Por qué la inconsistencia es la enfermedad espiritual del mundo moderno

La ansiedad continúa, pero ya no predomina. Lo que predomina es la inconsistencia. Una inconsistencia asesina. Estamos en la era de la inconsistencia.

Roberto Calasso

La espiritualidad tradicional –la auténtica religión– estaba basada en los votos, en el mérito y en el ascetismo. Sin estos tres aspectos que pueden agruparse también bajo nociones como disciplina, cultivo de las virtudes y purificación, buscar cualquier tipo de logro espiritual parece remoto y hasta ridículo (lo que se busca, por supuesto, es la sabiduría liberadora). Es evidente que estos aspectos requieren fundamentalmente consistencia, esto es tanto en el sentido de la repetición para formar hábitos positivos y cultivar la mente, como en el sentido de congruencia moral o transformación a través de una visión filosófica que, al estabilizarse y penetrar todos los ámbitos de la vida, permite la transformación también de la realidad que se experimenta, pues existe un principio de unidad entre la epistemología y la ontología embebido en la experiencia religiosa. De tal manera que uno de los principios básicos de las tradiciones contemplativas es el axioma de que uno se convierte en aquello en lo que uno medita (la palabra para meditación en sánscrito es bhavana, de la raíz verbal bhū, «ser» o «convertirse»: meditar es transformarse a través del cultivo de hábitos). Esta relación se muestra también en el término sánscrito para verdad, satya, el cual se deriva de la raíz as (la misma de nuestro es o del is en inglés), que además se muestra en la palabra sat, «ser» o «realidad». De modo tal que hay una identidad profunda entre conocer y ser: la verdad no sólo es lo que es, es lo que nos hace lo que somos. El verdadero cocimiento no es meramente teórico, o lo es sólo en el sentido de la práctica contemplativa, donde la visión (la theoria que se busca hacer real) se integra hasta el punto de que transforma la perspectiva con la que se ve al mundo en todos sus aspectos y momentos. Así la teoría llega a convertirse en teofanía, el fruto de la práctica contemplativa.

Con el fin de aclarar los términos, resta decir que con con-sistencia nos referimos a un estar o establecerse (sistere) no individualmente sino con lo divino, siempre con lo divino o lo sagrado en la acción, en la palabra y en la mente, en una madeja de vínculos que dan sentido y soporte a la existencia. La consistencia puede interpretarse como un constante apoyarse en algo que uno considera verdadero; más aún, de manera interpenetrante, el mismo resultado de este apoyo es la consistencia, la tierra firme o la estabilidad que resulta de apoyarse en verdades que trascienden lo mutable o movedizo. Pero incluso se puede hablar de una consistencia que persiste pese a la impermanencia de todos los fenómenos, como puede encontrarse en el budismo, donde se tiene la certeza de que no existe tal «tierra firme», que todo es flujo radiante sin fondo, sin un ente sólido que sostenga las cosas. Una consistencia no estructural sino procesal; consistencia de no aferrarse a ninguna sustancia metafísica, apoyándose sólo en la «balsa del dharma«. Esto es lo que en el budismo se entiende como el estado de los budas y los bodhisattvas que se mueven sobre las aguas de lo increado o lo no-producido, sin nunca tocar «tierra firme» y, sin embargo, su mente no pierde total estabilidad, pues ha eliminado todos los obstáculos que le impiden concentrarse en la visión de lo real.

A menudo las personas critican las religiones sugiriendo que los dioses o los poderes espirituales no aparecen en el mundo o que no se hace patente la transformación personal que la religión supone. Lo que no se menciona, sin embargo, es que estos poderes y estas transformaciones naturalmente dependen de lo que aquí hemos llamado consistencia y que el mismo hecho de reconocer lo divino depende de un cultivo perceptual. Como ha dicho Roberto Calasso, «hemos dejado de percibir a los dioses no porque sabemos más, sino porque sabemos menos». O, en otras palabras, sabemos más sobre el mundo externo, sobre el cual proyectamos la poderosa metafísica del materialismo, pero sabemos menos sobre nuestra propia conciencia y nuestra propia voluntad, las cuales no desarrollamos pues ni siquiera se nos ocurre que deben ser sometidas a rigurosos entrenamientos o procesos purificatorios. Si pretendemos determinar qué es la realidad, primero debemos desarrollar nuestros propios aparatos cognitivos, de la misma forma que un científico no pretende sondear el cosmos con un telescopio defectuoso sino que busca, en cambio, desarrollar la tecnología para obtener un aparato más preciso y poderoso. El «experimento religioso» requiere de ciertas condiciones para ser válido y son pocas las personas que están dispuestas a someterse a estas condiciones que implican rigurosa disciplina y transformación conceptual. Esto, por lo demás, es algo que teólogos, filósofos y poetas han sabido en las tradiciones de Occidente y Oriente. El mismo Calasso entiende que la investigación de la mente en la India védica es comparable con una «microfísica de la conciencia».

