¿Por qué hablo de esto? Mi corta vida me ha dotado de herramientas suficientes y de experiencias que me han hecho ver esta patología. El amor es ahora un objeto más para nuestro consumo. Nuestra búsqueda incesante de experiencias y de nuevas vivencias, nos hace consumir gente como quien consume un celular.
El amor se ve de esta manera empequeñecido, herido. El amor herido trata de manera violenta manifestarse dentro de nosotros, pero nosotros llevados por el discurso lingüístico que nos aplicamos lo acallamos de manera aún más violenta.
Y es que, como mantiene Deleuze en “Nietzsche y la filosofía”, la vida es una continua lucha de fuerzas activas y reactivas. La fuerza reactiva no es otra cosa que la fuerza de la enfermedad intentado socavar, asesinar a la fuerza activa, la fuerza sana, la fuerza que trata de acabar con todo aquello que es insano.
Siguiendo esta línea de pensamiento, vemos como diversas fuerzas insanas (reactivas) tienen diferentes manifestaciones, yo diría que estas se manifiestan sobre todo en el constructo, en lo social que queda dentro de nosotros, como los posos del té se quedan en el fondo de la taza. Esos posos constituyen la enfermedad o la neurosis de cada cual, aquello que hacemos nuestro en vez de reflexionarlo.
Responsabilidad del lenguaje
Esto en parte es responsabilidad del lenguaje, del pensamiento mediante el lenguaje, se trata de los tejemanejes de la mente. La mente con su continuo parlotear nos asedia, nos lleva considerar como verdaderas cosas que nada tienen conforme a la realidad. La realidad que supone un palpitar, un continuo cambio, se ve reducida a nada mediante el pensar y el lenguaje.
Pretendemos hacer de la realidad algo nuestro, suplicamos que la realidad sea otra cosa, se nos va la vida esperando que el mundo se comporte conforme a nosotros. De esta manera, tratamos de someter a la realidad a nuestros parámetros de pensamiento y del lenguaje, atrapándola.
Nos dejamos fluir hacia lo que es negativo para nosotros mismos considerando que no existe nada más allá de un yo ficticio e inventado por nuestra mente para la comodidad, para poder vivir más “tranquilos”.
Yo digo que en realidad eso supone una tranquilidad ficticia, una tranquilidad que no existe en realidad. Uno debe ser capaz mediante un proceso de pasar al otro lado, de observar todas las formas de lo real como un espectador, de ver la realidad con todos sus cambios, sin someterla, dejando que fluya y nos fluya con todo su poder.
Los ojos del tirano
Esta manera de ver la vida, desde los ojos del tirano, afectan al amor. El amor se ve sometido por nuestro pensamiento tirano, tendemos a tratar de someter al ser amado, le imponemos el ideal; “esto debería ser así”, suena en nuestras cabezas casi como una exigencia.
El verbo deber es posiblemente el más aberrante, es aquel que más somete al espíritu. No cabe en un amor puro una forma de someter, sin embargo insistimos en hacerlo así, como si no hubiera posibilidad de otra cosa. El ser amado trata de manifestarse tal como es y nosotros lo intentamos someter bajo una serie de parámetros que creemos son los correctos, como si el amor fuera un negocio.
Vemos el amor como empresarios, calculamos los pros y los contras, hacemos cálculos acerca del ser amado constantemente. Y cuando vemos que el amado no se adhiere necesariamente a dichos parámetros nos deshacemos de él. Por utilizar un ejemplo, hacemos con el amado lo mismo que haríamos en la sociedad actual con un coche: calculamos lo que nos puede aportar, sus cualidades, sus pros, sus contras, incluso tratamos que sea un objeto “deluxe”, es decir, una serie de cualidades que el vehículo lleva consigo a parte de las de serie. Así tratamos a los que amamos, además de exigirles que sean lo que nosotros necesitamos, deben llevar una serie de cualidades extras, siempre en alerta.
¿Qué ocurre cuando pasa esto? Pues que “el amor tiene necesidad de realidad. ¿Hay algo más tremendo que descubrir un día que se ama a un ser imaginario a través de una apariencia corporal? Es mucho más tremendo que la muerte, porque la muerte no impide al amado haberlo sido. Ese es el castigo por haber alimentado al amor con la imaginación.” (Weil, 2007, p.107).
