¿Por qué meditar?
Las personas están afligidas por sufrimientos, angustias y numerosos miedos que son incapaces de evitar. La meditación tiene como fin eliminar estas angustias y sufrimientos.
Generalmente pensamos que la felicidad y el sufrimiento vienen de las circunstancias externas. Estamos continuamente ocupados, de una forma o de otra, en arreglar el mundo. Tratamos de quitar un poco de sufrimiento por aquí, obtener un poco de felicidad por allá, sin conseguir nunca el resultado que esperábamos.
El punto de vista budista, que es también el punto de vista de la meditación, considera por el contrario que tanto la felicidad como el sufrimiento no dependen fundamentalmente de las circunstancias externas, sino de la propia mente. Una actitud positiva da lugar a la felicidad, una actitud negativa produce sufrimiento.
¿Cómo comprender esta confusión que nos hace buscar fuera lo que solo podemos encontrar dentro? Una persona que tiene la cara limpia y aseada, cuando se mira al espejo ve una cara limpia y aseada. Una persona que tenga la cara sucia y manchada de barro, verá en el espejo una cara sucia y manchada. El reflejo no tiene, en realidad, ninguna existencia; lo único que existe es la cara de la persona. Pero, olvidándonos de la cara, tomamos su reflejo como real. La naturaleza positiva o negativa de nuestra mente se refleja en las apariencias exteriores que nos devuelven nuestra propia imagen. La manifestación que se presenta en el exterior no es más que una respuesta a la calidad de nuestro mundo interior.
La felicidad que buscamos no vendrá porque recompongamos el mundo que nos rodea, sino de la reforma que hagamos dentro de nosotros mismos. El sufrimiento que no deseamos no desaparecerá hasta que no eliminemos de nuestra mente toda clase de negatividades. Hasta que no reconozcamos que la felicidad y el sufrimiento tienen su origen en nuestra propia mente, mientras que no sepamos distinguir lo que es beneficioso o lo que es negativo para nuestra mente, seguiremos sin ser capaces de obtener un estado de auténtica felicidad y seguiremos siendo impotentes para evitar que el sufrimiento vuelva a aparecer. Sean cuales sean nuestras esperanzas, siempre se verán decepcionadas.
Si, al descubrir en el espejo la suciedad de nuestra cara, nos ponemos a lavar el espejo, por mucho que frotemos con fuerza, jabón y abundante agua, no conseguiremos nada. Ni la menor suciedad, ni la menor mancha, podrán desaparecer del reflejo. Si no orientamos nuestros esfuerzos hacia el objeto correcto, resultarán completamente vanos. Es por esto por lo que el budismo y la meditación consideran primordial comprender que la felicidad y el sufrimiento no dependen en el fondo del mundo exterior, sino de nuestra propia mente. Si no comprendemos esto, nunca nos volveremos hacia nuestro interior y seguiremos gastando nuestra energía y nuestras esperanzas en una inútil persecución externa. Pero cuando tengamos esta comprensión, podremos lavar nuestra cara: el reflejo aparecerá, por sí mismo, limpio en el espejo.
Las condiciones auxiliares
La meditación concierne a la mente. Para meditar son necesarias una serie de condiciones auxiliares sin las cuales nuestro intento no podrá ser fructuoso.
En primer lugar. y después de haber comprendido que felicidad y sufrimiento dependen esencialmente de nuestra mente, es necesario estar imbuido de una fuerte aspiración para meditar y, al mismo tiempo, experimentar la alegría de esta perspectiva.
En segundo lugar es indispensable ser guiado por un instructor que nos enseñe a meditar. Si nos proponemos ir a un lugar de un país desconocido para nosotros, sin la ayuda de alguien que lo conozca bien, nos será imposible llegar a nuestro destino. Abandonados a la aventura, no podríamos más que perdemos y dar vueltas.
De la misma manera, sin un maestro que nos guíe en nuestra meditación, no podremos más que perdemos por caminos adyacentes.
