Mamíferos inteligentes
Hace 360 millones de años, nuestros antepasados colonizaron la tierra, y con el tiempo eso dio lugar a los primeros mamíferos hace unos 200 millones de años. Estas criaturas ya tenían un pequeño neocórtex, capas adicionales de tejido neural en la superficie del cerebro responsables de la complejidad y la flexibilidad conductual de los mamíferos. ¿Cómo y cuándo evolucionó esta región tan crucial? Eso sigue siendo un misterio. Desde luego, los anfibios y reptiles no tienen un equivalente directo, y ya que sus cerebros no llenan su cavidad craneana completa, los fósiles no nos dicen mucho sobre el cerebro de nuestros ancestros anfibios y reptiles.
Lo que está claro es que el tamaño del cerebro de los mamíferos fue aumentando en relación con sus cuerpos, mientras luchaban por sobrevivir frente a los dinosaurios. En este punto, el cerebro ya rellenaba el cráneo, dejando impresiones que nos han proporcionado señales reveladoras de los cambios que condujeron a esta expansión neural.
Timothy Rowe, de la Universidad de Texas en Austin, recientemente emplearon la tomografía computarizada (TC) para observar las cavidades del cerebro de los fósiles de dos antiguos mamíferos, el Morganucodon y el Hadrocodium, ambos pequeños, criaturas como la musaraña que se alimentaban de insectos. Este tipo de estudio únicamente se ha vuelto factible de manera reciente. «Se podía decir que estos fósiles contienián las respuestas sobre la evolución del cerebro, pero no había manera de acceder a ellos de forma no destructiva», reseñaba. «Sólo ahora podemos conseguir entrar dentro de sus cabezas.»
Los escáneres de Rowe revelaron que los primeros grandes aumentos de tamaño se encontraban en el bulbo olfatorio, dando a entender que los mamíferos llegaron a depender mucho de su capacidad olfativa para oler la comida. También hubo grandes aumentos en las regiones del neocórtex que mapea las sensaciones táctiles, lo que sugiere que también el sentido del tacto era vital (Science, vol 332, p 955). Estos hallazgos coninciden a la perfección con la idea generalizada de que los primeros mamíferos eran nocturnos, escondiéndose durante el día y escurridizos entre la maleza por la noche, cuando había menos hambrientos dinosaurios por los alrededores.
Después de la extinción de los dinosaurios, hace unos 65 millones de años, algunos de los mamíferos que sobrevivieron subieron a los árboles, los antepasados de los primates. Una buena visión panorámica ayudaba a perseguir a los insectos alrededor de los árboles, lo que llevó a una expansión de la parte visual de la corteza cerebral. Pero, el mayor reto mental, bien puede haber sido el seguimiento de su vida social.
De la observación de los primates modernos, es fácil deducir lo probable que sus antepasados vivieran en grupos. El dominio de las sutilezas sociales de la vida en grupo requiere una gran cantidad de energía cerebral. Robin Dunbar, de la Universidad de Oxford, cree que esto podría explicar la enorme expansión de las regiones frontales de la corteza cerebral de los primates, particularmente en los monos. «Se necesita más capacidad de cálculo para manejar esas relaciones», comenta. Dunbar ha demostrado que hay una fuerte relación entre el tamaño grupal de primates, la frecuencia de sus interacciones con otros y el tamaño de la corteza cerebral frontal en diversas especies.
Además del incremento de tamaño, las regiones frontales también se fueron conectando mejor, tanto dentro de sí mismas, como con otras partes del cerebro que tienen que ver con la información sensorial y el control motor. Estos cambios se pueden ver incluso en las neuronas individuales que hay dentro de estas regiones, las cuales han desarrollado mejor sus puntos de entrada y de salida.
Todo ello fue equipando a la postre a los primates con una extraordinaria capacidad para integrar y procesar la información que llegaba de sus cuerpos, y así controlar sus acciones basándose en un tipo de razonamiento deliberativo. Por otro lado, este incremento de la inteligencia en general, finalmente llevó a una suerte de pensamiento abstracto: cuanto más procesa el cerebro la información entrante, más comienza a identificar y buscar patrones generales que surgen por la observación de los objetos físicos y concretos.
Lo que nos lleva claramente a un simio que vivió hace unos 14 millones de años en África. Era un mono muy inteligente, aunque el cerebro de la mayoría de sus descendientes (orangutanes, gorilas y chimpancés) no parece haber cambiado mucho en comparación con una rama de su familia que llevó hasta nosotros. ¿Qué nos hizo diferentes?
Antes se pensaba que la salida de los bosques y el caminar sobre las dos piernas trajo consigo la expansión de nuestro cerebro. Sin embargo, los descubrimientos fósiles, muestran que millones de años después de que los primeros homínidos se convirtieran en bípedos, todavía tenían un cerebro pequeño.
En cuanto a por qué el cerebro comenzó a hacerse más grande hace alrededor de 2,5 millones de años, sólo podemos especular, y entra dentro de lo posible que la casualidad jugara su papel. En otros primates, el músculo para ejercer una «mordida» poderosa utiliza el conjunto del cráneo, lo que limita su crecimiento. En nuestros antepasados, este músculo se vio debilitado por una simple mutación, y quizá fue lo que abrió el camino para la expansión del cráneo. Esta mutación se produjo más o menos al mismo tiempo que aparecieron los primeros homínidos con mandíbulas más débiles y grandes cráneos y cerebros (Nature, vol 428, p 415).