Simone Weil con la dulzura y la dureza que caracteriza su forma de escribir, aporta esto en “La gravedad y la gracia”, y nos viene a decir que el amor no puede ser una forma de sometimiento a nuestra forma de ver el mundo, sino que el amado debe verse completamente desnudo, con todo lo que esto conlleva. El amor nunca podrá ser como un escaparate.
El amor que trata de manifestarse como una especie de producto u objeto está condenado a morir, está condenado al fracaso, porque empieza con la muerte. El pensar como debe ser el amado es ya asesinarlo casi totalmente, vamos con predisposición a no ver lo que hay en realidad dentro de cada persona que amamos. En esto incluyo todas las calificaciones que Erich Fromm realiza en “El arte de amar” (3) a saber; amor fraternal, amor materno, amor erótico, amor a sí mismo y amor a Dios. En todas estas clases de amor (quizás con excepción del amor materno) nos vemos en esta tesitura hasta ahora descrita.
El amor, como todo, va con los tiempos. En la “sociedad moderna líquida” el amor se ve caracterizado, como todo, por el consumo desenfrenado del mismo. Lo efímero de cada cosa de existencia afecta a lo más sublime, a lo que más caracteriza a nuestra especie, que es su capacidad de amar a los demás.
El amor se ha convertido en una forma de consumo, consumimos amor sin parar. Además buscamos continuamente experiencias amorosas que nos den una inyección de vida, que nos aporten la vida que no tenemos la capacidad de afrontar.
Cuando nos cansamos de esa experiencia que supone el enamoramiento, pasamos a otra cosa con una frialdad casi psicótica.
No nos educaron para la duración, nos han educado para la experiencia efímera de cada parte de la vida. De esta manera, cuando observamos que el aburrimiento nos está esperando a la vuelta de la esquina decidimos pasar página, consumir otro producto que nos aporte lo mismo que nos aportó el anterior o quizás otra cosa.
“Más vida, más experiencias”, eso es lo que pedimos. Sin embargo, el ser humano no está preparado para la cantidad sino para la calidad. El parámetro que yo mismo aplico no es el de la cantidad sino el de la calidad de cada momento que vivo, uno se deshace así del frenesí para dar paso a algo más puro.
El ejemplo más claro que se me ocurre acerca de esto es “Tinder”, una aplicación cuya función consiste en ver fotos de personas y pasarlas con el dedo si no nos interesa. Se supone que utilizando tu dedo encontrarás el amor. Este es el concepto que tenemos del amor. Cuando no nos interesa lo que vemos pasamos a otra cosa diferente, mirando a las personas como a objetos de nuestro placer.
Si ahondamos en estos comportamientos, lo que observamos es al ser humano desposeído de su naturaleza, desposeído de sí. Esto es lo que se llama nihilismo, el hombre moderno viendo que no tiene nada a lo que aferrarse porque ha perdido su interioridad trata de buscar de manera incesante la experiencia amorosa como solución a su precaria vida, a un vacío que desoye y que le acompaña siempre.
De esta manera, nos encadenamos a la miseria. Y así nos vemos, aferrados al lenguaje, a la razón, al consumo, a Dios o al amor, tratando de aportar un sentido a nuestra experiencia. Cuando lo cierto es que:
“¡Es un horror ser alguien!
¡Pregonarlo lo mismo que una rana que proclama su nombre todo el día a la admirada charca!”
Otra forma de amar
“El amor es un sentimiento tan exorbitante que me cojo la cabeza con las dos manos”
(Bataille, 1967, p91)
El amor no puede ser eso que he descrito hasta el momento. Debemos aplicar a nuestra propia existencia no ya solo otra forma de amar, sino también otra forma de ver la vida. Ha quedado claro que el amor no puede ser sometido a una serie de ideales que tenemos, debemos por tanto bajar a la tierra, utilizar la realidad del mundo para amar de manera sana.
El amor es un desgarro, el amor es un derrame de realidad, el amor es un desnudo. El amor no es otra cosa que la presentación de un ser al desnudo delante de nosotros. Cuando el amor se nos presenta de esta manera no se le exige nada al objeto amado.