Por último, el lugar en que meditemos reviste cierta importancia, sobre todo para los principiantes. Las circunstancias en las que vivimos ejercen actualmente sobre nosotros una influencia muy fuerte y conllevan un abundante flujo de pensamientos que paralizan nuestros intentos de meditar. Por tanto, es necesario retirarse a un lugar al menos un poco alejado de las actividades mundanas. Un animal salvaje que viva en los bosques de la montaña, no puede soportar la agitación de la ciudad. Nuestra mente de meditación tampoco puede desarrollarse en unas condiciones en las que gobiernan las distracciones y donde las demandas externas son continuas.
Cómo meditar
Habiéndonos instalado en un lugar aislado, tenemos que dejar nuestro cuerpo libre de toda actividad, nuestra mente libre de cualquier pensamiento del pasado o del futuro, y nuestra palabra libre de cualquier conversación banal. Nuestro cuerpo, palabra y mente deben permanecer en reposo en su estado natural.
La postura corporal es importante. Nuestro cuerpo está recorrido por una red de canales sutiles (nadis) por los que circulan los aires sutiles (prana). La producción de pensamientos está relacionada con la circulación de estos aires. La agitación del cuerpo da lugar a la agitación de los canales y los aires, los que a su vez ocasionan las turbulencias mentales.
La actividad oral, la formación de sonidos, depende también de la actividad de los aires. Hablar demasiado perturba y aumenta la producción de pensamientos. Guardar silencio favorece la meditación.
Mantener el cuerpo y la palabra en calma predispone a la paz interior y evita que se genere un flujo de pensamientos demasiado abundante. Igual que un jinete que, bien sujeto en su montura, esta cómodamente sentado; cuando el cuerpo y la palabra se controlan, la mente está predispuesta a la calma.
Hay muchas ideas falsas acerca de lo que es la meditación. Para algunos, meditar es pasar revista y analizar los acontecimientos de su vida cotidiana ocurridos a lo largo de los días, los meses y los años pasados. Para otros, meditar es imaginar el futuro, reflexionar sobre la conducta a tener, hacer proyectos a más o menos largo plazo. Estas dos ideas son, evidente mente, erróneas. La producción de pensamientos relativos al pasado o al futuro está, por si misma, en contradicción con lo que es establecer la mente en calma, incluso aunque el cuerpo y la palabra permanezcan inactivos. En la medida en que el ejercicio no conduzca a la paz interior, no es meditación.
También hay otras personas que, cuando quieren meditar, no van detrás del pasado ni del futuro, pero se instalan en un estado vacío y desvaído cercano a una especie de embotamiento que da lugar a un gran cansancio, la mente permanece en una indeterminación oscura, estado que puede parecer positivo en la medida en que produce al principio una sensación de agradable tranquilidad; pero está realmente falto de lucidez y pronto se conviene en somnolencia, si es que no desemboca en un fuerte flujo de pensamientos incontrolados.
La Verdadera meditación evita estos dos peligros. Cuando la mente no se preocupa del pasado y no proyecta sobre el futuro, puede establecerse en un presente lúcido, claro y tranquilo. La noche sólo permite una percepción muy oscura del mar, mientras que el día deja ver con precisión todos los detalles: los colores, las olas, la espuma, las rocas, el fondo submarino… Nuestra mente es como el mar. La persona que medita debe estar plenamente consciente de su situación interior, y percibirla tan claramente como el mar en pleno día. Deja entonces su mente relajada y las olas se apaciguan de forma natural. Esto es la calma interior, denominada técnicamente pacificación mental (en tibetano shiné).
Hay numerosos métodos que se pueden utilizar para desarrollar shiné. Un principiante puede, por ejemplo, visualizar una pequeña esfera de luz blanca a la altura de la frente y concentrarse en ella lo mejor que pueda. También nos podemos concentrar en la respiración, o incluso, sin tomar un objeto de concentración concreto, mantener la mente sin distracción. Se pueden utilizar estos tres métodos y, así, ir aprendiendo progresivamente a meditar.