Una vez que llegamos a ser lo bastante capaces como para innovar y adoptar estilos de vida más inteligentes, un positivo efecto de retroalimentación pudo activarse, dando lugar a la expansión del cerebro posterior. «Si uno quiere un cerebro grande, hay que darle de comer», señala Todd Preuss de la Universidad de Emory en Atlanta, Georgia.
Él piensa que el desarrollo de herramientas para matar y despedazar a los animales, hace alrededor de 2 millones de años, tuvieron que ser esenciales para la expansión del cerebro humano, ya que la carne es una fuente rica en nutrientes. Una dieta más rica, a su vez, abriría la puerta para un ulterior crecimiento del cerebro.
El primatólogo Richard Wrangham, de la Universidad de Harvard, cree que el fuego también jugó un papel similar al permitir obtener más nutrientes de los alimentos. El comer alimentos cocinados conllevaba a una disminución de nuestras propias instestinos, sugiere, dado que el tejido intestinal es costoso el hacerlo crecer y mantenerlo, esta pérdida, seguramente, liberaría recursos preciosos, que también favorecen el crecimiento del cerebro posterior.
Los modelos matemáticos de Luke Rendell y sus colegas, de la Universidad de St Andrews, en el R.U., no sólo apoyan la idea de que la evolución genética y cultural van de la mano una con otra, sino que además sugieren que esto puede producir presiones de selección extremadamente fuertes que conduzcan a un «descontrol» evolutivo de ciertos rasgos. Este tipo de retroinformación podría haber jugado un papel muy importante en las habilidades de nuestro lenguaje. Una vez que los primeros seres humanos comenzaron a hablar, daría lugar a una fuerte selección de las mutaciones de mejora de esta capacidad, como el famoso gen FOXP2, que permite a los ganglios basales y al cerebelo poder establecer la compleja memoria motora necesaria para un lenguaje complejo.
El panorama general es un ciclo que envuelve a la dieta, la cultura, la tecnología, las relaciones sociales y los genes. Esto llevó a que el cerebro humano moderno empezara su existencia en África hace unos 200.000 años.
Pero, la evolución nunca se detiene. Según un estudio reciente, la corteza visual ha crecido más en las personas que emigraron de África hacia las latitudes norteñas, tal vez para compensar la luz más tenue allí existente (Biology Letters, DOI: 10.1098/rsbl.2011.0570).
Cayendo en picado
Así que ¿por qué nuestro cerebro no siguió haciéndose cada vez más grande? Puede ser porque llegamos a un punto en el que las ventajas comenzaron a ser superadas por los peligros de dar a luz a niños con cabezas demasiado grandes, o podría ser un caso de rendimiento decreciente.
Nuestros cerebros tienen bastante hambre, consumen un 20 por ciento de nuestros alimentos a un ritmo cercano a los 15 vatios, y cualquier otra mejora sería cada vez más exigente. Simon Laughlin, de la Universidad de Cambridge, compara el cerebro a un coche deportivo, que quema cada vez más combustible cuanto más rápido va.
Una forma de acelerar nuestro cerebro, por ejemplo, sería desarrollar neuronas que puedan activarse más veces por segundo. Sin embargo, para un incremento de 10 veces en la «velocidad de reloj» de las neuronas, nuestro cerebro necesita quemar la misma proporción de energía que las piernas de Usain Bolt en una carrera de 100 metros. Una dieta de 10.000 calorías al día, como la del nadador olímpico Michael Phelps sería pálida en comparación.
No sólo el crecimiento de tamaño de nuestro cerebro cesó hace alrededor de 200.000 años, sino que en los últimos 10.000 a 15.000 años el tamaño medio del cerebro humano, en comparación con nuestro cuerpo, se ha reducido de un 3 a un 4 por ciento. Algunos ven esto con preocupación. El tamaño, después de todo, no lo es todo, y es perfectamente posible que el cerebro haya evolucionado, simplemente, para un óptimo uso de menos materia gris y blanca. Esto parece encajar con algunos estudios genéticos, lo que sugiere que el cableado de nuestros cerebros es más eficiente de lo que era en el pasado.
Otros, sin embargo, piensan que esta contracción es el signo de una ligera disminución de nuestra habilidad mental en general. David Geary, de la Universidad de Missouri-Columbia, señala que una vez se desarrollan las sociedades complejas, los menos inteligentes podrían sobrevivir a expensas de sus compañeros más inteligentes, mientras que en el pasado habrían muerto, o al menos no encontrarían pareja.
Esta disminución podría ser permanente. Muchos estudios han demostrado que cuanto más inteligente es la gente tienden a tener menos niños. Ahora, más que nunca, el éxito intelectual y económico no están vinculados con tener una familia más grande. Si así fuera, dice Rendell, «Bill Gates tendría 500 niños.»
Este efecto evolutivo se podrá traducir en una disminución de 0,8 puntos del CI por generación en los EE.UU., si se excluyen los efectos de la inmigración, según las conclusiones de un estudio de 2010 (Intelligence, vol 38, p 220). Sin embargo, aun si este efecto genético es real, ha estado muy compensado por una mejor atención sanitaria y educación, lo que ha llevado a un aumento constante del CI durante la mayor parte del siglo XX.
El ejercicio de la ‘bola de cristal’ siempre es un asunto arriesgado, y no tenemos forma de saber los retos que la humanidad deberá enfrentar durante el próximo milenio. Pero si estos no cambian, parece probable que nuestro cerebro se sigan manteniendo ralentizados, a menos, claro está, que intervengamos y nos hagamos cargo del asunto.
Traducido por Pedro Donaire
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