La misteriosa atracción por Buda
Hace unos meses, durante una entrevista , la ensayista británica Karen Armstrong (Wildmoore, 1944), premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2017, explicó que el arraigo de la religión se explica por su efecto analgésico: como la vida humana tiene una dimensión trágica, el hombre necesita consuelo; de lo contrario, la desesperación le empuja a «hacer cosas terribles». No solo los tres grandes monoteísmos han ofrecido respuestas a esa inquietud que nos acompañaría desde el nacimiento. Con más de 488 millones de seguidores, el budismo, sobre todo presente en la región de Asia-Pacífico, es una de las religiones más importantes del mundo, y también de las menos conocidas, a pesar de que su popularidad es creciente en Estados Unidos o Europa.
En «Buda. Una biografía» (Debate, 2017), Armstrong ofrece una explicación a ese auge de interés por el budismo, que se manifiesta en la expansión de la práctica del yoga o en el atractivo de la meditación, además de un retrato de Buda, la figura central de esa doctrina. «Vivimos en una época -lamenta la investigadora- de violencia política, y hemos sido testigos de ejemplos aterradores de la inhumanidad del hombre contra el hombre. En nuestra sociedad persiste también un extendido malestar, desesperación urbana y anomia, y a veces nos invade el temor ante el nuevo orden mundial que está surgiendo». Como resultado de esos miedos, los occidentales, que se definen por su «talante pragmático» y «su exigencia de independencia», encuentran en el budismo una respuesta a su medida para sobrellevar las preocupaciones que amenazan con romper su calma.
A través de los textos budistas, y renunciando a hacer una reconstrucción del personaje propia del trabajo de un historiador de nuestro tiempo, labor imposible por las escasas fuentes, Armstrong emprende su biografía advirtiendo que, cuando se escribe sobre Buda, «lo histórico es la leyenda, y debemos tomar esa leyenda en su totalidad». A diferencia de Jesús en los Evangelios, en sus escrituras «Buda aparece presentado como un tipo en vez de como un individuo», y se expresa «como exige la tradición histórica hindú: con solemnidad, formalidad e impersonalidad». Eso no evita que se pueda poner en contexto al personaje, que respondía al nombre de Siddhata Gotama, había nacido en el siglo VI a.C. en «Kapilavatthu, en las estribaciones del Himalaya», y que había emprendido su búsqueda espiritual movido por la desesperación, víctima de una jaula dorada que se había hecho trizas.
El joven Siddhata, que había crecido ajeno a la realidad del mundo y envuelto por los lujos que le había brindado su padre, fue despertado por los dioses, que intervinieron para que abrazase su cometido. A los 21 años, en forma de anciano, enfermo y cadáver, se le aparecieron para desvelarle lo que aguardaba a cada ser humano con el paso del tiempo. Siguiendo la creencia generalizada en la región índica en esa época, la vida consistía en un rosario de sufrimientos que ni siquiera terminaban con la muerte, ya que la reencarnación empujaba a una nueva existencia donde se repetían otra vez. «Los seres -cuenta Armstrong- estaban atrapados en el eterno ciclo del samsara («el ciclo continuo»), que los impulsaba de una vida a otra […] Ya era bastante malo tener que soportar el proceso de volverse senil o un enfermo crónico y pasar una vez por la terrible y dolorosa muerte, pero tener que pasar por lo mismo una y otra vez parecía algo intolerable y decididamente inútil».
Sorprendido por su descubrimiento, Siddhata decidió abandonar su casa y a su familia para encontrar un estado que le consolara, «un refugio interior de paz» donde «la vida volvería a tener sentido y valor de nuevo». Armstrong cuenta que, frente a los males de la existencia, el joven emprendió la búsqueda de sus opuestos positivos; es decir, de lo «perenne» frente al «envejecimiento», o de lo «imperecedero» frente a lo «mortal». «A ese estado completamente satisfactorio -explica la investigadora- le llamó Nirvana. Gotama estaba convencido de que era posible «extinguir» las pasiones, las ataduras y los engaños que tanto dolor ocasionaban a los seres humanos de la misma manera que apagamos una llama. Alcanzar el Nirvana debía ser como el enfriamiento que sentimos después de superar un estado febril».
En ese viaje, Siddhata atravesó dos etapas fundamentales: primero, el aprendizaje del yoga, técnica que controló por completo pero no le pareció por sí mismo suficiente para alcanzar el Nirvana; y el abrazo del rigorismo, con el maltrato del propio cuerpo -«yacía en una cama de clavos e incluso llegaba a alimentarse de sus propios excrementos y orina»- y la austeridad extrema. Al borde de la muerte por transitar esa vía, Armstrong describe, en uno de los momentos más bellos del libro, cómo el joven, gracias a un recuerdo de infancia, salió de su error y comprendió que el martirio físico era inútil. De niño, sentado bajo la sombra de un árbol de pomarrosa, Siddhata «miró hacia el campo que estaban arando [y] se dio cuenta de que la hierba fresca había sido arrancada y los insectos y los huevos que estos habían puesto en aquellos nuevos brotes habían sido destruidos. El pequeño observó la masacre y se sintió invadido por un extraño pesar, como si sus propios parientes hubiesen sido asesinados». La «compasión» que había experimentado, la «empatía desinteresada», le había llevado a «un instante de liberación personal».
Alejándose de la «autoindulgencia» de su juventud ociosa y del «ascetismo» del sus días recientes, Siddhata emprendió el «Camino Medio», el que había que transitar para lograr la iluminación. Animado por su recuerdo de infancia, decidió volver a meditar en un bosque, buscando de nuevo la sombra de un árbol; el elegido fue un bodhi, bajo cuyas ramas largas y envolventes adoptó la asana, la postura elemental del yoga, «con las piernas cruzadas y la espalda erguida». Fue entonces cuando descubrió las Cuatro Verdades Nobles y el Noble Óctuple Sendero, o, para explicarlo con sencillez aunque sin detalles ni matices, cómo lograr la iluminación y sumergirse en el Nirvana, un «estado de paz interior» que permite a las personas «experimentar una profunda paz en medio del sufrimiento». Así, Siddhata se convirtió en Buda.
A pesar de su carga espiritual y del mensaje de paz que proclama, el budismo no permanece ajeno a las críticas. En Myanmar, por ejemplo, son monjes de esa doctrina los que incitan a la violencia contra los musulmanes, expuestos a una cruel persecución. Como otras religiones, la doctrina revelada por Buda se enfrenta a las contradicciones que surgen entre sus postulados y su aplicación práctica. También al rechazo que despierta su lectura de la vida, que se concibe como una experiencia esencialmente dolorosa. Son otros aspectos, como la posibilidad de hallar la calma a través de la instrospección y la defensa del equilibrio en el día a día, con una actitud intermedia entre el rigorismo mortificante y un hedonismo esclavo, las que hacen del budismo una creencia en auge.