El poeta aleman Friedrich Hölderlin es especialmente elocuente en este sentido. Hölderlin es conocido tanto por ser el último gran poeta que dedica su quehacer poético a percibir lo divino y a alabar a los dioses, como por ser el poeta que traza la desaparición de lo divino, la retirada de los dioses. Esta doble característica hace que Heidegger lo llame «el poeta de los poetas», sugiriendo que la poesía es esencialmente una relación con lo divino o con la fulguración del Ser en sí mismo. Hölderlin no sólo está invadido por la nostalgia de lo helénico, sino que es también un profeta de la era de la máquina, la destrucción del medioambiente y la profanación de la luz de la naturaleza que la secularidad tecnocientífica ha orquestado. Hace 220 años, Hölderlin observó la hibris del hombre moderno, que ha dejado de mirar con reverencia a la naturaleza y a sus poderes sutiles. Píndaro, poeta que Hölderlin tradujo, advierte sobre esta hibris: «La raza más loca entre los hombres es aquella que menosprecia lo que tiene en torno y dirige la mirada más allá, persiguiendo lo inconsistente con vana esperanza». ¿Es esta la locura insolente del impulso titánico de la modernidad, que deja de ver lo más íntimo y luminoso que existe, presencia divina de la mente? Hölderin escribe en Hyperion:

¡Pero tú habrás de juzgar, sagrada naturaleza! ¡Pues si al menos fueran humildes esos hombres, pero acaso no hicieron una ley para imponerse sobre los mejores entre ellos, y no se dejaron de enorgullecer por lo que no son […] acaso no fueron insolentes con lo divino!

¿Y no es divino lo que ustedes alemanes llaman lo inerte [lo que no tiene alma]? ¿Y no es mejor el aire que toman que su parloteo? ¿No son los rayos del sol más nobles que todos ustedes hombres taimados? Los manantiales de la tierra y el rocío de la mañana refrescan los bosques, ¿pueden ustedes hacer algo similar? ¡Ah, pueden matar pero no pueden dar vida, si no es a través del amor, el cual no procede de ustedes, el cual ustedes no inventaron! 

   Y en otra parte diagnostica con estos memorables versos:

Pero un mal distinto, una esclavitud distinta,
ahora la mente del mundo inventa
y a través de la técnica y la costumbre,
día a día se roba nuestra alma.

Hölderlin detecta en sus versos la retirada de lo divino como un síntoma de la actitud desencantada o desacralizada del hombre moderno. Desde tiempos inmemoriales habían sido los poetas («los sacerdotes de la naturaleza») y los amantes los únicos que podían sostener la radiación de lo divino y percibir su irrupción numinosa en el lienzo de la naturaleza. En el canto y en el amor había una conspiración con la totalidad de la naturaleza. El hombre moderno, sostiene Hölderlin, ha dejado de encontrar la voz divina (el relámpago que encuentra un eco en el corazón) pues ya no hace silencio, ya no presta atención a lo sutil, ya no purifica su cuerpo para poder entonarse y sintonizar la resonancia que él mismo describe como un centelleo que es también una revelación. Antes el hombre sabía que debía ser capaz de ofrecer lo primero y mejor que tenía a lo divino, incluso de entregar su vida entera, consistentemente en cada acto, en alabanza y sacrificio, para así poder recibir todo de los dioses. La inconsistencia es, así entendida, la impureza. La pureza, en cambio, es la razón de ser del rito. 

El ejemplo de la consistencia lo encontramos en el pensamiento védico. Para los védicos, el mundo había sido creado en el sacrificio de la deidad y este era el acto definitivo que se tenía que honrar y repetir. El sacrificio védico (yajña) era el acto que absorbía todos los actos y con el cual se debía reconstruir el cuerpo de la deidad. Durante su ejecución cada acto, cada palabra, cada pensamiento tenían infinito significado y por lo tanto debía aplicarse el más minucioso cuidado a cada gesto y a toda su cadena de correspondencias. Para lograr esto era fundamental cultivar una cualidad de la atención (tapas) que era asociada con la luz o el fuego. Un fuego que destruye los obstáculos (las inconsistencias) que separan a la mente de la fuente de la divinidad: que le permite, por así decirlo, dialogar en su misma lengua. Un fuego que era la misma divinidad que debía cultivarse, estabilizando la mente en un solo punto. Para que el sacrificio fuera auténtico debía estar presente esta cualidad radiante de la atención, que era la propiedad distintiva de un brahman. Los hombres védicos veían el sacrificio como una especie de ciencia, a la cual los mismos dioses estaban supeditados. Si se lograba llevar a cabo el sacrificio con completa precisión, tanto en los gestos externos como internos, el resultado estaba garantizado por la ley misma del universo. El resultado último era la divinidad (pero la exigencia era enorme, pues a fin de cuentas lo que se sacrificaba era el propio ser individual). 

