En medio de la ola de frío, a cualquiera le cuesta imaginarse una situación que no sea catastrófica. Ya saben que el planeta Tierra gira alrededor del Sol a unos cien mil kilómetros por hora en el espacio; la atmósfera parece que es lo suficientemente resistente como para que los que vivimos bajo ella no lo notemos, pero ¿y si no lo fuera tanto? ¿Qué pasaría si un día tuviéramos que ir por ahí metidos en un traje de buzo que nos protegiera del frío o del vacío? Las viejas preguntas reaparecen a la mínima. ¿Qué pasaría si aumentara levemente la temperatura? ¿O si el Sol no apareciera más por esos extremos?
Hace muy pocos días estuve en un lugar donde, salvo unas pocas enfermeras, nadie estaba bien. Eran todos discapacitados: el corazón les latía de manera desordenada y su habilidad con las sillas de ruedas no impedía que notáramos que ya no podían andar; a una víctima de un accidente –«me atropellaron», me dijo–, el golpe no le sustrajo ni un átomo de su belleza; a un médico, otro colega lo dejó discapacitado al intervenir su columna, y su mujer o su hija debían acompañarlo ya siempre; un deportista se las arregló para que yo no me enterara con detalle de lo que le había sucedido.
Mucho me temo que a ellos no se les escape ningún secreto. Viven contaminados del dolor ajeno y del propio, al que tienen que vencer poco a poco. ¿Cuántos discapacitados físicos o mentales habrá en el país y cuántos de ellos tienen a un ser querido que se ocupa de ellos casi tan bien como si ellos mismos pudieran hacerlo? ¿Y cuántos no tendrán a nadie en su casa?
La atmósfera terrestre desde la Estación Espacial Internacional (imagen: ESA).
Claro que llegará un día en el que esta humanidad dividida entre los que tienen algo y los que no tienen nada cambiará. No es difícil, pensando en la tecnología, situar hacia el año 2050 un escenario en el que todos tendremos, literalmente, otra cabeza al lado –fabricada con la ayuda de alguien– para compartir sinsabores o alegrías. Habremos repetido tantas veces la necesidad de conciliar entretenimiento con conocimiento que la división por partes iguales estará a punto de lograrse.
Entretanto habrá que conformarse y aceptar que la Tierra gira a más de cien mil kilómetros por hora alrededor del Sol. No tendría nada de extraño que a alguien se le cayera un pendiente o el reloj de la muñeca a esas velocidades.
Lo extraño realmente es que, sabiendo como sabemos eso desde hace tantos años, nadie se lleve ya un susto al descubrir nuestra fragilidad. Por si sirve de consuelo, me voy a despedir hasta la semana que viene recordando la necesidad de conciliar el tiempo dictado por la biología con el planetario. El primero tiene sentido –o solo existe para los humanos– cuando pensamos en un centenar de años; mientras que el otro -tan real como el primero– va por centenares de miles.
La pregunta que me rondará muchos años –de ser cierta– es por qué la reina madre de las hormigas puede vivir unos treinta años y las hormigas trabajadoras apenas viven unos pocos.¿Alguien se enfadará si digo que me parece injusto? Lo lógico es ir acostumbrándose no solo a convivir con otras especies –esto ya lo estamos logrando–, sino a alterar sus esperanzas de vida y los tipos de alimentación. Con el progreso y los adelantos tecnológicos tendremos ganas un día de que el resto de los animales vivan más y no menos que nosotros.
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