Existe una dimensión de la realidad en la que no somos nadie y en la que no tenemos nada, por lo cual no hay nada que perder. Suena como un fracaso total, ya que nuestro ego siempre está intentando ser alguien y hacer esto y aquello. Sin embargo, resulta ser la máxima verdad, lo que es intrínsecamente así. En el momento en que vemos esta verdad benéfica y extraordinaria, y nos rendimos a ella, destruye literalmente todas las cadenas que nos atan. […]
De modo que la verdad suprema destruye todas las cadenas. La verdad suprema en la que no somos nadie y en la que no tenemos nada es en realidad un estado de nuestra conciencia incondicionado. Es nuestro fundamento básico, la mente primordial, el estado de la realidad en el que no nos convertimos en nadie y permanecemos tal como somos, es decir, una conciencia inmortal. Eso es lo que somos. Ese es realmente nuestro rostro primigenio. La etapa anterior a que nos convirtamos en alguien se denomina en los tantras budistas «época primigenia», esa época eterna de pureza original, para la cual no existen el pasado, el presente o el futuro. Es eterna e interminable. En esa época interminable fuimos, al igual que somos y seremos, conciencia intrínsecamente luminosa. Fuimos, somos y seremos un tesoro inagotable de dicha y gracia. […]
Todos nos convertimos en alguien después de esa época de pureza original. Nos convertimos en esta entidad limitada que somos y pretendemos estar separados de la unidad, de la fuente; pretendemos haber caído de la gracia de nuestro rostro original. Pretendemos ser un hombre, una mujer, un profesor, un estudiante, un político, un taxista, una buena persona, una mala persona, un individuo culto, rico o pobre. Cuando adoptamos estas máscaras como nuestra verdadera identidad, se produce una lucha interminable. Es como si el océano hubiera olvidado que es un insondable y vasto mar, y terminara creyendo que no es más que una diminuta gota de agua. Eso es lo que ocurre en nuestra conciencia y esa es la causa principal de nuestras luchas.
De modo que existe un estado de realidad así como de conciencia, incluso en este preciso instante, en el ahora en el que realmente no somos nadie y no tenemos nada. Esto suena muy mal. Parece un completo fracaso, pero es la verdad más maravillosa de la cual podemos ser testigos. Nuestro objetivo, así como el de todas las prácticas y los esfuerzos espirituales, es no ir a ningún lado. El objetivo no es ni siquiera retornar a alguna noción de fuente divina. El objetivo es llegar aquí, llegar a la verdadera esencia de nuestro ser y reconocer esta realidad maravillosa, esta verdad suprema en la que no somos nada y no tenemos nada.
Todo lo que pensamos que poseemos no es más que una ilusión. Somos dueños de infinidad de cosas, tanto materiales como inmateriales. Poseemos muchos objetos en el mundo de lo material, y cuando contemplamos nuestra conciencia también tenemos una gran cantidad de credos, conceptos, ideas, culpa, vergüenza, orgullo y presunción. Pero, en realidad, ninguna de estas posesiones existe en el reino de la pureza primordial. Solo tienen vida en el reino de la falsa ilusión, en el reino de la mente egoica y la conciencia samsárica. No obstante, eso no significa que debamos tirarlo todo por la ventana o que no debamos representar ningún papel. Evidentemente, representamos muchos papeles —el de hombre, mujer, profesor, alumno, hijo, padre…—, necesarios para que la conciencia mantenga esta increíble forma llamada vida, llamada encarnación —no necesariamente reencarnación, sino encarnación.
De modo que hay una conciencia en todos nosotros que no es nadie. No es americana, ni europea, ni tibetana, ni china. Va más allá de los papeles y los personajes que representamos a lo largo de nuestra existencia y en los que consiste el ego, su vida y su energía. Nuestro cuerpo puede ser masculino o femenino, pero nuestra conciencia no es ni una cosa ni la otra. Eso no significa proponer una dualidad entre el cuerpo y la mente, sino afirmar que existe una diferencia entre lo que somos en esencia y el papel que representamos en este mundo. A veces interpretamos el papel de un hombre o el de una mujer, el de maestro o el de alumno; cada día adoptamos papeles diferentes.
Cuando representamos estos papeles, nos encontramos, en su mayor parte, completamente inmersos en la propia forma que estamos asumiendo en esta efímera, fugaz, maravillosa y exquisita encarnación. Pero cuando meditamos abrimos el corazón. Dejamos a un lado todos los credos, nuestras suposiciones, nuestros prejuicios y también nuestras nociones de la realidad. Dejamos a un lado toda nuestra creación mental y, sin necesidad de ir a ningún lado, sin hacer nada, ocurre el milagro. El milagro es que tenemos contacto directo con esa dimensión de lo que somos, la conciencia de la que Buda hablaba, la ilimitada e informe conciencia que no es nadie y, a pesar de ello, lo es todo. Es la experiencia de que somos, en realidad, uno con todo lo demás. Somos uno con el nirvana y el samsara. Somos uno con el cielo y con la Tierra.
Es difícil describir esta conciencia, la conciencia previa a convertirnos en alguien, a volvernos finitos. No se trata de algo material, sino de una verdad en la que posiblemente resulte complicado creer y confiar. Lo más cercano a ella, que podríamos considerar una evidencia científica, es la presencia de un recién nacido. Cuando contemplamos el rostro de un recién nacido, ¿qué vemos? Pura inocencia. Los hospitales suelen tener una habitación con una ventana en la que duermen los bebés. Casi siempre hay allí un grupo de personas, viejos y jóvenes, mirándolos fijamente. Esas personas, por el mero hecho de contemplar la perfección de los recién nacidos, están experimentado el satori, la iluminación repentina. Se olvidan de quiénes son. En ese momento, ninguna de ellas tiene problemas, odia a nadie o sabe quién es. Ninguna recuerda cuánto dinero tiene en el banco, quién es su enemigo y quién su amigo. Todo el mundo experimenta el satori y se queda mirando a los bebés hasta que alguien les dice que se marchen.
Hay muchas formas de experimentar un satori, un despertar repentino a esta extraordinaria y eterna dimensión que hay en nuestro interior. A veces ocurre con algo sencillo. Pero la razón de que la gente se sienta atraída hacia esta calma inexpresable, la maravilla de la presencia de un recién nacido, es su inocencia. Todos nos sentimos atraídos y realmente inspirados por esa inocencia. ¿Vemos algún juicio de valor en ella? ¿Nos está juzgando? No, esa inocencia no nos juzga. Ya no se tiene una noción del niño como europeo o tibetano, o como blanco o negro. No hay conceptos, solo conciencia pura, inocencia pura.
De modo que en cada uno de nosotros existe esa naturaleza pura y auténtica en cuya presencia no somos nadie. No somos finitos. Ya no estamos atados por todas estas cadenas, cadenas de esperanza y de miedo. Carecemos completamente de miedo, y somos amorosos y compasivos sin ninguna causa ni condición. Esa es la verdad que Buda y los sabios maestros de muchas tradiciones nos han mostrado. Ese es realmente el objetivo de nuestro viaje, y ese objetivo se puede hacer realidad incluso en este preciso instante.
excelente nota !!!!