El fin de Yalta y el peso de la historia x Enrique Lacolla

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Recién ahora estamos comprobando cómo los riesgos potenciales que Yalta neutralizó por cuatro décadas, cobran forma concreta y se agigantan.

Acaban de cumplirse los 70 años del acuerdo de Yalta entre los jefes de la Triple Alianza que derrotó a Hitler. El aniversario impacta doblemente porque en estos días estamos presenciando la crisis de ese convenio. No la de su estructura, desde luego, pues esta se vino abajo con la caída del Muro de Berlín en 1989 y con la implosión del comunismo en Europa del este. Pero sí, en cambio, la que supone la reaparición de los peligros directos de una conflagración general que ese pacto evitó mientras estuvo vigente. En efecto, los riesgos que ese tratado pretendía exorcizar están hoy presentes con una inmediatez que asusta.

Aunque para algunos pueda parecer demasiado meticuloso, para comprender este hecho es necesario retroceder en el tiempo y observar cómo la segunda guerra mundial se sitúa entre dos grandes pactos y cómo ambos reflejaron un imperativo geopolítico que va más allá de las motivaciones ideológicas y que sigue muy vigente hoy día.

Hitler, Stalin, la “línea general”y el pacto nazi-soviético

La segunda guerra mundial se ubicó entre el pacto nazi-soviético y el tratado de Yalta. En 1939 Alemania y Rusia venían enfrentándose de manera impiadosa desde el ascenso de Adolfo Hitler al poder. Hitler llegó al gobierno cabalgando sobre la ola de la crisis suscitada por el crack financiero de Wall Street, en 1929. Una desocupación rampante y el ahogo que suponía el pago de las reparaciones en divisas a los países aliados, se combinaban con el relente de la todavía reciente derrota en la Gran Guerra y con la percepción de que Alemania era un país humillado y ofendido. El pago de las reparaciones, enmendado a medias por el plan Young que ayudaba a Alemania a pagarlas con los consiguientes beneficios para los banqueros norteamericanos, pero que consentía al país ir rehaciendo su economía, se hizo imposible de satisfacer al cortarse la provisión de fondos provenientes del otro lado del Atlántico. Ese corte provocó a su vez una caída en picada de una producción ya muy dañada por eclipse de los mercados, golpeados por la crisis global y replegados sobre sí mismos. La desocupación se generalizó y los dos partidos extremistas, el nazi y el comunista, contendieron en las calles en un esbozo de guerra civil. La revolución parecía estar a las puertas.

En estas circunstancia una serie de factores –la increíble inepcia del partido comunista, que se abroqueló en una postura ultraizquierdista e indirectamente se alió a los nazis para socavar a la socialdemocracia; el apoyo del empresariado a Hitler, la simpatía del ejército para con este y el carisma y el arraigo del Führer en una clase media desesperada- funcionaron para que el nazismo llegara de forma legal al poder en marzo de 1933. A partir de entonces Hitler y los suyos inauguraron una caza despiadada contra los comunistas, barrieron con la legalidad institucional utilizando los mismos instrumentos de esta para anularla e inauguraron una era de autoritarismo, connotada por el antisemitismo, que pronto evolucionaría hacia formas totalitarias de gobierno.

En la URSS, Stalin, tras el terrible fracaso del PC alemán, dio un brutal viraje a la política de la Komintern y pasó, de una era de extremismo destemplado a otra que favorecía la colaboración con las potencias imperialistas rivales de Alemania, línea que impuso sin ningún tipo de contemplaciones y que se extendía incluso al encuadre político que debían aplicar los PC en los países coloniales y semicoloniales, cuyas poblaciones eran oprimidas precisamente por las potencias a las que Stalin se proponía aliar para resistir a Hitler, cuyas desaforadas ambiciones respecto al oriente de Europa ya habían sido prefijadas con claridad  en “Mein Kampf” y que suponían una amenaza mortal para Rusia. Había que ganar tiempo mientras se industrializaba al país y en una década se lo ponía en condiciones para afrontar el choque que se venía.

