Primero debemos dejar claro que hay dos relatos: el del «yo» y el de la conciencia «Yo Soy». El primer relato se constituye de forma relativa con pedazos de aquí y allá, sometiéndose a su propia historia y tiempo, ya que el «yo» crece y se desarrolla sin ejercitarse en la autoconciencia. El «yo» genera un mundo de tinieblas, ignorancia, ilusión y autoengaño, pues se cree su propia historia. El segundo relato exige una atención clara, diáfana, sin condicionamientos del ayer ni del futuro, es decir, atemporal; se trata de ejercitar y activar la conciencia no condicionada, libre, que es la que nos puede aportar nueva luz. Mediante la contemplación es como podemos activar el «sentido espacial».
Desde la época mítica, el ego empezó a generar una polaridad cada vez más intensa, que terminó con una dualidad separatista en la época mental; en todo este trance separatista el «yo» quedó aislado, encerrado en sí mismo y sus condicionamientos, generándose una dualidad extrema entre lo interior y lo exterior, y quedándose el propio «yo» confuso en su ubicación. Aquellos dioses originarios que nos crearon a su imagen y semejanza, que fueron nuestros propios antepasados, se fueron recluyendo en los substratos interiores de nuestra psiquis en forma de arquetipos, es decir, la realidad original que constituyó nuestro «yo» quedó sepultada en lo que ahora llamamos inconsciente.
La herejía de la separación dual ha polarizado el «yo» hacia el mundo exterior, dejando el mundo interior en penumbra, en casi total oscuridad, por lo que nuestros propios orígenes están sepultados en nosotros mismos. Ahora la conciencia debe sumergirse en nuestro interior y reconciliar nuestros orígenes con nuestro presente, nuestro exterior con el interior, el cielo con el infierno, la oscuridad con la luz. La nueva conciencia es integradora, no-dual.
El vacío del yo
No podemos dejar pasar por alto la carencia del «yo», pues este es su peor mal; tal carencia es no reconocer su propia realidad vacía. El constructo del «yo» es creado y generado por si mismo; su naturaleza por tanto es mental, cuestión que aquí en Occidente se nos ha pasado por alto examinar, es decir, la consideración de lo mental en la constitución y sustento del «yo». ¿Cómo es la mente? ¿Qué es la mente? En cambio, los filósofos y pensadores orientales, que nunca se divorciaron de lo místico, ni tampoco desdeñaron el mundo de lo mítico, de modo natural se impregnaron de los arquetipos del ser, de modo que lo psicológico y lo místico nunca entraron en conflicto, sino que siempre buscaron la unión, de tal forma que las culturas y religiones orientales sí consideraron la naturaleza de la mente y lo metafísico y por ello su filosofía y su psicología siempre anduvieron de la mano con la meditación. Todo ello no quita mérito a la Psicología occidental, y hoy en día Oriente y Occidente tienen que conciliarse. Una prueba de ello son los trabajos de Erich S. Fromm (1900-1980) y de Teitaro Suzuki (1870-1966) con su libro Budismos zen y psicoanálisis.
Todo lo construido mentalmente no deja de ser mental, y la naturaleza mental en sí es vacía; de ello da cuenta toda la tradición meditativa de Oriente, empezando por el yoga, el advaita, el budismo, el taoísmo, etc. Y en Occidente la tradición hermética nos refiere a las enseñanzas egipcias de Hermes Trimegisto, que nos dice: «todo es mente, todo es mental, el universo es mental». Si construimos nuestra identidad desde una naturaleza mental y desde ella gestamos un «yo», dicho «yo» en sí es un formato vacío, tan vacío como la mente, siendo la gran carencia del «yo» el no reconocer su naturaleza vacía por falta de autoconciencia.
