A nadie le extraña hoy en día ver cómo una nave espacial abandona el planeta para sumergirse en las profundidades del cosmos. Sin embargo, tan sólo un siglo atrás en el tiempo, esta idea se encontraba sólo en la mente de locos y fantasiosos que especulaban con ello como quien hoy conjetura sobre máquinas del tiempo o teletransportes. A pesar de ello, hubo un pequeño grupo de pioneros que supo encontrar el camino para establecer las bases de una de las ciencias que más avanzaría y que más esperanzas daría a la humanidad en el siglo XX: La astronáutica.
Viajando con la mente
Podemos afirmar sin miedo a cometer un error que la idea de viajar por el cosmos y llegar a planetas lejanos es un tema recurrente que ha acompañado siempre a la ciencia ficción. A falta de la tecnología necesaria para lograrlo, numerosos escritores han intentado recrear en sus libros una travesía de tales dimensiones.
Ya en el siglo II d.C podemos ver las primeras muestras de ello: Luciano de Samosata ideó en su«Historia verdadera» un barco que, impulsado por un gigantesco chorro de agua y viento, consigue llegar a la Luna. Allí le esperan los selenitas, unos extraños seres enzarzados en una guerra con los habitantes del Sol. La historia, sobre la cual podéis leer un poco más aquí, demuestra una gran capacidad de imaginación por parte de Luciano, pero lo realmente interesante es la idea de llegar a la Luna en pleno siglo II:
«Al romper el día zarpamos con brisa suave. Pero a mediodía, repentinamente, cuando ya la isla estaba fuera del alcance de nuestra vista, se produjo un torbellino que hizo girar la nave, la levantó unos trescientos estadios y ya no la dejó caer sobre el mar, sino que la mantuvo suspendida en el aire, arrastrada por el viento que soplaba contra las velas y henchía la lona (…) Estuvimos volando así por los aires siete días y otras noches y al octavo vislumbramos una gran tierra en el aire, como una isla, brillante y redonda, resplandeciendo con luz deslumbrante; nos acercamos a ella, anclamos y desembarcamos (…) Aquella tierra era la Luna que nosotros veíamos brillar desde la Tierra»
Por supuesto, si hablamos de ciencia ficción, no podemos olvidarnos de los dos más grandes progenitores de este género literario: H.G. Wells y Julio Verne. Como era de esperar, ambos trataron en sus novelas el tema de la exploración espacial.
En sus dos libros «De la Tierra a la Luna» y «Alrededor de la Luna», Verne describe un viaje espacial que nos resultará mucho más familiar que el planteado por Luciano. En las novelas del francés, los intrépidos aventureros deciden llegar hasta la Luna en un proyectil de dimensiones colosales impulsado por un cañón igualmente descomunal. Es conveniente mencionar que, como es habitual en Julio Verne, se aportaron numerosos datos científicos para dar realismo a sus ideas. Y, aunque comete algunos errores relacionados con las leyes físicas que influyen a la hora de realizar un viaje espacial, cuidó con mimo detalles como la falta de gravedad o las cantidades de oxígeno que los astronautas deberían consumir.
Por su parte, Wells le concedió menos importancia a los detalles científicos y convirtió su novela«Los primeros hombres en la luna» en una obra de ciencia ficción con un importante transfondo filosófico. Los protagonistas inventan en esta ocasión una sustancia antigravitatoria, la cavorita, con la cual recubren una nave espacial que asciende automáticamente hasta nuestro satélite, donde encontrarán una civilización extraterrestre que Wells utilizará como excusa para desarrollar una crítica social.
Llegó la hora de los inventores
Por suerte, la exploración espacial no quedó relegada a los libros de ficción. No es justo dejar a los escritores como los únicos profetas de la astronáutica; también merecen ocupar ese puesto los inventores pioneros que decidieron poner en marcha las ideas de sus antepasados. A principios del siglo XX, una nueva oleada de científicos, motivados por las historias de extraños viajes más allá de la Tierra y por fin con una tecnología suficiente como para dar los primeros pasos de una nueva ciencia, empezaron a convertir en realidad los sueños de escritores y soñadores.
Uno de ellos fue Konstantín Tsiolkovski, muy acertadamente conocido como «el padre de la cosmonáutica», a quien podemos ver en la imagen. Konstantín siempre fue un gran autodidacta: Debido a las dificultades para ir a la escuela (era sordo e hijo de inmigrantes), decidió empezar a leer los libros de su padre y se convirtió en visitante asiduo de las bibliotecas de Moscú.
Probablemente esa capacidad le permitió crear los proyectos deslumbrantes e innovadores que le dieron fama, los cuales expuso en su libro «La exploración del espacio cósmico por medio de los motores de reacción». Sus ideas se convirtieron en referentes para las primeras naves espaciales y muchas de ellas se siguen aplicando en la actualidad.
