La siguiente historia parece increíble, pero les aseguro que es totalmente verídica y figura entre los casos más interesantes del fenómeno OVNI. Todo empezó en 1960, cuando mi padre era un niño de apenas 9 años. Aquel día, después de salir de la escuela fue a jugar con su mejor amigo Gabriel, el primogénito de un general que era amigo muy cercano de la familia.
Habían estado jugando por un buen rato en el patio de la casa de mis abuelos. Papá recuerda que se volteó apenas unos segundos y, después, regresó para observar a su amigo Gabriel, pero ya no lo encontró. Aquello era prácticamente imposible, pues el patio estaba cercado por una barda de ladrillos de casi tres metros de altura, además que el exterior era vigilado permanentemente por guardias armados.
Transcurrieron un par de horas y a la búsqueda del pequeño Gabriel ya se habían unido sus padres, mis abuelos y los guardias. Pasaron dos días y no encontraron una sola pista sobre el paradero de Gabriel. Como se trataba del hijo de un importante general en Etiopia, la búsqueda alcanzó escala nacional.
Los noticiarios dieron una amplia cobertura a la desaparición, la policía iba puerta por puerta buscando al pequeño proporcionando información sobre sus rasgos físicos y la ropa que llevaba (traía puesto el uniforme escolar: pantalón café y una camisa blanca). Se desplegaron helicópteros en áreas desoladas próximas al lugar donde desapareció, pero todo resultó en vano.
Pasaron las semanas y después vinieron los meses. Las personas que se mantenían al tanto del caso empezaron a perder las esperanzas de que se pudiera localizar al pequeño, muchos pensaban lo peor. Y entonces, exactamente a los seis meses desde el día de su desaparición, Gabriel apareció como si nada en el patio de la casa de mi padre.
Lo más increíble era que llevaba exactamente el mismo uniforme escolar, ni más limpio ni más sucio. Era el mismo Gabriel que desapareció seis meses antes.
Una vez confirmado que el niño estaba en perfectas condiciones físicas y mentales, empezó el interrogatorio obligado. A partir de aquí, el caso dio un giro inesperado. Al responder las preguntas sobre su paradero, mencionó que había ido a otro sitio, un lugar que, si bien le resultó extraño, le había gustado. Se encontró con otros niños que logró comprender a la perfección, aunque no eran etíopes.
También llegó a describir un recinto blanco, enorme y brillante, sin ventanas y en el que las “puertas desaparecían en las paredes”. Había múltiples botones en las paredes que, al presionar, aparecían puertas o desplegaban camas de las paredes.
También mencionó que observó una ciudad muy iluminada, limpia y repleta de automóviles voladores. Vio a sus habitantes que, si bien poseían rasgos humanos, le parecieron diferentes y hasta cierto punto extraños. Un sujeto muy amable lo guio hasta un edificio muy alto, donde le mencionó que se quedaría por algún tiempo, y lo dejó en una habitación donde podía descansar o divertirse.
Gabriel dijo que presionando un solo botón en esta habitación era capaz de viajar a otros lugares como la playa, el campo o las montañas. La sala en sí incluso le permitía volar. Mencionó que, tras lo que le parecieron algunas horas, lo regresaron al mismo patio en Etiopia. Desde la perspectiva de Gabriel, su desaparición fue relativamente corta.
Por supuesto que nadie le creyó al niño. La arraigada superstición y religiosidad etíope provocaron que Gabriel terminara visitando a un sacerdote, ante la sospecha de que un demonio se había apoderado de su cuerpo. Papá todavía tiene contacto con él. Hizo un doctorado en física y creo que actualmente vive en Países Bajos.
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