En la procreación de Alejandro tiene especial protagonismo la magia. Los antiguos cultos mistéricos de la Hélade habían dado lugar a una alquimia de sangre escogida en sus progenitores.
Su padre, el rey Filipo II de Macedonia, provenía de una estirpe solar, entre cuyos ancestros mitológicos se contaba Hércules. El territorio de su reino se situaba al norte del Olimpo, la morada de los dioses griegos.
En la ladera septentrional de este monte sagrado de 3.000 m de altura, la tradición situaba la residencia de las musas y la tumba de Orfeo, el dios músico, cuyos misterios constituyeron una de las más prestigiosas iniciaciones en la antigüedad.
En esta tierra prosperaron los macedonios, un pueblo dorio con rasgos étnicos bien definidos: complexión robusta, elevada estatura, cabellera rubia y ojos azules.
En el año 356 a.C., Filipo acudió a la isla de Samotracia, sede de los Misterios de los cabirios, adoradores de Hefestos, el dios herrero, y de las deidades enanas de la fertilidad, cuyos cultos se mezclaban con el de Dionisos.
El monarca macedonio fue recibido con los honores debidos a su prestigio e iniciado. Estos ritos perseguían la comunicación con los dioses luminosos del cielo y con los del inframundo a través del trance extático, que llegaba en la culminación de prácticas de sexualidad sagrada.
En el curso de estos cultos se invocaba a los antepasados en ceremonias protagonizadas por el fuego sagrado. Los oficiantes apagaban y encendían hogueras, alimentadas con lumbres llevadas desde el santuario del dios Apolo, en Delfos.
También veneraban al Sol subterráneo, simbolizado por las fraguas de Hefestos, el patrón de los metalúrgicos que Roma veneró en la imagen de Vulcano y en cuya tradición nació la alquimia.
Si a todo esto añadimos el culto a Dionisos –el dios de la fertilidad, la embriaguez y la locura sagrada, con su cortejo de sátiros y bacantes danzando al son de la flauta agreste–, es evidente que nos hallamos en un ambiente religioso en el cual la magia sexual no podía estar ausente.
En este escenario iluminado por las hogueras sacras y animado por la vibración febril de tambores y liras, Filipo quedó fascinado por una joven sacerdotisa de salvaje belleza que danzaba frenéticamente, con su cuerpo envuelto en serpientes.
Esta bacante ritual era Polixena, hija del difunto monarca Neptolemo I de Epiro, una tierra que oficiaba un antiguo culto tracio al dios mistérico Sabazio, ya asimilado por Dionisos, y que era célebre por el oráculo de Dodona.
La princesa Polixena también veneraba a Zeus-Amón, fusión del dios supremo del Olimpo griego con el del antiguo Egipto. Zeus representaba el aspecto temible del fuego celeste como portador del rayo, mientras que Amón-Ra (el Oculto), simbolizaba su aspecto luminoso como Sol benéfico.
También el linaje de esta sacerdotisa atesoraba una sangre real que se consideraba divina, porque se remontaba al semidiós Aquiles, cuyo hijo se había unido con Andrómaca, la viuda de Héctor, fundiendo la estirpe de origen celeste que reivindicaban los aqueos con la de los troyanos en la línea de sangre real de la princesa Polixena.
Nos encontramos, por tanto, en un importante lugar de poder, sede de cultos y ritos sexuales de la fertilidad, en el cual se conocieron estos dos iniciados en los antiguos misterios que se consideraban descendientes de deidades.
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