Este caso fue muy famoso en su época por los sucesos que tuvieron lugar durante los cinco años en que una familia fue aquejada por manifestaciones demoníacas. Los exorcismos fueron autorizados tres años después del comienzo de las extrañas manifestaciones: retardo incluso providencial, pues de lo contrario no se habría tenido esa abundante recolección de fenómenos, que le da al caso Illfurt un verdadero primado en materia y que tanto bien hizo en su época y sigue produciendo a quien lee la impresionante narración.
Sobre el episodio se escribió un libro: “El diablo. Sus palabras y sus actos en los endemoniados de Illfurt, Alsacia; según documentos históricos”, escrito por el Padre Sutter en Turín, 1935).
Sobre la autenticidad del hecho no se puede razonablemente dudar, los mismos incrédulos de ese tiempo inventaron varias hipótesis, pero no negaron los fenómenos, que todos podían repetidamente observar.
Transcribimos algunos trozos para dar una idea de lo que ocurrió. Se trata de dos de los cinco hijos de los esposos Burner, Teobaldo y José, respectivamente de 9 y de unos 8 años cuando comenzó la extraña situación.
“Acostados de espaldas, se volvían y se revolvían con la rapidez vertiginosa de un trompo, o se desahogaban golpeando sin descanso, y con una fuerza sorprendente, la cama y otros muebles, llamado esta operación ‘Dreschen’ – golpear el trigo – sin manifestar el mínimo cansancio, por más larga que fuera la golpeadura.
El vientre se les hinchaba desmedidamente y daban la impresión de que un balón diera vueltas en su estómago, o que una bestia viva se moviese dentro. Sus piernas se unían una a la otra, como entrelazadas, y ninguna fuerza humana lograba separarlas.
En ese tiempo Teobaldo tuvo unas treinta veces la aparición de un fantasma extraordinario a quien él llamaba su maestro. Tenía el pico de un pato, patas de un gato, pezuñas de caballo, y el cuerpo completamente cubierto de plumas sucias. En cada aparición el fantasma sobrevolaba por encima de la cama de Teobaldo, a quien amenazaba con estrangularlo; el niño, en su terror, se lanzaba hacia él, invisible a los demás, y le arrancaba a manotadas las plumas, que luego les echaba a los espectadores aturdidos.
Todo esto en pleno día, y en presencia de un centenar de testigos, entre los cuales había hombres serísimos, por nada crédulos, muy suspicaces, y miembros de todas las clases de la sociedad: y unánimemente fue reconocida la imposibilidad de cualquier engaño. Las plumas producían un olor fétido, y – ¡singularísima cosa! – no se incineraban cuando se las quemaba”.
Siempre hablaban con voz varonil y sin mover los labios, lo cual causaba enorme impresión. “A veces el cuerpo de los pobrecitos se inflaba de modo que parecía que iba a estallar, y vomitaban espuma, plumas y musgo, mientras sus vestidos se cubrían con esas mismas plumas que apestaban toda la casa.
En la habitación eran atormentados de vez en cuando por oleajes de calor atroz, insoportable aun en pleno invierno; y a quien se maravillaba de esto, el diablo le gritaba riendo: ‘¿Soy un buen fogonero, no es cierto? Si vienen a mi casa, no los dejaré sufrir de frío: pueden estar seguros!’” .
Muchísimas eran las ocasiones y los modos de manifestar el odio a lo sagrado, incluso con nombres y apelativos ofensivos e injuriosos. Sin embargo, en esta atmósfera de odio una cosa interesante y singular era la actitud de respeto hacia la Virgen.
Habitualmente en los casos de posesiones se suele advertir una fuerza sobrenatural cuando son expuestos al agua bendita o cualquier símbolo religioso y la voz del poseso varia y se torna más grave.
Se lee en la página 40: “Mientras el demonio injuriaba y se burlaba de las cosas más santas, sin hacer excepción ni siquiera de Dios mismo, nunca se atrevió a insultar a la Virgen; y a alguien que le preguntó la razón, le contestó brevemente: ‘No tengo el derecho. El títere sobre la cruz me lo ha prohibido’.
Su furor… llegaba al paroxismo, cuando alguien le echaba agua bendita”.
Una vez el alcalde echó en los dedos de Teobaldo “unas gotas de agua bendita, e inmediatamente fue atacado por una fuerte agitación, hasta caer por el suelo, arrastrándose, ir a esconderse debajo de la mesa, cuando vio que no podía huir por ninguna parte”.
El señor Andrés nos dice: “Cuando la monja que le lleva los alimentos deja caer en ellos una gota de agua bendita, o los toca con un objeto sagrado, Teobaldo se da cuenta inmediatamente, aunque esto se haya hecho en la cocina a donde él no va nunca. En ese caso, se acerca al plato con sospecha, mira atentamente los alimentos que le han llevado, y siempre los rechaza diciendo: ‘¡No tengo hambre! Hay porquerías ahí dentro’ o también: ‘Es veneno’. Y para hacerlo comer, hay que llevarle otra cosa. Lo mismo sucede con las bebidas”.