-¿Por qué hay cada vez más de ésas por aquí?- Pregunta mi padre cuando, por el pueblo, nos cruzamos un grupo de mujeres con hiyab.
-No lo sé – le respondo. – Supongo que por la misma razón por la que cada vez somos más los españoles en Londres.
Pero mi padre no está demasiado convencido de que su hija y esas mujeres pertenezcan a la misma categoría –llamémoslas emigrantes en busca de trabajo-, ni tampoco vería lógico que su hija fuese observada por los nativos de la pérfida Albión con la misma desconfianza que él muestra hacia las mujeres con velo.
Como la mayoría de primates, nuestros compañeros de orden, los humanos tendemos a agruparnos socialmente, proceso que en nuestro caso puede volverse bastante complejo: a veces consideramos que los miembros de nuestro grupo son los que comparten nuestra raza, otras nuestra nacionalidad, o nuestra religión, incluso, vaya usted a saber por qué, nuestro equipo de fútbol. Para algunos psicólogos sociales, el individuo deriva su propia personalidad de la personalidad grupal, e incrementa su autoestima creando la ilusión del alto estatus de su grupo con relación a los otros; para otros, el grupo proporciona un alivio a la insoportable levedad del ser: vamos a morir, sí, pero nuestra existencia no será en vano, ya que nuestros exiguos logros alcanzaran fama e inmortalidad entre nuestros afines; aún otros sugieren que necesitamos las normas establecidas por el grupo para guiar nuestro comportamiento, del que nunca estamos seguros (1). Comoquiera que sea, la cosa es que nuestro cerebro posee la capacidad de categorizar de manera automática a los demás como pertenecientes a nuestro grupo o como extraños a él; una vez hecho esto, los dos pilares básicos sobre los que se asienta el sentimiento de pertenencia al grupo son la preferencia y la conformidad.
Nosotros somos diferentes, y mejores que los otros
A excluir a los otros y preferir a los nuestros empezamos bastante pronto: experimentos en niños menores de un año confirman que los infantes prefieren a compañeros reales o simulados (representados por muñecos) que se parezcan a ellos, aunque todavía no a los que estén agrupados con ellos por un agente externo (o sea, por el investigador) (2). Los adultos son mucho más maleables: para investigar estas cuestiones en el laboratorio, basta con dividir a los probandos en equipo rojo/equipo azul, y ya tenemos la identidad grupal, y por lo tanto la preferencia, establecida.
Hace algo más de una década, mientras realizaban experimentos de resonancia magnética funcional, unos investigadores estadounidenses se asombraron al descubrir que algunas áreas concretas del cerebro, entre las cuales se hallaba la zona medial (entre ambos hemisferios) de la corteza prefrontal (o sea, la parte del cerebro que nos abomba la frente, que ha crecido de manera considerable en los primates en comparación al resto de mamíferos), se activaban de manera consistente cuando los sujetos simplemente yacían en el escáner sin realizar tarea alguna, y se desconectaban cuando los sujetos se concentraban en cualquier tarea cognitiva que fuese sujeto del estudio (por ejemplo, aprender una serie de números). Ya se sabía que dicha parte de la corteza está implicada en la toma de decisiones, nuestra capacidad de hacer predicciones de futuro, y de regular nuestros comportamientos automáticos, pero lo de que hubiese una parte de ella que fuera la zona del no hacer nada, eso era nuevo. Se propuso entonces que esta actividad representaba la actividad basal del cerebro, una especie de “red de la actividad por defecto” (en inglés, default mode network).
Más recientemente se ha visto que, de hecho, esta zona sí se activa cuando estamos haciendo algo: ni más ni menos que cuando pensamos en nosotros mismos, sugiriendo que puede ser uno de los sitios donde surge la consciencia del yo. Pero hay más, ya que esta zona también se activa cuando pensamos en otros seres humanos: parece pues que además de una identidad personal, poseemos una identidad social, y ambas se codifican en zonas solapantes de nuestro cerebro (3).
Enseñar a los probandos fotografías de caras mientras su actividad cerebral se mide en el escáner revela qué núcleos cerebrales son importantes para clasificar a los demás. Si la corteza prefrontal es clave para pensar en nosotros mismos y los nuestros, la amígdala lo es para responder frente alos otros. La amígdala, núcleo al que se conoce como el centro del cerebro emocional, y que está implicado en el miedo y la ansiedad, se activa más frente a individuos externos –por ejemplo, en sujetos blancos a los que se les enseñan fotografías de sujetos negros. Pero no podemos obviar el hecho de que algunos sujetos son más sensibles a las diferencias raciales que otros: controlando esta variable, se observa que en los sujetos que no poseen prejuicios raciales explícitos la activación de otra zona de la corteza prefrontal, en concreto la zona dorso-lateral, es mayor que en los sujetos con prejuicios. Dado que la corteza prefrontal modula (e inhibe) las respuestas de la amígdala, es plausible proponer que los individuos que no discriminan a otros por su raza en realidad están inhibiendo una respuesta emocional natural hacia la discriminación.