Además es importante enfrentarse a una sesión de meditación con la mente muy espaciosa, muy abierta, sin estar pendiente de que la meditación sea buena, ni temer que no lo sea. La mente debe estar relajada, abierta y vasta. Tanto esperar una buena meditación como temer una mala, son por sí mismos dos obstáculos de los que nos tenemos que desembarazar.
A veces, la meditación nos proporciona experiencias de paz y felicidad. Satisfechos de nosotros mismos, nos alegramos de haber hecho una buena meditación. Otras veces, por el contrario nuestra mente está muy perturbada por numerosos pensamientos a lo largo de toda la sesión, y entonces nos juzgamos como unos malos meditadores. Alegrarse de una buena meditación y aferrarse a las experiencias agradables, al igual que entristecerse por una mala meditación, son dos actitudes incorrectas. Sea la meditación buena o mala, lo importante es, simplemente, meditar.
Algunas personas, desde que empiezan, obtienen rápidamente buenas experiencias: se aferran a ellas esperando que se repitan constantemente pero, como esto no ocurre, se decepcionan y abandonan la meditación. En el curso de un largo viaje tenemos que recorrer tanto buenos caminos como malos. Si las maravillas de un tramo agradable nos llevaran a pararnos para poder disfrutar, o bien si las dificultades de un mal camino nos hicieran renunciar a seguir adelante, nunca alcanzaremos nuestro destino. Sea el camino bueno o malo, hay que continuar. De la misma manera, en el camino de la meditación hay que perseverar, sin preocuparse por las dificultades ni aferrarse a los momentos felices.
Para los principiantes es preferible limitarse a sesiones cortas de diez o quince minutos, incluso si la meditación está siendo buena, hay que parar. Después, si se dispone del tiempo necesario, se puede hacer una segunda sesión corta después de una pausa. Es mejor hacer una sucesión de sesiones cortas que embarcarse en una larga sesión que, incluso aunque sea buena al principio, corre el peligro de caer en dificultades y cansar al meditador.
Los frutos de la meditación
Al principio nuestra mente casi no podrá permanecer estable y en calma mucho tiempo. Pero la perseverancia y la regularidad conducen al desarrollo progresivo de la calma y la estabilidad. También nos vamos sintiendo más cómodos tanto física como interiormente. Por otra parte, el influjo tan fuerte que ejercen ahora en nosotros las circunstancias externas, ya sean buenas o malas, va disminuyendo y vamos siendo cada vez menos esclavos suyos.
La profundización en nuestra experiencia de la verdadera naturaleza de la mente, tiene como efecto que el mundo exterior pierda su influencia en nosotros y resulte incapaz de hacernos daño.
El fruto último de la meditación es la obtención de la perfecta Iluminación, el estado de buda. Entonces uno se ha liberado completamente del ciclo de las existencias condicionadas y de los sufrimientos que conlleva y además posee el poder de ayudar a los demás de forma efectiva.
El camino de la meditación tiene dos fases: la primera, llamada shiné (pacificación mental), que apacigua gradualmente nuestra agitación interior y la segunda, llamada lagtong (visión superior), que conduce a erradicar el aferramiento egocéntrico, fundamento del ciclo de las existencias. El camino interior, por si mismo, conduce a la Iluminación. Ninguna substancia ni ningún invento exterior tiene el poder de hacerlo.
Conclusión
Emprender el camino de la meditación implica que se conoce su finalidad, los medios utilizados y los resultados obtenidos.
- Reconocer que la causa de todo sufrimiento y toda felicidad es la propia mente y que como consecuencia sólo trabajando con la mente podremos eliminar el primero y establecer la segunda de una manera auténtica y definitiva.
- Conocer las condiciones auxiliares necesarias: el deseo de meditar, un instructor cualificado y un lugar retirado.
- Saber dejar reposar la mente en meditación: sin seguir los pensamientos acerca del pasado o del futuro, establecer la mente en el presente, abierta, relajada, lúcida y fijarla en el objeto de meditación elegido.
- Saber cuáles son los frutos temporales y últimos de la meditación: la serenidad, la no dependencia de las circunstancias y, finalmente, el estado de buda.