SIMBOLISMO ESPIRITUAL EN BOTTICELLI.

Simbolismo del cuadro de “La Primavera”, de Botticelli

Obra pictórica en donde todo rezuma belleza y limpieza, luz y amor”

Jorge Ángel Livraga

Famoso cuadro del pintor Sandro Botticelli, realizado a finales del 1477 o principios del 1478 y adquirida por Lorenzo de Pier Francesco de Medicis, el primo de Lorenzo el Magnífico. Aunque más que cuadro, por su tamaño es un panel con 203 cms de altura y 314 cms de anchura, realizado en temple sobre tabla y emplazado en la Galería Uffizi, en Florencia.

Esta obra forma pareja con El Nacimiento de Venus, realizado un año después, y en cierto modo, según el profesor Jorge Angel Livraga (1930-1991), es su continuación. Aquel que visite el Museo de Florencia ya mencionado los contemplará a ambos juntos irradiando su belleza singular, que parece detener el tiempo en un canto de armonía y celestial pureza.

La genial danzarina Isadora Duncan pasó más de cien horas contemplando con suma atención y fijeza esta obra, queriendo captar su vida y sutil mensaje… hasta que consiguió –esto es lo que narra en su autobiografía- sentir que penetraba en su interior y que las imágenes adquirían vida y un suavísimo movimiento. Resultado de esta experiencia espiritual en el Templo de Belleza, Amor y Primavera que forma este cuadro, fue una danza en que Isadora convirtió otra vez en movimiento esta “fotografía” del triunfo del amor en las sendas del mundo. Toda obra artística es símbolo de una Idea que percibe y da forma el genio creador. A través de ella, por tanto, el espectador, o el oyente si se trata de una obra musical, puede penetrar en la radiación luminosa de esta Idea, presente, como el mundo de los sueños, en las formas mentales, ritmos, imágenes que el artista arquitecta. La obra de arte deja de ser un objeto, una cosa, y se convierte en un puente que usa la imaginación para adentrarse en esa dimensión sutil y divina, pletórica de vivencias que agitan y estremecen el alma. Esto es lo que hizo Isadora, y cada uno a su medida puede sentir y ser partícipe de esta misma verdad.

Pero el contenido de esta obra de Botticelli va más allá de un refinado deleite artístico… mucho más.La Primavera, tanto como el Nacimiento de Venus constituyen, según los especialistas, dos monumentos al movimiento filosófico renacentista neoplatónico que irradió, precisamente, desde la Academia de Marsilio Ficino en Florencia.

Documentaciones encontradas y estudiadas a partir de 1945, la muestran como un cuadro-síntesis de todo el movimiento platónico y neoplatónico que sacudió el renacimiento italiano. Una carta de Ficino exhorta a su discípulo ideológico, Botticelli, a interpretar su horóscopo, en el cual figuraba una conjunción astrológica de Mercurio con Venus. Incluso se ha llegado a pensar que el cuadro encierra un antiguo “misterio” iniciático, recobrado por aquellos platónicos que, tal vez, tuvieron acceso a libros o fuentes tradicionales, que las luchas religiosas de la reforma y Contrarreforma, con su caza de brujos, habrían forzado a sepultar[1].

El cuadro, que debe ser leído de derecha a izquierda, da vida a una escena narrada tanto en el Natura Rerum del poeta epicúreo Lucrecio, como en las Metamorfosis y en los Fastos de Ovidio. En esta última obra el poeta del amor relata el origen mitológico de la Fiesta de Flora (las Floralia), en Roma, durante el mes de Mayo: Flora fue una vez la ninfa Cloris, la Pureza, que exhalaba Flores al respirar. Cefiro, el Dios del Viento, se enamoró apasionadamente de ella, la siguió y la convirtió en su esposa por la fuerza. Arrepentido, la transforma en Flora y le entrega como regalo un hermoso jardín en el que reinará eternamente la Primavera.

