desaparición del albañil Amarildo Souza, después de haber sido interrogado en una comisaría, lo que según ella “ocurre con gran frecuencia”.
La gigantesca y compleja ola de protestas sociales, iniciada en Sao Paulo por el Movimiento Pase Libre en contra del aumento del transporte, rápidamente se extendió a todo el país y amplió sus reclamos contra la corrupción en todos los niveles del Estado, los gastos del futuro mundial de fútbol y los deficientes servicios de salud y educación públicas.
En la semana que el papa Francisco visitó Rio de Janeiro, con las enormes movilizaciones por la Jornada Mundial de la Juventud, la protesta se redujo, pero la que hubo fue con sordina mediática.
Los grandes y concentrados medios de comunicación brasileños, mayoritariamente opositores al gobierno del PT, no quisieron incomodar al pontífice, lleno de gestos de acercamiento a lo popular, de intentos de recuperar la feligresía perdida, pero también del tradicional conservadurismo teológico-doctrinario.
Con las primeras protestas la presidenta Dilma Rousseff, rápidamente declaró que era “necesario escuchar la voz de la calle”, recibió a representantes de organizaciones sociales que las convocaron y formuló nuevas propuestas de gobierno.
Propuso, entre otras cosas, contratar médicos del extranjero para reforzar la dotación de galenos, sobre todo en áreas rurales y barriadas humildes, pero recibió críticas del sector.
Destinó 4.000 millones de dólares para construir otros 100 kilómetros de autovías exclusivas para el transporte en Sao Paulo, tras reconocer que gran parte de sus 11 millones de habitantes gastan hasta 6 horas diarias para ir y volver de sus trabajos.
Además, propuso convocar a un plebiscito antes de octubre para que la ciudadanía opine sobre una reforma política a ponerse en práctica con las elecciones presidenciales del 2014.
El Parlamento brasileño, donde se deberá elaborar esa reforma, frenó los ímpetus del Ejecutivo. Aún los partidos aliados al PT defendieron la idea de postergar esa consulta hasta el 2014, para que una eventual reforma recién pudiese entrar en vigencia en las elecciones municipales del 2016.
Pero, sobre todo, dejaron en claro la potestad exclusiva del Legislativo –muy cuestionado, según todas las encuestas-, para debatir y proponer los ejes de esa reforma, que según la presidenta debe terminar con la financiación privada de los partidos, dar trasparencia y participación popular.
El ex presidente Lula da Silva, líder indiscutido del PT y mentor de la candidatura de Rousseff, apoyó las protestas de los movimientos sociales y destacó que esas manifestaciones son la expresión de la gente que demanda más conquistas.
“¡Que vivan las protestas!, así se arreglan las cosas; es preciso mejorar la salud y muchas cosas más”, resaltó el ex mandatario en un seminario celebrado a mediados de julio en Sa0 Paulo.
Lula explicó que, a diferencia de Europa, donde los ciudadanos se movilizan para no perder servicios básicos, en Brasil los reclamos son para pedir más salud, educación y más inversión social.
Pero el fundador y líder del PT alertó que hay grupos “fascistas y de extrema derecha dentro” de las manifestaciones de junio.
Lula también reconoció que su partido está “envejecido”, que necesita renovarse y conquistar a los jóvenes indignados.
Lo de Brasil no es algo asimilable con otras protestas -como los cacerolazos de sectores medio-altos que hubo en Argentina contra la presidenta Cristina Fernández de Kirchner-, no sólo por su masividad, también por la composición de los manifestantes brasileños, mayoritariamente de sectores populares.
No es gente que quiera una vuelta a la derecha y el neoliberalismo, sino realmente muy enojada por el hecho de que los grandes beneficiarios de la gestión macroeconómica de los gobiernos, tanto de Lula como de Dilma, han sido los bancos, algo públicamente reconocido por el propio ex presidente.
En definitiva, está claro en qué dirección apunta el grueso de la protesta social en Brasil. Pero el costo político que hoy paga Rousseff por la estrategia inicial del PT para acceder y mantenerse en el poder desde hace una década, abren una difícil pulseada entre la fuerza indiscutible de las elites, la marea popular y la capacidad de corregir el rumbo del gobierno.