En su época, la mayoría de los científicos estaban de acuerdo en que el espacio exterior estaba vacío, por lo que Tsiolkovski partía de la base de que sus ingenios espaciales debían de propulsarse sin necesidad de un medio al que oponerse (idea en la que se basaban la mayoría de los sistemas de propulsión en aquella época). ¿Cuál sería la solución al problema? El científico ruso, que sin duda tenía más conocimientos de física que Verne, descartó la idea de utilizar un enorme cañón para disparar una bala-nave. Mediante numerosos experimentos en los que comprobó la aceleración máxima que podía resistir un ser vivo y la velocidad necesaria para abandonar la órbita terrestre, determinó que la aceleración instantánea generada en el estallido de la novela de Verne mataría a sus ocupantes por aplastamiento.
Tsiolkovski desarrolló un artilugio que conseguiría evadir todos esos problemas: El cohete. A pesar de no ser el inventor del cohete como tal, sí que fue pionero en su estudio y su desarrollo como medio para llegar al espacio exterior. El mecanismo básico del cohete era un diseño ganador que, basándose en leyes físicas tan fundamentales como las de Newton, perduraría hasta nuestros días.
Pero sus innovaciones no se quedan ahí: Aún hoy asombra descubrir cómo es posible que Konstantín diera con la clave de muchísimos aspectos vitales para el buen funcionamiento del cohete. A saber: El perfeccionamiento del cohete de varias etapas, que permitía deshacerse de una fase cuando se agotara el combustible y no llevar así peso inútil; el uso de combustibles líquidos en vez de la clásica pólvora, mucho más eficiente para esta situación; e incluso la invención de aletas deflectoras para controlar la trayectoria del cohete.
La principal limitación de Konstantín no fue su imaginación, sino la tecnología y su pésimo sueldo, que no permitían llevar a cabo muchos de sus proyectos teóricos. El epitafio de su tumba, escrito por él mismo, era un mensaje de esperanza para la incipiente astronáutica:
«El hombre no permanecerá siempre en la Tierra, la búsqueda de la luz y el espacio lo llevará a penetrar los límites de la atmósfera, tímidamente al principio, pero al final para conquistar la totalidad del espacio solar»
Un estudio algo más práctico sobre el funcionamiento de los cohetes lo llevó a cabo el estadounidense Robert Goddard, contemporáneo de Tsiolkovski que, ajeno a los trabajos que estaba desarrollando el físico ruso, contribuyó enormemente a la creación de los primeros modelos de cohetes. Goddar, a quien podemos ver en la foto, tuvo dos grandes similitudes con Tsiolkovski: La costumbre de trabajar como un lobo solitario, aislado de la comunidad científica por miedo a ser ridiculizado al trabajar en un campo aún considerado de ficción; y la profunda pasión por llegar a otros planetas que la literatura fantástica había desatado en él.
De hecho, si la leyenda cuenta que la inspiración de Newton fue la manzana caída del árbol, podemos decir que lo equivalente en Goddar fueron los libros de Wells. La lectura de «La guerra de los mundos» a la temprana edad de 16 años le impactó tan fuertemente que, un día, mientras estaba subido en un cerezo podando sus ramas, miró hacia Marte, quizás algo atemorizado por la posible existencia de seres extraterrestres que podrían estar planeando una invasión, y pensó que durante el resto de su vida debería dedicarse a crear un artefacto capaz de llevarlo hasta allí.
Como decíamos, Goddard desconocía totalmente los proyectos de Tsiolkovski, por lo que muchas de sus investigaciones acabaron dando lugar a los mismos descubrimientos, realizados de forma paralela. Uno de los detalles en los que más importancia puso Goddard fue en el uso de combustibles líquidos para los cohetes. La diferencia clave entre ambos científicos es en el tipo de materiales que se utilizarían como combustibles/comburentes: Frente a la mezcla de hidrógeno y oxígeno líquidos del ruso, Goddard propuso una opción mucho más fácil de llevar a cabo con la tecnología de su época, gasolina y oxído de nitrógeno.
Lleno de ambición, decidió realizar sus propios experimentos y demostrar la valía de este tipo de combustibles. El «Goddard 1», apodado cariñosamente Nell, alcanzó una altura de 12,5 metros y una velocidad media de 100 km/h durante sus casi tres segundos de vuelo. Un viaje no demasiado espectacular, pero que dejó patente que las ideas de Goddard no eran simples elucubraciones.