Durante un período esa “línea general” fue obligatoria. De ella nacieron los Frentes Populares, con particular arraigo en Francia y en España. En esta última la política de aproximación para con las potencias que eran enemigas de la URSS llevó a Stalin a traicionar a la revolución española, negándose a darle la vertebración de carácter radical que al principio de la guerra civil sus masas requerían. Se dedicó en cambio a mandar asesinar a quienes podían proyectarse como sus representantes posibles. Con lo que no hacía sino reproducir en pequeña escala, en el exterior, las purgas devastadoras que realizaba en el interior de la URSS y que acabaron con la vieja guardia del partido bolchevique y con los mejores cuadros del ejército rojo.

Los políticos conservadores de Europa occidental a los que se proponía seducir no se sentían particularmente tentados a atender a su llamado. Visualizaban, por supuesto, la utilidad de Rusia como contrapeso al creciente poderío alemán, pero también se sentían tentados por la posibilidad de usar a Hitler como barrera, como contrafuego al comunismo. Los franceses tienen una expresión, “jeu de dupes”, juego de tontos o de individuos fáciles de engañar, que se ajusta muy bien a la descripción de los políticos reaccionarios o conservadores que por esos días se movían en el escenario europeo. Ahora bien, Stalin no era ningún tonto. Era un tirano, sí, un ser reconcentrado en su voluntad de poder, un sanguinario y quizá un sádico, pero también era un político de primer nivel. Era un pragmático implacable, cuya fría comprensión de las cosas estaba embebida de cinismo, pero que sabía muy bien adónde iba y con quienes lidiaba.

El acuerdo de Munich, en 1938, que dejó fuera a Moscú en las tratativas que culminaron en la destrucción del estado checoslovaco, desoyendo los ofrecimientos soviéticos a Francia e Inglaterra para formar un frente común que acudiese en socorro del gobierno de Praga, persuadieron a Stalin de que poco podía esperar de los anglo-franceses. Aunque siguió dejando la puerta abierta a un entendimiento para formar una coalición que contuviera a Hitler, bajo cuerda comenzó a enviar señales a los alemanes que fueron respondidas por discretos avances de estos en dirección a la URSS. Hitler había decidido ir a la guerra por Polonia, y un acuerdo con los rusos liberaría al Führer de la pesadilla que significaría una guerra en dos frentes si, como ya parecía posible, Francia y Gran Bretaña intervenían y la URSS a su vez se sumaba a la alianza.

Ambos dictadores hicieron de “la necesidad, virtud” y, como dijo Hitler, decidieron “pactar con Satanás con el fin de expulsar al demonio”. Fue una transacción terriblemente compleja, en la que pesaban las intenciones más contradictorias: el objetivo primordial de Hitler era atacar a la URSS, para ganar el “espacio vital” que pretendía para su gran Alemania; pero para ello tenía que aliarse con Polonia para pasar por su territorio, o bien borrarla del mapa. Varsovia por su lado rechazaba la alianza alemana y al mismo tiempo se negaba a recibir el abrazo del oso ruso; Inglaterra y Francia no podían socorrer a los polacos a distancia, a menos que se lanzasen a una ofensiva que les suscitaba el recuerdo de las horribles masacres de la guerra del 14, riesgo que no estaban dispuestos a correr; y Stalin, por fin, no tenía intenciones de hacer el gasto enfrentando a solas a los alemanes, mientras los anglofranceses se sentaban en la línea Maginot a ver el espectáculo. Su deseo era más bien el opuesto: dejar que los ingleses, los franceses y los alemanes se desgastasen e intervenir luego para restablecer el quebrantado orden europeo de acuerdo a los cánones comunistas. Necesitaba tiempo para recomponer su ejército, descabezado por las purgas, y sobre todo necesitaba espacio para disponer de un colchón territorial que le permitiese atenuar el impacto del envite alemán, cuando este llegase.