El ego, ignorante de su naturaleza vacía, se fue polarizando hacia el mundo externo, un mundo regido por la «guna» o cualidad de «tamas», que es la inercia donde la realidad parece más palpable que la realidad de los sueños. Es en el estado de vigilia donde la época mental ha querido fijar su asiento, pues en su división dual el ego mental se siente más identificado con el mundo exterior y en su sueño ilusorio cree que tal estado es real, no siendo más que otro constructo mental, el sueño de Brahma. A falta de reconocer la realidad del «yo» caemos en un enorme vacío existencial que pretendemos llenar y rellenar con todo lo exterior, mientras que el vacío interior sigue engullendo formas que nunca podrán llenar nada puesto que «forma» y «vacío» son lo mismo. Recordamos el Sutra del corazón: «la forma equivale al vacío; el vacío equivale a la forma; la forma es precisamente el vacío, el vacío es precisamente la forma». En pocas palabras, el «yo» en sí es vacío y necesita llenar su vacío con infinidad de objetos y realidades aparentes, cayendo en un pozo sin fin donde el deseo del samsara o existencial no tiene fin.
Todos los problemas humanos contemporáneos tienen como fondo el no reconocimiento de la naturaleza del «yo». De ahí el desorbitado deseo de tener más y más, de acumular por acumular, surgiendo el temor, el miedo desde que dejamos de reconocer la naturaleza vacía de la mente. Del miedo brotan la ira y todo un lastre de deseos que pretenden suplir el vacío. En cambio, la meditación en todas las tradiciones apunta hacia el vacío, la nadidad, el desasimiento.
El «sentido espacial» nos proporciona el reconocimiento de nuestro espacio natural, nos permite apreciar la naturaleza de la mente y salir de nuestros propios patrones y condicionamientos, una tarea que no es fácil. Pero tal ejercicio, esto es la contemplación, se ha dado en todas las tradiciones.
La contemplación en Occidente tiene tres niveles: purgativo, iluminativo, unitivo. El primer nivel es un trabajo duro, puesto que la mente de un novicio en meditación es hiperactiva, y no resulta fácil alcanzar una relajación física y mental adecuadas para iniciar una verdadera observación de uno mismo, abriéndose sin prejuicios ni preconceptos a la realidad. En esta primera etapa purgativa, uno se encuentra con todos los obstáculos, que se conocen como indriyas (sentidos que deben ser conocidos y usados conscientemente), deseos, pecados, «yoes», etc. Surge un ejército de obstáculos, «yoes» que se mueven en nuestro interior sin orden ni control.
Con paciencia y serenidad abordamos el segundo nivel de contemplación iluminativa. En este periodo se inicia el reconocimiento de una nueva luz, lo que se denomina Atman, dios, conciencia cósmica. Este periodo es un tránsito difícil porque el candidato se encuentra a mitad de camino entre la luz y las tinieblas; entonces surge el juego dual entre lo espiritual y lo material. Por ignorancia se produce el propio deseo espiritual, siendo este un obstáculo igual o peor que el existencialismo vano.
Por fin se accede al tercer nivel de contemplación unitivo, donde la dualidad se extingue; con ello el «yo» también desaparece, siendo sustituido por la conciencia plena de uno mismo: un «Yo Soy» que es «Hijo del Hombre» y que se ha convertido en: «Yo Soy el camino, la verdad y la vida».
El relato del ego es el relato del sueño de Brahma, mientras que el relato del «Yo Soy» es el relato de una presencia siempre presente, aunque el «yo» no sea siempre consciente de tal presencia original y atemporal.