Sea como sea, Goddard fue objeto de críticas que sólo lograron alimentar su obsesión por trabajar en solitario. Es célebre la burla que el diario The New York Times hizo sobre los sueños del científico de llegar hasta la Luna, en la que insinuaron, en un alarde de ignorancia, que Goddard carecía de conocimientos básicos sobre física. En 1969, tras el aterrizaje del Apollo 11 en la Luna y ante todas las evidencias, el periódico no tuvo más remedio que pedir perdón al ya fallecido pionero de la astronáutica.
No es de extrañar que, si hubiera dispuesto de más presupuesto, Goddard hubiera realizado más experimentos similares. Y es que muchos de sus proyectos los financió él mismo con su dinero. La armada americana no supo ver el potencial que aquél hombre tenía entre sus manos y se negó a financiar sus pruebas balísticas. Más atención recibió sin embargo desde Alemania, desde donde varios espías intentaron hacerse que con la valiosa información que manejaba aquél científico…
«Los sueños de ayer son las esperanzas de hoy y las realidades del mañana» – Robert Goddard
Efectivamente, Alemania estaba vigilando con cautela los movimientos de Goddard. No en vano ésta se convertiría en una de las potencias conmejor manejo de los misiles en la Segunda Guerra Mundial. Será ésta nuestra última parada en la búsqueda de los pioneros del espacio. Aquí, Hermann Julius Oberth (a quien podemos ver en la imagen) sentaría las bases de la cohetería alemana de forma paralela a Goddard y Tsiolkovski.
¿Adivináis ya de dónde sacó Oberth su pasión por la astronáutica? Si en el caso de Goddard el detonante había sido Wells, aquí había sidoVerne y su novela «De la Tierra a la Luna» la que llenó de ambición la mente de un niño.
Curiosamente, Goddard siempre se llevó mal con Oberth. Al parecer, el alemán se había interesado por sus trabajos y le pidió una copia de su libro más famoso. Desde ese día, Goddard siempre se refirió a Oberth como un plagiador que no había inventado nada nuevo. Para hacer justicia a la historia, es necesario decir que, aunque Hermann hubiera estado bastante influenciado por los estudios de su compañero americano, la mayoría de sus descubrimientos habían sido realizados de forma independiente.
Oberth corrió, sin embargo, mejor suerte que sus compañeros. Es cierto que su tesis «Los cohetes hacia el espacio interplanetario» fue rechazada por «utópica», pero la publicación de un libro con sus ideas bajo el título de «Modos del vuelo espacial» fue un verdadero éxito de ventas que otorgó fama y reconocimiento a Hermann. De hecho, las primeras sociedades de cohetes (como la VfR, que tendría una importancia vital en la puesta en práctica de las ideas teóricas de Oberth) se formaron a raíz de este libro. Más que por la novedad de sus ideas, quizás deberíamos agradecer a Oberth el hecho de que las hubiera popularizado y divulgado, convirtiéndolas en algo accesible para el público (escribió varios libros, algunos con un tono muy divulgativo) y, por tanto, haciéndolas atractivas y posibles de llevar a cabo.
Las ideas de Oberth, entre las que se encontraban los ya mencionados cohetes multifase y combustibles líquidos, llegaron a todos los ámbitos de la cultura. No es de extrañar que el director de cine Fritz Lang llamara a Oberth para que le diera asistencia técnica en su película «La mujer en la Luna» y lo que es más importante, para que creara un pequeño cohete con motivo de publicitarla. Sea como sea, Oberth tenía más de físico que de ingeniero, porque su modelo de cohete explotó en una de las primeras pruebas dejándolo tuerto.
Sí que se consiguieron llevar a cabo modelos reales de sus cohetes en la VfR, de la que formó parte junto con su más aventajado discípulo, Wernher von Braun, quien, en un futuro, diseñaría tanto los terroríficos misiles balísticos V2 como el Saturn V, responsable de llevar al hombre a la Luna. De todas formas, Von Braun pertenecería ya a una segunda ola de científicos que, gracias a la labor de estos tres pioneros, pudieron sacar al hombre de «su cuna» terrestre. Nuevos científicos como Braun o su «gemelo» ucraniano Serguéi Koroliov, conocido como El Diseñador Jefe, en gran parte responsable de la prematura ventaja soviética en la carrera espacial al supervisar programas como el Sputnik o el Vostok, serían ahora los responsables del avance de la astronáutica en su siglo de oro.
Prácticamente ninguno de los «profetas» que hemos mencionado en este artículo llegaron a ver un artefacto humano en el espacio. Sólo Oberth, que vivió hasta el año 1989, pudo disfrutar en vida de la revolución científica que había ayudado a cimentar desde sus más humildes orígenes.
http://elbustodepalas.blogspot.com.es/2012/01/los-profetas-de-la-astronautica.html