Quizá a alguno le flaquee la memoria y ya no se acuerde, pero hoy, 40 [41] años atrás, en Barcelona, en uno de los tétricos habitáculos de la cárcel Modelo, Salvador Puig Antich, un joven libertario de apenas 26 años, militante del MIL (Movimiento Ibérico de Liberación), fue uno de los dos últimos ajusticiados —el otro fue Heinz Chez, el de La Torna deElsJoglars— por el salvaje método del garrote vil, del régimen franquista.
En aquellos tiempos terribles de falta de libertades, los consejos de guerra, las detenciones arbitrarias, las palizas en las comisarías por parte de los sicarios de la BIPS, los accidentes —como la defenestración del estudiante madrileño Enrique Ruano cuya muerte conciencia al joven Salvador Puig Antich de la necesidad de la lucha contra la dictadura—, o una Universidad en permanente estado de excepción, asediada por unas fuerzas de orden público al servicio exclusivo del dictador que la tomaban al asalto día sí y otro también, formaban parte del paisaje de una sociedad muda sumida en el terror. Conviene no olvidarlo.
El consejo de guerra que juzgó a Puig Antich, y lo condenó sin remisión, estuvo lleno de irregularidades de todo tipo: no admitió pruebas de balística e hizo buena una autopsia dudosa del policía muerto en la refriega que se originó durante la detención del anarquista en un portal (las balas que mataron al policía no salieron de la pistola del anarquista sino de alguno de sus compañeros que intervinieron en los actos). El dictador Franco —en muchas escuelas los alumnos no saben quién fue, y conviene que se sepa, como conviene que nadie olvide quiénes fueron Hitler y Mussolini; algunos políticos en las esferas del poder lo tratan con una inaudita indulgencia y lo consideran un mal menor— hizo oídos sordos al Papa, a Willy Brandt y al doctor Puigvert, su médico privado, que intercedieron por la vida del condenado a muerte sin resultado. A Puig Antich no lo mató una muerte accidental, sino la bomba de ETA que puso fin a la vida de Carrero Blanco; pagó con su vida por un magnicidio que no cometió, sufrió en sus carnes una muerte lenta e inhumana, y murió también, y que eso no se olvide, porque es responsabilidad de muchos, por la apatía de una izquierda que no hizo absolutamente nada por salvarlo porque no era de los suyos (el Partido Comunista de aquel entonces, el único que podía promover una movilización general, se cruzó literalmente de brazos), y ante la indiferencia de una sociedad catalana que el día que fue ajusticiado seguía bailando sardanas delante de la catedral de Barcelona, detalle que nunca se me olvidará y que está marcado a fuego en mi memoria cuando recuerdo esa mañana terrible.
Se quiere anular esa farsa judicial, se quiere restituir la dignidad a un luchador antifranquista asesinado en un proceso injusto y reivindicar su memoria. Salvador Puig Antich fue un ingenuo, un luchador por las libertades que vivió en unos tiempos convulsos de represión y violencia y creyó, equivocadamente, que con la lucha armada conseguiría debilitar a un régimen fascista y cercenador de libertades.
Estas cosas sucedían, no hace tanto, en este país que ahora es más o menos demócrata y parece no acordarse de que sufrió una dictadura durante cuarenta años. Alguien que se sentó en ese consejo de ministros que dio el enterado para que se ejecutara la pena de muerte de Salvador Puig Antich fue, precisamente, quien fundó el partido que nos gobierna, que nunca ha condenado el franquismo públicamente.
¡NO OLVIDAMOS!
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