En la vida, hay veces que necesitamos cerrar puertas. Poner punto final a capítulos que han perdido su razón de ser. No siempre es fácil. La resistencia al cambio, el apego a lo conocido y el miedo a salir de la zona de confort son lastres muy pesados que nos atan al pasado, aunque ese pasado nos dañe. No obstante, esos finales son necesarios, a veces incluso imprescindibles para proteger nuestra integridad psicológica. El hecho de cerrar puertas, sin embargo, no implica dar portazos.
Portazos, la expresión de una incapacidad para gestionar la situación con madurez
Dar portazos, en sentido figurado – aunque a veces también puede ser literal – es una señal inequívoca de que la situación nos ha desbordado. Un portazo – real o psicológico – implica que estamos siendo víctimas de un secuestro emocional, que la ira y al frustración han tomado el mando. Y cada vez que eso ocurre, se «apaga» nuestra capacidad para pensar de manera racional.
Un portazo es, en el fondo, la expresión de la incapacidad para lidiar con la situación de una forma más madura. Implica que no contamos con los recursos psicológicos necesarios para lidiar con las circunstancias de manera más asertiva. Es como regresar a nuestro «yo» infantil reactivo, un «yo» que no piensa sino que se limita a reaccionar ante los estímulos con la esperanza de que ese ataque de rabia le sirva para aligerar parte de la presión emocional.
Dar portazos también significa que, aunque hayamos cerrado esa puerta, todavía estamos atrapados en la habitación. Si seguimos alimentando odio y rencor, estos sentimientos se vuelven en nuestra contra, convirtiéndonos en sus cautivos.
Terminar una relación odiando a una persona no significa que hayamos cortado con ella, en realidad seguimos estando en sus manos, seguimos enredados en esa telaraña emocional, al menos hasta que no nos liberemos del influjo que ejerce sobre nosotros. Debemos recordar que las ataduras más fuertes son precisamente aquellas invisibles.
Portazos que duelen
También hay portazos que duelen. Aunque necesitemos cerrar capítulos de nuestra vida, eso no significa que debamos hacer daño a otras personas. En algunos casos – por los motivos que sean – nuestro camino puede diferir del de los demás y necesitamos decir adiós a esas personas.
Debemos ser conscientes de que las separaciones ya suelen ser lo suficientemente dolorosas por sí mismas como para añadir una dosis extra de sufrimiento en forma de palabras airadas o actitudes de confrontación que no sirven sino para hacer leña del árbol caído y crear profundas heridas emocionales.
Por tanto, antes de cerrar puertas, es conveniente que nos pongamos por un momento en la piel de la otra persona e intentemos comprender qué podría sentir. Eso no significa permanecer atados a un lugar o una relación que ha perdido el sentido y ya no nos satisface, tenemos el derecho – y casi la obligación – de seguir adelante, pero debemos intentar que ese cierre de capítulo dañe lo menos posible a los demás.
Cerrar puertas con suavidad
Dalai Lama explicó en una ocasión que la ira es como ese familiar molesto que no podemos evitar. Cuando le conocemos, nos damos cuenta de cuán difícil es tratar con él y cuánto puede llegar a influir en nuestro estado de ánimo. Dado que no podemos evitarlo por completo, nos vamos preparando psicológicamente para cada encuentro: tomamos las precauciones necesarias para que sus palabras y actitudes influyan cada vez menos en nosotros. Podemos hacer lo mismo con la ira: cuando nos detenemos para gestionarla, dejamos de estar en sus manos y retomamos el control. Cuando la ira desaparece o se atenúa, podemos cerrar suavemente la puerta.
Para lograrlo, es probable que necesitemos salir del papel de víctimas y perdonar. No significa que no hayamos sido víctimas, sino que hemos decidido no encarnar más ese rol, que hemos elegido no identificarnos más con el papel de quien sufre y soporta y, en su lugar, apostamos por hacer borrón y cuenta nueva. Tampoco significa que no nos hayan herido o lastimado, sino que hemos decidido conscientemente perdonar para poder seguir adelante, no porque esa otra persona merezca el perdón, sino porque lo merecemos nosotros para encontrar la paz interior.
¿Por qué es tan difícil?
Cerrar puertas suavemente suele ser difícil porque esperamos demasiado para poner el punto final. Esperamos tanto por miedo a la incertidumbre que suelen generar las decisiones importantes o porque alimentamos la ilusión de que todo cambie sin que nada cambie. Así los problemas, conflictos y heridas se van acumulando, generando una enorme carga emocional que termina por explotar y se traduce en un portazo psicológico.
Sin embargo, nunca es demasiado tarde para hacer las paces con nosotros mismos y con la situación que hemos vivido. De esa paz surge la serenidad y la fuerza que se necesita para cerrar una puerta con suavidad. Porque se necesita más coraje y fuerza interior para cerrar una puerta con suavidad, que para dar un portazo.
A veces es mejor sacar las puertas del marco y tapiar el hueco.