La motivación correcta o la razón por la cual uno hace las cosas es fundamental, pues no sólo determina el resultado sino que también transforma al individuo y lo establece dentro de un orden moral e incluso cósmico. En las filosofías de la India pocas cosas han merecido mayor discusión que la forma apropiada de actuar o, incluso, si se debe actuar o no. El términokarma literalmente significa «acción» y, como sabemos, de éste se deriva toda una visión del mundo ligada al karma como productor de la realidad o determinante de una continuidad de experiencia.
Algunos académicos atribuyen al Buda la innovación de incluir en el concepto del karma a la intención mental como el principal factor, si bien en las Brihadaranyaka Upanishad existe una mención que liga factores mentales (el deseo) con el karma. La concepción del karma que evolucionaría en el budismo supone que sólo las cosas que se hacen con intención (cetana) tienen consecuencias, entendido el karma como una fuerza cósmica ligada a las causas y condiciones que determinan la experiencia individual o colectiva. De una forma quizá un tanto burda podríamos decir que sólo la intención es lo que se grava en el acto. Más que el qué, es el cómo y el por qué hacemos. Esto sólo para entender la enorme importancia que tiene la intención y, de manera específica, la motivación con la que se actúa o con la que se encara una experiencia, por ejemplo, una enseñanza de dharma.
Uno de los textos centrales del llamado budismo theravada –y quizá el mejor texto jamás compuesto sobre la concentración meditativa–, el Visuddhimagga de Buddhaghosa, liga la virtud con el acto que tiene una motivación correcta, es decir, aquel que no busca la ganancia personal. Buddhaghosa expone el sistema de los tres pilares del sendero a la liberación: sila(virtud o moralidad), samadhi (concentración) y prajna (entendimiento). La virtud es la piedra angular sobre la que se establecen funciones más altas del sendero. Buddhagosa, glosando las palabras del Buda, clasifica así las diferentes «virtudes»:
Aquella que es realizada por el deseo de fama es inferior; aquella que es realizada por el deseo de los frutos del mérito es media; aquella que es realizada por el estado noble, que procede así, «Esto debe hacerse», es superior.
En otras palabras, el acto virtuoso es aquel que se hace por el puro dharma, sin una mayor razón, sin ulterioridad, porque sí (siendo esa afirmación en sí misma la consistencia con la doctrina). Buddhaghosa también dice que la acción superior es la que se hace con el fin de liberar a todos los seres, mostrando que el llamado budismo theravada también tiene el ideal del bodhisattva en alguna forma. No hay conflicto en este sentido en el budismo, porque la acción que no se hace autorreferentemente, por naturaleza se alinea con el beneficio de todos los seres, pues la naturaleza en su pureza no adulterada es el mismo nirvana, como explica Buddhaghosa en su texto: literalmente, «el camino de la purificación» es el nirvana o el estado de iluminación. El deber actuar y el acto espontáneo llegan a ser lo mismo, la unidad natural del dharma en la mente pura.
Desde un punto de vista cronológico, probablemente posterior al Buda pero mucho antes que el Visuddhimagga, aunque narrando hechos de una antigüedad inestimable, encontramos en la Bhagavad Gita la perla nuclear del hinduismo, las enseñanzas más renombradas sobre el modo apropiado de actuar en la India. En medio de la épica batalla que narra el Mahabharata, Krishna instruye a Arjuna sobre el dharma y específicamente sobre la importancia de actuar, de cumplir con su propósito existencial. Arjuna cavila y piensa en recular ante el prospecto de participar en una batalla en la que se enfrenta con sus primos, amigos y maestros. Pero Krishna le instruye diciéndole que actúe pero sin apego al fruto del acto, es decir, sin buscar la gloria, el beneficio personal o alguna otra consecuencia ulterior. Actuando así puede practicar una forma de yoga, sea el yoga de la devoción, el yoga de la contemplación o el yoga de la acción, renunciando a actuar desde el egoísmo y la sensación de que el yo individual es lo más importante y real en el universo.
Más o menos 1 siglo después del Buda, en Grecia, Platón, en su obra maestra La república, enseñó también una filosofía de lo que podemos llamar el antiutilitarismo. En La república, Sócrates distingue al filósofo propiamente diciendo que es quien «desea la sabiduría, no una parte, sino toda ella», y antes nota que se dice que alguien realmente ama algo cuando «no muestra amor por una parte u otra, sino las adora todas». El filósofo es quien «está dispuesto a probar todo tipo de aprendizaje con gusto y quien se acerca al aprendizaje con deleite y es insaciable» y quien se interesa «lo más intensamente posible por todo tipo de verdad». Si uno buscara el conocimiento para obtener algo, rápidamente se saciaría cuando lo hubiera obtenido y dejaría de buscar conocer, pero entonces no podría ser un filósofo, alguien que ama la sabiduría, pues la sabiduría no está limitada a una serie de cosas. Luego Sócrates afirma que «debemos llamar filósofos, y no amantes de opiniones, a aquellos que se deleitan en cada cosa en sí misma». Los amantes de las opiniones se quedan con las cosas particulares, con las sensaciones que producen los objetos sensibles solamente y no con las ideas universales, y por ello la suya es una actitud orientada hacia los placeres mundanos, que siempre son efímeros. Sócrates razona así, dialécticamente, que la motivación correcta para hacer algo (o todo en realidad, pues el modelo es el filósofo y el conocimiento en todas las cosas) es el amor a la cosa en sí, el involucramiento directo con el acto sin esperar un beneficio ulterior.
Así podemos concluir, recurriendo a lo que podemos considerar tres pilares de la sabiduría universal, que la motivación correcta para actuar es no tener una motivación extra, no hacer las cosas por obtener algo a cambio y sobre todo no hacerlas pensando en uno mismo, egoístamente, sino en dado caso, en los demás o en lo divino, si es que se quiere dedicar la acción, ya que no se tiene la atención completa para simplemente absorberse en el acto en sí mismo, en el puro flujo. Esto, pues justamente la acción dedicada, compasiva, devota o desprendida es una forma también de incrementar la concentración. Paradójicamente, no buscar el fruto es lo que produce frutos, pues sólo la concentración –que implica un abandono del yo– es eficaz, mentalmente poderosa.
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