En gran medida el sacrificio védico se convirtió en el yoga y en el tantra, en donde se realiza un mismo sacrificio de todo el universo del practicante pero ahora en el fuego de la conciencia y de la energía vital.  En primera instancia podría parecer llamativo decir que la consistencia es la esencia del tantra, pues en el entendimiento popular, influido por el new age y la espiritualidad de bolsillo,  se cree que el tantra, «el vehículo relámpago», tiene que ver con la iluminación instantánea o expedita, con un curso «orgásmico» de fin de semana.

Por el contrario, en el caso del practicante del vajrayana (tantra budista), este debe dedicarse toda su vida, minuciosamente, a aniquilar su apego a todas sus posesiones (sobre todo a la solidez de su ego), a comprender la vacuidad de los fenómenos y a visualizar la forma de la deidad. Primero purifica su karma y estabiliza su mente y luego, en la llamada etapa de creación, visualiza el mandala de la deidad que practica hasta que, una vez que es capaz de sostenerlo con completa nitidez, en la etapa de perfección, él mismo se identifica con la deidad y habita su mandala. El mandala es una especie de palacio de luz con el cual reemplaza al universo material, siguiendo el principio de que todas las cosas están vacías. En cierta forma se trata de la más detallada y laboriosa orfebrería del espíritu o de la imaginación divina. El tantrika trabaja con cada aliento y con cada percepción (el perímetro sacrificial para él o ella no tiene un afuera) y por ello debe tener la más completa consistencia, hasta el punto de que desviar su manera de ver las cosas –no logrando verlas como puras, divina y vacías– es una violación de sus votos. 

La actualidad innombrable, el libro más reciente de Roberto Calasso, a quien habría que tener sin duda entre los pensadores vivos más importantes, está dedicado a trazar cómo ha surgido o cómo ha invadido la inconsistencia al espíritu humano. Fundamentalmente, la inconsistencia es una falta de atención y reconocimiento de la posibilidad del Otro. «En rigor Homo saecularis puede llevar una vida imperceptible y equilibrada, sin ninguna preocupación por aquello que lo rodea», escribe Calasso, «[…] aceptando algunas reglas elementales, que incluyen no molestar al prójimo para no ser molestado, se hace posible una vida sin vínculos, apreciable o despreciable en sí misma, en ausencia de prescripciones doctrinales».

Los vínculos de los que habla Calasso son el conjunto de correspondencias o resonancias con un orden invisible. Calasso entiende que quizá la desvinculación que define a la modernidad podría haber sido una especie de libertad, un salto al abismo en el sentido nietzscheano, pero el hombre moderno reemplaza los vínculos con una nueva teología –no de ritos, sino de procedimientos– sobre la cual puede proyectar su inconsistencia: la sociedad misma y la ideología del materialismo nihilista. Se habla de espiritualidad pero no se está dispuesto a sacrificar o a someterse a los rigores de la disciplina religiosa. Se dice ser «espiritual pero no religioso», lo cual deviene en una especie de turismo espiritual que sólo consigue vivir un facsímil de la experiencia religiosa en la forma de un producto de consumo. «El hecho es que los secularistas no son felices, no se sienten aliviados de todos los pesos. Advierten la inconsistencia de lo que los rodea. Por momentos reconocen algo peligroso. ¿Que sería? La misma inconsistencia habita en ellos».

En algunos pasajes védicos se habla de cómo la mente fraguó la realidad que conocemos sobre una materia volátil e inconstante, dándole consistencia a través del ardor, del tapas o fuego de la concentración. La inconsistencia que pulula entre los intersticios es el nihilismo, la dispersión y la disolución del mundo, pero no en el campo abierto de la posibilidad creativa, sino en el desierto del tedio, que nunca logra quedarse quieto y siente la necesidad de llenar el vacío, y no importa mucho cómo o con qué, aunque es mejor si no duele y si se puede evitar la repetición.

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