El 23 de agosto de 1939 se firmó el pacto Ribbentropp-Molotov, cuyas cláusulas secretas incluían la partición de Polonia entre Alemania y la URSS, y el reconocimiento de una esfera de influencia rusa que incluía a Finlandia y a los estados bálticos. Contrariamente a lo que Hitler pensaba, el pacto no inhibió a los anglofranceses de respaldar a Polonia, incluso después de la invasión a su territorio; y el 3 de septiembre se generalizó la guerra.

Yalta

En 1945, después de seis años de atroz conflicto, las potencias de la triple alianza formada por Estados Unidos, Gran Bretaña y la URSS, estaban por fin seguras del triunfo. Los jefes de la coalición que se asomaba a la victoria se reunieron en el palacio de Livadia, en Yalta, Crimea, para evacuar en la mesa de negociaciones el tema polaco y por ende el de la distribución de las esferas de influencia en toda Europa central. Esto es, el tema de la seguridad de las fronteras de la Rusia soviética, que era el mismo de 1939. Ese asunto había sido un factor determinante para el estallido de la guerra, y lo volvió a ser en las postrimerías de esta, constituyéndose en el preludio de la guerra fría.

La URSS no tenía ninguna intención de volver a la situación que había preludiado al pacto nazi-soviético. Estaba decidida a garantizar sus fronteras creando un vasto espacio frente a ella, que fungiese a modo de glacis que la protegiera del eventual ataque de unos aliados anglo-estadounidenses ideológicamente antagónicos y tan poco confiables –o al menos así le parecía a Stalin- que los nazis. Los aliados occidentales, de su lado, temían la expansión del modelo soviético en la estela del caos suscitado en Europa por la ocupación y la guerra, y odiaban a la URSS por encarnar, así fuera de manera elemental, un modelo de producción antagónico al del capitalismo.

El asunto no se iba a reglar por motivos éticos. Ni por parámetros justicieros. Las razones de la realpolitik pesarían mucho más que estos. Como siempre ha ocurrido en estos temas las buenas palabras no eran sino el velo con que se encubrían las verdaderas causas del conflicto. El pueblo polaco era hostil a los rusos, y estos no tenían la menor intención de darles libertad para elegir su propio gobierno. Deseaban además una vasta porción de su territorio, compensando a los polacos con el desplazamiento de su frontera occidental a la línea Oder-Neisse, mientras los soviéticos volvían al trazado de la línea Curzon en el límite oriental polaco.[i]

Los aliados occidentales, en particular Inglaterra detestaban esa solución. Ahora bien, ¿por qué no se dirimió en ese momento esa oposición con choque bélico entre los ejércitos aliados y los rusos? Aunque resulte sorprendente, la información desclasificada décadas más tarde estableció que esa hipótesis existió. Sólo que fue corregida, no bien fuera formulada, por la realidad existente. Stalin desconfiaba de sus aliados y temía algún tipo de entendimiento entre estos y los alemanes que permitiese a los primeros llegar a Berlín antes que los rusos, bloqueando la posibilidad de los rusos para instalarse en gran parte de la Mitteleuropa. Se fundaba para creerlo en el hecho de que los alemanes oponían una resistencia desesperada en el frente oriental mientras que en el occidental, una vez que los anglonorteamericanos cruzaron el Rin, cedían el terreno resistiendo apenas el avance del enemigo y entregando grandes masas de prisioneros. El mismo Hitler se ilusionaba con un conflicto de última hora entre los aliados que le permitiese salir de la trampa en que se encontraba.