Una consecuencia adicional de la capacidad de nuestro cerebro para categorizar rápidamente a los demás como pertenecientes a nuestro grupo o no es que reconozcamos mejor las caras de los miembros de nuestra propia raza, o dicho de otra manera, todos los chinos son iguales (o, si usted es asiático, todos los europeos son iguales, y aquí me vendría al pelo la anécdota de cierto compañero coreano que insistía en que cierto compañero polaco, rubio y de redondas mejillas, era idéntico a un tal Messi). Este sesgo podría deberse a la falta de entrenamiento de la zona cerebral del reconocimiento de caras con las características peculiares de cada raza,pero también es probable que influya el hecho de que, en general, nuestro cerebro no encuentra suficientemente interesantes a los individuos externos, por lo que no se toma las molestias examinarlos en detalle ni mantenerlos en nuestra memoria. De hecho, los estudios nos sugieren que no es que juzguemos de manera consciente a los demás como insignificantes, peores o amenazantes (que a veces también), es que nuestro cerebro ve mejores a los nuestros. Por ejemplo,los probandos de otro experimento, divididos por equipos, debían juzgar la rapidez con que los otros sujetos, grabados en video, completaban una tarea simple: reaccionar ante un estímulo apretando un botón. De manera similar a como los seguidores de un equipo de fútbol reaccionan ante una jugada disputada dando la razón a los suyos, los probandos percibieron a los miembros de su propio equipo como significativamente más rápidos que los rivales. Curiosamente, el escáner reveló diferencias de activación en las zonas perceptuales mientras los sujetos veían los videos, pero no había diferencias de activación cuando los sujetos emitían su juicio. Es decir, los sujetos integraban la información visual de manera que veían a los suyos más rápidos: no mentían en sus juicios…
También la empatía es mayor hacia los nuestros. En un experimento en el que participantes blancos y asiáticos veían imágenes de personas de su propia raza o de la raza ajena sufriendo dolor (más concretamente, una inyección con aguja hipodérmica), la corteza insular, que integra nuestras sensaciones viscerales con la percepción, y se halla implicada en el procesado de sensaciones negativas como el asco, se activaba más ante imágenes de miembros de propio grupo, es decir, los sujetos sufrían una mayor aversión frente al dolor ajeno cuando quien lo sufría era un miembro de su propia raza. (4)
Lo que hagan los nuestros, bien hecho está
En un experimento publicado recientemente en la revista Science, los investigadores testearon cuanto influyen las opiniones de los demás en las propias utilizando un portal de noticias en las que se permitía emitir comentarios libremente. Lo que hicieron los investigadores fue medir el efecto que tenía que el primer voto emitido valorase la noticia muy positivamente, y descubrieron que esta simple manipulación incrementaba los votos positivos posteriores alrededor del 25%. Los autores del estudio (5) discutían como la influencia social en la percepción de valores de los individuos puede crear el efecto rebaño, desembocando en dinámicas y situaciones que exageren la desigualdad (ya lo decía Leonard Cohen: todos saben que los ricos siempre serán más ricos), o pensamiento conjunto que en lugar de beneficiarnos con el saber grupal, distorsiona la realidad (por qué ciertos “saberes” pseudocientíficos se extienden como la pólvora mediante este método merecería un extenso estudio aparte). Aún así, la ventaja evolutiva del saber grupal es obvia: nos permite aprovecharnos de los recursos útiles que nos señalan nuestros compañeros (si hay una acumulación de individuos en un punto, ¿no será que hay comida?), y parece que esta sea una de las fuerzas más importantes que han favorecido la evolución del comportamiento gregario. Por lo tanto, el comportamiento conformista con el grupo no es único de los humanos, sino que se encuentra ampliamente distribuido en el reino animal, de los primates a los peces pasando por las ratas.
Si medimos en el escáner la actividad cerebral mientras los sujetos reciben información social, por ejemplo, las opiniones de expertos sobre una pieza musical que están escuchando, y las opiniones de dichos expertos están de acuerdo con la propia, la actividad en la corteza prefrontal se sincroniza con la de otros núcleos cerebrales con los que está conectado, en concreto, con el núcleo accumbens (una zona profunda del cerebro, nodo fundamental del sistema de recompensa, el que hace que ciertos estímulos nos resulten placenteros) y la corteza orbitofrontal (la zona cerebral justo encima de los ojos, que también pertenece al sistema cerebral de la recompensa). Por el contrario, cuando están en desacuerdo, se deprime la actividad en los centros de la recompensa, y se activa la amígdala. Estos patrones de actividad sugieren que de nuestra conformidad con el grupo obtenemos una especie de placer, mientras que estar en desacuerdo con nuestros pares puede ser estresante (6).
