Dudan del libre albedrio porque se fijan en el cerebro. En el crebro la consciencia está retrasada con respecto a los movimientos sinápticos. sin embargo, eso sólo es una prueba de que el cerebro no somos nosotros.
Nosotros somos el alma, karma, ser consciente… parte del cual no está sujeto a las limitaciones 3d y es capaz de avanzar en el futuro y crearlo para nosotros.
Esa creación se comunica al cerebro y luego más tarde nosotros (cuerpo 3d somos conscientes del acto.)
Por Manuel Calvo Hernando
En una conferencia que pronunció Louis Rossetto, cofundador de la revista Wired, sobre el advenimiento de la cultura digital, habló del científico y jesuita Pierre Teilhard de Chardin, quien hace medio siglo profetizó que la radio, la televisión y los ordenadores crearían una “noosfera”, una membrana electrónica que cubriría la Tierra y conectaría a toda la humanidad a través de un único sistema nervioso. Para el conocido escritor y periodista norteamericano Tom Wolfe, en su reciente libro El periodismo canalla y otros artículos (Ediciones B), la situación geográfica, las fronteras nacionales, los antiguos conceptos de mercado y de los procesos políticos perderían toda relevancia. Con Internet extendiéndose por el mundo a un ritmo vertiginoso, ese maravilloso momento creado por el módem está prácticamente a la vuelta de la esquina, añade Tom Wolfe.
Sin embargo, el escritor intuye que dentro de diez años, en el 2010, el universo digital parecerá insignificante comparado con un nuevo invento tecnológico, que por el momento no es más que un tenue resplandor procedente de unos pocos hospitales y laboratorios estadounidenses y cubanos. Se llama “exploración cerebral por la imagen” y quien esté dispuesto a madrugar para contemplar el cegador amanecer del siglo XXI debería tenerlo en cuenta.
La exploración cerebral por la imagen consiste en una serie de técnicas que permiten observar el funcionamiento del cerebro humano en tiempo real. Las formas más avanzadas en la actualidad son la electroencefalografía tridimensional, que usa modelos matemáticos; la más conocida tomografía por emisión de positrones (PET); la nueva RMF (resonancia magnética funcional), que muestra los patrones del flujo sanguíneo cerebral; la ERM (espectroscopia por resonancia magnética), que mide los cambios bioquímicos en el cerebro; y por último la nueva PET para la localización de genes/PET para la localización de sondas, tan nueva, de hecho, que todavía tiene un nombre larguísimo. Esta técnica, que por el momento sólo se ha usado en animales y en unos pocos niños gravemente enfermos, localiza y rastrea la actividad de unos genes concretos. En una pantalla de escáner aparecen los genes iluminándose en el interior del cerebro.
Las técnicas de exploración cerebral por la imagen se crearon con fines de diagnosis médica. No obstante, su importancia rebasa el ámbito de la medicina, ya que acaso confirmen, de manera demasiado tajante para admitir discrepancias, ciertas teorías sobre “la mente”, “el yo”, “el alma” y el “libre albedrío. “Todas estas comillas escépticas bastan para poner en guardia a cualquiera, pero el Supremo Escepticismo forma parte del radiante amanecer que he prometido.
La neurociencia, que es la ciencia del cerebro y del sistema nervioso central, está a un paso de llegar a una teoría unificada cuyo impacto será tan grande como el del darwinismo hace cien años. He hecho –afirma, bajo su responsabilidad, Tom Wolfe- ya hay un nuevo Darwin, o quizá debería decir un Darwin redivivo, pues nadie ha creído más fervorosamente en Darwin que él. Su nombre es Edward O. Wilson, creador de la sociobiología, cuya práctica básica se resume en una sola frase. Al nacer, dice, el cerebro no es una pizarra en blanco (una tabula rasa) a la espera de ser llenada por la experiencia, sino “un negativo expuesto a la espera de que lo sumerjan en el revelador”. Es posible revelar el negativo bien o hacerlo pésimamente, pero en ningún caso se hallará algo que no esté previamente impreso en la película.
La foto resultante es la historia genética del individuo durante miles de años de evolución y nadie puede hacer gran cosa al respecto. Según Wilson, la genética no se limita a determinar el temperamento, las preferencias, las reacciones emocionales y los niveles de agresividad; también condiciona muchas de nuestras veneradas elecciones morales, que de hecho no son elecciones desde el punto de vista del libre albedrío, sino tendencias grabadas en el hipotálamo y en las regiones límbicas del cerebro.
¿Qué nos induce a creer que tenemos libre albedrío?, se pregunta Wolfe. ¿Qué “fantasma”, qué “mente”, qué “yo”, qué “alma”, qué cosa capaz de escapar a estas comillas desdeñosas emergerá por el tronco cerebral para otorgarnos el libre albedrío? “Según he oído especular a algunos neurocientíficos –añade el escritor- si contáramos con ordenadores lo bastante potentes y avanzados sería posible predecir el curso de la vida de cualquier ser humano minuto a minuto, incluyendo aquel en que el pobre infeliz descartaría esta idea con un movimiento de cabeza”.
Desde los últimos años de la década de los setenta, la Era de Wilson, el número de estudiantes que escoge la neurociencia como carrera ha aumentado de manera sorprendente. La Sociedad para la Neurociencia se fundó en 1970 con 1.100 miembros. En la actualidad, una generación después, cuenta con 26.000 miembros. En el venerable campo de la filosofía académica –añade Wolfe- un embarazoso número de profesores está desertando para subirse al tren de la neurociencia. Se dirigen a los laboratorios.
Los veteranos, como el propio Wilson, Daniel C. Dennett (autor de La peligrosa idea de Darwin: evolución y significados de la vida) y Richard Dawkins (autor de El gen egoísta y El relojero ciego), insisten en que no hay nada que temer de la verdad, o de las últimas consecuencias de la peligrosa idea de Darwin, y explican por qué la neurociencia no menoscabará en absoluto la riqueza de la vida, la magia del arte, la legitimidad de las causas políticas, incluyendo, por si resultara necesario añadirlo, la corrección política en Harvard y Tufts, donde Dennett es director del Centro para Estudios Cognitivos, ni de Oxford, donde Dawkins ejerce el cargo de profesor de Comprensión Pública de la Ciencia.
Sin embargo, pese a sus esfuerzos, la neurociencia no emerge a la opinión pública con el beneplácito del mundo académico. Pero emerger, emerge, y con rapidez. La gente cuya vida discurre al otro lado de las paredes de los laboratorios llega a la siguiente conclusión: ¡Todo está amañado! ¡Todos estamos programados! Y como colofón: ¡La culpa no es mía! ¡Me han programado mal!.
Este súbito salto desde la fe en la Cultura, entendida como los condicionamientos sociales, a la fe en Natura, entendida como la genética y la fisiología cerebral, es el enorme suceso intelectual del siglo XXI, por usar la frase de Nietzsche. A mediados de los ochenta, los neurocientíficos contemplaban ya el análisis freudiano como una reliquia del pasado, basada sobre todo el supersticiones (como el análisis de los sueños, ¡el análisis de los sueños! ), igual que la frenología o el mesmerismo. De hecho, la actualidad de la frenología goza de mayor reputación entre los científicos que la psicología freudiana, pues cabría considerarla como un burdo precursor de la electroencefalografía. La imagen que tienen ahora los psicoanalistas freudianos es la de unos curanderos con títulos médicos, contratados por personas con más dinero que sentido común que sólo necesitan que alguien las escuche..