Sus delirios hubieran sido aún más vivos si hubiera conocido la existencia de un plan operativo secreto bautizado como “Impensable” del estado mayor conjunto angloamericano, solicitado por Churchill y destinado a rechazar y expulsar a los rusos de Polonia antes de que los ejércitos se hubieran desmovilizado tras el triunfo sobre Alemania.[ii] En él figuraban todos los detalles para una operación de gran envergadura, incluidas las rutas previstas para la ofensiva. Para llevarlo a cabo se contemplaba la colaboración con los remanentes del ejército alemán. El primer ministro no estaba del todo solo en este aventurado pensamiento: el general George Patton, el más agresivo y brillante de los comandantes estadounidenses, esperaba utilizar a las divisiones más duras de lo que restaba del ejército germano, incluidas las Waffen SS, para llevarlas al combate contra los rusos. La hipótesis, sin embargo, no tenía viabilidad política alguna porque la opinión en occidente se hubiera opuesto con vigor a una propuesta tan cínica, porque los comunistas que predominaban en las fuerzas de la resistencia en toda Europa hubieran atizado el caos y la guerra civil; porque los soldados estaban ansiando ser desmovilizados y porque, aunque el peso del poder aéreo aliado era muy superior al soviético, enfrentarse a la masa blindada del triunfante ejército rojo hubiera podido terminar siendo un pésimo negocio.

El acuerdo de Yalta, que aseguraba la concesión de un glacis y de un espacio para maniobrar en Europa central a la Unión Soviética, era el producto del peso de la situación estratégica que se había creado como consecuencia de la guerra. El aporte soviético a la batalla contra el nazismo había sido descomunal: el pueblo de la URSS se había desangrado de una manera horrible y sus ciudades e industrias estaban devastadas. La producción agrícola había caído a niveles bajísimos y la sangría de la guerra había vaciado a los hogares campesinos de su mano de obra vital. La nación necesitaba seguridad y compensaciones para volver a ponerse de pie. Después de Yalta la zona de Europa que Rusia había ocupado no le podía suministrar reparaciones económicas porque ella misma estaba arruinada. La URSS recurrió pues al saqueo, a arramblar con las industrias que quedaban en Alemania y otros países, para restablecer, aunque sea en parte, su propio equilibrio, mientras extendía su dominio sobre un espacio territorial que le garantizaba que una eventual agresión de los aliados occidentales le costase aproximarse a las fronteras de la URSS.

Las fronteras y zonas de influencia fijadas por Yalta quedaron intocadas hasta 1989, cuando cayó el muro de Berlín y poco después implosionó la Unión Soviética. Durante ese lapso, aunque el mundo conoció muchos conflictos, la situación general entre las grandes potencias se mantuvo estable. Fuera de la crisis de los misiles cubanos en 1963, no se visualizó ninguna posibilidad de choque directo entre los dos términos de la bipolaridad. A partir de la revelación de que el experimento soviético había fracasado, el proyecto imperial estadounidense se explayó con toda su potencia, empequeñeciendo incluso al desaforado proyecto del “Lebensraum” hitleriano. Y ahora, por primera vez, se ha creado una situación de conflicto militar posible entre oriente y occidente en la misma frontera rusa. Si se toma en cuenta esta larga historia y los acontecimientos tremendos que tuvieron lugar en ese curso, se puede comprender mejor la enorme gravedad que reviste hoy el problema ucraniano.

¿Hace falta decir más para discernir la magnitud de los peligros que acechan al momento presente?

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[i] La línea Curzon fue una frontera provisoria durante la guerra entre Polonia y los bolcheviques, en 1919. Cuando los polacos ganaron esa guerra derrotando al ejército rojo frente a Varsovia, el acuerdo de paz de 1921 les concedió 135.000 kilómetros cuadrados más hacia el este. Como consecuencia del acuerdo nazi soviético, cuando Polonia fue invadida en 1939, los rusos recuperaron ese espacio, pero lo perdieron tras el ataque alemán en 1941. Al terminar la guerra con el triunfo aliado, esa frontera quedó, en la práctica, restablecida.

[ii] Max Hastings: “La guerra de Churchill”, Crítica, Barcelona 2010. El memorándum fue desclasificado recién en 1998, aunque los soviéticos habían tenido casi inmediata noticia de este gracias a la filtración de alguno de sus “topos” instalados en el servicio de inteligencia británico.

http://www.enriquelacolla.com/sitio/notas.php?id=410

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