El amor es como un niño, de hecho todo es como un niño. Ser niño en realidad supone no juzgar, no pedir, no someter nada al ojo avizor de la moral. Cuando exigimos al objeto amado que deje de ser para nosotros, lo que hacemos es tiranizar al ser amado.
Esto generalmente va acompañado de una moral, una moral que tomamos viéndonos a nosotros mismos como dioses que pueden juzgar, observar desde arriba y repetimos “esto está mal” y además culpamos. Cuando de hecho; “el hombre no está, como lo está Dios, condenado a condenar” (Bataille,1967, p81). ¡Y menos mal! Yo me rio de aquellos que se creen poderosos por el mero hecho de condenar al otro desde su pensamiento tirano a la manera del sacerdote cristiano.
Para amar de otra forma debemos librarnos de la deificación que hemos hecho de nosotros mismos, debemos eliminar todo poso que quede de esa necesidad imperante que tenemos de ser dioses que condenan. Consideramos que tenemos la capacidad de crear y eso incluye también la capacidad de crear al ser humano a nuestra imagen y semejanza. Hay que destruir eso para poder amar de otra forma. El amor nunca condena, nunca es tirano, nunca espera nada que no pueda dar el objeto que se ama.
Una vez que uno se libra (esto incluye un proceso vital) de ese sesgo, de esa creencia y de ese dogma, el amor se le presenta desnudo, la realidad del ser amado abruma, ahoga. Pero es necesario ahogarse y sufrir para desapegarse de esa forma de entender el amor.
El desapego nos puede salvar, el despego de las formas que intuimos que deben ser las del amor nos lleva a amar sin filtro, a amar con todo lo que tiene el ser amado que se nos presenta desnudo. Porque “sólo el deseo sin objeto está vacío de imaginación” (Weil, 2007, p. 107). Solo el deseo que no incluye el objeto que nosotros creemos mediante la imaginación que debe existir, puede permitir un amor puro, un amor desgarrador.
Proceso existencial
Esta secuencia de actos debe producirse mediante un proceso existencial consciente, sabiendo en cada momento lo que uno se hace. Cuando uno destruye conscientemente todo sesgo, toda moral, todo juicio, lo que queda es una alegría liberadora. Esa alegría que nos libera es insaciable. Es un pozo en el que uno cae para no volver a retornar.
El amor, por tanto, aparte de ser puro, es alegre por naturaleza y es alegre porque se ha librado de los sesgos del consumo, de la moral, del juicio. Es el amor del niño, el amor que no exige, el amor que libera. El amor pasa a ser un ente completamente nuevo, un ente enriquecedor de todas las formas de la existencia.
A veces en este tipo de amor, uno sabe que no necesita nada más, que quiere y ama todas las cosas que existen como son, que volvería a repetirlo todo igual si después de la muerte pudiera elegir otra vida.
Esa pretensión de querer la misma vida una y otra vez, es el amor más puro. Porque uno acepta lo que existe, ama a la realidad y entiende “por realidad lo mismo que por perfección” (Spinoza, 2018, p.123).
Aplicando esto al ser amado, habiéndolo desnudado de todo juicio y moral, lo que queda es ese sentir hacia lo que amamos, la idea de que amarías esa cosa con toda su desnudez tal cual se te presente y por el tiempo que se te presente. Y es que al fin y al cabo, amor y realidad forman parte de una misma palpitación.
(*) Samuel Morales es estudiante de Filosofía en la Universidad de Granada.
-Gilles Deleuze. (2016). Nietzsche y la filosofía. Barcelona: Anagrama.
-Simone Weil. (2007). La gravedad y la gracia. Madrid: Editorial Trotta.
-Georges Bataille. (1972). Sobre Nietzsche, voluntad de suerte. Madrid: Taurus.
-Erich Fromm. (2014). El arte de amar . Barcelona: Paidós.
-Zygmunt Bauman. (2006). Vida líquida. Barcelona: Paidós.
-Emily Dickinson. (2017). Morí por la belleza. Madrid: Flash Poesía.
-Baruch Spinoza. (2018). Ética demostrada según el orden geométrico. Madrid: Alianza Editorial.
Nadie ama, ni siquiera si mismo