Neuroquímica del gregarismo
Hace poco más de dos décadas se descubrió un hecho curioso: la distribución de receptores para el neuropéptido oxitocina eran diferentes en ciertas áreas del cerebro de cuatro especies de ratones de campo del género Microtus, idénticas en casi todo excepto en un punto importante: dos de ellas son monógamas (los M. ochrogaster y los M. pinetorum) y dos de ellas solitarias y polígamas (los M. montanus y los M. pensylvannicus). En concreto, en las especies monógamas parecía que la expresión de receptores de oxitocina era mayor en áreas del sistema cerebral de la recompensa, lo que supondría que para estos ratones fieles a sus parejas este comportamiento fuese además placentero. Experimentos posteriores desvelaron el papel clave de la oxitocina en el reconocimiento de individuos con los que los ratones ya se habían encontrado, y la amnesia social que padecían los ratones cuando se impedía farmacológicamente la actuación de la oxitocina. Estos hallazgos, junto con el sabido papel de la oxitocina durante el parto, contribuyeron a que la oxitocina, en el acervo popular, se empezase a conocer como la molécula del amor.
En humanos, se han estudiado las consecuencias de que los sujetos “esnifen” oxitocina (una manera muy rápida y fácil de que las sustancias lleguen al cerebro, como muchos saben) mientras se les somete a pruebas de reconocimiento de caras y de conformidad social similares a las que hemos estado repasando. Las primeras conclusiones apuntaron que la oxitocina podría promover la sociabilidad mediante sus efectos ansiolíticos. Cuando entramos en conflicto con los demás, y estamos atemorizados o furiosos, lo último que se nos ocurre es buscar una solución amistosa (fisiológicamente, se desencadenan las reacciones de lucha o huida), pero gracias la acción tranquilizante de la oxitocina, podremos considerar otras opciones, más pro-sociales. Así, la oxitocina facilita la confianza y la preocupación por los demás, pero su cara menos filántropa nos dice que este efecto se limita a la confianza hacia y la preocupación por los nuestros. La oxitocina hace que se incremente la cohesión con el grupo si nos sentimos atacados, para defendernos de (o agredir a) los otros (7). Porque nuestra preferencia por nuestro propio grupo, dicen los psicólogos, es una fuerza mucho más significativa que el odio hacia el grupo externo, excepto si sentimos al grupo externo como una amenaza.
¿Son humanos los otros?
Es precisamente cuando entramos en conflicto con los demás (y en humanos una de las mayores causas de conflicto estriba en los distintos valores morales) que nuestra indiferencia hacia los otros se torna desconfianza u odio. Entonces se exagera una de las estrategias con las que el cerebro procesa a los externos, de manera inconsciente: la deshumanización. Algunos experimentos han confirmado que la zona medial de la corteza prefrontal, que hemos visto al principio de este artículo que se activa cuando pensamos en nosotros mismos y en otros humanos, no lo hace ante sujetos que los probandos identifican como de muy bajo estatus, sugiriendo que no se llegan a categorizar como humanos. La ínsula, que como hemos visto está relacionada con sensaciones como el asco, se activa más en sujetos con prejuicios contra los miembros de otras razas cuando se enfrentan a sus fotografías. Según esto, inconscientemente, a los sujetos racistas la simple vista de los otros les provoca la misma sensación que si viesen una araña. No es extraño entonces que les deshumanicen y les crean incapaces de poseer sentimientos y valores humanos (8).
¿Hacemos entonces apología del determinismo biológico y aseveramos que nuestro cerebro está programado como una máquina de discriminar y que poco podemos hacer contra ello? En el popular libro de divulgación El gen egoísta, Richard Dawkins nos amonestaba a aprender la generosidad y el altruismo, porque nacimos egoístas. Intentemos entender que es lo que pretenden nuestros genes, porque solo de esa manera podremos contradecir sus designios. En un mundo cada vez más globalizado, tal vez sólo siendo conscientes de cómo nuestro cerebro construye nuestra percepción de los otros podamos dejar de sentirnos ofendidos o amenazados por su presencia. Recordemos, en todo caso, que nuestro cerebro es plástico, esto es, posee una notable capacidad para el aprendizaje: quizá teniendo la oportunidad de conocer al otro, y percatarnos de que sus motivaciones y esperanzas se diferencian bastante poco de las nuestras, nuestro cerebro aprenda a verlo como uno de nosotros.
1. Hewstone M, Rubin M, Willis H. Intergroup bias. Annu Rev Psychol. 2002;53:575-604.
4. Molenberghs P. The neuroscience of in-group bias. Neurosci Biobehav Rev. 2013 Sep;37(8):1530-6.
7. Bethlehem RA, Baron-Cohen S, van Honk J, Auyeung B, Bos PA. The oxytocin paradox. Front Behav Neurosci. 2014 Feb 17;8:48. (Ojo, que uno de los autores es el primo de Sacha Baron-Cohen, no digo nada, y lo digo todo)
8. Haslam N. Dehumanization: an integrative review. Pers Soc Psychol Rev. 2006;10(3):252-64.