El Evangelio según el Espiritismo. Cap. XVII, Ítem 10
Un sentimiento de piedad debe siempre animar el corazón de aquellos que se reúnen bajo el amparo del Señor e imploran la asistencia de buenos espíritus. Purificad, pues, vuestros corazones: no permitáis que tome raíces en él ningún pensamiento mundano o fútil; elevad vuestro espíritu hacia aquellos a quienes llamáis, a fin de que, encontrando en vosotros las disposiciones necesarias, puedan esparcir con profusion la semilla que debe germinar en vuestros corazones, y producir en ellos frutos de caridad y de justicia.
Sin embargo, no creáis que excitándoos sin cesar a la oración y a la evolución mental, os induzcamos a vivir místicamente, colocándoos fuera de las leyes de la sociedad en donde estáis condenados a vivir. No; vivid con los hombres de vuestra época como deben vivir las personas. Rendid tributo a las necesidades, aun a las frivolidades cotidianas; pero hacedlo con un sentimiento de pureza que pueda santificarlas.
Estáis llamados a estar en contacto con genios de naturaleza diferente, con caracteres opuestos; no choquéis con ninguno de aquellos con quienes os encontraréis. Sed alegres, sed felices, pero con la alegría que da una buena conciencia y con la felicidad del heredero del cielo que cuenta los días que le aproximan a su herencia. La austeridad de conducta y de corazón no consiste en revestirse de un aspecto severo, ni rechazar los placeres que vuestras condiciones humanas permiten; basta dedicar todos los actos de vuestra existencia al Criador que os ha dado esta vida, basta que cuando empecéis o acabéis una obra, dirijáis vuestro pensamiento al Criador y pidáis, por un impulso del alma, ya sea su protección para salir bien, ya sea su bendición por la obra concluida. No hagáis nada nunca sin remontaros al origen de todas las cosas; no hagáis jamás nada sin que la memoria de Dios venga a purificar y santificar vuestros actos.
La perfección es completa, como ha dicho Cristo, con la práctica de la caridad absoluta; pero los deberes de la caridad se extienden a todas las posiciones sociales, desde el más pequeño hasta el más grande. El hombre que viviese solo, no tendría con quién ejercer la caridad; únicamente en el contacto de sus semejantes y en las luchas más penosas, encuentra esta ocasión. El que se aisla, pues, se priva voluntariamente del más poderoso medio de perfección; no teniendo en quién pensar, su vida es la del egoísta. (Cap. V, núm. 26).
No os imaginéis, pues, que para vivir en comunicación constante con nosotros, para vivir a la vista del Señor, sea preciso revestir el silicio y cubrirse de ceniza; no, no, lo repito; sed felices según las felicidades de la humanidad, pero que en vuestra felicidad no entre nunca, ni un pensamiento, ni un acto que pueda ofenderle o hacer bajar la frente de los que os aman y dirigen. Dios es amor y bendice a los que aman santamente. (Un Espíritu protector. Bordeaux, 1863).