Continuamos parafraseando el magnífico artículo “La interpretación esotérica de la Primavera de Botticelli”:

Hay un episodio escrito por Ovidio en el cual la ninfa Cloris es atrapada por el viento frío Céfiro; ella escapa y, convertida en engendradora de flores, toma el nombre de Flora o Venus-armonía. Habla de Eros y de la transmutación a través de las Gracias hasta la “remeatio” o regreso a la situación primordial-espiritual de la que cuidará el Mercurio órfico, quien, guiando a las almas de ultratumba, la lleva al éxtasis de la trascendencia. Es evidente que lo que nos muestra la pintura no está lejos, sino muy cerca, de este fragmento clásico.

Es importante que el lector sitúe a estos personajes en el cuadro de Botticelli, siguiendo el esquema que adjuntamos.

El centro está presidido por Venus-Madre, la Diosa del Amor, que domina el pasado, el presente y el futuro; es el eje de todo, reina sobre el bosquecillo jardín, símbolo del mundo manifestado. En este “paraíso” (no olvidemos que esta palabra significa precisamente, “jardín”), Venus ocupa el lugar donde en la Biblia figura el árbol del bien y del mal.

El viento Céfiro, azulado y con alas, impetuoso, persigue a la ninfa Cloris, quien desde su cándida y pura naturaleza al penetrar en el mundo-bosque, comienza a florecer. Céfiro simboliza el destino, la fatalidad, el Karma que empuja al alma inexorablemente, la obliga a experimentar y también a dar frutos. Cloris es el nombre del color blanco, es símbolo del alma pura… pero también del frío del invierno. La semilla estaría presa en la tierra invernal como el alma en el cuerpo material, desangelado.

Flora, a continuación es ya la Primavera misma. Es el alma misma (antes Cloris), pero florecida y derramando sus bendiciones al mundo. Botticelli se inspiró en una estatua romana antigua de la Diosa Flora que se conserva en los Ufficci. Simboliza al alma humana que despierta al mundo espiritual. No olvidemos que, según los alquimistas, la primavera es la época del año más propicia para empezar la Gran Obra: la transmutación del plomo en oro espiritual.

Las tres jóvenes que danzan con los dedos entrelazados y envueltas en velos semitransparentes son las Tres Gracias[2]: La Belleza (Pulchritudo), a la derecha, la Castitad (Castitas) en el centro y el Placer o Voluptuosidad (Voluptas) a la izquierda. Voluptuosidad y Castidad están unidas a Belleza, pues cada una de ellas contiene belleza en su plano de acción, en el sentido platónico de la estética como una forma de felicidad, de la cual la otra forma es la ética. En la pintura, Voluptas mira solamente a Pulchritudo, pues en todo lo que es bello hay una forma de placer y es una de las posibilidades que Venus da al Alma-primavera.

Y si Venus, diosa del Amor, reina en el universo, como en este bosquecillo figurado que representa al mundo, la posición aún más preferente y elevada es asumida por EROS, el impulso primordial, la Voluntad pura, a quien el poeta Hesíodo considera el más antiguo de los Dioses en su Teogonía: Es la Gran Fuerza que hizo que todo empezase a moverse, (no olvidemos que en los misterios, lo que sucedía en el universo o macrocosmos, también ocurría en el hombre o microcosmos). Este Eros ciego apunta con una flecha incendiaria a Castitas, quien inflamada por esta fuerza de amor, dará la espalda al mundo (o sea, al observador) y dirigirá su mirada hacia el dios Hermes-Mercurio, maestro de sabiduría, conocedor de las cosas misteriosas, el cual, con su caduceo mágico compuesto por la barra central del poder de los magos y las dos serpientes (en este caso con rostros de dragones alquímicos) de las fuerzas complementarias que mueven el mundo y representan lo blanco y lo negro, lo femenino y lo masculino, etc., disipa las nubes neblinosas de la ignorancia.

