Por todos lados la sociedad y la cultura exaltan al amor como el máximo valor, el estado más alto de la existencia e incluso la razón y propósito de ésta; pese a que puede haber un exceso retórico o un abuso discursivo del término «amor», muy poco se atreverían a cuestionar esto, pues es bastante incontrovertible. Actualmente -a partir del nihilismo moderno y el relativismo posmoderno- existe un serio cuestionamiento sobre la existencia de Dios e incluso sobre la existencia de tal cosa como la verdad, pero casi ninguno de estos discursos que se basan en una ontología del poder extiende su crítica o su suspicacia al amor -ya sea como eros o como caridad o compasión-. Más allá de toda gimnasia intelectual el ser humano sabe que el amor es la expresión esencial de su misma humanidad, el summum bonum de la vida en la Tierra, el estado capaz de hacer frente a la realidad de sufrimiento del mundo. Pero una cosa es saber esto y otra es vivirlo. Y una cosas es ver que el amor en todos lados se exalta y que en todos lados se ofrece como el meta-producto -aquello por lo cual todos los demás productos se consumen teleológicamente- y otra cosa es amar, tener amor y dar amor. La diferencia es enorme y de hecho describe en gran medida nuestra condición moderna.
El filósofo indio Jiddu Krishnamurti, quien sin duda fue uno de los hombres más comprometidos con una visión éticamente rigurosa, sin hacer concesiones ni a los viejos sistemas de pensamientos ni a las seducciones de la vida moderna, habló sobre esto en una charla pública en Varanasi en 1964. Las palabras de Krishnamurti son duras y pueden parecer controversiales, pero nos parecen verdaderas, especialmente a la luz de la evidencia. Krishnamurti no dice que el amor no exista o que las personas no lleguen a amar, enfatiza que las personas no aman como parte de su cotidianidad, de su estado base; y por lo tanto el amor se convierte en una especie de estado extraordinario, en una especie de «high» que no persiste, probablemente sólo una infatuación o limerencia. ¿Si en realidad amaramos, acaso habría tanta violencia, injusticia y miedo en el mundo? Krishnamurti incluso pone en duda el amor de las madres y los padres que es considerado como algo sagrado e incuestionable en nuestra sociedad. El filósofo entiende el amor como un estado que genera unidad, paz y armonía y por lo tanto si los padres amaran consistentemente a sus hijos, el mundo hablaría por ellos reflejando paz. Así que en general no, no tenemos amor.
Saben, realmente no tenemos amor, darse cuenta de ello es terrible. Realmente, no tenemos amor; tenemos sentimientos, tenemos emociones, sensualidad, sexualidad; tenemos recuerdos de eso que pensamos es amor. Pero la cruda realidad es que no tenemos amor. Porque el amor significa ausencia de violencia, miedo, competición, ambición. Si tuvieran amor, nunca dirían: «Esta es mi familia.» Puede que tengan una familia y que le den lo mejor que tengan pero no es «su familia», lo cual se opone al mundo. Si uno ama, si hay amor, hay paz. Si amaran, no solo educarían a sus hijos a que tuvieran una formación para un trabajo o se ocuparan de sus pequeños asuntos, educarían a sus hijos a no ser nacionalistas. No habría divisiones religiosas si amaran. Pero estas cosas existen, no como teoría sino como una cruda realidad, en este mundo tan feo, y eso nos muestra que no tienen amor. Incluso el amor de una madre por su hijo no es amor. Si las madres de verdad amaran a sus hijos, piensan que el mundo sería como es? Se asegurarían de que tuvieran la comida adecuada, la educación correcta, que fueran sensibles, de que apreciaran la belleza, de que no fueran ambiciosos, envidiosos o codiciosos. Así pues, la madre, por mucho que piense que ama a su hijo, no ama a su hijo. De modo que no tenemos ese amor. (Obras Completas, Tomo XV Varanasi 5ª Charla Pública, 28 de noviembre 1964)
Lo anterior para cuestionar nuestros motivos, intenciones, integridad y constancia. Lo que define al amor es un trascender el propio ego, un estado que trasciende la importancia y el beneficio personal; por supuesto el amor no está en conflicto con el placer y con el bien personal, pero este placer y este bien del amor se encuentran siempre en el otro, en un extenderse al otro, en un desear la felicidad del prójimo. Y es el deleite de la realidad que amar y hacer feliz a otro nos hace feliz también a nosotros. Cabe preguntarse, entonces, si no estamos anteponiendo nuestros deseos egoístas y llamando amor a algo que en realidad es una forma de ocultar nuestro miedo e inseguridad o de proveer placer para nosotros mismos sin tomar en cuenta los verdaderos deseos de los otros. Es triste pero, si Krishnamurti tiene razón, la mayoría de las veces lo que pensamos que es amor no lo es. Hablamos con demasiada facilidad del amor y no notamos que debemos de ser libres para poder amar. La libertad para Krishnamurti, y para la mayoría de las tradiciones espirituales, no consiste en poder elegir cualquier cosa según un libre albedrío, consiste en la facultad de expresar libre y auténticamente el propio ser, ser quien realmente eres. Para ello es necesario ser consciente de los condicionamientos de la sociedad, observar la propia mente y enfrentar los miedos que nos impiden expresarnos plenamente. No es que el amor sea algo que debamos producir o crear a través de un arduo proceso; el amor es el estado esencial del ser humano, pero debido a los condicionamientos socioculturales, este estado nos parece ajeno; justamente debemos liberarnos de estos condicionamiento, como si fuere, limpiar el espejo para que pueda reflejar el Sol. Un amor sin libertad será solamente la sombra del amor.
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