Lo uni-total y la dualidad
Lo uni-total es absoluto, contiene una verdad única, es inmutable, pertenece a todos, trasciende a todos, es atemporal, no tiene principio ni fin, lo abarca todo. Al contenerlo todo es múltiple, diverso, variable. Por tanto la verdad absoluta y única contiene la verdad relativa, que es circunstancial, temporal, cambiante. Lo absoluto y lo uni-total, que es «Uno en Todo», contiene la «dualidad» y todas las demás partes. Cuando surgimos del «Uno» y no nos diferenciamos en la multiplicidad, nuestra conciencia inicia su viaje de auto-conciencia, que provoca un parto doloroso, semejante al nacimiento de una criatura. ¿Pueden ustedes imaginarse el dolor y la angustia que sentiría un niño en su primer septenio, perdido y fuera de su ambiente conocido? El sufrimiento sería tanto para los padres como para la criatura. Pero pónganse en el caso de la criatura que aún ignora su realidad y su entorno; entonces se produce un cisma, surge un «yo» ante un todo desconocido. Realmente debe ser una sensación angustiosa que marca el alma de la criatura. Este es un parto doloroso donde se inicia un viaje de reconocimiento de uno mismo, y el parto divide la unidad, formándose una dualidad entre el «yo» y el «Todo». De este modo surgen el «yo» y la «dualidad». Desde sus orígenes, el «yo» rompe con la unidad y se forma la dualidad, y desde la dualidad una incesante partición; se suceden nuevas divisiones, nuevas partes en la medida en que el «yo» se multiplica, formando su propio espacio, su propio lugar, su propia casa, su propio partido, su propio país, y en sucesivas divisiones y propiedades crea todo un mundo lleno de fronteras, separaciones y divisiones entre «tú y yo», «lo mío y lo tuyo», «ellos y nosotros», lo «nuestro y lo vuestro», etc. El «yo» es dual desde sus inicios y por ello solo puede reconocer una verdad relativa.
El viaje del «yo» es un viaje de auto-reconocimiento, en el que ha ido pasando por diversas etapas y estados hasta llegar a esta época y estado mental. En todo el viaje la dualidad del «yo» se ha hecho más fuerte, generando un egocentrismo igualmente fuerte. El propio «yo» escindido o separado de su origen es incapaz de reconocer sus orígenes; es como si el niño perdido del ejemplo ya no pudiese reconocer a sus padres. Así, el «yo» solo reconoce lo que él mismo ha creado y formado. Como hemos dicho, el ego se siente existente o más vivo en el estado de vigilia, o lo que llamamos mundo exterior, pero eso no quita que el estado de sueño exista, como también el del sueño profundo o sueño sin sueños. Así le aconteció a Chuang Tzu, que «soñó que era una mariposa, y al despertar no sabía si era un hombre que había soñado ser una mariposa, o una mariposa que soñaba ser un hombre». Los diferentes estados de conciencia señalan el camino que el «yo» ha ido realizando, siendo el final del viaje reconocer su origen. Un origen en realidad siempre presente que en la biblia se presenta como el «Yo Soy» y, como muestra la parábola del «hijo pródigo», el padre u origen siempre tendrá las puertas abiertas para que su hijo regrese.
Por ello es imprescindible trascender la dualidad en pos de lo «Uno», de la unidad no dual; eso enseñan el Maestro Eckhart, Ramana Maharshi, Nagarjuna, Garab Dorje, Padmasambhava, Lao Tse, Ramakrisna, Vivekananda, Sivananda, y un largo etcétera de maestros. Este último, Sri Sivananda, decía que el espacio que hay dentro de una botella y el espacio que hay fuera de la botella es todo un mismo espacio. Este ejemplo sobre el espacio es muy usado en las enseñanzas Dzogchen provenientes del Tíbet, pero también es usado en la cábala, señalando que más allá de lo creado o manifestado se encuentra el «Ain» un espacio inmanifestado, abstracto y absoluto donde se halla nuestro origen. En este viaje de regreso, la conciencia deberá integrar todos los estados y etapas que ha recorrido, asumiendo la inmanencia y la trascendencia de todos los estados en un «Todo». En este regreso el propio «yo» vivirá su disolución, pues en la medida en que se integren todos los estados, el de vigilia, el estado de sueño y de sueño profundo, se alcanzará el cuarto estado de conciencia, o estado de Turiya o de Nous.
Excelente articulo