No es un secreto que vivimos rodeados de idiotas. La mayoría son inofensivos, tontos de barra, cuñados del tres al cuarto de esos que causan más risa que molestia. Otros, además de idiotez, tiene mala fe, y ésos son los peligrosos.
Internet ha supuesto una verdadera revolución para la estupidez. Por primera vez en la Historia, miles de personas los contemplan, y la tontería, lejos de menguar ante el escaparate, se crece, se acentúa. El tonto del pueblo es hoy un tonto global.
Cualquiera que haga uso de las redes sociales o tenga por costumbre leer los comentarios de los diarios lo sabe bien. La estupidez siempre está ahí, agazapada, esperando una excusa, la que sea, para revelarse en todo su estúpido esplendor.
Cuando más atención acaparan los tontos, particularmente los malos, es cuando el país se conmociona ante alguna tragedia. Lo hemos visto decenas de veces; la última, tras el asesinato de la presidenta de la Diputación de León Isabel Carrasco.
Apenas llegaba la noticia a las portadas de los digitales, los tontos desplegaban su artillería. Había quienes justificaban el crimen, quienes no dudaron en inventarse un móvil ajustado a sus prejuicios. Los había graciosos y serios, hombres y mujeres, progresistas y conservadores. A estos efectos, la estupidez es trasversal.
Ahora el PSOE, por boca de su portavoz de Sanidad en el Congreso, quiere que se «regulen» (más) los comentarios en las redes sociales. Regular, ya se sabe, es el eufemismo político de prohibir. ¿Pero prohibir qué exactamente? ¿La estupidez?
Lo que el PSOE pretende, en definitiva, es promover una ley basada en la existencia de los tontos. Una ley ad hoc para los que además de gilipollas son malas personas que, por supuesto, nos afectaría a todos.
Jamás el tonto del pueblo había tenido tanto poder.
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