Son las ocho de la mañana. El sol está comenzando a salir y un grupo de personas vinculadas a la lucha por los derechos animales se concentra en un aparcamiento cercano al matadero de Getafe (Madrid). Los coches llegan y sus ocupantes se van congregando poco a poco. Están allí para hacer una vigilia vegana, un acto que se está popularizando en España, en el que activistas se despiden de los animales que van a ser sacrificados por la industria cárnica. Después de una espera larga y fría, Toño, que se encarga de coordinar la organización Save Movement Madrid, agarra un megáfono y comienza a hablar.
«Nos vamos a dirigir a las puertas del matadero», explica a la multitud. Allí, en la entrada, esperarán a que lleguen los camiones que, esta vez, transportan cerdos de unos cinco y nueve meses. Toño, que tiene una barba poblada y los ojos azules, pide tranquilidad y «no armar jaleo».
Bajo ningún concepto quiere que haya enfrentamientos verbales con los trabajadores del centro, para quienes exige respeto. La multitud le escucha en silencio. Unos, los más jóvenes, lo hacen con la atención de la primera vez. Otros esperan que termine para empezar un ritual que les es de sobra conocido.
Después del discurso, el grupo echa a andar por un sendero hasta plantarse en la puerta del matadero. Los activistas quieren despedirse de los animales, pero esa no es la razón principal de las vigilias. Tras este madrugón, hay un deseo de documentar las condiciones de maltrato animal que esconde la industria cárnica. Tanto es así, que todos llevan cámaras para retratar la llegada de los cerdos y, después, difundirla en las redes sociales la experiencia.
«Estamos aquí para explicar a la gente que tiene una dieta carnívora que lo que comen no llega sus platos por obra del espíritu santo», comenta a este diario Ana Marraco, una de las asistentes, que aprovecha la coyuntura del momento parapedir a la gente que firme los avales para respaldar la candidatura electoral dePacma. «Hay mucha gente que no relaciona la bandeja de carne que compra en el supermercado con situaciones de maltrato animal», argumenta, mientras camina hacia las puertas del matadero.
«Este es un activismo de difusión», añade María, una joven que lleva «cinco años siendo vegana y siete sin comer animales». Junto al resto, se planta frente a la fachada principal del edificio industrial. La espera del camión se hace larga y los nervios se apoderan de ella a pesar de que esta no es la primera vez que acude a una vigilia. «Sufro mucho, nunca me acostumbro a esto», manifiesta.
Carlos, vegano declarado, es un habitual en este tipo de actos. De su experiencia saca una conclusión: el respaldo de las vigilias está creciendo en los últimos meses. «Antes éramos cuatro gatos, pero en las últimas convocatorias hemos llegado a ser sesenta personas», detalla, para explicar que, tras varios meses sin comer carne, decidió que tenía que compartir su experiencia con otras personasy encontró en el activismo un respaldo fuerte.
Los minutos pasan y el silencio domina la escena. «Creemos que están retrasando la llegada del primer camión porque estamos nosotros», opina uno de los presentes. Mientras, un grupo de trabajadores, ataviados con monos verdes, salen a las puertas del edificio. Mientras se fuman un pitillo y se terminan el desayuno, observan atónitos a los animalistas. Sin embargo, nadie dice nada. Sólo hay miradas cruzadas.
«En este matadero tenemos buena relación con los matarifes. Ellos nos respetan y nosotros les respetamos a ellos. Nosotros empatizamos con ellos porque están aquí por un sistema que les obliga a estar donde están. Comprendemos lo que están haciendo», declara a Público el coordinador de Save Movement Madrid.
La llegada del camión
Al final de la carretera que conduce al matadero aparece el primer camión. Su llegada genera contradicciones sentimentales. Por un lado, rompe con la incertidumbre del momento, pero por otro, genera cierta impotencia en los activistas, que son conscientes que no podrán evitar que los cerdos entren en el interior del edificio para no volver a salir.
Sin embargo, no hay mucho tiempo para pararse a pensar. Rapidamente, el grupo se coloca en la entrada levantando los brazos y el camión frena. El conductor no dice nada. Ni siquiera baja la ventanilla. Algunos le dan las gracias por parar el vehículo, mientras se acercan a las rejas del remolque para grabar y fotografiar el estado en el que llegan los cerdos.
El silencio sigue estando presente. Nadie habla. Sólo se escuchan los jadeos de los animales, que acercan sus bocas a las cavidades de las jaulas para beber del agua que los activistas les ofrecen. Después de cinco minutos vertiginosos, el tumulto se disipa y el camión entra en el matadero. Es entonces cuando las lágrimas aparecen. «Es muy duro. Lo había visto en vídeos, pero no en directo y se sufre mucho», explica Víctor, un joven de 18 años que, compungido, apenas puede articular las palabras.
Con la entrada del camión, una parte del grupo comienza a bordear las vallas del recinto para ir a la parte posterior, donde se puede ver como descargan a los animales y los dirigen hacia el interior del matadero. «Ahora les van a empezar a meter palazos para que entren. Ellos [los cerdos] ya saben a dónde van», explica entre lágrimas Marina, una joven de 16 años que se acaba de estrenar en las vigilias.
Los animalistas se plantan entre los barrotes metálicos de la valla y el mutismo regresa. Sólo se escuchan los gritos de los cerdos y las voces de los matarifes que tratan de dirigir a los lechones hacia el interior del edificio. «Necesitamos gente en la entrada. Va a venir otro camión”, advierten algunos de los activistas. Después de presenciar la descarga, el grupo regresa a las puertas del matadero, donde se vuelve a reiniciar el rito.
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