En la interpretación tradicional de este cuadro, Hermes, con túnica corta roja, capacete y espada (otro de los símbolos del Dios al ser de “doble filo”) es el guardián del bosque. Y en cierto modo es así, pues este bosque también representa la gruta mágica del amor, el lugar del misterio donde todo se gesta, la cámara oculta del corazón donde viven los Dioses y en la que el alma se reencuentra a sí misma y florece, lo sagrado. Venus-Eros representaría esa Fuerza Primordial, Kundalini, que es llamada en el Tibet Gran Madre y que es el Eje del Universo entero, el Yo verdadero o Fuego de todo cuanto existe. Hermes aquí se convierte en “guardián de los recintos sagrados”, protegiendo el umbral protege el recinto entero; una forma griega del Dios egipcio Anubis, siervo de la misma llama que arde en la túnica de Venus o en la flecha de Eros.

Los árboles y flores que se hallan presentes en esta escena son también alusiones simbólicas: las rosas son las flores de la Diosa del Amor, y por tanto las lleva Flora en su manto, flores que va esparciendo junto con jacintos, iris, nomeolvides, siemprevivas, clavelinas y anémonas. En su cabeza lleva violetas y flores de aciano y una ramita de fresas silvestres.

El árbol que está detrás y que parece que forma el aura de Venus, es el mirto, uno de los árboles que le estaban consagrados. Y también lo estaba a Hades, el Dios de la Muerte y de las profundidades, de lo invisible. El mirto es el árbol que representa al Mundo en que el alma pierde su inocencia pero donde también aprende a amar y florece, muere a su casi infinita libertad pero abre los caminos de una libertad futura aún mayor, nacida de la sabiduría y del conocimiento. Flora lleva en torno a su cuello también una ramita de mirto, como símbolo de que está prisionera del mundo.

El viento Céfiro al entrar hace curvarse y agita ramas de laurel, árbol consagrado al Dios Apolo. Apolo representa la perfección, la armonía, la suma quietud que reina en la unidad (A-Polos, sin Polos), que debe ser quebrada para que el alma entre en la existencia y el destino se ejecute. La unidad de la semilla debe ser quebrada para dar lugar a una unidad mayor, la del árbol. También el Laurel es una alusión al nombre de Lorenzo, en latín Laurentius, quien encargó el cuadro, quizás como símbolo de su matrimonio con Semiramide Appiani.

Hay también en este jardín algunos pinos, consagrados en la antigüedad a Cibeles, diosa protectora de las cavernas, con lo que se enfatiza el significado de este bosque como la gruta mágica del Amor. Aunque lo que más abunda son los naranjos florecidos, derramando el azahar su perfume embriagador. Quien haya visitado en Mayo la ciudad de Córdoba sabrá a qué me refiero. Estos naranjos con su fruto simbólicamente solar hacen referencia a los frutos aúreos del amor, la juventud eterna de quien ama. También es una alusión a la familia Médici, a quien se atribuye tradicionalmente este árbol.

Es curioso observar también el movimiento de las túnicas: La de Cloris (el alma inocente) es arrastrada impetuosamente por el viento (destino); la de Flora, por el hecho de avanzar; la de Venus no se mueve, pues Ella, el Amor es el eje inmóvil del mundo; la de las Tres Gracias se mueven al danzar, en su giro alegre y espiralado.

Este cuadro fue pintado por Botticelli en el Renacimiento como un talismán de fuerzas celestiales amables y bondadosas, como una protección contra las influencias agresivas y perniciosas de Marte (la Ira) y Saturno (la Melancolía), para una sociedad culta y espiritualizada que sabía leer e interpretar estos misterios. Y continúa siendo aún hoy uno de los más asombrosos himnos de amor, vivo en el corazón de infinidad de estudiosos de arte y también en innúmeros hogares que se han dejado conmover por su belleza y han querido traer esta imagen a su propia Gruta del Amor.

José Carlos Fernández

 

http://josecarlosfernandezromero.com/

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